domingo, 9 de agosto de 2020
Joaquín Sabina y José Martí: Peces de ciudad grande.
Aunque no tiene sentido alguno
plantear el asunto en términos de bizantina polémica, considero que Peces de
ciudad es la mejor canción de Joaquín Sabina. Aquella donde el conjunto de
las obsesiones poéticas, narrativas y sentimentales, trabajadas durante décadas
por el cantautor madrileño-andaluz, encuentran su más cumplida e integral
síntesis, así como su remate culminante.
Sabina comenzó a construir desde
temprano su voz lírica a partir del personaje de don Juan, mito esencial para
la configuración del imaginario ibérico en su conjunto. Eludiendo los más
petrificantes lugares comunes del arquetipo con una saludable dosis de ironía
crítica y autocrítica, capaz de distinguir en todo momento a la mujer como
soberano sujeto de deseo —con preeminentes potestades respecto de las
masculinas en los terrenos de la seducción—, o de extremarse hasta el punto de
celebrar la vigente alternativa del don Juan transmutado travesti de cine de
tercera (Juana la loca, en Ruleta rusa, 1984).
Joaquín Sabina —al menos el Joaquín
Sabina de las canciones, que es a partir del cual los escuchas reinventamos a
la persona detrás del personaje— álbum tras álbum va viviéndose don Juan con
manifiesto gozo, pero sin permitirse en la operación ningún socarrón
aspaviento. Reacio a ataviarse con hábitos de docto oficiante en la carnal
religión del Deseo, Sabina prefirió siempre asumir más bien el sitio de devoto,
feliz y obediente feligrés de a pie. No ese conspicuo notable a quien durante
la misa se concede el privilegio de pasar al frente para hacerse cargo de la
primera o la segunda lectura (ni hablar del sacerdote que preside el altar),
sino aquel anónimo individuo que, en medio de otros muchos idénticos a él, bate
palmas e improvisa coplas para la Virgen de la Macarena más allá del atrio, a
la hora en que comienzan a estallar los fuegos artificiales.
Utilizo adrede estos símiles
litúrgicos, que tan mal parecerían cazar con el frontal anticlericalismo del
cantautor. Pues en materia religiosa considero a Joaquín Sabina como un ateo
perteneciente a la misma exacta estirpe que Luis Buñuel. Tan hostil a toda
feligresía institucional, como propicio para refrendar una y otra vez a popular
ras de suelo el margen de lo sagrado. (En España todo debate cómico o trágico
de la carne y de la sangre, ha sido desde el comienzo de su historia, primero
que nada, un debate espiritual).
Peces de ciudad focaliza a don Juan en el camino de
vuelta: el camino de no poder ser más don Juan, y sin embargo, fatalmente, en
idéntica medida, estar imposibilitado por completo para dejar de serlo. A
través de sus notas y sus versos, Sabina adquiere, actualizada, la fisonomía
del magistral Casanova que interpretara Marcelo Mastroianni en la película La
noche de Varennes (1982) de Ettore Scola; es decir, el imbatible seductor
ya envejecido, al que la edad dispone en obligatorio trance de abandonar para
siempre los oficios a que consagró su existencia.
“Yo que nunca tuve más religión que
un cuerpo de mujer” había declarado años atrás el narrador de Medias negras (en
Mentiras piadosas, 1989). Peces de ciudad constituye el momento
en que ese mismo devoto se advierte en vísperas de no poder ya cumplir con sus
sagrados ministerios.
Pero quizá, para andar con buen pie,
resultaría necesario consagrarnos a identificar lo cerca que en Peces de
ciudad dialoga Sabina con Amor de ciudad grande, uno de los poemas
esenciales para dimensionar el conjunto de la travesía lírica y humana del
prócer cubano José Martí; aun cuando la naturaleza de la experiencia amorosa
que en cada caso queda reivindicada pueda antojarse de primera impresión
distinta, e incluso contrapuesta. En el fondo se trata de la misma exacta querella
sentimental, moral, ética y aun política, sólo que encarada desde dos momentos
sentimentales e históricos que a la vez divergen y se complementan.
En Amor de ciudad grande, la
amorosa experiencia en tanto ejercicio de una libertad y una honestidad tan
irredentas como a contracorriente, queda planteada como algo que está todavía
por vivirse, un camino todavía por recorrer. Se trata menos del recuento de una
experiencia, que del testimonio de una inminencia: una elección que se acata en
simultáneo como sino fatal y como encomienda por acometer, frente al horizonte
futuro. Lo cual otorga al poema una franca intensidad adolescente. Amor de
ciudad grande admite contemplarse como la declaración de principios de un
niño en trance de hacerse hombre. Y no resulta menor ni casual que semejante
toma de protesta, semejante profesión de fe, sea pronunciada por un emblemático
referente de las Antillas hispánicas durante la recta final del siglo XIX; es
decir, perteneciente al último rincón de Iberoamérica por independizarse de la
corona española, de cara ya a los albores de la vigésima centuria. La
inminencia a la vez esperanzada y temerosa que canta por boca de Martí, es la
de todo el universo iberoamericano, incluyendo a Portugal y a España.
“Me espanta la ciudad” confiesa
Martí, enfrentado a los equívocos, crueles pero a la vez irresistibles encantos
de la urbe decimonónica, transparentada para entonces en todos sus novísimos
claroscuros por Poe, Baudelaire y compañía, y ya distinguible también como
obligado patrimonio global para cuantos pueblos, afanosos, se empecinaran en
remitir a sus propios parámetros de referencia los ideales burgueses de
libertad, igualdad y fraternidad (con todas las implicaciones que ello llevaba
de por medio). “¡Tomad! ¡Yo soy honrado, y tengo miedo!” remata al cabo Martí.
Siempre a fin de cuentas más Rimbaud que Baudelaire, en antillano eco de aquel
“mi inocencia me hará que llore” de Una temporada en el infierno.
Si, de cara a las vísperas del siglo
XX, canta Martí con acentos de prólogo desde la novísima tierra americana,
consagrada a reinventarse a través de sus harto problemáticos procesos de
independencia y autodeterminación, Joaquín Sabina canta y escribe a su vez, con
acentos de epílogo, desde España: desde la vieja Madre Patria, a la vuelta del
siglo consumado, y frente a los omnipotentes saldos de una urbe postindustrial
sospechosa de haber sobrepasado con creces, a lo largo y a lo ancho del
planeta, toda temerosa expectativa, así como de haber defraudado sin ningún
género de escrúpulos toda ilusionada esperanza.
El sujeto lírico de Amor de ciudad
grande no llega a singularizarse en momento alguno, aun cuando Martí apele
durante significativo trecho del poema a la primera persona, y nosotros podamos
entender cuánto de personal confesionalismo lleva de por medio cada verso,
aludiendo a su decisiva y dilatada experiencia neoyorquina. El tono dominante
corresponde a una impersonalidad que intercambia y confunde discreción y
desmesura, como temprano anticipo de la “épica sordina” que luego servirá a
Ramón López Velarde para rematar, al menos en el caso mexicano, la aventura
modernista. A diferencia de Peces de ciudad, Amor de ciudad grande
no puntualiza ningún anecdotario biográfico, no consigna ni geografías
específicas ni nombres propios. La datación histórica del principio del poema
juega incluso con cierta indeterminación primigenia, propia del Libro del
Génesis:
De gorja son y rapidez los tiempos:
corre cual luz la voz; en alta aguja
cual nave despeñada en sirte horrenda
húndese el rayo…[1]
No estamos más allá del tiempo.
Estamos en el tiempo histórico, y el empleo del plural (“los tiempos”) permite
puntualizar dicha condición. Pero esclarecido ya ese indispensable punto de
partida, el vértigo de dicho tiempo singular, la vorágine en curso de la época,
se permite sugerir abiertos tintes de caos primordial. Y es en medio de ellos,
con la conmovedora fragilidad heroica tan habitual en el corpus martiano, con
esa indómita dignidad resguardada siempre en lo más sencillo y más ligero, que
hace su irrupción la presencia humana:
Cual nave despeñada en sirte horrenda
húndese el rayo, y en ligera barca
el hombre, como alado, el aire hiende.
Cuán enorme en su pequeñez, cuán
diminuto en su grandeza, el ser humano dibujado así, como tripulante de una
pequeña embarcación, emergiendo superviviente y victorioso, tal si estuviera
dotado de alas, ahí donde los navíos enormes y pesados sólo admiten despeñarse
y hundirse.
Más de cien años después. Joaquín
Sabina reivindicará intacta para sí y para nosotros esa misma barca. En toda su
conmovedora fragilidad, en toda su imbatible dignidad:
Y desafiando el oleaje
sin timón ni
timonel
por mis sueños va
—ligero de equipaje
sobre un cascarón de nuez—
mi corazón de viaje.
Para llegar a tal figura, encargada
de encabezar el estribillo dos veces repetido a lo largo de Peces de ciudad,
Sabina no apela a una indefinición de tinte primigenio, sino al cruce abierto y
evidenciado, tan recurrente en él, entre geografía íntima y geografía
histórica:
Se peinaba a lo garçon
la viajera
que quiso enseñarme a besar
en la Gare d’Austerlitz.
Primavera de un amor
amarillo y frugal, como el sol
del Veranillo de San Martín.
El Veranillo de San Martín es un
verano de mentiras; un mero espejismo estival que es costumbre ubicar en el
corazón del otoño, como pesada y efímera broma para cuantos se resisten a
aceptar el inapelable advenimiento de los fríos del invierno. Y puede ser, sí,
que el poeta esté refiriéndose con él a una experiencia específica y puntual;
una aventura con fecha, caducidad y apellido concretos, vivida durante el quién
sabe cuándo de su irrecuperable juventud anarquista, nómada y paria, de paso
por París rumbo a Inglaterra. Pero en el contexto del cuento que la canción
cuenta, ese mentiroso remedo de verano pareciera referirse primordialmente al
conjunto global de la travesía amorosa de quien canta. “Primavera de un amor
amarillo y frugal, como el sol del Veranillo de San Martín” es una sentencia
que alude al amor todo, a la experiencia de todo un tiempo de amar ya agotado o
a punto de agotarse.
La metáfora de la copa rebosante o
vacía, del vino por beber o ya bebido, resulta recurrente en el universo
poético de José Martí, y central en el caso de Amor de ciudad grande. El
ardoroso, atemorizado y adolescente deseo del poeta escruta con vértigo el
paisaje de la gran ciudad, susceptible de representarse como infinito horizonte
de copas rebosantes o vacías:
¡Me espanta la ciudad! ¡Toda está
llena
de copas por vaciar o huecas copas!
El poeta quiere y debe beber. No se
contempla aquí, ni siquiera como vana y transitoria hipótesis, ningún “aparta
de mí este cáliz”. No obstante, el poeta quiere estar seguro de beber su vino y
nada más que su vino. La idea de trasegar veneno equivaldrá en este caso a
sumarse dócil a la turbulenta avidez de cuantos apuran una copa tras otra sin
parar. El bebedor de amores como cazador consagrado a acumular presas que una
vez cobradas nada significan, y que empujan a proseguir con ciego apetito en
pos de la siguiente. Romeo antes de tropezarse con Julieta, convencido de que
se halla a punto de desfallecer de pasión por una Rosalina a la que pocas horas
más tarde habrá olvidado. Don Juan acumulando, en estéril catálogo, nombres de
mujer y hazañas amatorias carentes de valor en sí mismos, cuya razón de ser
reside íntegra en su propia acumulación ostentosa. Y, además, situándonos en
Nueva York, ciudad que ya para entonces se anticipa capital universal de una
existencia humana entendida como sinónimo de voraz consumismo, interesada
compraventa y programada obsolescencia.
Razones biográficas y contextuales
nos informan sin margen para equívocos cuál es la ciudad inmediata y material
que Martí contempla. No obstante, como ya quedó advertido, no llega jamás a
consignarla con nombre propio, y el poder alusivo de semejante omisión se
proyecta con democrática equivalencia a todas las capitales iberoamericanas
consagradas durante el último cuarto del siglo XIX, de lleno y sin camino de
vuelta, al sueño cosmopolita. Se trata de una de las señas claves de nuestro
Modernismo.
Joaquín Sabina sí puntualiza con
todas sus letras dicha ciudad hecha de ciudades. Desde el París que apadrinó
los empolvados y no obstante aún vigentes afanes de nuestros tatarabuelos por
ser absoluta y furiosamente modernos, hasta esa Nueva York que continúa
exhibiéndose hasta hoy como la más privilegiada síntesis planetaria de la urbe
contemporánea: la metrópoli moderna cimentada en sus ruinas, y proclamándose
con acentos tan festivos como apocalípticos posterior a sí misma. De la Feria
Mundial a las Torres Gemelas. De la Gare d’Austerlitz a Desolation Row.
Hay quien dice que fui yo
el
primero en olvidar
cuando en un si bemol de Jacques Brell
conocí a
Mademoiselle Amsterdam.
Sabina es un espécimen hijo con toda
puntualidad del espíritu contracultural de los años sesenta. Pero lo es un poco
a la manera de Leonard Cohen. Es decir, reivindicando en todo momento para sí
prendas, rasgos, referentes y atavíos propios del mundo antes de los Beatles.
Sabina resulta a todas luces más Keith Richards que Georges Brassens, pero al
mismo tiempo sin duda mucho más Jacques Brell que Elvis Presley. Aprendió a
besar con música de posguerra en un Madrid franquista para el cual la guitarra
eléctrica debía constituir parafernalia propia de una película de ciencia
ficción; donde las capitales del deseo, la libertad, la política, el rocanrol y
el sexo se llamaban Londres, Amsterdam, Praga o París. Y a partir de ahí ya no
dejó jamás de cargar consigo esa ambigua mixtura de presente y pretérito.
Frenesí juvenil mediado por cierto polvoriento perfume a pasado de moda. Tan
cantautor y tan roquero. Tan Antonio Machado y tan Jim Morrison. “De purísima y
oro”, como titula en homenaje a Manolete otra de sus mejores canciones (en 19
días y 500 noches, 1999), al mismo tiempo que “botas altas, cazadoras de
cuero, chapas de Sex Pistols y los Who” como en su tema Kung-Fu (en Ruleta
rusa, 1985). Tan joven y tan viejo, lo mismo a los veinte años que a los
cincuenta.
Peces de ciudad da inicio pues con el resumen general
de dicho itinerario. Desde el aprendizaje de los primeros besos a través de la
boca de una muchacha y una evocación parisina como sacadas íntegras de À
bout de soufflé (1960) de Goddard, hasta la humeante Nueva York
reinventada pesadilla de las mil y una noches por Osama Bin Laden y George W.
Bush.
En
la fatua Nueva York
da más sombra que los limoneros
la Estatua de la
Libertad.
Pero en Desolation Row
las sirenas de los petroleros
no
dejan reí ni volar.
Fatua: frívola, falsa, convencional,
engolada.
Así, fatuo, es el dominante amor de
ciudad grande que Martí contempla en Nueva York. Ante el que busca establecer
distancia. Por cuya turbulencia teme verse arrastrado. Y al cual pretende
oponer la muy distinta y apenas intuida cifra de su propio amor: un amor gemelo
del constante más allá de la muerte que clamara Francisco de Quevedo, capaz de
pintar rojas las rosas al benigno calor de su propia hoguera:
Y aquel mirar, de nuestro amor al
fuego,
irse tiñendo de color las rosas.
El principal contraste entre la
experiencia amorosa según la reivindica Martí y según la reivindica Sabina,
aparece apenas advertimos el modo en que el cubano contrapone “el amor” a “los
amores”. Martí sugiere que el deterioro y la perversión del estatus sagrado
para la experiencia amorosa sobreviene al dejarnos arrastrar por el devorador
vértigo de ir de un cuerpo a otro, de un rostro a otro, de un nombre a otro.
Sabina, por el contrario, encuentra para sí la cifra sagrada de la experiencia
amorosa justo en ese poblado vértigo, esa plural vorágine de nombres, rostros y
cuerpos, que son todos distintos: cada uno a la vez tanto huella singular de la
efímera vivencia específica que signa, como sustancia perdurable del eterno
deseo (sólo a través de los amores, el amor). En el fondo, tanto el poeta
cubano como el cantautor andaluz están hablando de lo mismo. No se trata de un
problema de cuantificación, sino de sentido.
Para Martí, la más radical
alternativa de claustrofóbico extravío consiste en hacer del amor una copa que
se apura o se derrama con avidez indiferente. Y el oxímoron deja de ser tal si
pensamos no en la época desde la cual escribe el entrañable maestro antillano,
sino en la nuestra propia, cúspide de un frenesí consumista tan acelerado que
aproxima hasta la confusión y el ensimismamiento las nociones de urgente
tentación y de negligente hastío. Con la más indiferente de las avideces, con
la más ávida de las indiferencias: así mira Martí que tiende a amarse en los
tiempos de gorja y rapidez que le ha corrido en suerte transitar. Los más
propicios símiles para semejante malestar social e histórico le parecen por un
lado el del cazador que va de una a otra presa, reuniendo trofeos que no
interesan sino en razón de su propio cúmulo, y por otro el del catador que
arroja al suelo una interminable sucesión de copas a medio beber. Y se trata de
metáforas sin duda afortunadas para aludir al despilfarro mercantil de los
amores plurales, ofertados a manera de vistosa mercadería para el consumo. Pero
la verdad es que también pueden servir a la perfección, en idéntica medida,
para impugnar al amor singular impuesto como irrecusable y opresivo requisito
institucional. Anverso y reverso de una misma claustrofobia, es contra esta
última modalidad contra la que Sabina se rebela, no sólo con estos Peces de
ciudad (“que mordieron el anzuelo, / que bucean al ras del suelo, / que no
merecen nadar”), sino con el conjunto general de su obra.
Fuera de la lógica de la
cuantificación, hurtados a la dicotómica paradoja nihilista entre despilfarro y
usura, situados dentro de las coordenadas donde se dirimen en su más amplia
acepción los horizontes del humano sentido, ambos autores afrontan la misma
problemática y aventuran, contra lo que pudiera parecer, idéntica estrategia:
no se trata de si vives un amor o si vives mil amores, sino de cuál es el signo
de la búsqueda ulterior que a través suyo acometes.
[1] [Todas
las citas de Martí en] Martí, José. Poesía completa (edición crítica).
UNAM. México, 1998.
Imagen: Joaquín Sabina en Londres, en 1975. José Martí en Jamaica, en 1892.