Debió ser durante las vacaciones veraniegas
entre cuarto o quinto grado de primaria que me inicié en la lectura literaria. O tal vez
debiera decir, para hablar con propiedad y con justicia, que fui iniciado en la
lectura literaria.
Ya para entonces tenía yo el hábito de repasar
con fruición ciertos pasajes de mis libros de texto preferidos (ciencias
sociales, español). Pero estos recorridos no pasaban de tres o cuatro párrafos
visitados menos por mérito de sí mismos que por estímulo de las imágenes que
los acompañaban. Las pirámides de Egipto bajo un sol abrasante, el Pípila
incendiando la Alhóndiga de Granaditas, un lagarto llorando bajo la luna. Si me
forzaba a ojear el montón de Clásicos Juveniles en oferta durante nuestra
quincenal visita al supermercado, y presionaba a mis padres para que me
compraran alguno, lo hacía atraído por las coloridas portadas, las ocasionales
ilustraciones, y por impresionar a mis hermanas con un postizo desdén hacia las
revistas de niños.
Digamos que la lectura por placer, aun cuando ya
desde ahí lograra imprimirme interiormente sus primeras huellas perdurables, se
regía en mi caso por una lógica de pie de foto. Leer un libro, leer un libro
completo, quedaba como un fenómeno ni siquiera digno de pensarse, diluido en la
inmensa, nebulosa, remota masa de lo por venir.
Hasta que llegaron aquellas vacaciones de
verano.
Dos meses completos para olvidarse de la
escuela. Dos meses completos para no ejercitar mi alfabetizada conciencia de
infante más que en los trepidantes diálogos del imperio Marvel (“¡Tú eres el
que vas a morir, Duende Verde! Te daré fin lentamente y, cuando me pidas
compasión, te recordaré una cosa: ¡Mataste a la mujer que amaba!”). Dos meses
sin otra obligación que las tareas domésticas programadas por la autoridad
paterna.
Excepto que mi madre consideró que dos meses
completos eran demasiado tiempo para mantener a la escuela en el olvido. Sin
derecho a réplica, dispuso que en casa habría un mes de holganza escolar plena,
al término del cual tendríamos que consagrar una hora diaria al repaso de lo
aprendido durante el curso anterior.
Recuerdo mal mis tentativas de negociación para
revocar el edicto o al menos diferir su cumplimiento. No obstante, ante la
inflexibilidad del plazo, en algún momento debí variar de estrategia, eligiendo
entre los males el menor. Habré enarbolado a modo de chantaje el promedio de mi
boleta de calificaciones, habré sacado alevoso provecho de la ilusión que le
hacía a mi madre imaginarme leyendo, habré exagerado entusiasmos literarios que
en los hechos estaban muy lejos de ser tales. El caso es que, cumplida la
fecha, mi hora de estudio se vio transformada en hora de lectura.
Entonces me tocó el momento de advertir cuán
largo puede llegar a parecer un primer renglón, cuán remoto e inalcanzable el
final de un primer párrafo, cuán imposible de siquiera concebir el término de
la primera página. La jornada inaugural la consumí cambiando tres veces de
libro mediante pueriles pretextos, preocupado sobre todo por examinar los
detalles de cada portada, por contemplar los juegos de mi hermana menor
(dichoso espécimen preescolar sin repasos por padecer todavía) y por preguntar
cuánto faltaba para el cumplimiento de la hora.
A la mañana siguiente recibí un ultimátum de mi
madre. Si no comenzaba a leer de verdad, si al término de la sesión no rendía
un puntual resumen de lo leído, cuentos y novelas cederían su lugar a las
lecciones de matemáticas y ciencias naturales.
De cara a la dignidad poética, la conjeturable
posteridad o el llano prestigio público, tal vez lo más prudente por mi parte
sería decir que entre los tres volúmenes que mi madre me dio para escoger, me
incliné por Los últimos casos de Sherlock
Holmes o por Platero y yo. Pero
sería mentira. Elegí el restante, no sólo por tratarse del más delgado y el de
más grandes letras, sino porque además llevaba intercaladas numerosas
fotografías de ave marina en vuelo, que reducían de manera notable el espacio
efectivo de lectura.
A solas en la recámara, cerrada la puerta para
escatimarme toda distracción, retorciéndome de tedio sobre la litera, habitando
cada línea como infranqueable muralla, tratando de deducir la historia narrada
a partir de las fotografías, el peso del sueño abatido como marejada sobre los
párpados, el primer libro que mis ojos recorrieron íntegro, desde su primera
letra hasta su punto definitivo, fue Juan
Salvador Gaviota de Richard Bach. Del cual no recuerdo absolutamente nada.
He olvidado también cuántos días me llevó
consumar la proeza. Lo que no he olvidado es que, cuando esto sucedió, aún
restaban varias semanas para el inicio de clases. Así que por delante me
quedaban centenares de minutos de lectura. Sólo imaginarlos conseguía
llenarme de terror.
Batallé con Conan Doyle. Batallé con Juan Ramón.
Inútilmente. Una tarde en que habían ido solos a comprar la despensa, mis
padres volvieron del supermercado con uno de aquellos volúmenes de Clásicos
Juveniles. La isla del tesoro.
Gordísimo. Infinitamente más gordo que los tres ejemplares que hasta entonces
me había tocado enfrentar. Apenas con unas cuantas ilustraciones sueltas mal
disimulando su condición de inexpugnable fortaleza. Di las gracias por
cortesía, sintiéndome camino del patíbulo
Al día siguiente comencé a leer de verdad mi
primer libro.
Puedo aseverarlo de manera tan tajante, no
porque haya logrado seducirme apenas puestos los ojos en el título de su
capítulo inicial. Tampoco porque la lectura, en alguna estancia del trayecto
durante aquellas semanas, haya visto palidecer su tortuosa semejanza con el
castigo, su árida filiación a la lógica del deber. Encerrado en la recámara,
sometido a rigurosa vigilancia materna, obligado a puntual rendimiento de
informe al término de cada jornada, consumí una hora diaria del resto de mis
vacaciones veraniegas en una lucha sin esperanza y sin cuartel, a brazo
partido, línea por línea y letra por letra, con Robert Louis Stevenson, sin que
en momento alguno sus palabras lograran despertar dentro de mí algo que se
pareciese, remotamente siquiera, a la seducción.
Simplificando, cabría decir que mi experiencia con La isla del tesoro en nada se distinguió de sus sufridos
precedentes. Padecí con ella lo mismo que había padecido antes. Las razones
que legitiman su relieve pertenecen a muy distinto linaje, y de tan sutiles al
inicio ni siquiera las noté.
Como tantas otras veces, fue necesario el tiempo
para colocarlas en su sitio.
Aunque mi
flagrante devoción por el padre de los detectives no cuenta entre sus prendas
predilectas ningún relato de Los últimos
casos de Sherlock Holmes, guardo fiel recuerdo de algunas estampas suyas. Y
aunque Platero me parece un recoveco más bien menor entre las acogedoras
estancias líricas de Juan Ramón, recuerdo con aprecio varios pasajes; en
especial la muerte del asno y el famoso inicio consagrado a la enternecida
descripción de su pelaje. Sólo que se trata de fidelidades y memorias
posteriores, no establecidas durante aquel verano. Si algún azar nos hubiera
privado del reencuentro durante los años por venir, a estas alturas tampoco de
ambas obras recordaría nada.
No ocurre lo mismo con La isla del tesoro. Ya las fabulaciones y los juegos de mi abuela materna
me habían grabado de viva voz en la memoria las primeras huellas imborrables de
la poesía a secas. Las aventuras de Jim
me grabaron las primeras de la poesía impresa.
Al cabo, resultó que de esa penosa travesía
narrativa recordaba cosas. Sin esforzarme, sin que pudiera decir qué era lo que
las dotaba de relieve. Simple, sencilla, oscura e inexplicablemente, algo había
hecho que se quedaran ahí, depositadas en una memoria literaria que a aquellas
alturas ni siquiera cabía llamar así. Una memoria que de hecho estaban más bien
fundando.
Semejantes marcas de nada sirven a la hora de
conjeturar con pedantería prometedores e inusuales talentos infantiles, o
precoces olfatos críticos. Mi personal selección de prendas memorables dejaba
fuera buena parte de lo mejor de la obra. Desde la sabia armazón general del
argumento, que permaneció para mí confusa largo trecho, hasta Ben Gun (ese
entrañable robinson abandonado a su suerte en la isla por los hombres del
Capitán Flint), pasando John Silver: nada menos que el espíritu rector de
toda la novela, a cuya fragua templa la maduración de su alma el joven
protagonista, y quien sólo llegaría a fascinarme de manera tardía, cuando los
héroes de la novela negra consiguieran iniciarme en las complejidades de la
ambigüedad ética.
En cambio, recuerdo con absoluta nitidez el
hueco que me abrió en el estómago aquella tonada marinera donde la tétrica
imagen del cofre del muerto se mezcla y confunde con el júbilo alcohólico, la
perorata del loro que a mí me sugería monedas y hablaba en realidad de cañones
(“piezas de a ocho”), mi desamparo cuando el ala institucional de la expedición
sale de escena para dejar solo a Jim ante las misteriosas realidades de la
naturaleza insular y el ser y hacer filibustero, mi incrédulo alivio cuando
consuma en solitario el abordaje de la nave secuestrada. Pero probablemente el
detalle más inquietante y sugestivo de todos fue desde un principio el disco
negro. El ultimátum pirata. Sobre todo aquel que, hacia el final de la novela,
a falta de otro papel a mano, los bucaneros se ven obligados a elaborar
profanando una página de la Biblia, y con el cual de algún modo parecen
sentenciarse solos a la derrota, la ruina y la condenación.
Jamás pude imaginar a plenitud el disco negro.
Por aquellos días la palabra disco aún remitía de manera automática a los
vinilos de 45 y 33 revoluciones por minuto. Sin embargo, la situación relatada
sugería algo infinitamente más pequeño. Si bien no tan pequeño como para
permitirle un epíteto a todas luces inapropiado y falto de dramatismo como “la
mota negra”, hallado posteriormente en otra traducción.
Terminé imaginando el disco negro como un punto.
Un punto que había crecido lo suficiente para dejar de cumplir con sus
obligaciones gramaticales, sin por ello extraviar los rasgos que permitían
reconocerlo.
Acaso suene exagerado. Pero cada vez que un
punto y aparte o un punto y seguido consienten cierta divagatoria pausa, y la
conciencia se descubre ya no de soslayo sino de frente a éste, el padre de
todos los demás signos de puntuación (que por algo se llaman así), asumiéndolo
identidad autónoma en lugar de ínfima herramienta, no puedo dejar de mirarlo
sino como aquel inquietante disco negro.
Desde la propia materia prima que posibilita al
lenguaje y es ya en sí misma el lenguaje, leer entraña el recordatorio de un
inmemorial ajuste de cuentas por cumplir.
Y eso es algo que, en el fondo, todo lector
aprende siempre desde el primer libro.