6 de enero de 1536. En solemne
ceremonia, que ha incluido procesión hasta Tlatelolco luego de una misa
oficiada en la iglesia de San Francisco (a pocos metros de donde hoy se ubican
la famosa Casa de los Azulejos y la Torre Latinoamericana), se inaugura ante
una muchedumbre el Colegio de la Santa Cruz, tan presente para el imaginario
nacional contemporáneo gracias a multitud de imágenes de la Plaza de las Tres
Culturas, difundidas sobre todo en relación con los hechos del 2 de octubre de
1968. Los perfiles coloniales que alcanzamos a distinguir hoy en las
fotografías, poco tienen que ver con lo que tocara contemplar a la multitud
aquel lejano día de la tercera década del siglo XVI. El Colegio era entonces un
modesto edificio de piedra, destinado a albergar tanto a los sesenta o setenta
hijos de la nobleza indígena que residirían ahí en calidad de internos durante
el tiempo que duraran sus estudios, como a sus profesores. A la distancia, sin
menoscabo de su singularidad y de los inestimables frutos que a su amparo
fueron madurados, cabe identificar al Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco
como punto de enlace, inflexión y tránsito entre la capilla de San José de los
Naturales, y la Real Universidad de México.
San José de los Naturales fue
una escuela de artes y oficios habilitada como anexo del Convento de San
Francisco por fray Pedro de Gante en 1527, para catequizar, instruir y brindar
medios de supervivencia, autonomía y protección a la población india de la
naciente Ciudad de México. Junto con su directo antecedente, el Colegio de
Texcoco, puede considerarse el primer centro de enseñanza técnica de nuestra
historia. Que la procesión a que hemos aludido iniciara justo en ese sitio su
peregrinar rumbo a Tlatelolco, tras oficiarse los correspondientes servicios
religiosos en la iglesia del convento, no es obra de la casualidad. Ambos
espacios cimentarían el proyecto educativo de los franciscanos, mismos que al
contar con la temprana predilección de Hernán Cortés habían podido ocupar una
posición ventajosa respecto de agustinos y dominicos en la Nueva España.
Aun cuando no consiguiera
apegarse de manera sostenida a dicho perfil, el Colegio de la Santa Cruz fue
concebido como un centro de enseñanza superior para incorporar a las élites
indígenas a diversas responsabilidades eclesiásticas, educativas y de gobierno. Si San José de los Naturales se
orientaba a proporcionarle fundamentos catequísticos, enseñanza básica y
capacitación para el trabajo a una población autóctona de perfil mucho más
abierto, el colegio tlatelolca, retomando hasta cierto punto el espíritu del
Calmécac en la desaparecida Tenochtitlan, iba a otorgarle a la descendencia de
las antiguas castas dirigentes las herramientas necesarias para que de su seno
emergieran los funcionarios que la Nueva España iba a necesitar. La debatida
cuestión de si sus objetivos incluyeron o no en algún momento la formación de
sacerdotes cristianos, resulta hasta cierto punto irrelevante. El hecho es que
de él emergieron humanistas, gobernantes y educadores de documentada relevancia
tanto en el plano seglar como en el religioso.
La fundación de la Real
Universidad de México entre 1551 y 1553, materializa y al mismo tiempo frustra
dicho proyecto. Lo materializa, porque durante los siguientes dos siglos se
convertirá en la principal abastecedora de cuadros medios para la burocracia
estatal y eclesiástica del virreinato, y por sus aulas desfilarán los nombres
más granados del saber, la cultura y las letras novohispanos. Lo frustra, porque los descendientes de las
aristocracias prehispánicas que se incorporen a ella no lo harán ya como parte
de su estamento racial y cultural de origen, sino a título particular,
obedeciendo al específico posicionamiento conseguido por determinada familia o
determinado individuo dentro de la nueva sociedad.
La inexorable reconfiguración
del orden social irá diluyendo muchas delimitaciones que habían sido
indispensables durante los primeros años posteriores a la caída de los antiguos
señoríos. A lo que hay que sumar la oposición de numerosos sectores e
individuos, llenos de recelo por la posibilidad de una población indígena
cohesionada y altamente instruida, por el poder que semejante proyecto
acumularía en manos del clero regular, por el protagonismo franciscano en
detrimento de otras órdenes, por la afectación de los intereses de los
encomenderos, etc. Ya jurídica y operativamente incorporados los restos de sus
élites de procedencia, estos españoles novohispanos de sangre indígena dejarán
de formarse al cabo en calidad de indígenas, para pasar a formarse en calidad
de españoles y de novohispanos a secas. Y a detentar en todo caso los privilegios propios de una nueva élite:
la élite ilustrada del México virreinal;
al lado de criollos y mestizos con un estatus igual o equivalente al
suyo. Ser natural del Nuevo Mundo comenzaría a adquirir una significación muy
distinta, por demás ampliada, respecto de los tiempos de los Reyes Católicos y
Carlos V. En tal sentido, más adelantado que el colegio franciscano de
Tlatelolco resultaría el Colegio de Estudios Mayores, fundado en Tiripetío por
los agustinos en 1541, y al cual podían concurrir indistintamente estudiantes
indígenas, criollos y mestizos.
La ceremonia de inauguración
del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco la encabezó Antonio de Mendoza, quien tomara posesión del cargo como primer
virrey menos de dos meses atrás. También ocuparon un lugar destacado en la
ceremonia el obispo fray Juan de Zumárraga y el presidente de la Segunda Real
Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal, ambos decisivos promotores
del proyecto. Lo que no puede aseverarse a ciencia cierta, aun cuando por
deducción pueda resultar probable —y por conjetura literaria deseable— es la
presencia de los príncipes tarascos Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari,
quienes respectivamente frisarían a la sazón los catorce y los seis años.
Sabemos que en 1532 el
gobernador indígena de Michoacán, Pedro Cuinierangari, había llevado consigo a
ambos hermanos, al trasladarse a la capital novohispana para solicitar el
auxilio de los nuevos titulares de la Real Audiencia contra los abusos
cometidos por Nuño de Guzmán y sus colaboradores. Lo que no sabemos a ciencia
cierta es para qué los llevó consigo. ¿Buscaba protegerlos de los peligros
inherentes a la inestable situación michoacana? ¿Buscaba protegerse a sí mismo
durante el tiempo que duraran las gestiones, precaviendo la posibilidad de que
los niños fueran utilizados como prenda y pretexto de una rebelión dinástica en
contra de su autoridad? ¿Buscaba ofrecerlos como rehenes y quitárselos de
encima, a fin de que fuera su propia descendencia y no la del difunto cazonci
Tzintzicha Tangaxoan la que prevaleciera a la cabeza de los tarascos? ¿Una
combinación de todos estos motivos?
Ignoramos también si Francisco
y Antonio permanecieron ya desde aquellas fechas en la Ciudad de México, o si
retornaron más adelante, tras incorporarse a la comitiva del oidor Vasco de Quiroga, enviada en 1533
por la Real Audiencia para poner orden en Michoacán. Hay constancia de que
estuvieron incorporados en calidad de pajes a la corte del virrey Antonio de
Mendoza, de que ahí se les educó y vistió a la usanza española, y de que fue
integrado a ella que Antonio Huitzimengari recibió los primeros fundamentos de
su rica formación humanística, completada luego en Pátzcuaro y Tiripetío. Pero
Antonio de Mendoza no arribó a México sino hasta octubre de 1535, mientras que
para 1538 los príncipes ya habían regresado en definitiva a Michoacán, para
incorporarse a las disputas por el poder político y eclesiástico que desatara
el ahora obispo Quiroga, al trasladar la capital de Tzintzuntzan a Pátzcuaro.
Si los dos hermanos permanecieron en México desde 1532, ¿dónde y cómo vivieron
hasta el arribo del virrey? Si volvieron a Michoacán, ¿en qué momento y bajo
qué circunstancias se decidió su incorporación a la corte virreinal?
Puede ser que las pesquisas de
los historiadores en los archivos documentales arrojen luz algún día sobre
estas cuestiones. Puede ser que prevalezcan para siempre en el misterio.
Concedámonos nosotros por ahora la licencia narrativa de imaginar que los
jóvenes príncipes tarascos quedaron tempranamente incorporados al entorno del
virrey Antonio de Mendoza, comenzando a delinear desde entonces su prototípico
perfil como españoles de sangre indígena: es decir, usufructuarios cabales de
la herencia de su pueblo de origen, a la vez que diligentes súbditos al
servicio de las necesidades del orden virreinal. Dada la significación del
evento y la nutrida concurrencia que se dio cita en él, resulta natural asumir
que, de estar morando en la Ciudad de México, aquel 6 de enero de 1536 se
hallarían presentes sin duda durante la solemne ceremonia de inauguración del
Colegio de la Santa Cruz.
Demasiado arriesgado resulta en
cambio proponer que después de aquel día, a lo largo de los dos años que
habrían permanecido aún en la capital del virreinato, mantuvieran algún contacto posterior con el
Colegio. Por supuesto, la notable
condición letrada que más adelante ostentará Antonio Huitzimengari encaja a la
perfección con el tipo de conocimientos impartidos por los sabios franciscanos
de Tlatelolco; pero justo es él quien más difícilmente podría haber cursado
estudios en el Colegio, dada su corta edad. Las herramientas que aquella
estancia hayan podido aportar a su sólida educación y a su pasión por el saber,
debió adquirirlas antes bien en el entorno privado de la corte del virrey,
quien le prodigaría perdurable aprecio y era también amante de las letras.
Quinceañero o casi, Francisco
Tariácuri sí que podría haber sido incorporado por edad y condición al bloque
de estudiantes con que la Santa Cruz arrancó sus actividades. Franciscano el
colegio, franciscanos los frailes a cargo de la evangelización y la instrucción
básica en su Tzintzuntzan natal, tienta a la fabulación novelística conjeturar
que hubiera sido enviado exprofeso para enrolarse como alumno en Tlatelolco,
reservándole durante aquel par de años el papel de paje cortesano al pequeño
Antonio. Pero conformémonos con fabular en un nivel más modesto. Imaginando que
Francisco, incorporado al séquito del virrey, este seis de enero ha aguardado a
las puertas del incipiente centro educativo la llegada de la procesión venida
desde el convento de San Francisco. Ahora, en medio de la variopinta multitud,
mientras se desarrollan los protocolos civiles y eclesiásticos, repasa los
rostros de los frailes que harán las veces de docentes, deteniendo su atención
—sin saber bien a bien por qué— sobre todo en dos: el primero, recién alcanzado
o por casi alcanzar el medio siglo de vida, se llama Andrés de Olmos; el
segundo, treintañero, se llama Bernardino de Sahagún. Sólo el Arte de la lengua mexicana, que Olmos
completará en 1547, y la Historia general de las cosas de la Nueva España,
cuya definitiva versión bilingüe en náhuatl y castellano rematarán Sahagún y su
equipo de trabajo hacia 1577, hubieran bastado para garantizarles memoria y
gratitud eternas.
Sigamos a Francisco Tariácuri
un rato más tarde, durante el banquete ofrecido por el obispo Zumárraga en las
propias instalaciones del Colegio. Comen las autoridades, comen los invitados,
comen los frailes, comen los estudiantes. ¿Con qué ojos contempla Francisco a
aquellos jóvenes que nosotros dictaminaríamos hoy como sus enteros pares, pero
que para él representan todavía en más de un sentido lo otro, los otros? Porque
aquí sentados hay descendientes de las aristocracias de Tenochtitlan, Texcoco,
Chalco, Cuauhtitlán, Huejotxinco, el propio Tlatelolco, acaso Tlaxcala.
Unificados, pese a sus múltiples diferencias, por la cultura nahua y la lengua
náhuatl.
Apenas una década después, en
1545, Francisco Tariácuri estará muerto, tras una gestión como gobernador de
Michoacán que sólo redondea un par de años. Su hermano Antonio Huitzimengari
gobernará en cambio más de tres lustros. El prematuro fallecimiento de
Francisco lo sitúa en el cargo de gobernador con sólo dieciséis años de edad, y
trastoca por completo su destino de joven aristócrata consagrado enteramente al
estudio. En lo sucesivo, su inclinación por los libros, la música y las
humanidades, habrá de cultivarla como complemento de sus responsabilidades de
gobernante. Autoridad no de una parcialidad ni de una ciudad, sino de una provincia,
Huitzimengari debe sortear las tensiones y disputas entre el obispo Vasco de
Quiroga, el virrey Antonio de Mendoza, el clero regular y los encomenderos; toma
parte activa en la colonización y habilitación productiva de la zona minera de
Zacatecas; se incorpora en persona a las campañas de pacificación militar de la
llamada guerra chichimeca.
Adquiriendo
en los colegios de Tiripetío y Pátzcuaro el mismo tipo de educación, la misma
elevada identidad humanística y la misma competencia política que otros
recibieron en Tlatelolco, desde temprano vio multiplicarse
alrededor de él múltiples testimonios sobre sus muchos talentos. Por poner un
solo ejemplo, Bartolomé Frías de Albornoz y fray Alonso de la Veracruz lo
ponderaban como el mejor conocedor del griego en toda la Nueva España. De ahí
que suela sugerirse a manera de
hipótesis su colaboración en el Arte de la lengua de Michoacán, el
Tesoro espiritual de la lengua de Michoacán o el polémico Diálogo
sobre doctrina cristiana en lengua de Michoacán. Obras todas legadas por el
franciscano francés Maturino Gilberti: su maestro, su amigo, primer perito
europeo de la lengua michoacana, activo partícipe en las tensiones regionales
del momento. Pero no habiendo ninguna certeza probatoria en semejante
dirección, tales sugerencias acaban adquiriendo antes bien el aire de un deseo
que se sabe incumplido. Cruzado apenas el umbral de la treintena, el hijo menor
de Tzintzicha Tangaxoan fallecería en 1562.
Cabe preguntarnos si, mientras debía cumplir las obligaciones políticas, legales y militares de su cargo y condición, Antonio Huitzmengari, amante de la lectura, el pensamiento y el saber, no habrá experimentado más de una vez la tentación de renunciar a todo. Para escribir sin prisa la crónica de sus hallazgos, sus pérdidas y sus estupores. Siquiera como íntimo derecho de afirmación, siquiera como fugaz merced de plenitud.
2. Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari en la Crónica de Michoacán de Pablo Beaumont (1792).