Debió ser hace cosa de cien
años, justo tras la primera guerra mundial, cuando la humanidad se apercibió de
que todas sus añejas certidumbres habían sido puestas en vilo. Es entonces que
dicho apercibimiento no abarca ya sólo a ciertas élites ilustradas de la
filosofía y el arte, sensibles al cisma desde el Romanticismo, sino que incluye
sin ambages a cada ciudadano de a pie en todos los rincones del orbe alcanzados
por la impronta de la llamada Cultura Occidental. Es entonces cuando la
ciencia, capacitada para desacreditar con validez las respuestas del
pensamiento religioso, debe resignarse a admitir su impotencia para ofrecer en
su lugar respuestas nuevas.
Tal impotencia obedeció en buena medida al radical
vilipendio de la metafísica. La metafísica, que según la perspectiva del
racionalismo y la sociedad burguesa pareciera carecer de sitio en el espacio de
la “vida real”, brinda no obstante indispensable soporte a cuanto podamos
consentirnos denominar como real. Y ello, contra lo que suele inercialmente
suponerse, no es asunto exclusivo de teólogos, filósofos, intelectuales y
artistas, sino preocupación consustancial a cualquier existencia humana.
La persona más apartada de
especulaciones reflexivas, sin remedio ha de preguntarse en algún momento quién
es, de dónde viene, adónde va. Y al hacerlo, se percate o no de ello, estará
preguntándose por la naturaleza y el sentido mismo de todo lo existente.
Confiar la respuesta para tamañas preguntas al encogimiento de hombros, la
materialidad del día a día, la llana supervivencia o la convicción del caos, constituyen
ya de suyo peculiares disposiciones metafísicas, generadoras de consecuencias
tan conflictivas, derivaciones tan complejas y callejones sin salida tan
claustrofóbicos como cuantos aguardan a quien se aferra a un dios o a una
ideología.
No basta convencernos de que
los problemas metafísicos no existen para que estos desaparezcan. Y nos pasen
costosas facturas. Y procedan a reírse de nosotros con todos sus inmateriales
dientes a la menor ocasión.
Durante decenas de siglos, la
noción de divinidad fue capaz de acompañar con lucidez y hondura cada una de
nuestras metafísicas cuitas. Fruto de tales alcances son las prodigiosas
arquitecturas espirituales del Judaísmo, el Islam, el Budismo, el Indostán o el
Cristianismo. Fruto de tales alcances es
también la masiva devoción que la mayor parte de tales religiones continúa
inspirando en pleno siglo XXI.
Semejante lucidez y profundidad
no desdice ni mucho menos excusa los horrores que al amparo de su institucionalización
hayan sido cometidos. A estas alturas acaso no haya ninguna religión mayor bajo
cuyo patrocinio no se perpetrara un nutrido catálogo de ignominias. No
obstante, en esa misma medida, ninguno de los horrores cometidos en su nombre inhabilita
la capacidad de tales cosmovisiones religiosas para continuar enunciando con
pertinencia las grandes preguntas de la humanidad.
Si algo aterra de las religiones
de diseño, así como del saturadísimo supermercado de sectas engrosado por la
sociedad de consumo postindustrial, es justo su absoluta inanidad metafísica,
su vulgar circunscripción utilitaria, el vacuo barniz de trascendencia con que
mal disimulan su llano estatus de superchería. Proclamándose respuestas para
preguntas que ni siquiera son capaces de intuir, menos aún de acompañar.
Por supuesto, no resulta menor la
alternativa brindada por la Filosofía y el Arte para acompañar la inquietud
metafísica del ser humano más allá del dogma y de la fe. Pero, del Romanticismo
hasta la fecha, filósofos y artistas no cesan de volverse cada tanto con humilde
reconocimiento o con irritada sublevación hacia épocas y latitudes donde
distinguen una reflexión y una creación plenamente integradas a determinada
ortodoxia religiosa, sin menoscabo alguno de su pertinencia y su grandeza
respectivas. Quien repute incontrovertibles las bondades metafísicas del
pensamiento laico, no debiera obviar los saldos que en todos los órdenes, y
dentro de un plazo de tiempo infinitamente más breve, acabaron por arrojar las
virulentas buenas nuevas del estalinismo o del neoliberalismo.
La obra de autores como Franz
Kafka, Fernando Pessoa o Luigi Pirandello surge en instantes de una esencial
inestabilidad ontológica, acicateada desde los más diversos ángulos. Toda
certidumbre pasaba a quedar en vilo apenas enunciada. Nada de aquello que
durante siglos pudiera haber sido aseverado como verdad resultaba incuestionable,
hasta el extremo de insinuar como única norma verosímil la imposibilidad de
toda verdad. Desde el tiempo y el espacio relativizados por la física, hasta la
noción de identidad y de alma relativizadas por la psicología. Es cierto que, amparada
en Einstein, Freud, Marx o Darwin, la ciencia podría seguirse postulando como
la misma panacea incontrovertible de la Ilustración, como la vigente respuesta
total, autorizada para dirimir sin apelaciones lo que es arriba y lo que es
abajo. Pero dicha confianza estaba ya socavada desde su propio fundamento. Hoy
solamente los más obcecados devotos del neopositivismo pueden continuar
aferrados a ella.
Para cuando Pirandello, Pessoa
y Kafka aparecen en escena, la ciencia se encuentra en el callejón sin salida de
arrostrar ya no las insuficiencias del pensamiento religioso, sino las suyas
propias. Entre las cuales no resulta la menor su incapacidad para situarse con
equivalente autoridad metafísica frente al absoluto.
Antaño, al absoluto podía contemplarlo
a los ojos esta o aquella deidad, esta o aquella insondable magnitud
espiritual. Hoy al absoluto no lo contempla nadie. Y ello, en lugar de
confortar a los seres humanos como el aligeramiento de una pesada carga, los
tiene sumidos en una profunda desolación, pues de facto termina entronizando
trágicamente la supremacía del más fuerte, la ley del sálvese quien pueda.
¿Que siempre ha sido así? ¿Que
en el pasado cuanto hicieron las aspiraciones metafísicas fue terminar urdiendo
el mismo género de añagazas para disimular y usufructuar perversamente la
realidad de las cosas? ¿Que hoy por lo menos ejercemos la franqueza de asumir que
la existencia carece de toda dimensión trascendente? Esa grosera celebración de
nuestro tiempo en razón de un cinismo leído como honestidad caducó ya. El
frívolo carnaval posmodernista, apadrinado por el presunto Fin de la Historia, profeta de su propia supuesta
eternidad, nació con la caída del Muro de Berlín y murió con la caída de las
Torres Gemelas. El dogma del caos dejó de ser una fiesta en un lapso de tiempo
que superó con creces al más efímero de los anteriores dogmas.
Esto último quizás explique,
siquiera en parte, la acendrada pulsión dogmática que ha venido a enseñorearse del
panorama mundial, de manera cada vez más extrema a medida que avanza el siglo
XXI.
La dictadura ideológica de lo
políticamente correcto entroniza el espejismo de feudos cada vez más
emancipados, más justos, más conscientes y más libres, como analgésico social
frente a una realidad histórica cada vez más despiadada, una centralización del
poder cada vez más vertical, una acción ciudadana cada vez más inhabilitada
para incidir soberanamente en la configuración del espacio público. La radicalización dogmática con perspectivas
presuntamente progresistas no parece dispuesta a advertir su papel como aderezo
de periferia dentro de una norma global de radicalización dogmática a secas. Al
final de las cuentas, como siempre que de dogmas institucionalizados o
institucionalizables se trata, no acabará imponiéndose el dogmatismo presuntamente
más justo, presuntamente más bien intencionado, presuntamente más consciente, presuntamente
más blindado en sus agravios, presuntamente más condolido por la eterna
contradicción entre fines grandiosos y medios deleznables.
Al final de las cuentas, como
ha sucedido siempre, acabará imponiéndose el dogma más inescrupuloso a la hora
de administrar la añeja superchería de que el fin justifica los medios.
Imagen: Le mois des vendanges (1959), de René Magritte.