lunes, 13 de septiembre de 2021

Pessoa policiaco.

Fernando Pessoa, al igual que la inmensa mayoría de quienes (sea por obligación, ejercicio, conveniencia o gusto) han cultivado el policial a lo largo de la historia, escribió sus piezas y esbozos de temática criminal regocijado frente a autores y obras a los que se afanaría en imitar, pero llevando consigo a cada momento su demandante repertorio personal de sapiencias y obsesiones.

En el año 2014 apareció la traducción al castellano de Quaresma, descifrador[1], ingente y admirable trabajo de recopilación, ordenamiento y edición de los relatos policiacos que Pessoa redactara en portugués, realizado por Ana María Freitas y publicado originalmente en Portugal en 2008. Hasta hoy, queda todavía por aparecer en nuestro idioma Histórias de um Raciocinador, publicado en 2016, donde la misma investigadora ofrece no sólo un conjunto de materiales de juventud escritos en lengua inglesa, protagonizados por un tal William Byng (ex sargento), sino también un ensayo crítico del autor a propósito del fascinante subgénero que tanto placer le deparara desde sus años de adolescencia en el británico ambiente sudafricano de Durban.

Como ha debido suceder con la mayor parte del legado pessoano desde hace cosa de ocho décadas, la organización de Quaresma, descifrador se le planteó a su responsable como el armado de un arduo rompecabezas: perfilar, uno a uno, un conjunto de proyectos (incompletos todos) que había que ir esclareciendo a partir de fragmentos manuscritos y mecanografiados de diversa extensión, versiones disímiles o complementarias de un mismo texto, esquemas, tablas, listados y apuntes casi imposibles de datar, etc.

Ante la panorámica general del trabajo terminado, no cabe duda que el mejor ejemplo para situar globalmente las incursiones policiales dentro de la narrativa de Pessoa es El caso Vargas, primera pieza del volumen. No sólo porque estemos ante la más extensa, desarrollada, ambiciosa y menos incompleta narración detectivesca que el portugués alcanzó a esbozar. Tampoco porque en ella comparezca en términos de presentación primera y estelar su muy heteronímico investigador: el doctor Abílio Quaresma. Sino sobre todo porque es en ella donde queda expuesto con mayor amplitud hasta qué punto el policial, de la misma forma que ocurre con otras “atípicas” exploraciones pessoanas, lejos de constituir para el escritor una pausa, una distracción o un alejamiento respecto de sus preocupaciones y tentativas centrales, devenían siempre modalidades añadidas, con peculiares privilegios desde los cuales continuar asediándolas.

Pessoa no echa mano jamás de entonaciones paródicas o perdonavidas hacia las convenciones de la narrativa criminal tal como él la conocía y disfrutaba. Al pasar las páginas de Quaresma, descifrador, así en la puesta en escena de cada delito como en el trazo de los personajes que involucra, en la sugerencia atmosférica, o incluso en el enternecido reojo a ciertos caracteres y micropaisajes de su amada Lisboa, se nos muestra antes bien como alguien a quien le entusiasma sobremanera leer novelas policiacas, y a quien es ese mismo entusiasmo lo que le lleva a escribirlas. No condesciende al policial, sino que se toma por completo en serio el juego de explorarlo, por lo que no resultaría exagerado aseverar que, mientras está trabajando en él, asume el mismo rigor y compromiso de sus obras mayores.

Todo lo anterior para decir que, en una colección convencional de narrativa policiaca, El caso Vargas resultaría con alta probabilidad un fiasco; y ello obedecería en buena medida justo a la seriedad con que Pessoa pasa tomarse el delito que está inventando y la investigación que está planteando. Una vez puestos sobre la mesa los términos del enigma, estancada la policía en el callejón sin salida de algo que tiene toda la traza de suicidio (excepto por la falta de su componente indispensable principal: un motivo), la irrupción de Abílio Quaresma en El caso Vargas da pie a una serie de amplísimas divagaciones. Apasionantes sin duda desde el punto de vista filosófico, gnoseológico y psiquiátrico, y que harán las delicias del devoto pessoano promedio. Pero difícilmente tolerables para alguien interesado en saber quién es el asesino, y cuáles los procedimientos logísticos de que se valió para consumar su crimen.

La naturaleza mayoritaria de los documentos a partir de los cuales fueron reconstruidos tanto El caso Vargas como el resto de los relatos que integran Quaresma, descifrador corresponde a lo que hoy se denomina un work in progress. Por tanto, puestos ya a consideración del público lector, incurren en deslices policialmente imperdonables: por ejemplo, revelar sin más el nombre del homicida o el ladrón en la introducción de un capítulo, como preámbulo a la exposición de los datos que permitirían conjeturarlo sustentadamente como tal.

Estos señalamientos en ningún sentido pretenden inhabilitar la pertinencia ni el valor de que hoy podamos acceder a los casos de Abílio Quaresma, o próximamente a los de William Byng. Cada nueva aparición de un inédito de Fernando Pessoa, sobre todo si es resultado de una amorosa fidelidad tan a toda prueba, y de rigores filológicos tan estrictos como los de Ana María Freitas, representa un justificado motivo de atención y de alborozo.

Cuanto he pretendido con estas someras aproximaciones, es mostrar hasta qué punto Pessoa, en principio avecinándose al género policiaco con una voluntad por completo ortodoxa, termina resultando, lo mismo que casi siempre en cualquier exploración literaria a la que se consagró, reo de ilesa heterodoxia. Y no considero que en este caso el hecho obedezca de modo primordial a la fragmentariedad, dispersión e inacabamiento de que los materiales reunidos adolecen. Rasgos por lo demás consustanciales a la totalidad del corpus pessoano. Sino a las peculiares disposiciones constitutivas de su carácter y de su búsqueda.

Policialmente hablando, hay en Pessoa una inclinación franca hacia lo que ha dado en catalogarse como “novela-enigma” o “novela-problema”. Es decir que el portugués se interesó, sin afán alguno de subvertirlas, en la estructura y las reglas de juego prototípicas de la escuela clásica a la inglesa: aquella en la que, fuera de toda directa pretensión sociológica y de denuncia, así como de aspiraciones literarias más allá de las que exija el correcto y claro desarrollo del relato, el misterio se plantea ante todo como un desafío lógico para la sagacidad del lector, a quien corresponderá descubrir la solución del caso propuesto antes de que el escritor —normalmente por boca de su investigador protagonista— proceda a explicársela.

En este caso, dicho investigador protagonista es el doctor Abílio Quaresma. Hay en él apenas cierta levísima licencia de énfasis hacia el perfume decadente, hacia la serena decrepitud, tal no resultaba inhabitual en los personajes y heterónimos del escritor portugués. El alcoholismo que acompaña su sostenida lucidez mental, así como la tenue suciedad y el aire de desaliño que enmarcan la estricta pulcritud de su razonamiento, recuerdan a su vez desde determinados ángulos a Funes, el Memorioso de Borges: esa radical falta de correspondencia entre las privilegiadas, excepcionales dotes ejercidas, y el continente menos que anodino (hasta cierto punto repulsivo) del hombre que las posee.

Pessoa en la bodega de Abel Pereira, 1929

Sin embargo, Pessoa jamás llega tampoco a recargar las tintas, toda vez que Quaresma es en buena medida una estrofa más dentro de su rapsodia a la anticlimática epopeya cotidiana del hombre común.  Es cierto que cada tanto, a lo largo de las narraciones, se afana en consignar, meditar y elogiar las geniales capacidades de su personaje:

 

Quaresma consiguió lo que algunos sujetos consiguen: ver la realidad en términos absolutos, separarla de sus accidentes y accesorios y, de un golpe súbito, desdoblado en descaro, fijar, como un relámpago, todos los detalles de lo visible.[2]

 

Pero en esa misma medida procede a desdibujar cuantos trazos pudieran aproximarlo a cualquier aceptado género de excepcionalidad heroica:

 

Carecía de cualquier sentido estético, salvo aquel que el razonamiento proporciona a partir del equilibrio que nace de ejercerlo. Carecía de cualquier sentido científico o filosófico: la indiferencia del pensamiento continuo ante los artificios de la fatalidad.[3]

 

Pero acaso el sentido profundo y esencial que sustenta esa manera de caracterizarlo, queda esclarecido cuando Pessoa procede a compartirnos con un enternecido guiño el linaje a que Quaresma y él mismo pertenecen:

 

Pero cuando la realidad era un problema, y el razonamiento la pudiera asimilar, entonces, de repente, la tristeza se desprendía de él como un disfraz y asumía el mando de todo como un rey recién hallado. Entiéndase: el Quaresma humilde no desaparecía; se sobreponía a él, como una aureola, su razonamiento.

He visto muchas veces el mismo rostro en viejos contables, en hombres maduros que trastean en los estantes de las librerías de segunda mano; en reformados con manías confesionales; en coleccionistas de sellos, entendidos en trepados; en historiadores puntillosos de pasados universales, anatomistas de lo inútil.[4]

 

 Quaresma encarna pues el revés radical de lo que se entiende por “héroe de acción”, así sea en las modalidades más pacíficas de la novela policial clásica a la inglesa:

 

Usted cree que mis investigaciones son, por así decirlo, físicas, que sigo a la gente y examino el lugar del delito, o que tomo medidas en el suelo. No hago nada de eso. En general, yo resuelvo los problemas sentado en una silla en mi casa o en cualquier otra parte donde me pueda reclinar cómodamente, fumando mis Peralta, y aplicando al estudio del delito cometido aquel razonamiento de naturaleza abstracta que fue el triunfo de los escolásticos y la gloria bizantina de los hombres que argumentan sobre puras futilidades.[5]

 

Lo suyo es, tal asevera en varias ocasiones, la “especulación aplicada”. Con una inamovible disposición jerárquica entre los dos factores que integran el término, donde el verdadero objetivo consiste en especular, aunque sea siempre con el apoyo de al menos un hecho como punto de partida. La materialidad de los hechos representa en principio el pretexto que todas sus especulaciones demandan como elemental soporte; mientras que en último término constituye el dúctil terreno de verificación para los giros trazados por el razonamiento lógico que originaron. El máximo placer a los ojos de Quaresma consiste en ratificar con una tenue y tristona sonrisa la manera en que los sucesos quedan plenamente ajustados a la medida de una conjetura reflexiva que él pudo elaborar sin salir de su habitación ni levantarse siquiera de su asiento. Cabría tal vez decir que posee la capacidad para trasladar íntegro el mundano universo de los espacios, las acciones, las pasiones y las violentas truculencias, hasta el reducto de material quietud y pasivo apartamiento donde el razonar puro se dirime a solas.

Hacia el inicio de su Paideia, Werner Jaeger sitúa el ideal constitutivo para la educación griega en la aristocrática “areté” de las primeras castas nobiliarias, asimilable en última instancia al virtuosismo heroico plasmado en La Ilíada y La Odisea. De acuerdo con Jaeger, a lo largo del dilatado devenir del pensamiento y la cultura griegos, la idea de virtud desarrolla, ajusta y reproblematiza la noble areté heroica, pero sin llegar jamás a prescindir de ella:

 

El pensamiento ético de Platón y de Aristóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica. Ello requeriría una interpretación histórica detallada. La filosofía sublima y universaliza los conceptos tomados en su originaria limitación. Pero, con ello, se confirma y precisa su verdad permanente y su idealidad indestructible. El pensamiento del siglo IV es naturalmente más diferenciado que el de los tiempos homéricos y no podemos esperar hallar sus ideas ni aun sus equivalentes precisos en Homero ni en la epopeya. Pero Aristóteles, como los griegos de todos los tiempos, tiene con frecuencia los ojos fijos en Homero y desarrolla sus conceptos de acuerdo con su modelo.[6]

 

Con el ascenso de nuevos grupos sociales como parte del devenir histórico; con el incremento poblacional y la creciente complejidad de las normas de convivencia que ello acarrea; y, en fin, con la progresiva, fatal democratización interestamental del ideal educativo, el virtuosismo heroico dejaría de remitir en exclusiva o de modo peculiarmente enfático a los príncipes guerreros, así como a sus muy específicos rasgos y atribuciones, para convertirse en referente formativo general para toda la polis, y por tanto para cada uno de sus moradores. Quienes se mostraran capaces de vivir en correspondencia plena con los exigentes designios de la areté así redefinida, quedaban convertidos en una suerte de “aristócratas de la virtud”, por más que en términos de posicionamiento social no formaran parte de la aristocracia política propiamente dicha.

Es en esa misma dirección que apunta el selectismo aristocrático propuesto por Fernando Pessoa como parte de su ambiciosa propuesta de reconstrucción pagana:

 

[El sensacionismo] afirma, en primer lugar, que la sociedad se encuentra espiritualmente dividida en tres clases a veces coincidentes pero más frecuentemente no-coincidentes con las “clases” así llamadas vulgarmente. Divide estas clases en aristocracia, clase media y pueblo, pero la división, conforme se verá, no tiene ninguna relación (necesaria) con la división común de la sociedad en esos elementos.[7]

 

Para Pessoa, cima de esa aristocracia de la virtud es el artista, por cuanto se trata de un profesional de la Belleza. Y conviene recordar que aquí la Belleza no corresponde en exclusiva ni en primera instancia al orden del gusto colectivo. Mucho menos al de aquello que a cada cual pueda resultarle agradable a título personal. Corresponde antes bien a la ulterior y más elevada concreción del valor, entendido a su vez no sólo desde las preceptivas morales, los méritos y beneficios utilitarios, ni aun desde la perspectiva cívico-política, sino desde la más amplia dimensión espiritual.

 

Para el sensacionista, el aristócrata es aquel que vive para el Arte y para el cual todas las cosas, materiales y espirituales, tienen valor sólo en la medida en que poseen belleza. Religión, moralidad, espiritualidad: todas estas cosas valen por la belleza que tengan o que de ellas pueda ser extraída.[8]

 

Cada uno de los heterónimos fundamentales de su drama en gente pasa de ese modo a integrar una completa “galería” de aristócratas. Ahora bien, en el caso del descifrador Abílio Quaresma, ¿faltaría para reclamarlo a plenitud como miembro de esta galería o grupo de cofrades la obra creativa propiamente dicha? ¿O, por el contrario, cabe identificar cada caso resuelto por Quaresma como su obra, propicia (para el ojo y la sensibilidad atentos) a hallazgos equiparables y complementarios respecto de los que materializan poema o prosa Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Antonio Mora, Álvaro de Campos y Bernardo Soares? Después de todo, Quaresma vive su entrega a la especulación abstracta desde una perspectiva por completo estética, sin mayor interés por el beneficio policial o el servicio público que con ella pueda estar brindando.

La distinción que Pessoa establece entre aristócratas, plebeyos y clase media, jerarquiza gradualmente de inferior a superior. En el nivel más bajo estarían los seres, saberes y haceres correspondientes a la utilidad material y práctica. En el más alto, los que, según los términos ya referidos, se consagran a la belleza como un fin en sí misma. En medio quedarían los enfocados, sea desde la virtud o desde la abyección, a la dimensión política y a la cosa pública.

¿No será entonces que cualquier oficio desempeñado sin utilitaria finalidad ni servicial voluntad, pero en esa medida capaz de encararnos a una veta de iluminadora indagación y legítima problematización de los temas esenciales, así como de aproximarnos a la percepción y el discernimiento del universal devenir, cumple con los atributos propios de dicha aristocracia del espíritu, aun cuando no legue nada ajustable a lo que por convención admitimos como obra de arte?

Pessoa jugando ajedrez con Aleister Crowley, 1930




[1] Pessoa, Fernando. Quaresma, descifrador [Edición de Ana María Freitas, traducción de Roser Vilagrassa]. Acantilado. Barcelona, 2014.

[2] Pessoa, Fernando. Quaresma, descifrador. “Prefacio”.

[3] Ibídem.

[4] Ibídem.

[5] Ídem. “El pergamino robado”.

[6] Jaeger, Werner. Paideia. FCE. México, 2001. 16a reimpresión de la 1era edición en un volumen (1957).

[7] [En] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses [edición y traducción de Ángel Crespo]. Acantilado. Barcelona, 2006.  V, 6; “El sensacionismo como actitud social”.

[8] Ibídem.