sábado, 24 de octubre de 2020

James M. Cain según los Hermanos Coen.

James M. Cain ha corrido como escritor con una suerte desfavorable respecto de las de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, los pares genéricos con que suele asociársele como padres de la escuela policial hard boiled, iniciada en las llamadas pulp magazine entre mediados de los años veinte y principio de los treinta del siglo pasado. Lo mismo que a ellos, al interior de la novela negra se le reconoce sin disputa como uno de los maestros esenciales, como un clásico inapelable. Pero mientras a Hammett y a Chandler semejante pertenencia no les ha escatimado a la postre su pleno reconocimiento como grandes escritores a secas, y no ha impedido que su narrativa haya sido abordada como literatura mayor encima de todo género, Cain por su parte, más allá de este ámbito especializado, continúa siendo en buena medida —por insólito que parezca— un autor minoritario y marginal. E incluso dentro de los específicos dominios del policial duro a la americana, resultará difícil encontrar a su estela entusiasmos y devotos proporcionales a los de un Jim Thompson, un Chester Himes o un James Ellroy.

Lo paradójico es que, de acuerdo con la coincidente aseveración de varios especialistas en su obra, ello parece obedecer justo al hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con los legados hammettiano y chandleriano, el conjunto de lo que escribió no admite quedar remitido en exclusiva, y acaso ni siquiera mayoritariamente, a la literatura policiaca. Casi puede decirse que toda la producción de Dashiell Hammett, incluidos sus guiones cinematográficos, radiofónicos y de historieta, pertenece al género negro; las excursiones de Raymond Chandler fuera del mismo resultan algo más numerosas, pero así y todo acaban siempre, por elemental fuerza de gravedad, girando en torno a sus piezas detectivescas. La obra de James M. Cain, además de altibajos extremos que los otros dos integrantes de la santísima trinidad hard boiled no llegaron a padecer a tal punto, posee amplias zonas que exceden por completo a la literatura sobre crímenes propiamente dicha.

A manera de justicia reparadora, el destino ha querido no obstante que Cain corra con mayor fortuna al ser trasladado a la pantalla, aun cuando el hecho quizá no terminara de complacerle, toda vez que en la operación ha tendido a quedar otra vez a final de cuentas encasillado, no digamos ya dentro de los ámbitos subgenéricos de la serie negra, sino dentro de los dominios de una sola novela específica: esa magistral, breve e imperecedera joya que es El cartero siempre llama dos veces (1934). Es cierto que, dentro del corpus fílmico basado en la narrativa de Cain, hay varias piezas dignas de mención que se inspiraron en otras obras; para empezar, la célebre adaptación de Double Indemnity realizada en 1944 por Billy Wilder con el mismísimo Chandler de coguionista. Pero, por un lado, ya desde la propia página escrita Double Indemnity, a despecho de sus innegables y sobresalientes méritos individuales, constituía antes que nada un juego de variaciones sobre los mismos temas puestos encima de la mesa por El cartero siempre llama dos veces: la prohibida pasión de dos amantes criminales; el ajusticiamiento de un marido que no le ha hecho mal a nadie; la implacable usura de las compañías aseguradoras; el poder institucional pendiendo todo el tiempo como helado filo justiciero sobre las pasionales iniciativas de los protagonistas; el fatal entretejimiento de la culpa, la desconfianza y la condena como broma trágica erigida a manera de muro sobre el amor y el deseo; la puntual e implacable acción del azar para atar de últimas cuanto debe ser atado. Y otro tanto puede decirse del resto del legado de James M. Cain, pues todo cuanto iba a decir a lo largo de su carrera como escritor ya estaba contenido en potencia dentro de esa carta de presentación que fue su primera novela.

Por otra parte, la recurrencia con que la trama y las múltiples inflexiones de El cartero siempre llama dos veces han tentado —y siguen tentando todavía— a los más disímiles realizadores, termina por eclipsar de modo comprensible buena parte de lo demás. Acaso la dificultad de Cain para desembarazarse de su ópera prima de cara a la memoria colectiva, radique en que consiguió otorgarle a una de las situaciones criminales más arquetípicas de la historia de la humanidad lo que probablemente constituya su más afortunada concreción literaria.

La historia de la pareja de amantes ilícitos que urden el asesinato del lícito cónyuge de una o de ambas partes, ya generaba el interés del respetable en la China de la Edad Media, según hacen constar algunas recopilaciones de relatos inspirados directamente en expedientes judiciales; El imperio de la pasión (1978) del japonés Nagisa Oshima parece abrevar de dicha fuente, y resultaría interminable la lista de películas que se han erigido a partir de esa elemental anécdota base. Ya restringiéndonos en exclusiva a aquellas cintas específicamente basadas en El cartero siempre llama dos veces, el conteo arranca en Francia en 1939 con Le Dernier tournant de Pierre Chenal; inaugura en 1943 el neorrealismo italiano con Obsesión de Luchino Visconti; alcanza su versión más fiel y memorable bajo las actuaciones de John Garfield y Lana Turner en 1946, bajo la dirección de Tay Garnett; actualiza los hallazgos de su predecesora de acuerdo al contexto y las estrellas hollywoodenses de tres décadas más tarde con el remake dirigido en 1981 por Bob Rafelson y estelarizado por Jessica Lange y Jack Nicholson; se reelabora sin concesiones en clave histórica de cara a las ruinas del llamado socialismo real en Pasión (1998) del húngaro György Fehér; salta a Asia y al bajo presupuesto de la mano del realizador malayo U-Wei Haji Saari en 2004, bajo el título Buai laju-laju; y hasta donde tengo noticia alcanza su más reciente aproximación en Alemania, a cargo del director Christian Petzold con Jerichow (2008).

Siguiendo el procedimiento ya aplicado durante sus respectivas relecturas de Hammett en Miller’s Crossing y de Chandler en The Big Lebowski, los Hermanos Etan y Joel Coen acometen su personal e inspirado abordaje del universo poético de James M. Cain descentrándose de aquello que se ha instituido obvio y obligatorio (sin que ello les impida homenajearlo con manifiesto gozo), para por esa vía apropiarse de lo más esencial y más sutil del autor abordado. El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn't There, 2001) es  un obediente tributo a cuanto cabría concebir como una película cainiana, y a la vez un ejercicio de abierta subversión, que al apartarse mediante diversas licencias de dicho camino, logra transparentar con amplitud inigualable todos los ricos y complejísimos registros del venerable maestro hard boiled.

Lo primero que llama la atención es su manejo de la femme fatal, eje central de referencia en casi todas las novelas de Cain, y que aquí se vuelve un elemento complementario, aun cuando indispensable y trabajado con esmero.

La santísima trinidad originaria de la novela negra norteamericana admite en cierto sentido situarse en disposición análoga a la trilogía de los clásicos autores de la tragedia ática. Dashiell sería Esquilo, el patriarca fundacional capaz de sintetizar dentro de su producción las reglas de juego generales de todo lo que vendría después; Raymond sería Sófocles, el celebrado genio encargado de llevar a su plenitud más emblemática el modelo creado; y Cain sería Eurípides, responsable de trasladar sin ambages el rezo y el canto a los territorios del franco alarido, con una manifiesta sobrecarga en los densos tonos de la desesperación, y sin disponer para sí de pródigas alabanzas equivalentes a las que han recibido desde siempre los otros dos. Pero además, por encima de las acusaciones de misoginia que durante siglos ha venido recibiendo, Eurípides enfoca una y otra vez la realidad en todas sus facetas desde la perspectiva de inolvidables personajes femeninos, poseedores de la cifra necesaria para transparentar sin disimulos el agitado y sombrío horizonte que su época le deparó escudriñar. La obra de James M. Cain se halla presidida en idéntica proporción por nombres de mujer: Cora Papadakis, Phyllis Nirdlinger, Mildred y Veda Pierce, June Lyons, Joan Medford…

En El hombre que nunca estuvo, Doris Crane (espléndida interpretación de Frances McDormand) hereda, resume y prolonga los mejores atributos de dicha galería. Se trata, sí, de la chica tenaz, encallecida y áspera que, irradiando una perenne imantación carnal, procura abrirse paso y levantar cabeza contra la corriente de adversidad para la cual está predestinada, sin conformarse empero con sortearla, sino decidida antes bien a sostenerle el pulso hasta vencerla. Sólo que aquí ni ella ni su ilegítimo amante se convertirán en sujetos ejecutores de la trama criminal que ello suscita. En una inspirada vuelta de tuerca, los Coen otorgan dicho rol al personaje que en las novelas de Cain suele ocupar el sitio de la víctima; como si los grisáceos maridos de segundo plano ultimados en El cartero llama dos veces y Double Indemnity asumieran por un insólito golpe de prestidigitación, y sin modificar un ápice su difuso puesto de segundo plano, el sitial de verdugos.

Es vox populi, aceptada por el propio Cain en alguna entrevista, que Albert Camus reconoció El cartero siempre llama dos veces como una de las influencias decisivas para la escritura de El extranjero. El hombre que nunca estuvo coloca tal consonancia en primer plano, y a través de ella sirve a los Hermanos Coen para enunciar una de sus más frontales reivindicaciones del ciudadano de a pie, ese que de tan común y tan corriente queda situado en el límite mismo de la más absoluta invisibilidad. Ya de suyo el conjunto de la filmografía que han venido pergeñando durante las últimas tres décadas admite contemplarse como una emotiva indagación de la América de a pie, desde el enfoque épico de quienes no poseen ni poseerán épica alguna. Comentaba Cain alguna vez, al término de una entrevista:

 

—A Carey Wilson, el productor de El cartero siempre llama dos veces, un pez gordo de la Metro, le gustaba mi obra. Nunca supe exactamente por qué. Pero una vez dijo: "Lo que me gusta de tus libros es que tratan de gente idiota que conozco y con la que me he dado de bruces en los aparcamientos. Me resultan creíbles y tú sabes ponerlos en situaciones interesantes. Después de todo, qué demonios podría interesarme de los líos de un vagabundo y una camarera. ¡En persona no podría aguantarlos más de dos horas!"[1]

 

En el caso particular de esta pieza de los Coen, la contenida y seca actuación de Billy Bob Thornton en el papel del barbero Ed Crane condensa el espíritu de toda la cinta. Al construirla como un elegante artificio en blanco y negro, arrullado de principio a fin por fondo de piano beethoveniano, enfatizan con peculiar intensidad y por contraste las sórdidas implicaciones morales y metafísicas de cuanto están narrando. Sobre ese soporte helado, armonioso, equívoco y contenido, los guiños de suciedad y vulgaridad cobran enorme realce: el lascivo guiño de un gordo estafador con bisoñé; el dueño de la barbería hundiendo la cara en la mermelada de una tarta para devorarla en un concurso; la permanente borrachera en el porche de su casa del único aparente amigo con que cuenta el protagonista; los ojos desorbitados de una acaudalada viuda obsesionada con los extraterrestres; el intento de felación de la joven estudiante de piano a la que el barbero deseaba consagrar su paternal y desinteresado apoyo. Conforme van sucediéndose las escenas, uno no puede dejar de sentir que en la pantalla está plasmándose, con una nitidez prístina y despiadada, toda la amorosa desolación, toda la claustrofobia social y toda la asfixiante cochambre presente en las mejores páginas, pasajes y personajes de James M. Cain.

Ed y Doris están juntos; pero están solos. Y la medida de semejante soledad no deja de multiplicar las interrogantes en una sucesión de concéntricas oleadas, desde el permanente soliloquio en voz en off que nos conduce a lo largo de la cinta, hasta la cúpula insondable del espacio infinito, quién sabe si propicio a los platillos voladores o poblado en exclusiva por el huérfano silencio de las estrellas. Poco más de un lustro después, en No Country for Old Men (2007) y Burn After Reading (2008), respectivamente por boca y arma del asesino Anton Chigurh (Javier Bardem) y del ex-agente de la CIA Osborn Cox (John Malkovich), la omnipotente supremacía de los que sí hacen historia emitirá sentencia contra los desechables, los inútiles, los imbéciles. Pero puede decirse que El hombre que nunca estuvo no es aún por completo el tiempo de los fiscales, los jueces y los verdugos, sino el de la última defensa, el de un margen —aunque sea minúsculo— vigente todavía para la presunción de inocencia, no importa que sus términos resulten atroces, y que la voz cantante la usufructúen en todo momento los mismos de siempre.

El abogado Freddy Riedenschneider (Tony Shalhoub) señala más allá de la pantalla, en dirección a cada uno de nosotros, y procede a indicarle al jurado lo que significaría condenar al hombre insignificante, sin imaginación ni para la grandeza ni para el oprobio, que está sentado en el banquillo:

 

Era como ellos, un hombre corriente, culpable de vivir en un mundo que no tenía lugar para mí. Dijo que era un hombre moderno, y que si votaban mi condena estarían ciñendo la horca a su propio cuello.

 

Una puesta en escena meticulosa y detallista. Una impecable evocación de los años dorados del cine negro, que no se encasilla en sus modelos.  Una cuidada galería de variopintos personajes secundarios. Un melancólico lirismo que no condesciende jamás a la debilidad melodramática. Una película que consigue dejar la misma huella intraducible e imperecedera de aquel momento de El cartero siempre llama dos veces, donde el eco devuelve la voz de un hombre ya muerto a los oídos de la pareja que acaba de matarlo.

El hombre que nunca estuvo es el traslado más vasto, matizado y fidedigno que el universo narrativo de James M. Cain haya tenido jamás a la pantalla.



[1] Tomado del blog Signor Formica.

http://signorformica.blogspot.com/2011/07/interview-james-m-cain.html


  Imagen tomada de Coen Brothers Alternative Posters (https://coenbrosposters.tumblr.com)