Estaba yo recordando el otro día, en ocasión del veinticinco aniversario de su muerte, la celebración de hace ya varios años por el centenario de su nacimiento, Octavio. Un centenario, unos veinticinco años, que se celebraron —si me permite la licencia acaso descortés— justo como usted imaginó, soñó y dispuso que sería, independientemente de cuanto sus declaraciones explícitas manifestaran al respecto. Entre las muchas recurrencias que ambas efemérides anduvieron paseando, estuvo aquella respuesta suya a Elena Poniatowska en el transcurso de alguna entrevista: cuando le preguntó cómo no le gustaría morir, respondió usted que convertido en estatua, en monumento, en institución.
No recuerdo, y no me interesa
en este momento indagar —ya bastantes pies de página se le prodigan devotamente
a diario— a qué fecha corresponde dicha declaratoria. En cualquier caso, déjeme
manifestar con sinceridad que no le creo. Una cosa es lo que asevere ahí, en
coherencia plena con uno de los tantos personajes que confeccionó de sí mismo,
así como con la idea de poesía que apasionado e intransigente reivindicó hasta
el final; y otra lo que significativa parte de las acciones de esos personajes se
encargaron de gestionar.
Con todo respeto y desde
este humilde rincón, permítame decirle que, según alcanzo a discernir, una de
las cosas que más le interesaron en vida fue erigirse estatua perdurable,
monumento capaz de trascender regiones, ideologías y giros de la vida pública:
volverse institución. A ello consagró numerosos, sistemáticos, sostenidos y
eficaces esfuerzos. Quizá uno de los atributos más deslumbrantes y aterradores
que usted materializó, consista precisamente en haber sido capaz de madurar una
obra esencial hasta sus últimas consecuencias espirituales y de conciencia
crítica, sin por ello renunciar a la calculadora confección de su propia
leyenda.
A veces pienso que es sobre todo debido a ello
que se le admira y se le vilipendia tanto.
La mayoría de los
escritores o aspirantes a escritores sueñan con servir a dios y al diablo.
Penetrar en las honduras del ser, transparentar la sombra, descifrar los
arcanos del día, contemplar a los ojos la intuición de la luz; y al mismo
tiempo hacerse de un prestigio, ser famosos, tener poder, recibir homenajes,
incidir sobre terceros, decidir destinos. Usted, que fue un hombre tan sabio,
un poeta tan total, y al mismo tiempo un cacique tan inobjetable —por más que
haya numerosos comedidos tratando de disculparle, minimizarle o de plano
declararle inexistentes sus necesarias zonas de penumbra— supo conjugar mejor
que nadie en simultáneo la explosiva dicotomía entre ver y ser visto.
En principio, no se
puede servir a dios y al diablo al mismo tiempo; o al menos no se puede servir
a este dios y este diablo específicos a un tiempo. Porque el plazo no alcanza,
porque estamos erigidos sobre polvo de tiempo, porque nos extinguimos sin
cesar, y las demandas del mundo para con la mirada, así como las de la mirada
para consigo misma, resultan demasiado exigentes, demasiado demandantes. La
fama de los poetas pareciera obligada a tener algo de fortuita, casual, no
perseguida o alcanzada como al descuido, para conservarse virtuosa. López
Velarde, Pessoa o Cernuda, por ejemplo, a quienes usted con su tino y
pertinencia habituales reunió en Cuadrivio,
estaban demasiado ocupados procurando descifrar el mundo y descifrarse en el
mundo, como para despilfarrar horas en proselitismos sociales con los cuales
procurarse la posteridad. (Sí, Pessoa vivió, escribió y murió con la mirada
situada todo el tiempo en su obra como
la imperecedera concreción del Supra-Camöes para la tradición literaria en
lengua portuguesa; pero centrando su travesía en la ardua escritura del corpus
que validaría o no dicha apuesta, sin andar regateando su innegociable reclamo
en función de una apretada y demandante agenda de relaciones públicas).
No en balde con quien
abre usted Cuadrivio, completando ese
significativo cuarteto referencial para su propia obra, es con nuestro padre
Darío, en quien escritura y fama se presentan antes bien como unidad
inseparable. Goethe acometió varios de sus trabajos de madurez desde la plena
conciencia de ser ya un clásico inmortal. De modo que sí se puede. Sí se puede,
como corea la multitud al seleccionado nacional durante los Mundiales de
futbol. Podemos ser a la vez Allan Poe y J. K. Rolling. Podemos escribir desde
la clarividente y terminal soledad de un Malcolm Lowry, sin que ello nos impida
ocuparnos de la vida social y el apremio autopromocional con la pragmática
usura de cualquier estrella de televisión. No estamos dispuestos a esperar a
ver si cuanto conseguimos intuir con nuestros versos, pensamientos e historias,
merece convertirse en lugar de comunión para los otros, así sea tras nuestra
muerte. No nos interesan las piedras filosofales maduradas con lentitud en el
crisol, con riesgo de revelarse al final inútil coágulo. Queremos oro
instantáneo.
Y usted, Octavio, es la
prueba de que se puede. De nada sirve decirles que, para que semejante fenómeno
cristalice, hace falta ser precisamente Octavio Paz… o Carlos Fuentes. De nada
sirven los desenlaces tristes o en tono menor que el propio devenir de la
literatura nacional nos coloca cotidianamente tan a la mano.
Seguro, desde donde
esté, recordará con puntualidad la poesía de Salvador Novo. (Por cierto,
resulta llamativa la escasez de meditaciones respecto a las consonancias,
continuidades y abiertas similitudes entre Novo y usted, en tanto su
antecedente directo como patriarca oficial de la cultura mexicana). Y la
recordará, estoy seguro, independientemente de las lapidarias y sucintas
sentencias que en su momento le mereciera, así como de las irreconciliables diferencias que en su momento
los enfrentaron, con cierto condolido dejo de melancolía. Porque esa poesía
constituye por encima de todo el testimonio de cuanto pudo haber sido y no fue.
Algo similar a lo que sucede con el maestro Alfonso Reyes; ése sí muy
documentado en clave paciana. Nadie tan capacitado para la obra maestra de la
generación del Ateneo de la Juventud,
dentro o fuera del grupo propiamente dicho, como Reyes; nadie tan capacitado
para la obra maestra de la generación Contemporáneos
como Novo. Pero las obras
maestras de la generación ateneísta se llaman Suave Patria, Ulises Criollo,
El águila y la serpiente o De fusilamientos; y no las escribió
Alfonso Reyes. Mientras que las obras maestras de la generación Contemporáneos se llaman Muerte sin fin, Nostalgia de la Muerte, Canto
a un dios mineral, Sindbad el varado;
y no las escribió Salvador Novo.
Las relaciones de Reyes
con la noción de obra maestra como requisito para acceder al estatus de
clásico, han sido analizadas con perspicacia y generosidad por Hugo Hiriart en
su ensayo El arte de perdurar; nada
de distracciones provocadas por un exceso de proselitismo social, sino las
peculiaridades de su propia búsqueda y de su propia escritura.
Novo, por el contrario,
poseía uno de esos temperamentos capaces de sacrificar una amistad en aras de
una frase brillante y del efímero aplauso que ésta puede generar; y, seducido
tanto por esa brillantez como por el ejercicio de poder que semejante talento
puso en sus manos, sacrificó la escritura. No hay obra de teatro de Salvador
Novo que se aproxime a El Gesticulador
de Rodolfo Usigli, ni poema de Salvador Novo que se aproxime a los Nocturnos de Xavier Villaurrutia, aun
cuando todos —comenzando por él mismo— lo supieran dotado de sobra para
empresas de semejante magnitud. Usted y Carlos Fuentes son epígonos del avance
en la evolución de dicha especie. Se arrojaron al usufructo del poder, y a la entronización de su fama, con la misma
pasión, el mismo talento y el mismo empeño que Novo, pero en el camino fueron
capaces de dejarnos Libertad bajo palabra,
La muerte de Artemio Cruz, El mono gramático, Aura, Salamandra, Los días enmascarados.
En tal sentido, no cabe
duda para mí de que ambos son monstruosos. Pero no quisiera que esta
aseveración se prestara a malas interpretaciones. No apelo aquí a la idea de
monstruosidad con ningún ánimo paródico o peyorativo, sino justo al contrario.
Apelo a la monstruosidad en su sentido rimbaudiano, con el mismo pasmo
reverente del cronista que atisba a Napoleón en la distancia, y exclama: “¡el
monstruo!”.
Tal habrá usted
advertido, soy un devoto de los lugares comunes; en su doble, indomeñable y
contradictoria acepción como sitios previsibles, excesivamente visitados, y a
la vez como privilegiado reducto para el insólito hallazgo compartido. Aprendí
de usted —si bien no sólo de usted— la convicción de que sólo lo cotidiano es
prodigioso, de que el sabor de la gracia sabe atesorarlo mejor que nadie el pan
de cada día, el árbol que miramos hoy sí y mañana también.
Donde suponemos proscrito el milagro por sentirnos en terreno conocido, nos acecha con mayor intensidad y alevosía su latigazo, su eléctrica descarga, su puntual entreabrir de umbrales.