En su
ensayo Luis Buñuel: la trama soñada,
al referirse al hecho de que el cineasta aragonés privilegiara de su paso por
el surrealismo ante todo lo que en él halló de exigencia moral, Daniel González
Dueñas puntualiza:
…menos “moral” que ética y, más que ética, ethos.[1]
Y más
adelante abunda:
Sin duda la moral envejece, pero el atributo del ethos es su intemporalidad, es decir, su
vigencia siempre renovada. […]
La demanda radica en hallar —escribe [Theodore]
Sturgeon— “un código basado en la sabiduría antes que en la obediencia”, algo
superior a la moral e incluso a la ética (y que podría llamarse el código del
soñador lúcido). Es justamente a ese tercer punto al que Sturgeon y Buñuel
llaman ethos: un conjunto de
principios libremente elegidos para guiar al hombre, que contribuye no sólo a
su propia supervivencia o a la de su especie, sino a la sabiduría individual y
colectiva concebida como un todo indivisible: un código de la transparencia objetiva. [2]
Es en
dicha transparencia, proyectada en simultáneo del yo a los otros, de la vigilia
al sueño, de lo íntimo a lo histórico y de la obra a la vida, que el
surrealismo encuentra identidad, sentido, vigencia renovada; no en un listado
de autorización para determinados contenidos temáticos y determinados atributos
de manufactura formal.
Señala al
respecto Julio Cortázar:
Sospecho que el surrealista prevé una
reorganización ulterior de las jerarquías; su método, sus gustos, lo denuncian.
No hay que considerar como definitivas sus jerarquías de la primera hora. La
adhesión fetichista a lo inconsciente, la libido, lo onírico, se revela
dominante porque aparece necesario enfatizar antigoethianamente las zonas
abisales del hombre. Las figuras más inteligentes del movimiento supieron desde
un principio que toda preferencia fetichista equivaldría a la negación del
surrealismo.[3]
Y es que
ante lo transparente hay que mostrarse precavidos. Pues resulta altamente
propicio para equívocos automatismos, prestos a remitir toda transparencia a
los términos de una diafanidad, una pureza y una candidez tan inofensivas como
banales. Por supuesto, la transparencia
objetiva no puede simplificarse en lineales términos de denuncia
histórico-social. Pero lo social y lo histórico como indispensables zonas de
resonancia para el ethos surrealista quedan debidamente delineadas cuando Luis
Buñuel integra a Un perro andaluz (1929)
y La edad de oro (1930), como piedra
de toque para el conjunto de su obra, ese perturbador documento fílmico de 1932
titulado Las Hurdes (tierra sin pan).
Cerca de dos décadas más tarde, al rodar en México Los olvidados (1950), procederá a restituir íntegra la misma triple
coordenada, en términos que no sólo se aproximan, por perspectiva y
procedimiento, a los ensayados en las novelas mayores de Carlos Fuentes, sino
que van un paso más allá, en franca consonancia con la propuesta narrativa de
José Revueltas.
Con la
misma implacable mirada del mejor Fuentes, y confrontando un horizonte que,
como en la obra de Revueltas, no ofrece puertas de salida ni hacia atrás ni
hacia adelante —ni hacia el porvenir ni hacia lo pretérito— sino acaso nada más
hacia dentro, hacia las zonas más hondas, intocadas y esenciales de ser a solas
y ser con los otros, Los olvidados de Buñuel se mantiene fiel al ethos
surrealista en la misma proporción que a su hora habían mostrado Un perro andaluz y La edad de oro. La idéntica virulencia de los escándalos que cada
película a su turno provocó no debe por sí sola erigirse como concluyente carta
de certificación para el riguroso sentido de unidad del corpus buñueliano, bajo
riesgo de petrificarlo ahora en la mortaja del efectismo mediático y social;
pero constituye no obstante un elocuente síntoma de hasta qué punto el cineasta
continuaba arrostrando la misma perturbadora demanda de contemplar con total
desnudez cada porción del mundo que viniera a colocarse delante de sus ojos.
Fueran estos ojos los del sueño, los de la vigilia o los del deseo, pocas veces
reivindicados a tal punto en equitativa estatura.
Aunque no
irrelevante, el debate en torno a la mayor o menor adscripción neorrealista de Los olvidados, de acuerdo con los postulados formales y discursivos que se
generaran en Italia durante los años 1940, privilegia un asunto de periferia.
Convertido en eje de aproximación a la cinta, dicho debate no sólo procede a
descentrarla en específico, sino que termina sumándose a las múltiples
distorsiones académicas e institucionales que la totalidad de la obra de Luis
Buñuel ha debido padecer durante décadas. Cada nueva respetable autoridad —cinematográfica,
historiográfica, sociológica o psiquiátrica—, sin desdoro ante la sostenida
desconfianza de Buñuel hacia toda respetabilidad autoritaria, pareciera
condenada a abandonar más temprano que tarde la demanda de renovar el diálogo
con las abiertas preguntas que plantea, para imponerse la compulsión de
circunscribirlas a la legitimación de sus propios, inamovibles presupuestos.
Privilegiar la filiación surrealista de la filmografía del aragonés carece de
valor en cuanto jaloneo más o menos erudito a la defensa de una escuela y una
estilística. Lo que interesa es aproximarse a la obra tratando de corresponder
en toda posible medida a la transparencia radical a la que invita, desde las
coordenadas que ella misma plantea, y aprovechando en todo caso los
pronunciamientos y los silencios de su artífice como una autorizada voz de
primera mano para dicha aproximación. Sorprende la recurrencia con que, tanto
la sostenida renovación de votos surrealistas de Buñuel, como su tenaz mutismo
ante la agresiva exigencia de explicaciones y respuestas, tienden a ser
desestimados, minimizados o veladamente condenados por numerosos analistas.
Concentrémonos
en un ejemplo puntual. Los elogiosos comentarios vertidos por Jacques Lacan en función
de la verosimilitud clínica de su planteamiento y desarrollo, han traído como
consecuencia que la película Él,
rodada por Luis Buñuel en 1952, tienda a privilegiarse y dictaminarse como una
suerte de material didáctico institucionalmente certificado para los estudios
de psiquiatría. Los méritos particulares que en cada caso den en ponderársele
—bien de manera abierta, bien de modo subrepticio o hasta inconsciente— pasan a
subordinarse al supuesto mérito central de haber plasmado un cuadro fielmente
apegable a la sintomatología de la paranoia.
Menudean,
así entre especialistas de acreditadas instituciones de todo el mundo, como en
infinidad de comentaristas independientes diseminados por la red de internet,
exhaustivas disecciones de Él, que
colocan con avidez cada uno de sus pasajes, tomas, imágenes y planos bajo una
suerte de implacable microscopio, en busca de conclusiones, explicaciones,
dictámenes y esquemas. Rara vez se repara en que tales corolarios vienen
condicionados de antemano por una premisa cientificista que ha sido dada por
supuesta y que, en razón de su presunta obviedad, no se cuestiona nunca.
El símil
del especialista en su laboratorio viene más que a cuento, toda vez que una de
las predilectas referencias a citar en este tipo de textos son los comentarios
vertidos por Buñuel durante una entrevista de 1961 para la revista Nuevo Cine, a propósito del personaje
Francisco Galván, interpretado por Arturo de Córdova, y a quien aseveraba haber
estudiado como a un insecto.
Para el
imaginario común, estudiar a alguien como un insecto implica de suyo el
establecimiento de una indisputable relación de verticalidad entre quien se
eleva a estudioso (y enseguida se ve ungido por las convenciones de poder
intrínsecas a estudio, saber y razón) y quien queda reducido a la condición de
insecto (con todas las implicaciones que conlleva tipificar a alguien de tal
guisa). Apoyándose en semejante noción,
la declaratoria de Buñuel se manipula para perfilar la imagen de un cineasta
situado con seguridad y regocijo de taxidermista ante un objeto de observación
al que no puede sino compadecer y escarnecer. Y, dado que Buñuel además “ha
confesado” —término tan propicio a la delicia de los inquisidores de todo signo—
cierto grado de identificación hacia su personaje, ello no puede entrañar sino
una conmiseración y escarnio dirigidos antes que nada contra sí mismo, pero al
punto reencausados con énfasis acusatorio contra todo ser humano. Como
automáticos añadidos a la conocida propensión entomóloga del artista, a
propósito de Él vienen una y otra vez
a aprestarse en primer término, las similitudes de su carácter con el del
Francisco Galván, documentadas sobre todo a partir del relato biográfico que escribiera Marisol
Martín del Campo sobre los recuerdos de Jeanne Rucar, esposa de Buñuel durante
casi seis décadas; y enseguida las palabras del propio personaje durante la
célebre secuencia en el campanario:
Ahí tienes a tu gente. Desde aquí se ve claramente
lo que son: gusanos arrastrándose por el suelo. Dan ganas de aplastarlos con el
pie. […] Yo desprecio a los hombres, ¿entiendes? Si fuera Dios, no les
perdonaría nunca.
La
ecuación ha quedado consumada. En tanto esa misma tendencia crítica dictaminó
ya de antemano como temas dominantes para Buñuel a la violencia, la sexualidad
reprimida y la antirreligiosidad, nada más natural que concluir —se diga o no
abiertamente— que la de Francisco Galván en el campanario es la misma mirada
que el aragonés proyectaba sobre el mundo, que es ese virulento juicio lo que
sus películas compartieron desde el primer momento con nosotros, lo que siguen
reiterándonos hoy todavía.
Pocos parecen
interesados en recordar lo ajeno que para el ojo buñueliano resultó de
principio a fin cualquier insinuación de suficiencia jactanciosa ante la
realidad en general, y ante sus semejantes en particular. En el caso de
Francisco Galván, durante la entrevista ya referida, justo antes de explicar
que lo ha estudiado como a un insecto, Buñuel declara:
A mí me conmovía ese hombre con tales celos, con
tanta soledad y angustia dentro y tanta violencia interior.[4]
La cultura
responsable de institucionalizar al sentimentalismo como recurso predilecto
para la grandilocuente dramatización de preocupaciones que no siente, y al
melodrama como privilegiada estrategia para escatimar el más elemental
ejercicio del pensamiento, reduce la acción de conmoverse al estatus de la
caridad emotiva, propensa a derivar con la menor provocación hacia su extremo
contrario: el nihilismo terminal. Al interior del corpus de Buñuel, conmoverse
entraña por el contrario una comprometida transparencia frente a lo real, que
remitida a la dimensión específicamente humana se traduce en esfuerzo de
comprensión, generosa solidaridad y sostenido respeto.
La
disposición de Buñuel hacia los insectos —y existen diversos testimonios
esclarecedores a propósito del particular— no fue nunca la del infalible y
socarrón clasificador de un mundo ya de antemano dictaminado, para quien los
enigmas nacen con plena garantía de solución y usufructo. Buñuel veía en los
insectos una privilegiada materialización de Lo Otro: inexcusable demanda de
esclarecimiento que exige respetar su margen de imbatible impenetrabilidad.
Puedo ver una mosca durante no sé cuánto tiempo. Y
lo que es un escarabajo, me pasaría horas mirándole. No lo entiendo. Para mí es
el misterio de la vida. Lo incomprensible. Lo que está más allá.[5]
Quien con
festiva ligereza se sienta autorizado para aseverar que, a través de la
historia de Francisco Galván, Buñuel se limitó a enunciar “yo soy él”, no
debiera obviar el hecho de que semejante declaratoria aparece en todo caso
enunciada por una voz, una mirada y una conciencia peculiarmente sensibles
desde su primer film a aquella célebre máxima rimbaudiana: “yo es otro”.
[1] González Dueñas, Daniel. Luis Buñuel: la trama soñada. Cineteca
Nacional. México, 1993. Segunda edición.
[2] Ídem.
[3] Cortázar, Julio. Teoría del túnel. [En] Obra
crítica /1. Alfaguara. Madrid, 1994.
[4] En González Dueñas, Daniel. Op. cit.
[5] En Aub, Max. Conversaciones con Buñuel. Aguilar. Madrid,
1985.