A menudo continúa pensándose
todavía que la peculiar violencia del proceso conquistador a lo largo y a lo
ancho de cuanto acabaría convirtiéndose en la América hispánica, deriva del
hecho de que quienes encabezaron no sólo las acciones militares, sino también
los primeros trabajos de organización, administración y gobernanza, fueron
soldados. Semejante idea amerita abundantes precisiones. Pues el ejército
español, entendido como corporación de profesionales a sueldo, adscritos a una
institución oficial castrense, no participó en la Conquista. Ni los Reyes
Católicos, ni Carlos V, ni Felipe II enviaron a sus milicias profesionales
propiamente dichas a combatir en América.
A través del sistema de
capitulaciones, la monarquía había garantizado el patronazgo real sobre todas
las labores de descubrimiento, conquista y colonización, delegando su
financiamiento y su realización material en manos de particulares. Bajo
semejante esquema, a las Indias podía concurrir no sólo cualquiera con un
patrimonio a invertir y poner en riesgo, sino cualquiera dispuesto a ponerse al
servicio de este o aquel inversor aportando los saberes de su oficio, cuando no
fuerza de trabajo lisa y llana. Entre los inversores se contarían pues miembros
de la alta y la baja nobleza, hidalgos sin abolengo genealógico pero con
capital derivado del comercio y la propiedad de la tierra, y también acreedores
de la corona (como resume ejemplarmente el monopolio alemán de la más temprana
conquista de Venezuela, durante el reinado de Carlos V). Fue común también el
caso de inversores que firmaron capitulaciones, pero no encabezaron las
expediciones resultantes, convirtiendo en jefes de las mismas a representantes
suyos, bajo riesgo de que acabaran obrando en beneficio propio.
¿Quiénes fueron aquellas gentes
incorporadas a la gesta conquistadora? ¿De dónde surgieron esos capitanes al
estilo de Hernán Cortés y Francisco Pizarro, sin riqueza, fama militar ni
experiencia de mando al abandonar la Península Ibérica, pero convertidos de la noche a la
mañana en genios del arrojo, la voluntad de mando, el empeño guerrero y la
astucia política? ¿Cómo fueron abastecidas las tropas de anónimos soldados que
la memoria de Bernal Díaz del Castillo se afana en singularizar nombre por
nombre, historia por historia, para dejar constancia humilde y orgullosa de que
existieron, respiraron, guerrearon, vieron?
Repasando las diversas listas
disponibles, descubrimos que aquellos contingentes incluyeron en abundancia
hidalgos de la baja nobleza, pero también y por encima de todo marinos,
grumetes, artesanos, venteros, mercaderes, carpinteros, aserradores, herreros,
barberos, sastres, albañiles, alarifes, mineros, hortelanos, labradores,
licenciados, bachilleres, escribanos, contadores. A veces venían a desempeñar
sus respectivos oficios, fuera como empleados de un capitán en jefe o como
funcionarios de la autoridad real o eclesiástica. A veces se enrolaban como
soldados. Recurrentemente, los giros de la fortuna en el Nuevo Mundo les hacían
mudar al cabo de un rol a otro, cuando no alternar ambos.
¿Cómo fue posible que, llegado
el momento, las huestes integradas por aquella diversidad de perfiles
consiguieran exhibir una homogénea competencia militar?
Remontémonos a los inmediatos
días posteriores a la conquista de Granada. El ejército que ha hecho posible la
derrota del último reducto musulmán en tierra ibérica tiene una conformación
jerárquica claramente establecida. Están las tropas de la corona, integradas
por las guardias reales propiamente dichas, pero también por milicias de
caballeros y por la legión de espingarderos, cuerpo todavía incipiente de
infantería con armas de fuego; están las tropas de la Hermandad, considerado el
primer cuerpo policiaco europeo; están las tropas privadas que aporta cada
señorío; están las milicias concejiles, que la corona exige de todos los
municipios de sus reinos. En conjunto se trata sin duda de una fuerza
formidable y con un alto grado de eficiencia, pero no constituye todavía una
corporación castrense estable a la manera moderna.
De cara a la inminente guerra
contra Francia en territorio italiano, Fernando de Aragón procederá a la
definitiva profesionalización de un ejército con tropas y reservas regulares,
implementando una reforma crucial: el armamento general del pueblo.
Anticipándose cuatro siglos a aquello de “piensa, oh patria querida, que el
cielo un soldado en cada hijo te dio”, instaurará el servicio militar
obligatorio en todos los dominios castellanos. Exceptuando a los religiosos y a
la gente más pobre, cada individuo quedará obligado a recibir instrucción
bélica, y a procurarse de acuerdo a sus posibles el equipamiento preciso para
servir al reino en caso de necesidad. La
sobreabundancia de efectivos que no disponían de lo necesario para financiarse
armamento de caballería, explica en parte el renacimiento de los cuerpos de
infantería; esbozando desde esta temprana etapa los famosos tercios, que bajo
los reinados de Carlos V y de Felipe II alcanzarán su esplendor, convirtiéndose
en una de las mayores revoluciones militares de la historia, equiparable a las
falanges macedonias y las legiones romanas.
Así pues, descontando a los
miembros del clero, puede aseverarse que todos los varones naturales llegados a
América desde los reinos de Castilla durante el período de conquista eran
soldados. Antes de atravesar el océano, significativa parte de ellos se habían
fogueado en las guerras italianas, bajo el mando general de Gonzalo Fernández
de Córdoba, el célebre Gran Capitán. Su procedencia no quedaría reducida a ninguna región en específico, aun cuando
tópicamente suela subrayarse el papel de Extremadura, dada la llamativa
cantidad de personajes destacados de origen extremeño, como Hernán Cortés,
Francisco Pizarro, Núñez de Balboa o Pedro de Valdivia. Escribía al respecto
González Fernández de Oviedo, primer cronista oficial de las Indias:
…aunque
eran los que venían vasallos de los reyes de España, ¿quién concertará al
vizcaíno con el catalán, que son de tan diferentes provincias y lenguas? ¿Cómo
se avendrán el andaluz con el valenciano, y el de Perpiñán con el cordobés, y
el aragonés con el guipuzcoano, y el gallego con el castellano, y el asturiano
o montañés con el navarro…?
Pero este censo preliminar lejos
está de otorgarnos el panorama completo. Deja fuera a las mujeres que arribaron
para compartir destino y trabajos con maridos, padres, hijos y hermanos, para
al cabo llegar a escribir en muchos casos su propia singular historia: María
Toledo en La Española, Beatriz de la Cueva en Guatemala, María Escobar en el
Perú, Ana de Ayala en el Amazonas, Isabel de Guevara en el Río de la Plata,
Inés Suárez en Chile, Mencía Calderón en Paraguay. Deja fuera también a los
extranjeros que arribaron desde prácticamente todos los rincones de Europa,
fuera saltándose las normativas o recibiendo permisos especiales: portugueses,
franceses, alemanes, holandeses, italianos, ingleses, irlandeses, griegos. Deja
fuera el arribo clandestino de moriscos y judíos conversos, buscando nuevos
horizontes tras la proscripción de su fe y la pérdida de los bienes
peninsulares de sus respectivos pueblos. Deja fuera a los negros, esclavos o
libertos, que en el caso específico de la Nueva España habrían sido los
responsables de introducir, a través de dos de sus representantes, tanto el
virus de la viruela como el cultivo del trigo.
Guardemos silencio por un
momento y prestemos atención al viento que llega del oriente, trayendo el eco
de todos aquellos rostros, todas aquellas voces, todos aquellos pasos, todos
aquellos sueños. No, no es un error geográfico. Los reinos de la península
ibérica pretendían alcanzar su propio extremo oriente. Portugal rodeando el
África por el sur, Castilla rodeando el mundo por occidente. Pero si tomamos a
América como punto de referencia, el extremo oriente comienza justo en la
península ibérica, y es Castilla la que queda del lado del mar por donde sale
el sol. Ese sol que ilumina, nutre, entibia, orienta y cobija; pero también
encandila, calcina, devasta, incendia y seca. Escuchemos pues. Escuchemos en el
viento oriental la estela del rumor de esas gentes llegadas desde el lado del
mar por donde sale el sol, trayendo con ellas sus esplendores, sus sabidurías,
sus hallazgos, sus creencias, sus memorias, sus ilusiones y sus empeños; y
también, sí, sus miserias y sus yerros, sus temores y terrores, su oprobio y su
cochambre. Como no puede ser de otra manera, donde quiera que el ser humano
vaya.