En segundo de secundaria, uno de los
contenidos a abordar dentro de la materia de español, entre inabarcable
multitud de temas referentes lo mismo a la historia de la Literatura que a la
gramática, la sintaxis, la lingüística y la comunicación, era el uso del punto
y coma. Servía de introducción al asunto una de esas piezas hipotéticamente
lúdicas, dudosamente humorísticas, piadosamente anónimas, que suelen menudear
en los libros de texto con la peregrina esperanza de volver más ameno el
aprendizaje.
La narración, hasta donde a reconstruirla
alcanzo, consignaba más o menos lo siguiente: una maestra en clase, tratando de
hacer penetrar a sus alumnos en los insondables misterios del punto y coma, les
dice que al leer, ante la aparición de este signo, es necesario realizar una
pausa equivalente al tiempo que tarda alguien en bajarse del camión; perpetrada
la pintoresca regla, pasa a verificar su asimilación en la práctica, y solicita
a uno de los presentes (vamos a llamarle Pedrito) que lea algo en voz alta;
Pedrito obedece, pero al llegar al primer punto y coma hace una pausa por demás
exagerada. La maestra le pregunta qué ocurre, y Pedrito responde que está
bajando del camión una anciana.
La maestra Adela, a quien debe no poco mi
vocación literaria, repitió el desenlace de la didáctica estampa un par de
veces, antes de percatarse de que si la clase no se reía no era porque no
hubiese entendido, sino porque para adolescentes de entre trece y dieciséis
años, más allá de predilecciones individuales, la noción de humor quedaba más
bien distante del estímulo proporcionado.
Enseguida, cuando nos pidió aplicar el
conocimiento recién adquirido, cada quién se valió del punto y coma para hacer
pausas de acuerdo a su muy particular concepto de lo que tarda alguien en bajar
del camión. Con frecuencia, tal esfuerzo imaginativo distraía al lector de lo
que el texto decía, de modo tal que a los tres renglones ni él ni sus escuchas
teníamos la más remota idea de qué estaba leyendo. No faltaron tampoco quienes
contrajeron o alargaron a capricho la pausa, arguyendo que estaba bajando del
camión un señor con la pierna enyesada, un deportista al que le gustaba saltar
del estribo con el vehículo en marcha, o que el chofer no había querido abrir
la puerta.
La identificación del punto y coma con el
tiempo promedio que una persona en plenitud de facultades físicas e
intelectivas tarda en descender de un transporte automotor detenido, produjo en
mí con el paso del tiempo, sucesivamente, desprecio, indignación y risa. A
estas alturas, la recuerdo con cierta nostalgia, y concluyo que hubiese
resultado difícil encontrar un recurso tan justo y tan certero para
aproximarnos con propiedad a la naturaleza, las exigencias y las argucias del
punto y coma.
Se trata quizá del más inaprensible y ambiguo
de los signos de puntuación. A lo largo de mi vida he escuchado varias
definiciones aproximativas respecto a su uso correcto. Y si bien suelen
coincidir en lo general, a la hora de las precisiones todas tienden hacia lo
difuso. La frontera que separa al punto y coma de la coma y el punto y seguido,
resulta tan sutil y tan relativa, que no puede definirse. Es menester aprender
a intuirla, puesto que en cada nuevo texto puede manifestarse de manera
distinta. El punto y coma es un permanente recordatorio de que lo correcto no
está dado de antemano, sino más bien depende de qué tan capaces somos de
integrar el conocimiento a la realidad viva de las experiencias y las cosas.
¿Qué es lo correcto? "Ayer llegué. Me voy
mañana". O "Ayer llegué; me voy mañana". O "Ayer llegué, me
voy mañana".
Las tres opciones pueden ser correctas. Las
tres opciones pueden no serlo. ¿De qué depende? De la lógica que la propia
escritura vaya generando. De que seamos capaces de elegir. De que hagamos
nuestros los códigos del lenguaje y los volvamos capaces de cristalizar de la
manera más fiel posible lo que decimos; es decir, lo que somos. Cada texto,
sobre la base de un conjunto de herramientas comunes, crea un universo propio
donde esas herramientas cobran sentido justo.
Y si bien esto es válido para toda la
gramática, tal vez no haya otro signo tan propicio como el punto y coma para
mostrar cómo la escritura, desde sus elementos técnicos más elementales, es
siempre un asunto vital, y cómo en ella el sitio de privilegio lo ocupa la
elección libre.
Si en el universo de la puntuación la coma
corresponde al aliento interior de las frases y el punto a la muerte (la
conclusión, la definición), el punto y coma se halla ubicado a la mitad de
ambos. Sólo que en este caso la mitad nunca queda en medio. Para saber valerse
adecuadamente de él no basta aferrarse a una máxima infalible exterior al
texto. Se precisa vivir el texto desde el texto mismo. De ahí que el ejemplo
del camión pueda no resultar tan desafortunado. Para mayor ambigüedad, el
problema en él se aborda desde la perspectiva de la lectura y no de la
redacción. Se trata de un ejemplo donde nada queda definido, y las cosas apenas
se sugieren. Lo sepan o no sus autores, pues he olvidado cómo afrontaban el tema
después de la narración, el hecho es que así debe ser: no pueden quedar sino
sugeridas.
El lenguaje, todo lenguaje, pertenece al
ámbito de la sugerencia y la elocuencia; elocuencia equivale no a
vociferar en abundancia, sino a sugerir lo justo. El lenguaje va de la mirada a
las cosas y de las cosas a la mirada sin petrificarse nunca. En ese tránsito,
que es el tránsito mismo del ser, la mirada y las cosas salen mutuamente
afectadas, enriquecidas, transformadas.
Sería cuando menos irresponsable pretender
privar de este germen transfigurador a la materia prima que posibilita al
lenguaje, y que es el lenguaje. El punto y coma, en un espacio a menudo asfixiado
tanto por las reglas como por la ignorancia de las razones que dan sentido a
las reglas, viene a recordárnoslo; abriendo la fisura de lo indefinible,
abriendo la fisura del misterio. Esta fisura, este misterio, esta pausa, puede
ser la de alguien bajando del camión, la del sueño de Rip Van Winkle o de
Alicia, la de la duermevela con que inicia Proust su novela infinita, la que
multiplica Borges ante el abismo del Aleph; y corresponde al tiempo mismo
de la escritura.
El tiempo de la escritura es un tiempo interior, íntimo, intransferible, irrepetible. Sólo a partir del cultivo de esa instancia incomunicable puede florecer la posibilidad de la comunicación poética: la única comunicación verdadera, el único puente propicio para transitar de un alma a otra.
Imagen: Fotografía aparecida en el anuario Wid's Year Book de 1920