Mi abuela Aurora nos acostumbró
a eternizar las despedidas.
El momento del adiós era siempre
un interminable agitar la mano y mantener vuelta atrás la cabeza, mientras la
distancia entre nosotros iba haciéndose cada vez mayor. El juego, el ritual, el
acuerdo no escrito, consistía en continuar agitando la mano en tanto consiguiéramos
distinguirnos, aunque fuera ya nada más como una minúscula mota en la lejanía.
Lo habitual solía ser que el adiós se viera finiquitado por el giro en una
esquina, por el trazo de una calle donde una pared o una vidriera procedían a
borrarte al otro.
El mismo libreto fijo una y
otra vez. Igual si había venido a visitarnos a casa y nosotros la despedíamos
desde nuestra ventana. Igual si la visita era nuestra, y había decidido
acompañarnos hasta la estación del metro Guerrero, permaneciendo junto a la
taquilla mientras nosotros —ya del otro lado de los torniquetes— nos hundíamos
en el hueco de las escaleras.
La prenda emblemática de dicho
ritual correspondía al momento de separarnos en la puerta exterior de la vecindad
de la calle de Mosqueta, casi esquina con Reforma, donde moró durante décadas.
Aurora instalada apenas un palmo fuera del zaguán, nimbada a contraluz o
iluminada de frente por las blanquecinas lámparas del expendio de revistas usadas
que había al lado, según nosotros hubiéramos partido con rumbo oriente o con
rumbo poniente. Rumbo al oriente tomábamos por lo habitual hasta mis diez años,
para abordar el trolebús en Eje Central; rumbo al poniente nos acostumbramos a
dirigirnos en automático cuando, cursando yo quinto de primaria, cambiamos de
domicilio y lo conducente se volvió abordar el metro en los aledaños del
mercado Martínez de la Torre.
Había un sostenido,
claustrofóbico y medio masoquista regusto de tristeza en aquella forma de
despedirse. Una opresión en el pecho, no por tenue y transitoria menos
significativa. No queríamos que Aurora se borrara a la distancia, no queríamos que
su mano agitándose en el aire se desvaneciera. Y al mismo tiempo, siendo
todavía niños como lo éramos mis hermanas y yo, el propio camino imponía metro
a metro nuevas demandas y curiosidades. Queríamos echar a correr, queríamos
jugar, queríamos ganar sitio de privilegio tomando la mano de mi mamá o de mi
papá. Queríamos consagrarnos a otros rituales, que el hábito de tantas noches
de despedida semejantes había terminado por instaurar complementariamente entre
nosotros. Sin contar que mi mamá y mi papá procedían a imponer, perentorios, las
necesarias obligaciones que supone saltar de una acera, esquivar unos coches,
bajar unos escalones, cruzar una calle, salir a la noche. Y no obstante, un
remordimiento de imperdonable traición procedía a cebarse sin apelaciones contra
quien se atreviera a ya no volver la mirada atrás, sabiendo que Aurora estaba
ahí en su puerta, diciendo adiós.
No quiero banalizar moraleja
nada de esto. Se trata de hechos, vivencias, pensamientos y emociones reales.
Se trata de la vida y no de un manual; mucho menos de un catecismo. Había que
habitar y asumir la contradicción: apechugar la incomodidad y la melancolía que
despedirnos de ese modo suponía, abrazando al mismo tiempo la complicidad
intrínseca de un juego compartido y bueno. Y ninguno de los factores de la
ecuación resultaba negociable.
El más triste de aquellos
adioses correspondió en mi caso, sin ningún género de duda, a una víspera de
Navidad. Apurando la memoria, casi me siento en condiciones de asegurar que se
trató de las vacaciones decembrinas de mis once años. Como siempre que en estos
menesteres de la memoria nos internamos, puede ser que esté forzando la
geometría del recuerdo para alinear episodios por completo distintos. Pero esas
constituyen por su parte las innegociables reglas de juego de la evocación y
del testimonio. Así que prosigo, aun cuando sea cargando a cuestas mi sospecha,
mi incertidumbre, mi duda. Tal se viene a la vida, tal se va hacia la muerte.
Las vacaciones decembrinas de
mis once años fueron en varios sentidos inolvidables. Mis hermanas y yo
estábamos preparándonos para la primera comunión, gracias en buena medida al
tesón de Aurora. Llevábamos meses asistiendo al catecismo, no en la colonia
Narvarte donde vivíamos, sino en la colonia Guerrero. Adscritos específicamente
a la iglesia del Sagrado Corazón de María, con sesión matutina todos los
sábados y sitio reservado en la misa para niños del domingo. Avecinándose la
temporada de Noche Buena, el padre Abel, un párroco al parecer influenciado por
la Teología de la Liberación, que procuraba involucrarse activamente con la
feligresía desde una perspectiva social, dictaminó cumplimentar las posadas
recuperando su estricto sentido
religioso originario, e integrando a todos los grupos de futuros comulgantes que
tenía distribuidos por el barrio. Nuestros catequistas, jóvenes estudiantes de preparatoria,
impartían “la doctrina” desde sus propios domicilios particulares.
Así que durante los meses
anteriores mis hermanas y yo nos habíamos acostumbrado a arribar a casa de
Aurora los viernes después de comer, para ser recogidos por mis papás el
domingo al mediodía. Apenas iniciarse las vacaciones nos trasladamos para
cumplir completa la semana de posadas. Del dieciséis al veintitrés de diciembre
concurriríamos a un edificio o una vecindad —cada día diferente— de la colonia
Guerrero, encenderíamos nuestras velitas de colores, iniciaríamos procesión,
recitaríamos las letanías, cargaríamos los peregrinos, pediríamos asilo en
nombre de José y María, rezaríamos las correspondientes oraciones y romperíamos
la piñata.
Para mis hermanas y para mí,
especial relieve tuvo la posada que se realizó en la vecindad donde moraba
Aurora, pues aunque no hubiéramos puesto de nuestro bolsillo ni medio tejocote
fungimos de anfitriones; me supo a afrenta no conseguir ser yo quien quebrara
la piñata, pese a mis ingentes esfuerzos con el palo de escoba. Pero toda la
semana fue de ensueño, pues no sólo nos gustaban los dulces y las frutas, las
risas y la alharaca, sino también el misterio religioso. Memorizábamos los
versículos mejor que nadie, solíamos ser elegidos para leer la primera o la
segunda lectura en la misa de niños del domingo, y poníamos en serios aprietos
a nuestras catequistas cada vez que —documentados por el conocimiento adquirido
a través de la ópera rock Jesucristo
Superestrella— procedíamos a preguntarles si Judas acaso no tendría razón
en algunas cosas, si Pilatos había hecho bien o mal al lavarse las manos o si
Jesús era susceptible de cometer errores pese a tratarse del Hijo de Dios.
Tal es habitual en el seno de
muchísimas familias, llegadas Noche Buena y Noche Vieja, nosotros también las
repartíamos equitativa y alternadamente entre abuela materna y abuela paterna. Cada
año, una de ambas fiestas la pasábamos con Elena en Tlatelolco, mientras la
otra le correspondía a Aurora, ya fuera en su casa o en la nuestra. Ese año de
las siete posadas, había querido la logística que la víspera de Navidad tocara
en Tlatelolco. Pero además resultó que Aurora no contaría con visita alguna; ni
la de mi tío el mayor, quien vivía en la ciudad pero había elegido reservarse
igual que nosotros para el día treintaiuno; ni la de mi tía la menor, quien viviendo
en Puebla no siempre lograba cuadrar las economías para trasladarse con mis
cuatro primas a la capital.
Debo aclarar que semejante
situación no era en modo alguno anómala, y que seguro se había repetido delante
mismo de mis infantiles narices con anterioridad, careciendo hasta ahí de enfáticos
relieves de cara al futuro; sumándose anónima en todo caso a las infinitas
ocasiones acumuladas desde mi más temprana infancia, durante las cuales la hora
de decirle adiós a Aurora me entristecía el corazón y me hacía desear quedarme
con ella.
Aunque a veces mi tío el mayor eligiera para
pasar con Aurora la fiesta decembrina donde nosotros no estaríamos, resultaba
habitual que optara justo por lo contrario. La presencia de mi tía la menor en
la capital hacía tiempo se había convertido en una excepción sin periodicidad
agendable. Y en cuanto a “El Señor”, ese hombre con familia aparte que fungía
como sui generis pareja de Aurora desde hacía ya muchísimo tiempo, sus
desplantes de generosidad jamás podían predecirse; igual anunciaba que pasaría
una de ambas efemérides con ella, llevándole comida china de algún restaurante
de la calle de Dolores, igual no mencionaba media palabra ni se aparecía en
toda la quincena.
El detalle singularizador
supongo fue que aquella vez Aurora no sólo se me aparecía en el pecho y los
sentidos como mi memoria y mi patria más
festiva, ni como el continente esencial de mis ensueños más perdurables, ni como
la inagotable fuente de mis mejores juegos y mis mejores risas. Aurora se me
aparecía en específico como la santa patrona de esos siete días, como la
estampa dominante de esas vacaciones en compañía de mis hermanas. Y se me
aparecía, por encima de todo, como el eco jubiloso pero a la vez incómodo de
las palabras del padre Abel, al repetirnos que las posadas no debían mirarse sólo
como una fiesta, sino como un ciclo de peregrinación para cumplirlo completo en
homenaje a José y María, coronándolo con el nacimiento del Niño la noche del
veinticuatro. Nosotros habíamos cumplido el ciclo completo por Aurora, con
Aurora, gracias a Aurora, merced a Aurora. No sólo durante las posadas
propiamente dichas, sino de la mañana a la noche. Desde el despertar entre el inconfundible
olor de sus cobijas y el náutico rechinar de su colchón, hasta el bolillo
nocturno remojado en la taza de café con leche, pasando por las correrías en su
azotehuela, la cotidiana y ritual ida al mercado, el peso o el tostón para ir a
intercambiar revistas en el expendio de junto, la negrura impenetrable de su recámara
a la hora de dormir. Nosotros, pues, habíamos cumplido el ciclo gracias a
Aurora, pero nos iríamos a coronarlo en otro sitio, mientras ella se quedaba a
pasar la Noche Buena sola.
Sé comprenderá entonces que —ya
a la intemperie, ya con Mosqueta anochecida, mientras avanzábamos rumbo al oriente
para abordar el trolebús o el Ruta 100 encargado de conducirnos hasta
Tlatelolco— el juego de despedirnos de Aurora agitando infinitamente la mano
con la cabeza vuelta hacia atrás, resultara aquella vez para mí peculiarmente
doloroso y amargo.
Siendo muy pequeño, tanto que
el recuerdo en este caso no alcanza a contemplar todavía dentro de su marco a
ninguna de mis tres hermanas, mi mamá y Aurora se habían encargado de
incorporar a mi primera relación con las palabras varias coplas de sencillos
versos. Coplas entonces habituales en los arrullos de muchísimos hogares. El
lindo pescadito, la luna que se cayó en la laguna, el pon pon papas, los
tomatitos del puré Del Fuerte. Una de
tales coplas rezaba: “jarrito de rojo barro / donde tomo mi café; / te quiero
mucho, jarrito, / que nunca te romperé”. Yo casi de inmediato la había modificado en
homenaje a Aurora: “abuelita de rojo barro / donde tomo mi café; / te quiero
mucho, abuelita, / que nunca te romperé”.
Aquella víspera de Navidad, avanzando
por Mosqueta rumbo a Reforma Norte, mientras Aurora y su mano diciendo adiós
iban haciéndose más y más pequeñas entre las sombras y la distancia, dichos
versos no cesaban de venir a mi cabeza. Por cursi y tremendista que así
expresado suene, sentía que estaba faltando al pacto, al juramento. Yo estaba
rompiendo a mi abuelita. Y refrenaba el impulso de volver sobre mis pasos, de
decirles a mis papás que mejor me quedaba, de volver llanto franco la mustia
lágrima que daba en amagarse en la esquina de mis ojos. Nadie hubiera
entendido. Si llevaba siete días al lado de ella, si íbamos a pasar juntos la
fiesta de Año Nuevo, si en Tlatelolco estaban aguardándome mi primo más
querido, regalos, juegos, risas. Nadie hubiera entendido que yo cambiara todo eso
por el café con leche y la negrura omnipotente entre las cobijas de Aurora. Nadie
lo entendió creo que jamás.
Así que continué caminando en
silencio, mezclando la tristeza con la rabia. Rabia no contra los otros, sino
contra mí. Porque al final de las cuentas Aurora acabaría borrándose sin
reparación posible a la vuelta de la siguiente esquina. Y yo, sobreponiéndome a
la melancolía en dos o tres cuadras, acabaría por ajustar mi paso al ritmo de
la carrera de mis hermanas. Y comenzaría a interesarme por el regalo (un
suéter, un par de playeras, una alcancía) que estaba aguardándome en
Tlatelolco. Y conjeturaría al lado de mis papás cuáles tíos iban a asistir y
cuáles no. Y a la postre me la pasaría muy bien, jugando con mis primos, extraviándome
entre multitud de invitados, enamorándome de niñas que eran mis parientes pero
a las que no conocía, cenando con abundancia.
Y la noche y la fiesta y
diciembre seguirían. Lo mismo que sigue siempre, implacable, la vida. Edificándose
sobre nuestro olvido, sosteniéndose sobre los restos de todos nuestros jarros de
rojo barro reducidos a polvo. Sin importar cuánto sigamos agitando la mano desde la
distancia, en impotente ademán de prestidigitación por volver a unir sus
pedacitos.