Ajustada a los términos de uso
corriente en nuestros días, Rinconete y
Cortadillo, una de las Novelas
ejemplares de Miguel de Cervantes, constituye sin duda un privilegiado
antecedente testimonial para la historiografía del crimen organizado en las
sociedades iberoamericanas.
Pedro del Rincón y Diego
Cortado, par de avispados adolescentes que han pasado los catorce años pero no
han alcanzado los diecisiete, y que merced respectivamente a los naipes y las
tijeras se han iniciado ya —mostrando destacadas dotes— en las artes del hurto
y de la estafa, traban amistad y se juramentan eterna lealtad tras toparse por
azar en uno de tantos caminos de Dios, hasta donde los ha conducido la voluntad
de errar, sin hogar ni parentela que los retenga.
No bien llegados a Sevilla,
improvisados como “mozos de esportilla” (mandaderos y cargadores), ponen de
inmediato en práctica tanto los saberes adquiridos como una audacia y una
capacidad de improvisación que los singulariza y pone inmediatamente de
relieve. Un tal Ganchuelo, joven lugareño también mozo de esportilla, los
observa y deja operar, para al cabo presentárseles y hacerles saber que el
ejercimiento de esas destrezas de las que han hecho gala exige en suelo
sevillano la venia y participación de cierto individuo llamado Monipodio. El
grueso del relato transcurrirá precisamente durante la entrevista que Rincón y
Cortado sostienen con Monipodio, suerte de jefe de plaza o cabecilla de cártel.
Tanto las palabras del capo,
como la serie de acontecimientos y personajes que sobrevienen mientras conversa
con los recién llegados, permitirán hacerse una idea a la par incierta y
transparente, amenazante y jocosa —como ha convenido siempre al imaginario del
hampa— de la organización que encabeza, de las potestades que su mano alcanza y
de las insondables instancias de poder a que no obstante queda sometido.
Quizá podría considerarse que,
para responder de modo cabal a la estética mafiosa depurada por la literatura y
el cine, falta en este sustancioso fresco cervantino la siempre indispensable
acentuación épica. No es así. Casi nos atreveríamos a decir que el tema central
en Rinconete y Cortadillo es justo el
augurio de la épica criminal como inminente prenda del porvenir.
Cervantes, aun cuando con su
habitual perfume de orgullo popular y solidaria ternura, privilegia el tono
burlesco y la ferocidad satírica. Terminada la entrevista, integrados los dos
protagónicos novicios a la Hermandad que a través de Monipodio se exhibe y
oculta, Rincón —quien, pese a su baja estofa, revela atesorar algunas
sabidurías letradas— hace escarnio de cuanto él y su compañero han oído y
contemplado; se ríe por igual de sus desplantes eruditos que de sus aspavientos
píos, de sus ripios en latín que de la consagración de cada nueva fechoría a un
patronazgo sacro, de sus espurios amaneramientos señoriales que de la zafia
condición reinante. Cabe, por supuesto, asumir que por boca del personaje habla
el autor, quien se limitaría a valerse de él a manera de alter ego para la
enunciación de una moraleja final. Sin embargo no resulta ocioso contemplar
desde el interior del propio universo narrativo ésa y las demás anomalías que
Rincón y Cortado exhiben de cara al entorno en que se desenvuelven.
Ambos amigos dan la impresión
de ir siempre un paso por delante de todos y cada uno de los individuos con que
alternan, incluido el temible Monipodio, quien sin embargo se ubica jerárquicamente
de momento muy por encima suyo. La rapidez y las prerrogativas con que la
pareja de adolescentes queda incorporada a la Hermandad, así como la deferencia
con que desde el primer instante son tratados, permiten advertir hasta qué
punto los otros, mucho más avezados en los usos y mecanismos del submundo del
hampa urbana de Sevilla, distinguen en ellos algo especial.
Pese a haber sido identificados en flagrancia delictiva sin la correspondiente autorización, jamás llegan a recibir nada que se parezca a una reprimenda, nada que coloque o insinúe siquiera la amenaza sobre la persuasión. Que se hallan en una inestable condición de advenedizos es algo que entienden antes que nadie, y de ahí su prestancia para mostrarse diligentes, flexibles y humildes, sin por ello dar atisbo alguno de amedrentamiento o servilismo. Acatarán plenamente la autoridad de Monipodio; consentirán el desplante con que, de entrada, les ajusta los nombres, menos en razón de sus aún incipientes sabidurías criminales que con intención de dejar perfectamente claro quién es el que manda ahí; le restituirán íntegro el botín de un robo consumado merced a la tijera de Cortado, por el cual aparece reclamando un alguacil de vagabundos que está en contubernio con la Hermandad.
A solas de nuevo hacia el
término del relato, Diego Cortado y Pedro del Rincón harán idéntica mofa de
Monipodio que de los otros especímenes de su clan, desplegando una socarronería
que, así sea del modo más sutil, permite anticiparlos más temprano que tarde
por encima de quien ahora los acoge y pone a prueba.
Como conviene a toda novela
“ejemplar”, Cervantes remata aseverando que la contemplación de lo acontecido
en el patio de Monipodio convenció a los dos muchachos de que no era correcto
perseverar en aquel género de vida, y que a pocos meses terminarían por
abandonarla. No obstante, de inmediato se apresta el autor a confiarnos —ya no
con ínfulas de edificación moral, sino con entusiasmos de confidencia
narrativa— que ello no les impidió cumplimentar aún, bajo el patronazgo de
Monipodio, peripecias y hazañas que ameritarían contarse al detalle durante
alguna otra oportunidad.
Jamás llegó Cervantes a relatar
tales secuelas. Rinconete y Cortadillo nacen y mueren con la narración a que
dan título. Pero podemos conjeturar sin excesivo margen de error el talante de
cuantas gestas hayan podido protagonizar y coprotagonizar durante las semanas
posteriores a su arribo a Sevilla. Ya de manera suficiente se nos reveló el
género de las actividades que desempeña la Hermandad a que han quedado
incorporados: extorsiones, hurtos, estafas, cumplimentación de venganzas con
cargo al mejor postor; marcar rostros a cuchillo, apalear ciudadanos, untar de
“miera” a propiedades e individuos, hacerse pasar por clérigos, regentear
prostitutas...
Que a los dos jóvenes
protagonistas no les falta audacia, y que son capaces de rayar incluso en la
temeridad, lo prueba el conjunto mismo del relato; por poner sólo un ejemplo,
Cortadillo da alcance al sacristán a quien acaba de hurtar so pretexto de darle
consejo y confortamiento, y en realidad completando el robo con la sustracción
de su pañuelo de encaje. Que no les temblará el pulso si en determinada
oportunidad los derroteros por donde les han conducido la suerte y la elección
exigen echar mano del puñal o del espadín, lo certifica su temprana trifulca
con el campesino que estafaron en la venta donde acababan de conocerse.
Cabe por supuesto la hipótesis
de un futuro donde marcarían definitiva distancia respecto del universo
delictivo para beneficiarse dentro del margen de la ley de las capacidades que
poseen. Conjeturar su encuentro con un visionario protector eclesiástico o
civil, capaz de reencausarlos por senda “de provecho”. Pero cuando menos igual
de viable, y sin duda alguna mucho más verosímil , resulta predecirles un
vertiginoso ascenso dentro de la cofradía, a la que ya desde ahora podemos
imaginarlos plenamente capaces de encabezar.
En cuanto a traza, apariencia, porte y atavío, Cortadillo y Rinconete bien pueden ver anticipado su porvenir en Chiquiznaque y Maniferro, los dos “bravos” que se personan también en el patio de Monipodio portando espada y pistoleta, acaparando los encantos y arrumacos de la Escalanta y la Gananciosa, y luciendo como trofeo de guerra alguna ominosa e indeleble cicatriz (una mano de metal que sustituye a la cercenada por castigo de la justicia). Sin embargo, en ningún momento sugieren este par de bravos aproximarse al agudo ingenio de la pareja de novatos. Cuando en pocos años llegare uno de ellos a heredar por las buenas o a arrebatarle por las malas el sitio a Monipodio, sería debido menos a obra de las sutilezas y la inteligencia que de la fuerza y sus arrojos.
¿Será la advertencia de esas
selectas dotes en Cortado y Rincón lo que empuja a Monipodio a exentarlos del obligatorio
año de noviciado contemplado por la Hermandad, para incorporarlos de inmediato
como cofrades de pleno derecho?
Dentro de su aparente
linealidad, sencillez y carencia de todo doble fondo, este relato cervantino
consiente matices, sugerencias, ambigüedades y tensiones que de primera
impresión pueden con probabilidad no advertirse. En general, echando mano de
cuantas petrificaciones académicas tienden a reducir lo picaresco al
pintoresquismo retro, tiende a dictaminarse que el pedazo del submundo del
hampa que Rinconete y Cortadillo retrata
es más bien amable y carente de contradicciones: un microuniverso narrativo puesto
al servicio de una voluntad que siendo burlesca no llega al escarnio, y que
privilegiando un tono de amonestación crítica no se desliza nunca hacia la
condena. Sólo un escrutinio más detallado permite atisbar inflexiones,
insinuaciones y guiños más complejos y sutiles.
Monipodio se muestra
sobremanera interesado en incorporar a la Hermandad a los recién llegados con
la mayor rapidez y economía de trámites, dadas las virtudes que ha advertido en
ellos; pero en idéntica proporción no escatima esfuerzos con objeto de
minimizar esas mismas virtudes, haciendo patente su indispensable e
indisputable magisterio personal, único capacitado para a su tiempo
aquilatarlas, aprovecharlas, depurarlas, enriquecerlas y ampliarlas. Rincón y
Cortado se muestran a cual más dúctiles y dispuestos de cara a las reglas de
juego que Monipodio y sus gentes están revelándoles; pero a la vez prevalecen
marrulleramente tenaces para resguardar un imbatible margen de distancia y
autonomía respecto de ellos.
Y es que la amistad mafiosa se
construye íntegra sobre la base de la desconfianza mutua. La amistad entre
Rinconete y Cortadillo no es una amistad mafiosa, sino una amistad a secas a la
que tocará desarrollarse en un contexto mafioso, igual a la que establecerán
cuatro siglos después Ned Beaumont y Paul Madvig en la novela La llave de cristal de Dashiell Hammett.
La amistad que ambos mozalbetes lleguen a establecer con Monipodio y su banda
será desde el primer instante, y hasta su hipotético término futuro, una
amistad mafiosa basada en el cálculo de conveniencia, la sospecha de traición y
el sostenido aun cuando velado forcejeo: como los que en La llave de cristal se entablan entre el capo Madvig y el
presuntamente respetable senador Ralph Bancroft Henry. Los mismos atributos de cualquier unión
“amistosa” entre hombres de negocios desde los albores mismos de la Modernidad.