Entre el
otoño de 1959 y la primavera de 1960, Italo Calvino anduvo de viaje por Estados
Unidos. Como recuerdos de la experiencia, destacan una serie de fotografías del
escritor italiano sobre algún tejado de Nueva York, con los cielos y los rascacielos
de la urbe de hierro a manera de telón de fondo. Dos de aquellas imágenes
expresan para mí como ninguna otra su personalidad literaria, su temperamento
creativo y la disposición espiritual de su escritura; es decir: su alma.
Ambas
fotos son casi idénticas. Italo, de corbata y saco, inclina hacia adelante el
cuerpo y aventura paso con el pie derecho, como a punto de ascender el
siguiente peldaño de una escalinata, adelantando una mano con precautorio
tiento mientras —excepto por el pulgar— la otra permanece en el bolsillo.
El ángulo
de la cámara, sumado a la línea diagonal de una calle casi a sus pies, propicia
el espejismo de que estuviera caminando en el filo mismo de la cornisa, como un
equilibrista. La diferencia fundamental entre ambas instantáneas está en la
disposición de la mano adelantada, pero sobre todo en el gesto de la cara. La
que asumo primera de ambas imágenes nos muestra al personaje en el colmo de la
circunspección, concentrado, serio, yo diría hasta taciturno; la mano
adelantada bien cabría interpretarla en ademán de charla o de meditación. En la
imagen que asumo segunda, esa mano adelantada se sincera punto de equilibrio
físico, sugiriendo que el personaje estuviera preparándose para con ella buscar
un apoyo a nuestros ojos invisible, o incluso para recoger o acariciar algo;
las cejas por su parte se han alzado, extravirtiendo apenas el gesto hasta hace
un segundo introvertido.
Las dos
fotografías me gustan por igual. Las dos fotografías me proponen equitativa pertinencia
para condensar imagen lo que Italo Calvino fue como escritor. No sabría elegir
entre el gesto concentrado de la primera imagen, propio de los señores
Marcovaldo o Palomar en los libros que llevan por título esos mismos nombres; o
el gesto de niño en inminencia que muestra la segunda imagen, sin duda propicio
al Qfwfq que protagoniza Las Cosmicómicas
y Tiempo cero. Hay en ambas imágenes una
fragilidad y un heroísmo impermeables a toda solemnidad petrificante. Pero hay
también en ambas imágenes una solemnidad más sutil, más esencial, más honda.
¿Qué es lo
que miro en la postal superpuesta de ambas instantáneas o —mejor todavía— en la
sucesión infinita que me las alterna como al compás de un geométrico parpadeo? Miro
una pátina de elegancia cosmopolita y una disposición propia de arlequín o de clown
enmarcadas por el paisaje neoyorkino, que desde hace un siglo concentra en
nuestro imaginario colectivo la noción más completa de lo urbano. Levedad,
rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. Los cinco valores emblemáticos
que Calvino reivindica como propios en su libro póstumo Seis propuestas para el próximo milenio (1988), expresados como a
él sin duda le hubiera complacido: a través de una suerte de viñeta de tira
cómica.
Aun cuando
se trate de un volumen ensayístico y no
de ficción, Seis propuestas… bien
puede servir como idóneo portal de acceso al universo narrativo del autor para sus
noveles lectores, ofreciendo también sin duda pertinentes claves de
organización a quienes, habiendo ya ingresado en su corpus, enfrentan
inesperados escollos al transitar aleatoriamente de uno a otro título.
Hace
muchos años, cuando era yo un escritor apenas veinteañero en espera de poder publicar
mi primer libro, la generosidad de Daniel González Dueñas puso en mis manos, a
través de una carta, ciertas preciosas claves introductorias a propósito del
universo creativo calviniano, que yo iniciaba a conocer bajo su guía.
Recupero
algunas líneas de la carta aquella:
El gran mago telúrico incursionó en (mejor dicho,
encarnó) la multiplicidad y la sincronicidad. Esto en varios niveles, no todos
ellos para mí igual de estruendosos y reveladores. […] Algo parecido al
desencanto sucede […] cuando se pasa de Las
Cosmicómicas a El vizconde demediado
o de Si una noche de invierno un viajero a
La jornada de un interventor electoral.
Es que son registros totalmente distintos de la búsqueda de Calvino, y conviene
moverse en esa telaraña con cuidado, graduando los accesos y vigilando como los
buzos la descompresión.
Daniel compartía conmigo en esas páginas el siguiente diseño cartográfico, útil para visualizar y orientar el abordaje de la obra del maestro:
Mapa elaborado por Daniel González Dueñas |
Consideraría inexacto afirmar que Italo Calvino haya sido muchos escritores. Semejante caracterización conviene mucho mejor a otras personalidades del orbe literario. Una vez que definió su identidad poética y crítica —el tipo de cuestiones sobre las que le interesaba realmente escribir y el género de estrategias a que preferiría apelar—, la versátil conformación de su propuesta narrativa brotó siempre de un sólido sentido de unidad, dentro de la radical heterogeneidad que a primera vista sugiere. Es ese sentido de unidad el que en retrospectiva queda expuesto en Seis propuestas…, tendiendo rutas de interconexión a lo largo y a lo ancho de toda la tradición literaria occidental, y asomándose con lucidez, generosidad y valentía hacia el futuro.
Llegado
determinado punto de su travesía vital y creativa, Calvino consolida un
programa de escritura con intereses bastante definidos. La diversidad que a
partir de ahí pasa a disponer ciertas estancias de su obra en extremos en
apariencia distantes, procede de la inagotable búsqueda de estrategias encaminadas siempre hacia los
mismos objetivos comunes: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad,
consistencia. Ahora bien, antes de clarificar como propia y perdurable dicha
ruta, el inicio de la carrera de Calvino como escritor había nacido con una
intuición de enfoque muy distinta. Y ese enfoque alcanzó a ver salir de la
imprenta varias obras, cuya orientación no desaparecería de la noche a la
mañana, ni en el fondo llegaría a extinguirse por completo jamás. Así que,
puestos a pluralizarlo, cabría en todo caso aseverar que Calvino alcanzó a ser
dos escritores.
Cuando sincera
su temprana vocación literaria está recién emergido de las filas partisanas,
tras el término de la Segunda Guerra Mundial. Afiliado al Partido Comunista, sus
manifestaciones expresivas van a arrancar condicionadas, como resulta natural, por
un conjunto de imperativos ideológicos que pronto lo harán sentirse constreñido.
Durante los primeros lustros y durante las primeras obras, el tácito asunto
central será para él la tensión entre las exigencias de su condición militante
y las libérrimas demandas de su temperamento poético. Podría decirse que esos
años señalan su transición de militante que escribe a escritor militante, para
desembocar de últimas en su mucho más perdurable y definitorio perfil de
escritor independiente, ante el cual la carga política antaño obligatoria y de
primer plano pasa a incorporarse como un material de trabajo posible más, entre
muchos otros. El lector curioso, interesado en los años formativos de Calvino
como fabulador neorrealista, ha de apelar sobre todo al volumen de cuentos Por último, el cuervo (1949) o a la
novela El sendero de los nidos de araña
(1947), aunque su perfume pueda rastrearse también con nitidez en las páginas
de La especulación inmobiliaria (1957),
La jornada de un interventor electoral (1963),
Marcovaldo (1963) o Los
amores difíciles (1970, con textos escritos entre 1949 y 1967). Indispensables
para semblantear crítica y retrospectivamente dicho período resultan igualmente
sin duda las páginas autobiográficas reunidas de manera póstuma en el libro Ermitaño en París (1990), que completan
el otro libro de memorias compilado ese mismo año por su esposa, Esther Calvino:
El camino de San Giovanni.
El punto
de quiebre decisivo que resolverá la contradicción histórico-literaria de
nuestro autor, situándolo en la ruta de sus obras mayores —y volviéndolo uno de
los casos más escandalosos de injusticia en materia de premios Nobel no
concedidos—, serán tres piezas narrativas a la postre reunidas en un volumen
unitario bajo el título Nuestros
antepasados: El vizconde demediado (1952),
El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959). Estamos
ante el adiós a la proclama ideológica entrelíneas y a la obligatoriedad moral
de un realismo de denuncia. Como el propio Calvino lo expone en Seis propuestas…, el punto de partida
para cada una de estas tres novelas breves fue primordialmente visual: una imagen,
un cromo o una estampa sugestiva en sí misma, sin connotaciones previas de
ninguna especie. Descripción que es cierta, pero a medias.
Transitar
cronológicamente de uno a otro los tres relatos que integran Nuestros antepasados nos sugiere estar asistiendo
al propio proceso de desprendimiento del narrador respecto de las obligaciones políticas
que una vez se afanara en asumir consustanciales al ejercicio de su escritura. El vizconde demediado de alguna suerte ilustra
el conflicto de Calvino frente al enfoque general de su obra en aquel momento,
esa nítida sensación de estar siendo partido por la mitad y vivir
simultáneamente desde dos mitades inconciliables; por si quedara al respecto
alguna duda, años más tarde escribirá un artículo titulado “El comunista
demediado” para repasar el devenir de sus disyuntivas artístico-militantes. Un
lustro después de El vizconde…, todavía
cabe atribuirle una buena dosis de alegoría ejemplar a El barón rampante, ese personaje que en rebeldía contra las
imposiciones familiares se encarama un buen día a la copa de un árbol, para no
volver a poner los pies sobre la tierra el resto de su vida.
Sólo hasta
El caballero inexistente parece desprenderse
Calvino de todo exorcismo alegórico, para atinar ya de manera cabal el tono y
la óptica que habrá de desembocar luego en las estancias centrales de su obra.
Podemos decir que —antes de propiamente glosarlo y resumirlo en otro volumen
memorable— se dio el gusto de reescribir y actualizar el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, que tan bien conoció y tanto
amó, redimensionando toda la desmesurada potencia de sus cuarentaiséis cantos,
sus más de cuatro mil ochocientas octavas reales y sus casi cuarenta mil
versos, a través de un agilísimo relato en prosa de apenas un centenar de
páginas. El poder alusivo de la breve novela, centrada en una armadura vacía que
lucha por reivindicarse una identidad entre los ires y venires de las tropas de
Carlomagno durante su guerra contra los moros, anticipa ya el que más adelante cristalizará
de manera magistral e infinita Las
ciudades invisibles (1972).
Entre 1965,
año de publicación de Las Cosmicómicas,
y 1985, año de su fallecimiento, Calvino continuará prodigando asiduamente una
buena dotación de relatos sueltos y ensayos por aquí y por allá, que más
adelante se organizarán en diversos volúmenes póstumos (Bajo el sol jaguar, La gran
bonanza de las Antillas, Por qué leer a los clásicos, etc.). Pero el ritmo de publicación de sus libros
propiamente dichos irá haciéndose cada vez más espaciado. Veintieañero había
tenido la osadía de dar inmediatamente a la imprenta su primera novela, tras
haberla escrito en sólo tres semanas. Ahora, cada nuevo volumen de ficción le exigiría
plazos de maduración y de escritura mucho más demorados, períodos de atención mucho
más sostenidos y demandantes. Por poner un ejemplo, Las Cosmicómicas, cuyas primeras piezas aparecen en la prensa hacia
1964, integra en sentido estricto un único proyecto junto con Tiempo Cero (1967), tal lo evidencia su
publicación conjunta para 1968 bajo el título Memoria del mundo y otras cosmicómicas. Otro tanto puede decirse de
El castillo de los destinos cruzados,
originalmente publicado en 1969 y completado con una segunda parte (La taberna de los destinos cruzados) en
1973. A partir de ahí pasarían seis
años antes de la publicación de su siguiente entrega novelística con Si una noche de invierno un viajero
(1979), y luego otros cuatro para que diera a la imprenta Palomar (1983), el último de los libros que publicó en vida.
Estamos
ahora sí ante las cimas estelares de su producción. Aquellas cuya catadura
inclasificable ha llevado a la crítica a refugiarse apenas aproximativamente en
términos tales como “variantes personalísimas dentro de la literatura
fantástica” o “elaborados ejercicios de experimentación formal”. Las Cosmicómicas y Tiempo Cero construyen relatos desde enunciados, teorías y
postulados extraídos de libros de ciencia, partiendo primero de los dominios de
la astrofísica y las geociencias con una plasticidad propia de tira cómica o
viejos cortos de dibujos animados, y avanzando gradualmente hacia un tono más
introspectivo y reflexivo por los terrenos de la biología y la matemática. Las ciudades invisibles, sobre una
estructura rigurosamente espiral, toma como pretexto la figura de Marco Polo para
elaborar un deslumbrante catálogo de urbes imaginarias, reseñadas mediante
brevísimas estampas que alían la fantasía visionaria más intemporal con el más
implacable escrutinio de las realidades urbanas modernas. El castillo de los destinos cruzados se plantea un reto formal
extremo, desarrollando historias a un tiempo autónomas y entremezcladas, que
han de apegarse a la disposición de ciertas
tablas combinatorias elaboradas con los arcanos del Tarot. Si una noche de invierno un viajero es
una novela estructurada a partir de primeros capítulos de novelas inconclusas y
disímiles, que le posibilitan a Calvino tanto un genial homenaje para varias
obras y varios autores de su especial aprecio, como un completo despliegue de la
amplitud de su cultura literaria y sus potencias narrativas, pero sobre todo
una entrañable meditación a propósito del arte de contar y escribir (de contar
escribiendo) en vísperas de la transición entre milenios. Palomar sincera definitivamente esa voluntad de autoparodia
caricaturesca tan constante a lo largo de la obra calviniana, a través de una serie
de narraciones donde el protagonista es sin ambages él mismo, igual de riguroso
en el diseño que reúne el conjunto, igual de límpido y sintéticamente
exhaustivo en el desarrollo de cada respectiva pieza y cada respectivo tema,
pero con el añadido de estar ofreciéndonos aquí el colofón de toda su travesía
vital, expresiva y crítica.
Tratando
de encontrar algún rasgo caracterizador global que resuma los alcances de estas
obras culminantes, me atrevería a decir que Italo Calvino adopta y redimensiona
(frente a un escenario histórico ya renovado tras la amenaza atómica y la
reconfiguración bipolar del mundo) uno de los fundamentales ejes de gravitación
dentro de la propuesta literario-teatral de Luigi Pirandello. Aquel que en el
prólogo para Seis personajes en busca de
autor (1921), el Nobel siciliano formula en los siguientes términos: “el
trágico conflicto inmanente entre la vida que de continuo se mueve y cambia y
la forma que la fija, inmutable”. Sólo que en manos de Calvino, sin que ello suprima
las imantaciones de tragedia ni mucho menos derive hacia la frivolidad
nihilista, el conflicto se vuelve cómico. Los afanes del pensamiento y de la
voluntad creadora por encontrar modelos, estrategias y diseños desde los cuales
fijar o al menos reducir a términos legibles la infinita variedad de lo
existente, ven sistemáticamente
derrotadas sus acometidas, sin que ello empero lleve nunca a cejar en el
intento. Y la operación no fija en nuestro rostro la expresión de ninguna
certeza ni de ningún extravío definitivos, sino que va perfilando la irónica sonrisa
de una suprema intuición, íntimamente jubilosa.
Los
lectores que protagonizan Si una noche de
invierno un viajero jamás lograrán pasar del primer capítulo de ninguna de
las novelas que han comenzado a leer. Palomar morirá apenas asuma la
inmortalidad a través de la escritura como única cifra posible del
entendimiento total. Calvino deberá violar y violentar las estrictas reglas
procedimentales y estructurales que se había exigido para escribir El castillo de los destinos cruzados, a
fin de que el libro amague ir a algún sitio. Las Seis propuestas…, concebidas como tema para seis conferencias a
impartir en la Universidad de Harvard, se elevarán a ocho en el papel del
proyecto, pero sólo alcanzarán a cristalizar cinco, cuando Calvino muera el 19
de septiembre de 1985, en vísperas del viaje.
Quién sabe
si durante sus últimos días, todavía con el traslado a Nueva York en la cabeza,
haya alcanzado a evocar aquellas fotografías de su visita americana un cuarto
de siglo atrás. Quién sabe cuánto haya alcanzado a pensar en esas sexta,
séptima u octava conferencias que ya no terminaría.
La
sinaloense Dulce María Zuñiga, en su sustancioso estudio La novela infinita de Italo Calvino (1991), define a nuestro autor
como un “maestro de la sugerencia y de la incompletitud”. La recurrente pieza
faltante en el rompecabezas, el empeño de lo real por sostenerse indómitamente reacio
a nuestros más acabados proyectos y esquemas, no permanece pues al nivel de una
mera fatalidad, maldecida con impotencia o aceptada con resignación. Las artes
del escritor-alquimista son capaces de transmutarla en su favor y el nuestro.
Y es que en
esa imposibilidad de un esquema total, definitivo y último, quedan resguardados
también el espacio y el tiempo para la libertad, el sentido, la renovación, la dignidad,
la esperanza. “Buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es
infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio” (Las ciudades invisibles). “El núcleo del mundo está vacío, el principio
de lo que se mueve en el universo es el espacio de la nada, en torno a la
ausencia se construye lo que hay…” (El
castillo de los destinos cruzados). “Existe una posibilidad de fugarse:
bastará individualizar el punto donde la fortaleza pensada no coincide con la
verdadera…” (“El Conde de Montecristo” en Tiempo
Cero). “Un verdadero impulso de amor general, dando comienzo a la vez al
concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la
gravitación universal…” (“Todo en un punto” en Las Cosmicómicas).
Mientras
sigamos siendo capaces de empuñar como una llave nuestra humana condena a lo
incompleto, no habrá jamás ni prisión perfecta, ni existencia invivible, ni
ciudad imposible.