sábado, 8 de abril de 2023

Dos príncipes tarascos en Tlatelolco.

6 de enero de 1536. En solemne ceremonia, que ha incluido procesión hasta Tlatelolco luego de una misa oficiada en la iglesia de San Francisco (a pocos metros de donde hoy se ubican la famosa Casa de los Azulejos y la Torre Latinoamericana), se inaugura ante una muchedumbre el Colegio de la Santa Cruz, tan presente para el imaginario nacional contemporáneo gracias a multitud de imágenes de la Plaza de las Tres Culturas, difundidas sobre todo en relación con los hechos del 2 de octubre de 1968. Los perfiles coloniales que alcanzamos a distinguir hoy en las fotografías, poco tienen que ver con lo que tocara contemplar a la multitud aquel lejano día de la tercera década del siglo XVI. El Colegio era entonces un modesto edificio de piedra, destinado a albergar tanto a los sesenta o setenta hijos de la nobleza indígena que residirían ahí en calidad de internos durante el tiempo que duraran sus estudios, como a sus profesores. A la distancia, sin menoscabo de su singularidad y de los inestimables frutos que a su amparo fueron madurados, cabe identificar al Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco como punto de enlace, inflexión y tránsito entre la capilla de San José de los Naturales, y la Real Universidad de México. 

San José de los Naturales fue una escuela de artes y oficios habilitada como anexo del Convento de San Francisco por fray Pedro de Gante en 1527, para catequizar, instruir y brindar medios de supervivencia, autonomía y protección a la población india de la naciente Ciudad de México. Junto con su directo antecedente, el Colegio de Texcoco, puede considerarse el primer centro de enseñanza técnica de nuestra historia. Que la procesión a que hemos aludido iniciara justo en ese sitio su peregrinar rumbo a Tlatelolco, tras oficiarse los correspondientes servicios religiosos en la iglesia del convento, no es obra de la casualidad. Ambos espacios cimentarían el proyecto educativo de los franciscanos, mismos que al contar con la temprana predilección de Hernán Cortés habían podido ocupar una posición ventajosa respecto de agustinos y dominicos en la Nueva España.

Aun cuando no consiguiera apegarse de manera sostenida a dicho perfil, el Colegio de la Santa Cruz fue concebido como un centro de enseñanza superior para incorporar a las élites indígenas a diversas responsabilidades eclesiásticas, educativas y de gobierno. Si San José de los Naturales se orientaba a proporcionarle fundamentos catequísticos, enseñanza básica y capacitación para el trabajo a una población autóctona de perfil mucho más abierto, el colegio tlatelolca, retomando hasta cierto punto el espíritu del Calmécac en la desaparecida Tenochtitlan, iba a otorgarle a la descendencia de las antiguas castas dirigentes las herramientas necesarias para que de su seno emergieran los funcionarios que la Nueva España iba a necesitar. La debatida cuestión de si sus objetivos incluyeron o no en algún momento la formación de sacerdotes cristianos, resulta hasta cierto punto irrelevante. El hecho es que de él emergieron humanistas, gobernantes y educadores de documentada relevancia tanto en el plano seglar como en el religioso.

La fundación de la Real Universidad de México entre 1551 y 1553, materializa y al mismo tiempo frustra dicho proyecto. Lo materializa, porque durante los siguientes dos siglos se convertirá en la principal abastecedora de cuadros medios para la burocracia estatal y eclesiástica del virreinato, y por sus aulas desfilarán los nombres más granados del saber, la cultura y las letras novohispanos. Lo frustra, porque los descendientes de las aristocracias prehispánicas que se incorporen a ella no lo harán ya como parte de su estamento racial y cultural de origen, sino a título particular, obedeciendo al específico posicionamiento conseguido por determinada familia o determinado individuo dentro de la nueva sociedad.

La inexorable reconfiguración del orden social irá diluyendo muchas delimitaciones que habían sido indispensables durante los primeros años posteriores a la caída de los antiguos señoríos. A lo que hay que sumar la oposición de numerosos sectores e individuos, llenos de recelo por la posibilidad de una población indígena cohesionada y altamente instruida, por el poder que semejante proyecto acumularía en manos del clero regular, por el protagonismo franciscano en detrimento de otras órdenes, por la afectación de los intereses de los encomenderos, etc. Ya jurídica y operativamente incorporados los restos de sus élites de procedencia, estos españoles novohispanos de sangre indígena dejarán de formarse al cabo en calidad de indígenas, para pasar a formarse en calidad de españoles y de novohispanos a secas. Y a detentar en todo caso  los privilegios propios de una nueva élite: la élite ilustrada del México virreinal;  al lado de criollos y mestizos con un estatus igual o equivalente al suyo. Ser natural del Nuevo Mundo comenzaría a adquirir una significación muy distinta, por demás ampliada, respecto de los tiempos de los Reyes Católicos y Carlos V. En tal sentido, más adelantado que el colegio franciscano de Tlatelolco resultaría el Colegio de Estudios Mayores, fundado en Tiripetío por los agustinos en 1541, y al cual podían concurrir indistintamente estudiantes indígenas, criollos y mestizos.

La ceremonia de inauguración del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco la encabezó Antonio de Mendoza, quien tomara posesión del cargo como primer virrey menos de dos meses atrás. También ocuparon un lugar destacado en la ceremonia el obispo fray Juan de Zumárraga y el presidente de la Segunda Real Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal, ambos decisivos promotores del proyecto. Lo que no puede aseverarse a ciencia cierta, aun cuando por deducción pueda resultar probable —y por conjetura literaria deseable— es la presencia de los príncipes tarascos Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari, quienes respectivamente frisarían a la sazón los catorce y los seis años.

Sabemos que en 1532 el gobernador indígena de Michoacán, Pedro Cuinierangari, había llevado consigo a ambos hermanos, al trasladarse a la capital novohispana para solicitar el auxilio de los nuevos titulares de la Real Audiencia contra los abusos cometidos por Nuño de Guzmán y sus colaboradores. Lo que no sabemos a ciencia cierta es para qué los llevó consigo. ¿Buscaba protegerlos de los peligros inherentes a la inestable situación michoacana? ¿Buscaba protegerse a sí mismo durante el tiempo que duraran las gestiones, precaviendo la posibilidad de que los niños fueran utilizados como prenda y pretexto de una rebelión dinástica en contra de su autoridad? ¿Buscaba ofrecerlos como rehenes y quitárselos de encima, a fin de que fuera su propia descendencia y no la del difunto cazonci Tzintzicha Tangaxoan la que prevaleciera a la cabeza de los tarascos? ¿Una combinación de todos estos motivos?

Ignoramos también si Francisco y Antonio permanecieron ya desde aquellas fechas en la Ciudad de México, o si retornaron más adelante, tras incorporarse a la comitiva  del oidor Vasco de Quiroga, enviada en 1533 por la Real Audiencia para poner orden en Michoacán. Hay constancia de que estuvieron incorporados en calidad de pajes a la corte del virrey Antonio de Mendoza, de que ahí se les educó y vistió a la usanza española, y de que fue integrado a ella que Antonio Huitzimengari recibió los primeros fundamentos de su rica formación humanística, completada luego en Pátzcuaro y Tiripetío. Pero Antonio de Mendoza no arribó a México sino hasta octubre de 1535, mientras que para 1538 los príncipes ya habían regresado en definitiva a Michoacán, para incorporarse a las disputas por el poder político y eclesiástico que desatara el ahora obispo Quiroga, al trasladar la capital de Tzintzuntzan a Pátzcuaro. Si los dos hermanos permanecieron en México desde 1532, ¿dónde y cómo vivieron hasta el arribo del virrey? Si volvieron a Michoacán, ¿en qué momento y bajo qué circunstancias se decidió su incorporación a la corte virreinal?

Puede ser que las pesquisas de los historiadores en los archivos documentales arrojen luz algún día sobre estas cuestiones. Puede ser que prevalezcan para siempre en el misterio. Concedámonos nosotros por ahora la licencia narrativa de imaginar que los jóvenes príncipes tarascos quedaron tempranamente incorporados al entorno del virrey Antonio de Mendoza, comenzando a delinear desde entonces su prototípico perfil como españoles de sangre indígena: es decir, usufructuarios cabales de la herencia de su pueblo de origen, a la vez que diligentes súbditos al servicio de las necesidades del orden virreinal. Dada la significación del evento y la nutrida concurrencia que se dio cita en él, resulta natural asumir que, de estar morando en la Ciudad de México, aquel 6 de enero de 1536 se hallarían presentes sin duda durante la solemne ceremonia de inauguración del Colegio de la Santa Cruz.

Demasiado arriesgado resulta en cambio proponer que después de aquel día, a lo largo de los dos años que habrían permanecido aún en la capital del virreinato,  mantuvieran algún contacto posterior con el Colegio.  Por supuesto, la notable condición letrada que más adelante ostentará Antonio Huitzimengari encaja a la perfección con el tipo de conocimientos impartidos por los sabios franciscanos de Tlatelolco; pero justo es él quien más difícilmente podría haber cursado estudios en el Colegio, dada su corta edad. Las herramientas que aquella estancia hayan podido aportar a su sólida educación y a su pasión por el saber, debió adquirirlas antes bien en el entorno privado de la corte del virrey, quien le prodigaría perdurable aprecio y era también amante de las letras.

Quinceañero o casi, Francisco Tariácuri sí que podría haber sido incorporado por edad y condición al bloque de estudiantes con que la Santa Cruz arrancó sus actividades. Franciscano el colegio, franciscanos los frailes a cargo de la evangelización y la instrucción básica en su Tzintzuntzan natal, tienta a la fabulación novelística conjeturar que hubiera sido enviado exprofeso para enrolarse como alumno en Tlatelolco, reservándole durante aquel par de años el papel de paje cortesano al pequeño Antonio. Pero conformémonos con fabular en un nivel más modesto. Imaginando que Francisco, incorporado al séquito del virrey, este seis de enero ha aguardado a las puertas del incipiente centro educativo la llegada de la procesión venida desde el convento de San Francisco. Ahora, en medio de la variopinta multitud, mientras se desarrollan los protocolos civiles y eclesiásticos, repasa los rostros de los frailes que harán las veces de docentes, deteniendo su atención —sin saber bien a bien por qué— sobre todo en dos: el primero, recién alcanzado o por casi alcanzar el medio siglo de vida, se llama Andrés de Olmos; el segundo, treintañero, se llama Bernardino de Sahagún. Sólo el Arte de la lengua mexicana, que Olmos completará en 1547, y la Historia general de las cosas de la Nueva España, cuya definitiva versión bilingüe en náhuatl y castellano rematarán Sahagún y su equipo de trabajo hacia 1577, hubieran bastado para garantizarles memoria y gratitud eternas.

Sigamos a Francisco Tariácuri un rato más tarde, durante el banquete ofrecido por el obispo Zumárraga en las propias instalaciones del Colegio. Comen las autoridades, comen los invitados, comen los frailes, comen los estudiantes. ¿Con qué ojos contempla Francisco a aquellos jóvenes que nosotros dictaminaríamos hoy como sus enteros pares, pero que para él representan todavía en más de un sentido lo otro, los otros? Porque aquí sentados hay descendientes de las aristocracias de Tenochtitlan, Texcoco, Chalco, Cuauhtitlán, Huejotxinco, el propio Tlatelolco, acaso Tlaxcala. Unificados, pese a sus múltiples diferencias, por la cultura nahua y la lengua náhuatl.

Apenas una década después, en 1545, Francisco Tariácuri estará muerto, tras una gestión como gobernador de Michoacán que sólo redondea un par de años. Su hermano Antonio Huitzimengari gobernará en cambio más de tres lustros. El prematuro fallecimiento de Francisco lo sitúa en el cargo de gobernador con sólo dieciséis años de edad, y trastoca por completo su destino de joven aristócrata consagrado enteramente al estudio. En lo sucesivo, su inclinación por los libros, la música y las humanidades, habrá de cultivarla como complemento de sus responsabilidades de gobernante. Autoridad no de una parcialidad ni de una ciudad, sino de una provincia, Huitzimengari debe sortear las tensiones y disputas entre el obispo Vasco de Quiroga, el virrey Antonio de Mendoza, el clero regular y los encomenderos; toma parte activa en la colonización y habilitación productiva de la zona minera de Zacatecas; se incorpora en persona a las campañas de pacificación militar de la llamada guerra chichimeca.

Adquiriendo en los colegios de Tiripetío y Pátzcuaro el mismo tipo de educación, la misma elevada identidad humanística y la misma competencia política que otros recibieron en Tlatelolco, desde temprano vio multiplicarse alrededor de él múltiples testimonios sobre sus muchos talentos. Por poner un solo ejemplo, Bartolomé Frías de Albornoz y fray Alonso de la Veracruz lo ponderaban como el mejor conocedor del griego en toda la Nueva España. De ahí que suela sugerirse a manera de  hipótesis su colaboración en el Arte de la lengua de Michoacán, el Tesoro espiritual de la lengua de Michoacán o el polémico Diálogo sobre doctrina cristiana en lengua de Michoacán. Obras todas legadas por el franciscano francés Maturino Gilberti: su maestro, su amigo, primer perito europeo de la lengua michoacana, activo partícipe en las tensiones regionales del momento. Pero no habiendo ninguna certeza probatoria en semejante dirección, tales sugerencias acaban adquiriendo antes bien el aire de un deseo que se sabe incumplido. Cruzado apenas el umbral de la treintena, el hijo menor de Tzintzicha Tangaxoan fallecería en 1562. 

Cabe preguntarnos si, mientras debía cumplir las obligaciones políticas, legales y militares de su cargo y condición, Antonio Huitzmengari, amante de la lectura, el pensamiento y el saber, no habrá experimentado más de una vez la tentación de renunciar a todo. Para escribir sin prisa la crónica de sus hallazgos, sus pérdidas y sus estupores. Siquiera como íntimo derecho de afirmación, siquiera como fugaz merced de plenitud.




















Imágenes:
1. La Plaza de las Tres Culturas en la década de 1960.
2. Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari en la Crónica de Michoacán de Pablo Beaumont (1792).
3. Antonio Huitzimengari en la cátedra de fray Alonso de la Veracruz. Óleo anónimo del siglo XVII (detalle).