Ingresé a la primaria sentado en un cajón de
madera.
No era un cajón con alas. No era un cajón con
ruedas. Era un cajón común y corriente. De esos que arriban al mercado
rebosando sonrisas vegetales, guiños tubérculos, orgullo jitomate, dignidad
cebolla. De esos que, desde el principio de los tiempos, ya huérfanos, ven
apilado su gesto melancólico y torcido en un rincón por los marchantes de
puesto de verdura. Huacales los nombraba mi abuela, y he escuchado que así les
llaman algunos todavía, aunque nuestra edad y la ofensiva de los centros
comerciales hayan inclinado de manera decisiva la balanza del ayer hacia el
jamás.
Para sosiego de literales racionalistas y
devotos de la verosimilitud, he de precisar que esto de ingresar a la primaria
sentado en un cajón de madera constituye una licencia metafórica; que no es
menester imaginarme con seis años cumplidos a lomo de huacal, espoleando
astillados ijares y arrancándole a la banqueta funestos chirridos de maderillas
rasgadas.
No. Mi relación con aquel humilde, anónimo y a
estas alturas ya distante asiento, fue signada hasta donde a recordar alcanzo
por la más serena de las cordialidades, por la más amable de las quietudes.
Caía a plomo el sol en la acera de enfrente, mientras en la que yo ocupaba iba
viéndose vertiginosamente recortado el efímero margen de la sombra, para
envolver la escena en una suerte de ambarina bruma.
Era el día señalado a los aspirantes de nuevo
ingreso para realizar sus trámites de inscripción. La fila correspondiente
desbordaba la fresca penumbra de un zaguán todavía desconocido para mí, con sus
tres amplios tableros para fijar los avisos de la dirección y los periódicos
murales del turno matutino y vespertino; salía luego al sol, para extenderse a
todo lo largo de la fachada de altas ventanas entreabiertas y gruesos mosaicos
traslúcidos ribeteados de verde; y finalmente se prolongaba hasta las
inmediaciones del mercado frontero, donde cabe conjeturar sin excesiva
perspicacia que mi madre había obtenido el cajón que me servía de asiento.
No debía ser el mío un caso excepcional.
Advertidas de la vasta cantidad de demandantes y de la hora en que las oficinas
de la escuela abrirían el proceso de registro propiamente dicho, varias habrán
sido las mujeres que optaron por dejar montando guardia a alguno de sus hijos
mayores, caso de tenerlos. Los primogénitos, claro está, no disponíamos de
aquel recurso y debíamos cumplir personalmente la tarea de reservar sitio en la
fila, encargados a la custodia del adulto más próximo. Lujos de confianza que en
aquellos años las ciudades de este país podían todavía permitirse.
Y es aquí donde la memoria echa a andar los
sutiles mecanismos de su trampa. Recordar es siempre, pese a nuestros mejores y
más aplicados empeños, distorsionar. Antes de pretender fijarlo testimonio,
todo recuerdo parece ofrecer con peculiar nitidez sus certidumbres, por
elementales y precarias que éstas sean. Hay algo que, antes de contarse, parece
impermeable al extravío, reservado precisamente para de viva voz compartirse.
Sensaciones fielmente conservadas, plegadas sobre sí mismas y de perfume
intacto, que al ser abiertas con el mayor de los tientos y la más extrema de
las atenciones alzarán delante nuestro un confuso jirón de mascaradas,
desliéndose en una madeja de olores inatrapables.
La carta que durante años nos hemos resistido
a abrir para no desgastarla, y que al salir del sobre esparce por la mesa un
puñado de cenicientos pétalos, una nube de alas de polilla.
Al afrontar la primera línea de este apunte,
traía entre las manos una imagen transparente. La transparente imagen del
presente simple, que aquella mañana vino a revelárseme más allá de las
palabras, mientras instalado en el cajón de madera aguardaba sin aguardar la
vuelta de mi madre o el avance de la fila. Ahora no me queda nada. Entre
remotas posesiones iniciales y cruentos despojos finales, a menudo sólo parece
adquirir consistencia de realidad vigente la impiadosa vivencia de la pérdida.
Será que presente es apenas la conciencia
detenida de una disolución inexorable. La quietud de la mirada proyectada sobre
aquello que no conoce la quietud; es decir, sobre el tiempo.
Sé que en un momento dado, un hombre se acercó
a conversar brevemente conmigo, tocado de curiosidad por mi traza, por el cajón
en que sentado aguardaba, por mi pudorosa reticencia a abrir los ejemplares
serie águila de El llanero solitario que conmigo llevaba. Pero, aunque
recuerdo con claridad la expresión de su rostro ceñudo tras los anteojos
negros, el pelo pulcramente engominado y el traje oscuro de finas rayas grises,
me es imposible precisar si tales prendas provienen del momento justo que
relatar pretendo, o si las he ido armando de retazos a partir de otras
instantáneas. Porque vería a aquel hombre a menudo en el curso de los años
siguientes. Y puesto que, a partir suyo, la palabra Maestro adquiriría las
resonancias esenciales que la hurtan de toda burocrática acepción coyuntural,
cabe conjeturar que la escena de mi ingreso a la primaria sentado en un cajón
de madera esté pasada íntegra por el devoto tamiz de su añoranza, y nada de lo
que reconstruyo haya sido exactamente así.
Ya no estoy seguro de si aquella mañana el sol
caía a plomo sobre la acera de enfrente mientras agostaba a mis pies el margen
de la sombra. Ya no distingo si el ambarino velo de la bruma lo pusieron
aquellos ojos niños o la distorsión, quién sabe qué tan inocente, de esta
memoria sin edad. Ya no sé si entre aquellos ojos y esta memoria existe de
verdad alguna diferencia. Ya no atino a discernir si la fila era tan larga, si
llevaba conmigo esos ejemplares de El llanero solitario, si a ellos se
debía mi sensación de vergüenza.
Ya no sé si el cajón de madera en efecto
estuvo ahí.
Lo que recuerdo de cierto es que, con cajón o
sin él, con resolana o sin ella, con ambarina bruma o sin ella, con revistas o
sin ellas, en un momento dado me asaltó la impresión de que el tiempo bien
podía empezar ahí, bien podía terminar ahí. Y aunque estaba ahí para esperar,
ya fuera el avance de la fila o la vuelta de mi madre, ese instante
necesariamente transitorio tenía valor por sí mismo, sin deuda alguna para con
lo ido o lo porvenir. Presente. Presente simple. Presente es la conciencia
detenida en el instante libre sobre el que cada cual funda su tiempo.
No fue casual que, con un gesto y medio
diálogo, el Maestro se detuviese a avistarme el porvenir. No fue casual que
estuviera solo. No fue casual que ingresara a la primaria sentado en un quieto
cajón de madera, sin ruedas y sin alas.
Lo sagrado, como el presente, suele ser simple. Casual jamás.