Los auges del género policiaco son cíclicos,
recurrentes, y desde hace tiempo se han acostumbrado a autoproclamarse cada
nueva vez como inédito boom. Yo mismo comencé a formar mi afición durante uno
de esos periódicos apogeos: legítimos reivindicadores en lo que puedan traer de
efectivamente nuevo y revitalizador, pero en esa proporción también con frecuencia
amnésicos, desinformados e invisibilizadores de cuanto no sólo les precedió,
sino que en buena medida posibilita y explica su propia existencia.
Hacia la segunda mitad de la década de los
ochenta, se hablaba con una profusión bastante similar a la actual (aunque,
claro, sin los ambiguos matices de alcance y transitoriedad implícitos en la
era de la web) de la novedosa moda mexicana de la novela policiaca; moda propiciadora
entonces como hoy de colecciones, premios, programas televisivos, coloquios, ediciones
especiales de importantes suplementos culturales y reputadas revistas
literarias, autores vernáculos incursionando dentro del género, etc.
Debo agradecer a un par de números monográficos
publicados por entonces en Revista de
revistas de Excelsior, mi primer acercamiento a la dilatada tradición que
la narrativa criminal había merecido en nuestro país desde por lo menos los
años cuarenta. Pero preciso es decir que mi real acercamiento a la mítica Colección Caimán (¡más de 500 títulos a
lo largo de veinte años de existencia!), al detective Peter Pérez de José
Martínez de la Vega o a los cuentos de Antonio Helú, sólo se dio muy a
posteriori, y teniéndolos menos como referentes significativos de mi devoción que
como meras curiosidades complementarias.
Mis primeras, básicas lecturas dentro del género
negro, dejando de lado un inicial escarceo fallido durante mi infancia con los
relatos de Arthur Conan Doyle, no me las proveyó una colección de literatura
policiaca propiamente dicha, sino una colección de literatura a secas: la
segunda serie de Lecturas Mexicanas,
que aparecía en los puestos de revistas con periodicidad ya no recuerdo si
semanal o quincenal, a precios por demás accesibles. Y eso supongo ya establece
un matiz respecto de generaciones de lectores precedentes a la mía: mientras
los apasionados de la literatura detectivesca en los cincuentas o sesentas se
iniciaban en mayoritaria medida a través de traducciones de obras
norteamericanas, inglesas o francesas, teniendo a los mexicanos de la época como
un añadido menor, significativa parte de los correspondientes feligreses de mi
generación nos iniciamos leyendo escritores nacionales: visualizando enigmas de
salón, persecuciones, thrillers, intrigas de espionaje, crónicas de denuncia, asesinos
seriales e investigadores privados en el familiar marco de nuestros propios contextos,
a través de personajes con los cuales podíamos toparnos con relativa facilidad cualquier
día.
La mencionada serie puso en nuestras manos El
complot mongol de Rafael Bernal, novela todavía por encima de casi todas
las otras a tantos años de distancia. Pero también el arranque de la saga de
Belascoarán Shayne de Paco Ignacio Taibo II en Días de combate, Ensayo de un
crimen de Rodolfo Usigli, Las muertas
de Jorge Ibargüengoitia, El garabato
de Vicente Leñero y la colección de cuentos Muerte
a la zaga de María Elvira Bermúdez. En lo personal debo agradecer además esa
para mí entrañable pieza del policial mexicano que es el relato “Dónde está
David Gurrola” de Rafael Ramírez
Heredia, incluida en El rayo Macoy.
La filial mexicana de Plaza y Janés vio, por las
fechas durante las cuales yo daba mis iniciáticos primeros pasos como lector
negro, un potencial horizonte de mercado en las fábulas de policías,
detectives, asesinos y ladrones, y en 1986 lanzó con bombo y platillo la convocatoria
para su primer (y único) premio de novela policial. Acaso la precaria consistencia
de las tres obras premiadas haya sido responsable de lo efímero del
experimento: La fiera de piel pintada, de Edmundo Domínguez Aragonés, obtuvo
el primer lugar, Crimen sin faltas de
ortografía de Malú Huacuja el segundo, y Accidente premeditado de José Huerta el tercero.Por cuanto a mí se refiere, pilar indispensable
para ponerme a mano con lo más selecto del género posterior a la vieja novela-problema,
desde los clásicos de la escuela hard-boiled
hasta los primeros maestros del polar europeo post-68, fue la insustituible
colección Novela negra, insertada en
la serie Libro Amigo de Bruguera. Si
todavía en la actualidad, a punto de arrancar la segunda década del siglo XXI,
resulta común seguir hallando sus ejemplares en los bazares de libros usados,
cuán dominante no sería su presencia a finales de los años ochenta, aun cuando
la editorial cerrara en 1986. Pero dado que dicha serie halló el cenit de su
producción en una etapa previa a mi incorporación como activo consumidor de
libros policiales, no me extenderé hablando de ella.
Bajo el título Biblioteca policiaca, el ala mexicana de Editorial Planeta
incorporó al mercado nacional entre 1986 y 1987 un breve pero sustancioso
catálogo de obras: Sombra de la sombra y
La vida misma, dos de las mejores
novelas de Paco Ignacio Taibo II (siendo la primera de ellas acaso la única
capaz de equipararse hasta a la fecha con El
complot… de Bernal); La soledad del
manager y Asesinato en el comité
central, de Manuel Vázquez Montalbán, lo que representó el arribo del ya
legendario detective Pepe Carvalho a nuestro país; Prótesis, la novela consagratoria del jefe catalán Andreu Martín; Carrera de ratas de Alfred Bester y El pato de Pekín de Roger L. Simon; el detalle desafortunado lo
aportó 17 instantes de una primavera
del soviético Yulian Semionov, no por la novela, que es sin duda una cima hoy
injustamente olvidada de la literatura de contraespionaje, sino por la
tipografía que volvía el libro prácticamente ilegible.
Un año más tarde, la Universidad Autónoma de
Puebla lanzó su propio proyecto de colección, titulado Literatura del crimen; alcanzaría apenas para tres títulos, compensando
la frugalidad cuantitativa con la calidad de su selección: el primer número fue
Las apariencias no engañan, pieza con
que el español Juan Madrid diera a conocer a su personaje Toni Carpintero; el
segundo número correspondió a la obra maestra del ya clásico Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos?;
mientras que la tercera y definitiva entrega puso en manos del lector nacional
nada menos que Ojos azules del
neoyorquino Jerome Charyn, primer lugar indisputable el día que alguien me
encargue el top ten de las mejores novelas policiacas que he leído en mi vida.A pesar de sus descuidos editoriales, así como
de la pésima encuadernación (causante de que al paso de los años la mayor parte
de sus ejemplares supervivientes devinieran inmanejable baraja), resulta de
destacar el esfuerzo de otra universidad, en este caso la de Guadalajara; a
comienzos de los años noventa, su colección Hojas
negras hizo acto de presencia con un catálogo de autores y obras tan amplio
y tan serio, que no deja de desconcertar la prácticamente absoluta ausencia de
referencias internáuticas que uno se topa en torno a él al navegar por la web; incómodo,
desagradable silencio de olvido e invisibilización, que alguna dura moraleja
traerá sin duda tras de sí. Acaso el ejemplo más ilustrativo dentro de esta
para nada inocente fenomenología del ninguneo, pueda ofrecerlo Pasado perfecto, primera de las novelas
del cubano Leonardo Padura protagonizada por su detective Mario Conde, hoy
mundialmente célebre; pues bien, el debut editorial de Conde (tal no cesa de
reiterar cada que puede Padura, en un gesto de decoro y gratitud que lo
enaltece) tuvo lugar en Hojas negras,
lo cual por supuesto no interesa en lo más mínimo a la imperial casa Tusquets,
que sin ningún empacho sitúa en la página legal correspondiente su respectiva
primera edición de Pasado perfecto
como la primera edición de la novela a secas: ergo, si yo no te veo y no te
nombro, no existes.
Ignoro la
cantidad total de títulos que Hojas negras
habrá alcanzado, toda vez que sus libros aparecían sin numeración, que sus
avisos de próximas apariciones solían incluir títulos que ya había publicado, y
que otros que figuraban en sus listas como ya publicados no se editaron jamás. En
cualquier caso, debieron acercarse supongo a la veintena. A partir de los
ejemplares a mi alcance puedo aventurar una lista aproximada aunque quizá
incompleta de los autores y títulos que finalmente incluyó: además del ya
mencionado Padura, Jerome Charyn (Panna Maria), Jean-François Vilar (Siempre son los otros los que mueren),
los hermanos Georgui y Arkadi Vainer (Telegrama
del otro mundo), Vladimir Bogomólov (Iván),
Juan Sasturain (Los sentidos del agua),
Rolo Diez (Una baldosa en el valle de la
muerte), Andrea Santini (El vuelo del
halcón), Juan Hernández Luna (Naufragio),
Daniel Chavarría y Justo Vasco (Contracandela),
Pino Cacuchi (San Isidro Futbol),
Atanás Mandadzhiev (Hoja negra sobre el
cenicero), Luis Méndez Asensio (Entre honorables) y Taibo II (primera
reedición de Sintiendo que el campo de
batalla…).
Joaquín Mortiz, casa editorial de Rafael Ramírez
Heredia, había dado a conocer en 1985 su más consistente entrega policiaca
previa a La mara (2004), con Muerte en la carretera (por cierto, no
reeditada jamás). En 1993, bajo la coordinación de Eugenio Aguirre, aventuró el
fugaz proyecto de una serie llamada Narrativa
policiaca mexicana, en la que resucitó Trampa
de metal del ya mencionado autor tamaulipeco (primera de las tres entregas
de su detective Ifigenio Clausel), El
complot mongol, Ensayo de un crimen,
Muerte a la zaga y Peter Pérez, pero cuyo título más
importante fue sin duda el ensayo Antihéroes
de Ilán Stavans, acaso la primera real tentativa de un corte de caja historiográfico
y crítico, para enfocar la producción policiaca mexicana con una perspectiva
totalizadora.
Obviamente, parte fundamental de este tipo de
formación lectora depende en buena medida de las piezas sueltas que uno con
paciencia aprende a ir pescando por aquí y por allá a partir de sus sucesivos
conocimiento y hallazgos. Durante alguna temporada, mis visitas a la Ciudad de
México incluyeron una religiosa peregrinación por los puestos aledaños a la
glorieta del Metro Insurgentes, donde pude irme agenciando paso a paso una respetable
cantidad de libros de Andreu Martín publicados en Barcelona por Plaza y Janés. Y
ya sabía que era preciso echar un ojo en las librerías propiamente dichas del mismo rumbo a
los bestsellers de Emecé, donde podía en una de esas encontrar alguna de mis
novelas faltantes de Ross Macdonald; o que de la calle de Donceles siempre
cabía la esperanza de salir, aun cuando fuera bañado de polvo, con un ejemplar
de alguna buena colección argentina en la mano. En La Librería de la Calzada Fray Antonio de San Miguel de Morelia,
había que estar siempre al tanto de la llegada de los lotes de Leega Literaria,
donde fueron apareciendo Cosa fácil y
Algunas nubes de Taibo II, El callejón del muerto de Méndez Asensio, Entre la pena y la nada de
Raúl Hernández Viveros y Muerte en Luang
Prabang de Semionov; la vieja
expo-feria moreliana incluía todos los años en aquella época un stand de libros
cubanos, que incorporó a mi estantería mucha basura didáctica disfrazada de
novela de misterio, pero también el descubrimiento de la narrativa de Luis
Rogelio Nogueras, Daniel Chavarría o Rodolfo Pérez Valero; una tarde pedí
permiso a la dependienta de la Librería Madero para pasar del otro lado del
mostrador y fisgonear en sus estanterías (entonces no franqueadas al público),
y salí de ahí con dos de las primeras novelas de Eduardo Mendoza, publicadas
por Seix Barral.
Especial mención merece la expansión que alcanzó
a tener durante cierto lapso en nuestro país la española serie Círculo del crimen, publicada por Forum,
concebida para aparecer semanalmente en los kioscos de periódicos, diseñada con
formato de viejo pulp, e ilustrada con viñetas propias de historieta. La
colección completa fue de 120 números, pero tengo la impresión de que sólo una
parte de ellos atravesaron el océano para venderse en México, permitiéndonos
cada quince o veinte días el espejismo de ser lectores de los años veinte yendo
a comprar la más reciente entrega de Hammett o de Chandler. Yo adquirí casi
todos los ejemplares que poseo en uno de los dos expendios de revistas que
existían en el interior de la vieja central camionera de Morelia. La mayor
parte de ellos siguen siendo una apolillada presencia habitual en casi todas las librerías de
viejo. Mis piezas predilectas: La banda
de los musulmanes y Un loco asesinato
de Chester Himes, No des la espalda a
la paloma de Julián Ibáñez, La piscina
de los ahogados de Ross Macdonald y Jamás
te cruces con un vampiro de Stuart Kaminsky.
Paco Ignacio Taibo II fue durante aquellos años
el principal promotor y el referente totalizador de casi todas las iniciativas
por dar a conocer en México viejos y nuevos autores, como parte de lo que al
amparo primero de la AIEP (Asociación Internacional de Escritores Policiacos),
y luego de la Semana Negra de Gijón, daba ya en denominarse —con las ambiguas
vaguedades siempre consustanciales a este tipo de etiquetas—neopolicíaco. Él,
coordinador de las ya mencionadas colecciones de Planeta, de la BUAP y de la U
de G, en 1987 se convertiría en director de la española colección Etiqueta negra de Editorial Júcar, ya
mítica por la generosa amplitud de su catálogo y por su inconfundible imagen. Etiqueta Negra pasó rápidamente a ocupar
el sitial que había dejado vacante Novela
negra de Bruguera, y que cumplida la
vuelta del nuevo siglo usufructuaría la Serie
negra de RBA. En 1989, en ediciones
cofinanciadas por la librería El Juglar, intentó Taibo lanzar una Etiqueta negra mexicana, uno de cuyos
principales atractivos consistía en revisar y modificar las traducciones
españolas, de modo que por una vez los personajes de Nueva York y de París no sonaran todo el tiempo a nuestros
oídos como madrileños borde. A final de cuentas, el experimento sólo dio para
cuatro títulos, que todavía pueden encontrarse a cinco o diez pesos (sic) en
las mesas de saldos de la calle de Donceles: la excepcional y siempre
pertinente Pasaje de los monos de
Jean-François Vilar, la primera edición de Sintiendo
que el campo de batalla… del propio Taibo II, Disparen sobre Errol Flyn de
Stuart Kaminsky y Violación de Chester Himes.
En compensación por el fallido experimento
nacional, la Etiqueta negra española alcanzó
a tener durante cierta temporada una extraordinaria presencia en algunas
ciudades de nuestro país (no en Morelia, cabe mencionar). Todavía recuerdo
aquella visita a Puebla a mediados de los noventa, donde con la boca abierta,
los ojos desorbitados y los bolsillos estrujados de congoja, me quedé largo
rato pasmado frente a una estantería repleta de sus negros, relucientes
ejemplares. También dirigida por el padre del neopolicial mexicano, fue
significativa durante algún tiempo la buena distribución mexicana de la serie
española Cosecha roja, publicada por
Ediciones B, y cuyos libros eran si cabe todavía más bonitos en su presentación
que los de Etiqueta negra; y esta sí
alcanzó a tener aceptable presencia en las librerías y tiendas de autoservicio
de la capital michoacana.
Entre 1994 y 1995, Martínez Roca, una de las
filiales de Grupo Editorial Planeta, lanzó en México el proyecto de una
colección (La llave de cristal) y una
revista (Crimen y castigo)
especializadas en el neopolicial latinoamericano. La revista no pasó del primer
número, pero la colección alcanzó a completar no obstante una decena de
títulos: Luna de Escarlata de Rolo
Diez, Quizás otros labios y Tabaco para el puma de Juan Hernández
Luna, Flor de la tontería de Paco
Ignacio Taibo I, La música de los perros
de Mauricio-José Schwarz, Los secretos de
El Paraíso de Guillermo Zambrano, Amor
de mis amores del cubano Alfredo A. Fernández, Chau papá del argentino Juan Damonte y Que todo es imposible de
Taibo II, además del volumen de testimonio periodístico La muerte viste de rosa de Víctor Ronquillo.
Ya para la segunda mitad de los noventa, como lo
expone con bastante claridad F.G. Haghenbeck en algún sitio, las cosas
comenzaron a cambiar. El específico empuje de aquel boom ochentero dio en
atenuarse, aunque no así la fidelidad de los viejos y nuevos devotos de la
literatura policiaca, ni la incesante renovación de sus respectivas bibliotecas
con novedades y reediciones, siempre profusas en el mercado editorial. Vino el
derrumbe definitivo del estado de la Revolución, la entronización omnipotente
del crimen organizado, el festivo jolgorio en torno a la cultura del narco, el
énfasis narrativo sobre el potencial negro de la frontera norte: nombres,
títulos, virtudes, vicios, tendencias y fenómenos con que el lector promedio
actual se halla mucho más familiarizado.
Hoy que para el llamado “neo-noir” (etiqueta más
conflictiva y más ambigua mientras más atingentes esfuerzos se aventuran
tratando de esclarecerla) parece llegado el momento de afrontar su propio
balance autocrítico, su propio retrospectivo corte de caja, su propio deslinde
de opciones de futuro, no me pareció fuera de sitio aventurar esta glosa
informativa —inevitablemente parcial— a propósito de algo de lo que hubo antes.
A diferencia del cuidado documental que (por poner un ejemplo) se tiene en
Argentina para conservar la memoria con la mayor consistencia posible en este
tipo de menesteres, nuestro país parece a menudo todavía demasiado dado a la
patosa borradura por descuido, a la huella por completo irresponsable de
cuantos pasos la posibilitaron.