Las dificultades que Raymond Chandler plantea al
verse trasladado del libro a la pantalla son distintas a las que supone
Dashiell Hammett, pero no por ello resultan menos peliagudas para el realizador
metido a aventurar alguna tentativa al respecto.
En el caso de Hammett, el problema consiste en
que la seca dureza de la intriga estrictamente criminal puede generar la
equívoca impresión de que se trata del único factor originario a considerar.
Tal si Dashiell pudiera despacharse con exclusividad en los términos de un sostenido
crescendo del suspense, una galería de héroes, villanos y antihéroes
prestos a intercambiar lo mismo puñetazos que frases tan concisas como
afiladas, ambiguas femme fatale mudando sin cesar de victimarias a
víctimas, tramas intrincadas pero de impecable factura, eficaces dosis de
violencia. El hondo sentido de la tragedia y de la poesía, que otorga sustento
a toda esa parafernalia en las novelas y relatos del corpus hammettiano, se ha
habituado en la mayoría de los casos a quedar inhabilitado por invisibilización.
Las adaptaciones de la
obra de Hammett rara vez llegaron a expresar a plenitud en el celuloide el
trágico lirismo que la preside. Cuando consintieron aderezar la convencional
coloratura noir madurada a su indispensable amparo, como en la saga de El
hombre delgado protagonizada por William Powel entre 1934 y 1947, optaron
antes bien por la comedia. Pero incluso ahí no se trata del irónico y ácido
sentido del humor siempre presente en su narrativa —así sea desde segundo
plano— sino de impostaciones añadidas por cuenta del director; tan exitosa como
se quiera en su momento, la saga de El hombre delgado, integrada por
media docena de cintas, bastante poco tiene que ver con Dashiell.
Las cosas con Chandler vienen a resultar algo
diferentes. A la par de la fascinación que ejercen los rasgos procedimentales,
atmosféricos y de caracterización heredados en línea directa de Hammett,
aparece como tentadora seña distintiva la peculiar entonación cómica del
universo chandleriano.
El detective en la novela negra, cuando se trata
de un personaje genuino y no de un monolito de clichés a lo Mike Hammer, tiene
siempre mucho de payaso de las bofetadas: el tipo de enharinada tez que, sin
deberla ni temerla, recibe en el centro de la pista del circo guantazo tras
guantazo, gozando apenas la opcional merced de devolver algún golpe, sortear
algunas piñas, salir por piernas o derrumbarse con estilo. Convencido estoy que
Cosecha Roja puede leerse perfectamente como homenaje hard boiled
a los sketches silentes de Mack Sennett. Ahora bien, sosteniéndonos en el símil
con el cine mudo, hay que precisar que tanto al Agente de la Continental como a
Sam Spade y Ned Beaumont (la trilogía estelar de héroes protagónicos en
Hammett) les correspondería sin duda la fisonomía de Buster Keaton: un rostro
siempre serio e imperturbable ante los más extremos vaivenes de la dicha y la
desdicha. Mientras que, bajo su sostenido talante de romántico estoicismo,
Philip Marlowe (el detective chandleriano por antonomasia) portaría más bien la
cara de Stan Laurel; bien lo entendió el argentino Osvaldo Soriano en esa
entrañable novela que es Triste, solitario y final (1973).
Si alguna sensación de conjunto provoca la
desigual filmografía inspirada en la obra de Raymond Chandler es la de
indecisión. Cada nuevo realizador pareciera algo dubitativo entre decantarse
por la dureza hard boiled más pura y oscura, o por el emblemático
humorismo de la voz narrativa marlowiana, sin conseguir armonizar dualidad
ambas vetas. Aunque Robert Mitchum en Farewell, My Lovely (1975) resulte
impecable como encarnación del detective durísimo, eficiente, ajado, taciturno
y tenaz, no conserva prácticamente ningún rastro de la simpatía y el ingenio de
su modelo. Por su parte, James Garner resulta a su vez más bien insufrible
tratando de flexibilizar todo el rato mediante el chistorete gestual su rígida
andadura de vaquero gigantón, en la adaptación de The Little Sister de
1969. Cuando en 1973 el director Robert Altman se afanó por equilibrar,
descentrándolas, trama negra, comicidad y densidad lírica en su versión de The
Long Goodbye (la obra mayor de Chandler), el resultado desembocó sin
remedio en lo inconsistente y lo difuso. Así que tal vez haya sido justo el
inaprehensible y escurridizo encanto de Philip Marlowe lo que llevó a optar por
el recurso experimental —no muy logrado— de un Marlowe todo el tiempo en cámara
subjetiva, cuando Robert Montgomery adaptó Lady in the Lake en 1947.
Y tal vez por ello la cinta que con mayor
fidelidad y amplitud traslada al cine los peculiares matices del universo
chandleriano, remitidos a su contexto de origen, no es una adaptación de
Chandler en sentido literal, sino una inspiradísima y libre reinterpretación de
autor; me refiero a Chinatown (1974) de Roman Polanski, sin disputa uno
de los mayores clásicos del cine negro de todos los tiempos.
El mejor traslado propiamente dicho de Chandler
al celuloide continúa siendo la primera adaptación de The Big Sleep
(1946). Acaso porque su realizador, Howard Hawks, no elude la dicotomía ya
señalada entre negritud y humorismo, sino que la sostiene, la refuerza y la
coloca en primer plano. De un lado, tenemos la trama estrictamente policial;
del otro, el desarrollo de una comedia romántica inexistente en la novela,
entre Marlowe (Humprey Bogart) y la hija de su cliente (Lauren Bacall). Ambas
se entrecruzan con talento, dando no obstante la impresión de una sostenida
impermeabilidad entre sí. Sobrado ejemplo de ello pueden ofrecer el número
musical que se desarrolla en el tugurio del mafioso Edie Mars hacia la mitad de
la cinta, o la secuencia donde Marlowe tontea en un par de librerías con sus
respectivas dependientas. Hasta cierto punto desviándose de Chandler en pos de
sus propias filias y obsesiones, Hawks consigue perfilar como nunca antes o
después en una película protagonizada por Philip Marlowe la esencial ambigüedad
entre comedia y tragedia que preside cada una de sus novelas.
Los hermanos Etan y Joel Coen atinan con The
Big Lebowski (1998) un hallazgo proporcional, y en algún sentido incluso
más hondo que el de Hawks, aun cuando siguiendo en principio más bien los pasos
de Polanski y Chinatown: esto es, una película presidida todo el tiempo
por Chandler, pero que apenas si cita a Chandler de modo literal. Y en su caso,
violentándolo además sin ningún género de temor hasta el límite extremo de la
farsa circense.
Identificando hasta qué punto los afanes por
acentuar el humorismo chandleriano habían solido derivar en el cine hacia la
parodia involuntaria, los Coen no se apartaron del tono paródico, sino que
profundizaron intencionadamente en él. Y por ese camino consiguieron expresar
elementos tan esencialmente constitutivos de la narrativa chandleriana, como
hasta entonces por completo ausentes de sus traslados a la pantalla: la
amargura irónica, el sentido de lealtad fraterna que supone la amistad, el
desencanto social teñido apenas de dignidad idealista; y, por encima de todo,
un inspirado fresco sentimental de los paisajes y paisanajes que son Los
Ángeles: la ciudad que Chandler amó, detestó, testimonió y redimensionó
poéticamente como nadie.
No se trata pues sólo de la confesa declaración
de la dupla de directores, en el sentido de que estaban interesados en
articular un argumento policial al estilo de los del autor; argumentos
confeccionados con tan esmerada urdimbre, que en un momento dado terminan por
resultar imposibles de desovillar para quien está leyendo. El mejor elogio para
Ross Macdonald y Roger L. Simon sería aseverar que las novelas de uno y otro,
protagonizadas respectivamente por los detectives Lew Archer y Moses Wine, son
sin duda aquellas que Raymond Chandler habría escrito en caso de haber
continuado su travesía narrativa y vital en Los Ángeles de los años sesenta y
setenta, con la correspondiente asimilación de los devenires históricos,
sociales y culturales del caso; uno de los mayores elogios que puede hacerse de
The Big Lebowsky es que con probabilidad se trata de la misma historia
que Raymond habría contado, en el mismo tono en que Raymond la habría contado,
si le hubiese correspondido asomarse a las vísperas de final del milenio cargando
los azoros, las decepciones, los traumas y los miedos que la década de los
ochenta acumuló sobre las espaldas del ciudadano promedio, y conservando no
obstante un inquebrantable sentido de la dignidad, el orgullo, la honestidad,
la justicia, la lealtad.
De la misma manera retorcida, pero nítida y
fatal, que el amable, pintoresco y pueblerino Rip Van Winkle de Washington
Irving (aquel que durmiera una siesta de veinte años para despertar y
encontrarse con su mundo irreparablemente transformado) acabó deviniendo áspero
gángster urbano, inmortalizado en la pantalla cinematográfica por James Cagney
y Edward G. Robinson, cabe postular como hipótesis por completo coherente que
Jeffrey Lebowski, el ya mítico The Dude (Jeff Bridges), es aquello en
que Philip Marlowe se habría convertido en caso de haber bebido el elixir de la
eterna juventud y haber llegado completo hasta la década de los noventa.
Dicha aseveración puede antojarse de entrada
algo absurda, toda vez que Marlowe es en sus aventuras un héroe de acción,
ducho con la pistola y los puños, seductor, trabajador, con un inflexible
sentido de la responsabilidad, mientras que The Dude es un conformista
de tiempo completo, inhabilitado tanto para el ejercicio de cualquier acción
violenta como para el cumplimiento de los más elementales deberes que
socialmente puedan aguardarse de él. Pero pensemos que los grandes héroes y
antihéroes de la serie negra no resultan a final de cuentas sino una
sublimación y un homenaje para el hombre común y corriente: la prenda de su
anónima epopeya cotidiana por rescatar mínimos espacios de habitabilidad y de
entendimiento frente a una realidad progresivamente despiadada. Enfocando desde
semejante perspectiva, las distancias entre Marlowe y The Dude tienden
sin duda a acortarse. Es como si los Coen, con el año 2000 llamando ya a la
puerta, hubieran decidido devolver el duro antihéroe criminal americano
(detective o delincuente), a la simpática holgazanería iniciática de donde Rip
Van Winkle y Washington Irving lo hicieran brotar en los albores mismos de
la literatura y la cultura estadunidenses.
Parte de la obra de los Coen se ha hallado
consagrada desde su primera cinta a acometer una suerte de antiepopeya del
Hombre Invisible. El hombre que no se ve, el hombre que nunca está; o, más
exactamente, el hombre cuya presencia resulta tan insignificante que al final
uno termina preguntándose si no hubiera dado igual que estuviera o no estuviera
ahí, anónimo, difuso, periférico e intercambiable, asumiendo un escenográfico
destino de segundo plano tras el memorable close up de los pocos elegidos para
de verdad “hacer Historia” (o al menos para que su particular historia
contribuya a hacer Historia). Los protagonistas de sus películas suelen ser
aquellos que en el grueso de las producciones de los grandes estudios están
condenados a ocupar sitio de víctimas, comparsas o patiños, y el conjunto de su
filmografía bien puede ser contemplado como un permanente debate crítico
respecto a la problemática relación entre el ciudadano común y el poder
institucionalizado.
The Big Lebowski aborda
ese debate en franca clave chandleriana. Como toda historia de Chandler, no
permite aguardar de ella ninguna sencilla ni cómoda moraleja. Como toda
historia de Chandler, el ojo desatento puede tomarla nada más como una
entretenida y algo farragosa trama de intriga, aderezada por la comedia hasta
lo desternillante. Como toda historia de Chandler, entraña de principio a fin
el abordaje de obsesiones de tono mayor en un engañoso formato de tono menor.
Ya esa interminable sucesión de jugadores de
boliche lanzando la bola mientras desfilan los créditos iniciales, se ofrece
como adelanto enternecido, orgulloso y solidario de todo aquello que la cinta
reivindicará y celebrará, sin que por ello condescienda a la idealización
complaciente. Cada uno de esos anónimos personajes, idénticos a quién sabe
cuántos cientos de miles a lo largo y a lo ancho de la Unión Americana, y que
encuentran su cimero pendón de épica en la más reciente chuza consumada, son
quintaesenciados por The Dude durante las dos horas siguientes, en una
sucesión de peripecias que lo volverán involuntario Philip Marlowe; sin que en
principio exhiba ninguna dote para ello, pero revelándonos de a poco hasta qué
punto sigue tratándose de un tipo con un sentido tan enrevesadamente virtuoso
de su marginalidad, como leal, recto, amigo incondicional de sus amigos aun
cuando estos no parezcan encontrarse siempre a la altura de tamaño afecto, y
competente contra todo pronóstico para salir apenas algo trajinado de los más
escabrosos atolladeros. Es por ello que el alegórico narrador interpretado por
Sam Elliott (vestido de vaquero como podría ir vestido de sombrero y gabardina)
no cesa de advertirnos la importancia que a su juicio tiene el hecho de que ese
tipo ande todavía por allí, a despecho del viento, la marea y la sequía,
renovándole cuerpo a la inmortal caracterización chandleriana del detective hard boiled en El sencillo arte de matar:
En todo
lo que se puede llamar arte existe un elemento de redención. Puede ser pura
tragedia si se trata de una tragedia clásica, puede ser compasión e ironía, o
hasta la enronquecida risa de un hombre fuerte. Pero por estas malas calles ha
de andar un hombre que no es malo, que no está corrompido ni tampoco tiene
miedo. El detective en este tipo de historias debe ser un hombre así. Es el
héroe y lo es todo. Ha de ser a la vez normal y de una pieza, aunque no un
hombre corriente. Ha de ser, utilizando una frase bastante gastada, un hombre
de honor: por instinto, porque no puede evitarlo, sin necesidad alguna de
pensar en ello, y desde luego sin decirlo. Ha de ser el mejor hombre de su
mundo, y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo.
Philip Marlowe y Jeffrey Lebowski brindan,
mirándose a los ojos a través del espejo, y sosteniendo cada uno en la copa su
respectivo coctel. Marlowe, su vespertino gimlet (mitad ginebra, mitad zumo de
lima); The Dude su matutino ruso blanco (vodka, licor de café, más crema
o leche). Allá fuera se escucha el ruido de un juego de bolos, idéntico al que
presenció Rip Van Winkle en medio de la montaña, la noche que inició su gran
sueño: the big sleep, que en este caso no viene a ser sino otra manera de decir
the long goodbye.
Imagen tomada de Coen Brothers Alternative Posters (https://coenbrosposters.tumblr.com)