Escena de Rip Van Winkle (1905) de Georges Méliès |
¿Cuán próximos
podrán hallarse el mito, la leyenda y el enigma de Rip Van Winkle[1]
para nosotros los mexicanos, los de “la otra” Norteamérica?
En mayo de 1890,
Manuel Gutiérrez Nájera da a conocer en las páginas de El Universal su versión de la historia, a través de un curioso
relato titulado Rip-Rip.
Si en manos de
Washington Irving, el desfase temporal del protagonista decanta la melancolía
con toda naturalidad hacia la sonrisa agridulce, en las del mexicano adquiere
un equívoco aire de kafkiana zozobra. Aire que quizá no sea abusivo examinar en
función de una sensibilidad histórica directamente vinculada a México en
general y al porfiriato en específico.
En su versión de
la historia, Irving principia por puntualizar ficticiamente el marco histórico
y literario del que surge la narración. Gutiérrez Nájera inicia despojando a su
cuento de todo asidero. Incluso al aludir al relato del autor norteamericano,
termina dejando la fuente original en términos de absoluta vaguedad e inconsistencia:
¿De quién es la
leyenda de Rip-Rip? Entiendo que la
recogió Washington Irving, para darle forma literaria en algunos de sus libros.
Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero
no he leído el cuento del novelador e historiador norteamericano ni he oído la
ópera… pero he visto a Rip-Rip. (…)
Rip-Rip, el que
yo vi, se durmió, no sé por qué, en una caverna a la que entró, quién sabe para
qué. [2]
Quién sabe de
dónde vino esta historia, quién sabe qué la provocó y por qué. Irving no
cancela ese esencial misterio, ese hueco irresoluble, indispensable no sólo
para su texto, sino para cualquier obra poética que se precie de ser tal. Al
final, su Rip Van Winkle termina
perfilando la misma perturbadora ambigüedad, la misma incertidumbre. También
nosotros podemos preguntarle: ¿de dónde salió esta historia, Washington?, ¿por
qué nos la estás contando?, ¿para qué nos la estás contando? Pero la ambigüedad
es en su caso una vibración generada por el intencionado tono de determinismo
con que se plantea la historia, así como por la amabilidad y naturalidad de su
resolución. El misterio constituye una potencia secreta que puede pasar
completamente desapercibida para el ojo desatento.
Cabría acaso
decir que Irving disimula y camufla la zozobra, volviéndola así más punzante,
más de largo plazo. Los lectores nos adormecemos con Rip, nos adormecemos como
Rip.
Lo que hace
Gutiérrez Nájera es justo lo contrario: desde el comienzo coloca la zozobra en
primer término, lo cual resalta su valor espiritual como énfasis de una época
específica de la historia mexicana: el porfiriato. Poco importa que el cuento
haya sido publicado en 1890, es decir, dos décadas antes de la caída de
Porfirio Díaz, cuando restaba aún toda una vida para que esa edad y sus señas
caducaran, cuando dicha identidad y dichas señas estaban, si no en etapa de
gestación, sí en un período de novedad donde los tonos que peor
podrían cuadrarle eran los elegíacos.
Lo importante no
es qué tan cerca o qué tan lejos pudiera hallarse en términos temporales
estrictos el fin de la dictadura de Porfirio Díaz, en todo caso inconcebible
para Gutiérrez Nájera hasta su muerte (acaecida en 1895). Lo importante es que,
al margen de la lejanía temporal, y tal vez justo por ella, Rip-Rip consiente
leerse como lúcida elegía de toda una edad, de todo un momento histórico, de
toda una época.
Tiene su valor y
su sentido que, durante su última etapa, el modernismo mexicano, ya confrontado
directa y materialmente a la Revolución, ensayara la nostalgia, el lamento y
hasta la visceral diatriba: el mundo tal y como lo concebías está
desapareciendo, se está disolviendo debajo mismo de tus pies, y el terror y la
extranjería están justificados de manera directa por la circunstancia de
tránsito, crisis y reconstitución que te toca vivir.
Pero cuán
perturbador y cuán diverso el testimonio, la clarividencia de un poeta capaz de
formular semejante derrumbe como hipótesis intuitiva, como alucinado y absurdo
“¿te imaginas?”, al cabo convertido en total y absoluta verdad, en fatal
destino. Gutiérrez Nájera se vale de Rip-Rip para imaginar qué pasaría si él (y
él es también el México en que vivió
y escribió), por arte de algún extravagante prodigio, llegara a envejecer al
punto de resultar irreconocible para su entorno, su paisaje, su lugar. Leer o
releer Rip-Rip durante las álgidas y dilatadas horas de la contienda
revolucionaria iniciada en 1910, debió constituir una experiencia dolorosa e
iluminadora —es decir, trágica— para todos los educados sentimentalmente por el
modernismo porfirista.
Entre el Rip Van
Winkle de Washington Irving y su aldea, sin menoscabo del elemento sobrenatural
que detona el relato, existe plena lógica de correspondencia temporal. Diríamos
que el prodigio, inexplicable en sí, influye en dicha lógica sin alterar su
estatus coherente y explicable. El elemento sobrenatural se mantendrá intocado,
hermético (y, de modo inquietante, a ninguno de los personajes de la historia
parecerá interesarle esclarecerlo), pero tanto su plazo como sus consecuencias
podrán exponerse, razonarse, cuantificarse. ¿Por qué al despertar Rip había
envejecido, y su aldea estaba radicalmente transformada? Respuesta: porque
durmió muchos años. Fin de la zozobra, fin del desencuentro. Ni Rip ni los
habitantes de su aldea se muestran interesados en el natural cuestionamiento
desprendido de esa respuesta: ¿Cómo es que Rip pudo dormir tantos años? ¿Por
qué durmió Rip tantos años? ¿Para qué durmió Rip tantos años?
En comparación,
el Rip-Rip de Gutiérrez Nájera duerme una siesta más corta:
Pero no durmió
tanto como el Rip-Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años… tal vez cinco…
acaso uno…; en fin, su sueño fue bastante corto: durmió mal.[3]
Nada pues que
justifique ni el envejecimiento ni el olvido. No obstante, cabría preguntarse
si no es el ojo del narrador quien caracteriza como breve el paréntesis del sueño de Rip-Rip, en
razón de una disparidad de plazos de envejecimiento entre México y Estados
Unidos. Acá las cosas tardan más en caducar. Puesto sobre la materia y
sustancia de un país donde los pasados perduran a menudo a través de los
siglos, donde la piqueta del neoliberalismo aún puede levantar de entre los
escombros máscaras vivas de jade y obsidiana, una siesta de treinta años (los
treinta años del porfiriato) bien puede antojarse de lo más breve.
Sucede casi
siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y
lo dicen. Llegó, por fin, al pueblo, que era casi el mismo… pero que no era el
mismo.[4]
Manuel Gutiérrez Nájera |
En todo caso,
Gutiérrez Nájera concibe una siesta con la suficiente brevedad para que el
mundo de Rip-Rip no haya podido transformarse de manera sustancial. Todos los rasgos con que se topa tras su
sueño le resultan claramente reconocibles y, sin embargo, misteriosamente
transformados.
La torre de la
parroquia le pareció como más blanca; la casa del alcalde, como más alta; la
tienda principal, como con otra puerta; y las gentes que veía, como con otras
caras. [5]
¿No es este tono
el mismo, u otro muy semejante y próximo al que Ramón López Velarde terminaría
aplicando, en plena sintonía revolucionaria, con ecos de metralla atronando
tras la puerta, a su poema El Retorno
maléfico (“mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se
calla”) pero que ya venía señalado desde
tiempo atrás, en los versos de La sangre
devota, su primer poemario?:
Mas la plaza está muda, y su silencio trágico / se va agravando en mí con el mismo dolor / del bisoño escolar que sale a vacaciones / pensando en la benévola acogida de Abel, / y halla muerto, en la sala, al hermano menor.[6]
El regreso del
poeta al paraíso provinciano, que se presenta como embrujado ante sus ojos, que
es y no es el mismo, que reconoce pero en el cual no se reconoce.
Rip-Rip, asomado
al agua, no reconoce su cara reflejada; esa cara, que es la de la vejez, la
decrepitud y la muerte, no puede ser la suya. Pero el caso es que Rip-Rip ve su
cara y sabe que es su cara. Lo que le lleva a negar es el entendimiento (y la
íntima, resignada aceptación) de lo irremediable.
Gutiérrez Nájera sueña, imagina, prevé, profetiza o (en sus propias palabras) “quién sabe qué”, un tiempo en que el mundo parecerá el mismo, y sin embargo no será ya el mismo. Los paisajes, los objetos y las gentes conservarán los rasgos que nos permitan distinguirlos, pero ellos no nos reconocerán a nosotros, llegando al punto de no permitir que nosotros mismos nos reconozcamos en nosotros.
La dolorosa
lucidez de Gutiérrez Nájera le impedirá maldecir sin más ese hipotético tiempo
por venir:
¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los seres que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos?[7]
Podemos imaginar
con perfecta y no forzada coherencia, tanto dramática como narrativa, a
Porfirio Díaz planteándose letra por letra estas cuestiones en su exilio
parisino, cerca ya de morir. Y con él, a cuantos quedaron marcados por las
señas de la época que apadrinó.
Contra lo que
pudiera en principio pensarse, semejante marca no alude en exclusiva a los
simpatizantes del porfiriato. Sin necesariamente asumirse porfirista, todo
habitante de México fue, durante cierto período, porfiriano.
En España,
durante la segunda mitad del siglo XX, numerosos artistas (escritores,
pintores, cineastas, músicos) de formación y convicción antifranquista,
dedicaron significativa parte de su obra a reconocer en los rasgos del
franquismo imprescindibles señas de identidad personal, formativa, sentimental,
cultural. La extinción de dichos rasgos significó para muchos de ellos la
adquisición de un incómodo estatus de extranjería.
Por supuesto, tal
sensación de extranjería no refiere en exclusiva a una época. La vejez (“cúmulo
de sueños y no de años”[8]
dice Gutiérrez Nájera) nos coloca a todos tarde o temprano en situación de
extranjeros frente a nuestros propios paisajes, frente a nuestros propios
rostros. Pero no resulta ilícito proyectar a un plano nacional e histórico las
inflexiones que el asunto adquiere a través de Rip-Rip.
A finales de mayo
de 1911, camino a Veracruz y al vapor alemán Ypiranga, que se lo llevaría para siempre, ¿con qué ojos
contemplaba Porfirio Díaz el país que estaba por abandonar? Su entorno más
inmediato sostendría sin duda para él la habitual parafernalia de protocolos,
sobreentendidos y adulaciones, largamente madurada y sostenida. Pero él sabía.
Él sabía el significado de lo ocurrido hacía apenas unos días en Ciudad Juárez,
tras la batalla que trastocó de manera radical la correlación de fuerzas entre
su gobierno y la insurgencia revolucionaria. Él sabía que estaba yéndose,
probablemente sin camino de vuelta. En el más optimista de los casos, estaba
obligado a contemplar viable y posible (tan viable y posible como el viaje
mismo que estaba realizando) la opción de no volver.
Para asomarnos a
las meditaciones finales del dictador, así como para conjeturar con algún tino
tanto el estado de su ánimo como su visión del tiempo y del espacio que le
había tocado transitar, siguen resultando indispensables las páginas dedicadas
por Martín Luis Guzmán a su exilio parisino:
Porque a toda
hora se entretejía allí, con la vida diaria, en lo importante y en lo
minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias, y otras,
mudas, que la evocaban. […]
También las
conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad
actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era
La Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que
se había quedado atrás.[9]
¿Cuánto tiempo
dormí? ¿Dónde estuve soñando para no ver esto que es estar despierto? ¿Cuánto
tiempo requirieron para olvidarme? Casi letra por letra las preguntas de
Rip-Rip, antes de morirse de olvido.
Difícil imaginar
a Díaz planteándose la legitimidad de la desmemoria padecida. Semejante
ejercicio de generoso dolor y catártica lucidez sólo podía encomendárselo el
porfiriato a la voz de sus poetas. Y por encima de todas a la voz del poeta más
emblemático de aquel efímero tiempo, de aquella fugaz edad.
Medita Gutiérrez
Nájera, ya para concluir su narración:
Ya vieron qué
buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip que se moría; la niña
se asustó; pero no podemos culparla; no se acordaba de su padre; todos eran inocentes, todos eran buenos y,
sin embargo, todo esto da mucha tristeza.
Hizo muy bien
Jesús el Nazareno en no resucitar más que a un solo hombre, y eso a un hombre
que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir. Es bueno echar
mucha tierra sobre los cadáveres.[10]
Porfirio Díaz y Carmen Romero en París, en 1912 |
[1] Ver Rip Van Winkle y la manzana de Sherezada en la entrada previa de este mismo blog: https://gambetainfinita.blogspot.com/2021/11/rip-van-winkle-y-la-manzana-de-sherezada.html
[2] Gutiérrez Nájera. Rip-Rip el aparecido. En Cuentos completos. Fondo de Cultura
Económica. México, 1958.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] López Velarde,
Ramón. En la plaza de armas. De La sangre devota. En Poesías Completas y El Minutero. Edición
y prólogo de Antonio Castro Leal. Porrúa. México, 1953.
[7] Gutiérrez Nájera,
Manuel. Op. cit.
[8] Ídem.
[9] Luis Guzmán, Martín.
Tránsito sereno de Porfirio Díaz. En Muertes históricas. Conaculta. México,
1990.
[10] Gutiérrez Nájera,
Manuel. Op. cit.