El nudo
argumental de la película Águila o Sol (dirigida
en 1937 por el cineasta ruso Arcady Boytler), bien podría resumirse de la
siguiente manera: Polito Sol (Mario Moreno Cantinflas), cómico de carpa a quien
una noche de amargas entrevisiones y pesimistas augurios han llevado de la
apoteosis escénica a la confidencia de cantina y la obcecación alcohólica, se
ve atrapado en un sueño: el sueño de una noche de cabaret, a la que han acudido
a hurtadillas todos los encargados de servir de coordenadas para el universo
personal que desde la absoluta orfandad había conseguido erigir a su alrededor.
Pero ninguno de ellos da traza de reconocerlo, y tanto su patrón como sus
hermanos van adquiriendo ante sus abordajes e interpelaciones una actitud
progresivamente hostil.
El tono
del relato fílmico es en todo momento de comedia, y el sueño del protagonista
se atavía con cadencias e intensidades de ascendente carnaval. Pero ello a la
distancia no hace sino reforzar la atmósfera de extrañeza y desasosiego, la
opresión del absurdo y el doloroso entendimiento de la fatalidad; rasgos que
suelen enlistársele —y suponérsele remitidos en exclusiva— a La mujer del puerto (1933), la aclamada
obra maestra de Boytler. Con el transcurso de las décadas, han ido caducando
ciertas coyunturales convenciones narrativas y referenciales, que en su momento
acaso pudieron interpretarse contenido totalizador y absoluta razón de ser para
Águila o Sol, situándola como un
espectáculo más de variedades trasladado al celuloide para entronización
comercial de estrellas del teatro frívolo del momento, y adscrita a los más
previsibles clichés del melodrama con final feliz. El beneficio es que ese mismo
deslave de distancia y olvido no hace sino dejar al desnudo cuanto la cinta
posee de intemporal vigencia.
Sin menoscabo de sus méritos individuales, es
necesario ubicar que no estamos hablando de una pieza independiente; captar con
amplitud sus inflexiones y su sentido exige apreciarla como parte de un díptico
completado por Así es mi tierra, que Arcady
Boytler rodara con apenas unos pocos meses de antelación. A partir de ahí, por
exagerado que pueda antojarse en principio semejante aserto, no resulta ilícito
postular que es ésta la piedra de toque sobre la que se sostiene, íntegro,
cuanto de perdurabilidad mítica haya atesorado y continúe atesorando todavía
Cantinflas.
Por
supuesto, la materialización de un personaje capaz de encarnar sobre el
escenario y la pantalla intuiciones cuya resonancia acompañaría a la cultura
nacional mexicana durante décadas, corresponde sin duda al mérito creador de
Mario Moreno. Pero no está de sobra recordar por un lado que nadie crea de la
nada, y que los alcances de la privilegiada versión del “peladito” que
Cantinflas significó, son también el resultado de múltiples afluentes: desde el
Periquillo Sarniento de José Joaquín
Fernández de Lizardi hasta el Chupamirto
del caricaturista Jesús Acosta, pasando por los imprescindibles aportes
estrictamente histriónicos de un Anastasio Otero, una Amelia Wilhelmy, e innumerables
y olvidados actores más. Por otro, es preciso evidenciar que rara vez el
discurso fílmico de las películas en que Cantinflas participó, logró
articularse en proporcional consonancia dialogante frente a los alcances
poéticos del personaje, optando por situarse en una inercia de lugares comunes
cada vez más acusados, y que eso contribuiría decisivamente a su vertiginoso
deterioro.
Dolores Camarillo y Cantinflas en Ahí está el detalle. |
Muy
diferente a lo que fuera su debut en pantalla con No te engañes, corazón (Miguel Contreras, 1936), donde el cómico ve
reducidas, adelgazadas y alteradas sus posibilidades histriónicas y
humorísticas en función de una trama para la cual constituye apenas un
accesorio periférico, en el díptico integrado por Así es mi tierra y Águila o
Sol Cantinflas es central e indispensable, sin que ninguna de ambas
películas le quede servilmente circunscrita. Aprovechando la irrepetible
libertad brindada por el apenas iniciado trato entre el personaje y la
industria fílmica, se trata de películas con Cantinflas, no de Cantinflas ni para Cantinflas. Quizá el
prodigio de que Cantinflas pueda seguir siendo plenamente en
ellas, obedezca al hecho de que no se concibieron con la idea de ser sólo
Cantinflas, sino también con
Cantinflas, y se elaboraron dotadas de vida y mirada propias. El marco que
trazan, permite a actor y personaje
desplegar sus ricos recursos como parte de una totalidad orgánica y
articulada (un microcosmos poético) sin verlos menguados, pero tampoco
impuestos como dictatorial efecto al que todos los demás componentes de la
alquimia cinematográfica debían quedar remitidos.
A veces
tendemos a perder de vista que cuando Cantinflas salta a la pantalla hacia la
segunda mitad de la década de 1930, se trata ya de una estrella consumada, con
los rasgos de su personaje plenamente definidos, probados y consolidados desde
las tablas del teatro popular. Por supuesto, el cine trasladaría esos atributos
a una nueva escala, pero sin alterarla en lo esencial. Un efecto de distorsión
retrospectiva, así como las inevitables petulancias de todo presente respecto
del pasado, tienden a hacer creer que el Cantinflas de las primeras cintas aún
no tiene madurados ni su carácter ni su estilo, y que las obras mayores de su
repertorio fílmico corresponden al grueso de la ensimismada oferta comercial repetida
durante décadas por la pantalla chica.
Ocurre exactamente
lo contrario. La reiteración dominical que la cadena Televisa consagró a
Cantinflas, se acostumbró a programar una vez tras otra las mismas piezas,
correspondientes al período de una estrella cinematográfica plenamente asumida
como tal, pero con especial predilección justo por las que testimonian su ya
definitiva debacle (el mito dócilmente reducido a una estrella más del canal de
las estrellas). Ni Así es mi tierra
ni Águila o Sol (ni Ahí está el detalle) hallarán cabida
dentro del repertorio monopólico de nuestra televisión abierta.
Cantinflas y Manuel Medel en Así es mi tierra. |
La mayor
parte de la filmografía de Cantinflas estuvo consagrada a “aprovechar” al
máximo las dotes del cómico que el público de las carpas y el Género Chico
había coronado con su predilección. De ahí que, dejando de lado Ahí está el detalle, acaso sean los
cortos publicitarios, correspondientes a la primera serie producida por Posa
Films (entre 1939 y 1940), los que mejor permiten asomarse a la original
fisonomía del personaje, en la medida que se limitan a trasladar literalmente
hasta la pantalla, sin apenas retoques, al Cantinflas del teatro y de la carpa.
Desde entonces, el mérito de cada nueva película terminaría midiéndose primero
en función de qué tanta fidelidad podía seguir manteniendo respecto de tales
rasgos característicos, y qué tanta capacidad había por parte del director en
turno para convertir dicha fidelidad en el sustento de un discurso fílmico
sostenido y coherente.
La
entronización de Miguel M. Delgado como realizador de cabecera del cómico
contribuyó al irreparable desgaste de la fórmula, lo cual no parecía importar
demasiado en virtud de los pingües réditos financieros que garantizaba. Se
resumió y banalizó amaneramiento marca registrada y receta de éxito infalible
lo que en realidad había sido resonancia de secretas intuiciones compartidas,
hasta alcanzar una fronteriza franja donde al público ya sólo le quedaba
esperar de cada nueva entrega un menguante puñado de chistes felices. La
repetición y la autoparodia se convirtieron a partir de ahí en el único posible
destino. Al iniciarse la década de 1950, carecía de sentido preguntarse qué
tanta fidelidad mantendría la siguiente película respecto de los rasgos
característicos del personaje, ante la manifiesta evidencia de que era el
propio Mario Moreno quien los había extraviado por completo.
Ya en
fecha tan temprana como 1949, tras el estreno de El mago (Miguel M. Delgado, 1948), el poeta Efraín Huerta
consignaba desde la “Revista Mexicana de Cultura” del periódico El Nacional:
Pero este ya no es el mismo Cantinflas de hace cinco años. Poco a poco, a fuerza de arrebatarle su ambiente, lo han ido despojando de su verdadera personalidad. De su autenticidad de legítimo heredero del lépero capitalino. Falla y se debilita la vigorosa raíz del clásico vocabulario que él arrancó del pueblo. En algunos instantes de esta película llamada El mago, se siente que él mismo desconfía de su poder interpretativo. Esto es, del arte de hablar sin decir nada… diciéndolo todo. Y la risa viene forzada. Y es un fatigarse siguiendo el relato. Seguirlo hasta llegar al final de cuento de hadas. En la boca queda un sabor agrio, y el espectador se niega a aceptar la fórmula que, conmiserativamente, se ha hecho de rigor al hablar de las películas que Posa Films prepara para su estrella: “Toda la película es Cantinflas”.[1]
Carlos
Monsiváis, quizá el más acucioso exégeta del mito cantinflesco, ha señalado en
diversas oportunidades su raigambre urbana, así como la privilegiada síntesis
testimonial y poética que representa de la conformación del México
posrevolucionario; Cantinflas encarnará arquetípicamente al peladito
capitalino, último escalón para la nueva verticalidad del trazo social
configurado por diez años de lucha armada y tres lustros de
institucionalización; y desde ahí proyectará una transparencia a la vez implacable
y festiva sobre su compleja trama de luces y sombras. Pero, así sea tenues,
diluidas o distorsionadas, las huellas de su pasado rural e inmigrante deberán
permanecer como rasgo indispensable para el personaje mientras éste sea capaz
de conservar alguna vigencia; extinguidas en definitiva tales huellas, será el
propio personaje quien exhiba su caducidad y desaparezca.
Para
el pelado que la Revolución le deja a la Ciudad de México como herencia, ya no
existe camino de vuelta. Las señas que conserve de su prehistoria rural serán
apenas exiguos rastros supervivientes de lo en definitiva extraviado. Imposible
trasplantar a Cantinflas al ámbito pueblerino sin sensible menoscabo de su
fisonomía y sentido. Tal el reiterado reproche que a Monsiváis le motivará Así es mi tierra, donde Cantinflas es un
holgazán de pueblo llamado Tejón, y
queda asimilado dentro de las más estrictas coordenadas de la vida pueblerina y
la comedia ranchera.
Lo
que Monsiváis no pareciera advertir es el hecho de que, integrada a Águila o Sol a manera de díptico, Así es mi tierra se erige puntual y
privilegiado testimonio de la génesis del peladito posrevolucionario, como
fruto de la radical, irreversible reconfiguración de relaciones entre el campo
y la ciudad. Lo que Arcady Boytler captura y transparenta en dicho díptico es
el nacimiento mismo de Cantinflas, así como de todo aquello que míticamente
Cantinflas será capaz de encarnar y aludir.
Si, dentro de su inofensiva apariencia de homenaje de variedades a la canción vernácula, Así es mi tierra consigue colocarse en cabal sintonía con las agudas meditaciones cinematográficas sobre la Revolución Mexicana iniciadas por Fernando de Fuentes (El prisionero 13, El compadre Mendoza, Vámonos con Pancho Villa), la capacidad de Arcady Boytler para tomar como punto de partida el lugar común y restituirle al término su carácter de espacio de comunión quedan ejemplarmente exhibidas por Águila o Sol.
Boytler
despacha con rapidez los prolegómenos circunstanciales de la historia que va a
contar, toda vez que muy temprano en la cinta queda claro su interés
primordial: centrar nuestra mirada en el escenario, la máscara, el espacio de
representación y la fiesta. Las cuitas preliminares de un trío de niños prófugos
del orfanato, recién parecen comenzar a centrarse—adquiriendo consistencia y
eje de gravitación— cuando su vagabundeo los lleva hasta los territorios de una
feria; ahí, a hurtadillas, atisban por vez primera la magia del teatro popular
callejero: el milagro humilde de las dos tandas por un boleto en los
espectáculos de carpa del arrabal
citadino.
Una
vez que la vertiginosa sucesión introductoria de espacios y de tiempos ha
situado las indispensables coordenadas para sostenimiento narrativo de la
trama; una vez que han quedado suficientemente explicados los antecedentes de
la incorporación de los tres huérfanos al submundo de la farándula arrabalera;
una vez que aparecen por fin Cantinflas y Manuel Medel sobre el escenario de un
teatro de segunda, ataviados con las luminosas y grotescas galas propias de
liturgias tales, acompañando la interpretación de un tango que es ya en sí
mismo toda una declaración de principios, el espectador advierte con nitidez
que se encuentra ante la primera escena propiamente dicha, no sólo de la cinta,
sino del mito cantinflesco en su conjunto.
Una
de las más hondas, esenciales y perdurables travesías del arte y la cultura
mexicanos acaba de dar inicio.
Cantinflas y Medel, certificando el nacimiento fílmico del mito en Águila o Sol. |
[1] [Reproducido por] Revista Proceso. Num. 1963. Pag. 67. 15 de junio
de 2014.