El
futuro que realmente contaba hasta antes de cumplir los doce años, al menos
para mí, era siempre un futuro de corto plazo. Un futuro cuyas promisorias
virtudes tenían menos que ver con la novedad que con la perspectiva de una
ansiada reiteración: el próximo fin de semana, la próxima Navidad, el próximo
cumpleaños, el próximo Día de Reyes. La próxima vez.
Me
estoy refiriendo hasta aquí, por supuesto, sólo a los filones venturosos de
dicha noción de futuro. Pero tampoco creo que, en el lado oscuro de la luna,
las opciones oprobiosas de inmediato porvenir quedaran configuradas de forma
demasiado distinta. Se trataba de la misma exacta lógica, sólo que en negativo:
la próxima nalgada, la próxima serie de inyecciones de penicilina para
aliviarme la inflamación de anginas, el próximo pleito entre mis padres, la
próxima derrota del Atlante.
No
quiero decir que no existiese para mí una noción de futuro con más amplia
magnitud y dilatado plazo. Pero como era una noción que me resultaba por demás
difusa, y en esa misma medida harto atemorizante, la verdad es que prefería no
frecuentarla. Entender que habría un mañana donde yo, tal como me concebía, no
sería más yo (y sin embargo al mismo tiempo no dejaría de ser yo) me llenaba
los ojos de metafísicas lágrimas, durante mis entonces escasísimos lapsos de
insomnio. Maldecía en silencio a ese extraño en el que sin remedio habría de
convertirme, que ya no viviría bajo el mismo techo con sus hermanas y sus
padres, ni jugaría con los juguetes con que me gustaba jugar, ni estaría
enamorado de la niña a quien en ese momento me encontraba dispuesto a
consagrarle mi amor para toda la eternidad. Maldecía, pues, básicamente, a este
que soy ahora.
Y
no es que me halle en posibilidad de rebatirle al niño aquel ninguna de sus
furibundas impugnaciones. Tenía razón. En cada una de ellas tenía razón. Si
pervive en algún inconcebible cruce del tiempo y del espacio, espero le sirva
de vengativo consuelo saber que no dispongo ya de ninguna de sus potestades y mercedes
en materia de futuro.
Sigo,
sí, anticipando con alborozo los festines de corto plazo y padeciendo las
zozobras propias de toda inminencia no grata. Pero el futuro se ha convertido
sobre todo para mí en esa inconmensurable magnitud de plazo largo, proyectándonos
a todos en pos de nadie sabe qué. Será que se llega un momento en el cual la
palabra mañana deja de ser ese vasto cúmulo de singulares islas, que había que
ir saltando de una en una sin excesiva preocupación por el conjunto de la
travesía, y pasa a volverse una masa continental tan compacta como insondable,
de la que comprendes que no podrás hurtarte: una apretada espesura en la que
sin remedio te tendrás que internar.
Estando
ya no me acuerdo si en cuarto o quinto de primaria, las autoridades federales
convocaron a todos los estudiantes de nivel básico en el país, para escribirle
una carta a un niño del año dos mil. Al menos en mi clase, el asunto no se
declaró obligatorio, sino a personal decisión de quienes quisieran participar.
Yo, siempre dispuesto a enaltecerme frente a los ojos maternos —antes incluso
de haber acumulado el menor mérito que permitiera sustentar tal enaltecimiento—
llegué a casa proclamando que participaría.
Escribiría
mi carta para el niño del año dos mil, mi maestra la seleccionaría para
representar a mi grupo, la dirección la seleccionaría para representar a mi
escuela, el inspector la seleccionaría para representar a mi zona escolar. Y
por qué no contemplar verosímil la alternativa de que me hiciera acreedor al
primer premio (la verdad no recuerdo ya en qué consistía), en virtud del
talento y la sensibilidad tantas veces encomiados por la gente de mi estima.
Faltaban
un par de semanas para el cierre de la convocatoria, y yo podía consagrarme a
soñar despierto con el día en que subiría al estrado para estrechar la mano del
Secretario de Educación, o quién sabe si hasta del Presidente de la República,
entre los aplausos de la multitud que asistiría al evento, y sobre los cuales
destacarían tanto los vítores de mi mamá como la devoción orgullosa de la niña
de quien estaba enamorado. Versión infantil modelo años setenta de cierto
recurrente espécimen en torno a todos los certámenes literarios (pasados,
presentes y futuros), huelga decir que yo conjeturaba cada una de esas triunfales
estampas sin haber escrito una sola línea.
Día
tras día y hora tras hora, puntual
aparecía algún buen motivo para diferir la escritura de la carta que me
haría famoso. Jugar con mi hermana la segunda, releer por enésima oportunidad
algún ejemplar de mi siempre inestable colección de historietas de El Hombre Araña o Los Vengadores, ver las caricaturas o no hacer nada. A fin de
cuentas, redactar mi misiva para el niño del año dos mil iba a ser cosa de una
sentada, y sin duda de breves minutos. No tenía la menor idea de lo que iría a
escribir, pero podía sentir que las palabras iban a brotar espontáneas,
inspiradas y sin ningún esfuerzo, cuando llegara el momento.
Conforme
la fecha de entrega fue acercándose —para seguir con esto de los certámenes
literarios y los perfiles prototípicos que los sustentan— mi disposición
anímica comenzó gradualmente a variar. No que renunciara yo a los ensueños de
gloria. Todo lo contrario. Volver a imaginar la apoteótica ceremonia de mi
premiación me permitía incorporar las reacciones admirativas de mis compañeros
de clase, de los alumnos de otros salones, de los profesores de mi escuela, de
mis tíos y primos; y hasta conjeturar beneficios suplementarios: por ejemplo,
recibir toda suerte de regalos como consecuencia del entusiasmo que provocaría
mi triunfo. Pero la material escritura de mi carta consagratoria daba ya en
aparecérseme más bajo la especie de molesta obligación que bajo la de indoloro
trámite. Me quedaba bien claro que no había escrito nada, y que cada día transcurrido
disminuía mi margen de plácida holgura, para transmutarla presión exasperante.
Ya
más de un lector se considerará a estas alturas en condiciones de anticipar el
desenlace de la fábula. A fin de cuentas, la participación en el concurso aquel
no era obligatoria. Y mirándolo bien, ¿no resultaba medio tonto eso de andarle
escribiendo cartas a alguien que todavía no nacía? Siendo sinceros, tampoco es
que estuviera yo muriéndome de ganas por estrechar la mano del Secretario de
Educación Pública. Sin contar el montón de presumidos, ególatras y megalómanos
con que debe uno codearse cuando accede a figurar como postulante para la
obtención de cualquier medalla. Total, si para el año siguiente volvían a abrir
la convocatoria, podría prepararme ahora sí con más tiempo para escribir mi
carta. Al llegar el viernes previo al lunes en que los interesados debían
entregarle su texto a la maestra, yo había decidido ya, con ecuánime madurez,
renunciar a la contienda. Que otros disputaran por el vano oropel de los honores
y los premios.
Sin
embargo, el previsible, conocido, habitual ciclo de dicha fábula, no contaba
con mi mamá. Quien no sólo se tomaba tremendamente a pecho las obligaciones
filiales en materia de compromiso escolar y palabra empeñada. Sino quien, para
mi mayor desgracia, había considerado desde siempre admirable el modo en que
(según la leyenda, y según la película Mexicanos
al grito de guerra con Pedro Infante) la mujer de Francisco González
Bocanegra encerró bajo llave a su desidioso marido, para obligarlo a redactar
la letra del Himno Nacional. El domingo, pasada ya la hora de la comida, me
preguntó cuándo había que entregar la carta para el niño del año dos mil, y si
ya la tenía yo lista. Con mi expresión más flemática y mundana, le informé que
había que entregarla al día siguiente, pero que no se preocupara, porque había
decidido no participar.
Ese
es el problema con el futuro. Acaba por llegar siempre. Sea que se trate de la
siguiente semana, del vencimiento de la convocatoria, de las canas en el bigote
o del año dos mil. Y no va a tratarse nunca, por venturoso u oprobioso que
resulte, de lo que hubieres (futuro de subjuntivo) querido o temido que fuera:
sino simple y llanamente de lo que toca que sea, de lo que tenía que ser. La
tarde de aquel domingo me tocó a mí consagrarla, íntegra, bajo amenaza de no
irme a dormir hasta que no terminara, a la escritura de mi carta para el niño
del año dos mil.
¿Año
dos mil? Vaya una instancia inconcebible. Para entonces iba yo a tener casi
treinta años. ¿Cómo podía imaginar eso? Ni siquiera mis papás habían cumplido
todavía treinta años. El futuro, como esa dimensión ignota, monumental y
abstrusa, a propósito de la cual sólo puede hablarse en los términos más
imprecisos, había venido a plantarse delante de mí con la exigencia de
perfilarlo mediante palabras y frases bien concretas, hechas de tinta sobre
papel, y sin que para ello me viera yo espoleado por ninguna entusiasta
expectativa, ni por ningún espantado presentimiento, sino por la más tediosa
obligatoriedad.
Mi
mamá conserva todavía por ahí la carta. Como suele suceder en estos casos, al
esforzarme por escribir algo, siendo que no tenía voluntad alguna de escribir,
acabé refugiándome en la más generosa de las patrias: el convencional
repertorio de los lugares comunes; en el año dos mil no habría guerras ni
contaminación. No obstante, el sentido utópico de la infancia resulta algo
radical, propicio para fundirse sin ninguna manifiesta intención con lo
apocalíptico. En un momento dado, pasaba yo a profetizar que para esa fecha
todos los automóviles habrían sido destruidos, sin que me importara en lo más
mínimo de qué medios iban a valerse las personas para trasladarse. Los
automóviles del mundo quedarían inhabilitados, y se les trasladaría a una
especie de monumental tablajería industrial para verse aplastados uno a uno, lo
mismo que bistecs. Con el cúmulo de hojas de metal multicolor resultantes se
construiría una flor inmensa, en torno de la cual todos los niños del año dos
mil bailarían una ronda, tomados de la mano.
Mi
imaginación adulta, merced a sus atrofias y a su acumulado aprendizaje
literario en materia de verosimilitud cuantitativa, es incapaz de figurarse el
aspecto que podría tener una flor confeccionada a partir del aplanamiento de
todos los automóviles de la Tierra. Y se pregunta cómo diablos concibió
probable el niño que fui, organizar a los miles de millones de menores de edad
que habitarían el orbe para una ronda, siendo que día tras día le tocaba
atestiguar y protagonizar el imposible de sus treinta o cuarenta compañeros de
grupo en el patio, tratando de no romper la fila y de tomar distancia como
indicaba la maestra. Tanto la monumental flor de automóviles reciclados, como
el masivo círculo de infantes tomados de la mano alrededor de ella, quedan en
extravagante galimatías metafórico: lo más cerca que me he aproximado, y
conseguiré aproximarme jamás, a los herméticos delirios de San Juan en Patmos.
Tampoco
es que importe demasiado esclarecer visualmente la metáfora. Los niños del año
dos mil son hoy, en un alto porcentaje, adultos cerca de cumplir treinta años.
Los mismos treinta años que mis padres no habían entonces todavía cumplido. Los
mismos treinta años que consideraba tan inaccesibles y distantes para mí, y cuyo umbral sin
embargo traspuse hace ya tanto.
Pero
no es la inquietud del tiempo dándole implacable y concéntrico alcance a todos
sus augurios, lo que ahora, cerca de rematar ya estas líneas, solicita mi
curiosidad y mi atención, sino antes bien cierto detalle en el que sólo ahora
reparo, por absurdo que pueda parecer. Y es que, si mi mamá conserva hasta hoy
la carta que escribiera yo en cuarto o quinto de primaria para el niño del año
dos mil, significa que dicha carta no llegó a verse incorporada jamás a los
canales burocráticos de las dependencias de gobierno patrocinadoras del
certamen.
Mi
memoria quiere delinear, como entre neblina, la siguiente escena: mi maestra,
responsable de la primera, preliminar selección al interior del grupo, elige
los textos de otros compañeros y no el mío. Aunque tampoco resultaría del todo
inverosímil la hipótesis de mi mamá, conmovida hasta las lágrimas por la flor
de automóviles y la multitudinaria ronda infantil, y decidiendo conservar la
carta para sí.
Menos
mal que me hice escritor. Conozco el arduo, esmerado y poco espectacular
esfuerzo indispensable para considerar (siempre que conserves un mínimo sentido
de decencia y autocrítica) que un texto tuyo amerita la atención ajena. Sé
hasta qué punto los esquivos y equívocos laureles de la gloria literaria obedecen
a factores por completo ajenos a la voluntad del ilusionado postulante, y que
entre ellos el azar y la suerte no son los menores ni los menos habituales. Y
entiendo que, a menos que estés dispuesto a hipotecar significativa parte de tu
tiempo y tu hígado en las relaciones públicas, ante los certámenes literarios
es menester situarse, por básica salud mental y emotiva, con la misma humilde
disposición del hombre que semana tras semana compra su cachito de lotería
aunque no se haya ganado nada (como no sea algún reintegro).
De lo contrario, ya estaría en este momento maldiciendo a mi maestra y a mi mamá, como funestas responsables de que no ganara yo el concurso aquel.
Imagen: Escena de la película Our Hospitality (1923). Escrita, dirigida y protagonizada por Buster Keaton.