sábado, 15 de agosto de 2020
Policías y ladrones.
Mi infancia soñó con
superhéroes, piratas, espadachines, cowboys y caballeros de armadura. Pero no
con detectives. Asomado a las tiras cómicas del periódico dominical, mi interés
colocaba las aventuras selváticas de El
Fantasma, y hasta las
claustrofóbicas cuitas de cancha y vestidor de Dick el Artillero, por encima de las peripecias gangsteriles de Dick Tracy. Claro que, como cualquier
nativo del siglo XX, algún arquetipo
conseguí bosquejar a propósito de aquella indispensable genealogía
heroica. Pero se trataba a no dudarlo de un difuso borrador secundario, que debería
aguardar hasta la adolescencia para reclamar trono y cetro dentro de mi
fantasía.
Cuando me hablaban de policías
y ladrones lo que se me venía a la mente era el juego predilecto a la hora del
recreo, en la escuela donde cursé la primaria. Lo llamábamos “Polis”. Los
participantes nos dividíamos en dos equipos. El trabajo de los policías
consistía en corretear a los ladrones, y en vigilar que aquellos que estaban
presos en la base —es decir, alineados contra el paredón de fondo del patio— no
escaparan. El trabajo de los ladrones consistía en correr más rápido que sus
adversarios para evitar ser atrapados, pero sobre todo en llegar hasta el
mencionado paredón, tocarlo con la mano y gritar a todo pulmón “¡corran!”; los
aprehendidos sólo podían abandonar su cautiverio dentro de esa coyuntura, y los
potenciales libertadores procuraban alcanzar la meta sin apelar a ningún género
de estrategia ni de sigilo, sino a la llana enjundia y a la velocidad de
piernas bajo el sol inclemente de las once de la mañana. Casi podría decirse
que se trataba de una versión sui generis y libérrima de “Los Encantados” Nada
pues de dosificado suspense, intrigas peliagudas ni coloraturas noir. La existencia estaba muy lejos de
sugerirme el menor perfume de novela negra.
Al entrar a la secundaria, mi
imaginario básico en materia de policías y ladrones estaba dictado por dos
lustros de series de televisión nocturna, correspondientes a lo que la RTC denominaba
“clasificación B”: esto es, programas para adolescentes y
adultos. Significativa parte de mi infancia había transcurrido con la hora de
dormir —la hora en que mi papá tomaba plenipotenciario control de nuestro
veterano televisor en blanco y negro— arrullada por la eterna paleta de
caramelo en labios de Kojak, las
incomprensibles tramas de Las calles de San
Francisco, la arrugada gabardina de Columbo
y las eternas persecuciones
callejeras de Starsky y Hutch.
Ya instalados en Morelia, era
yo quien solía monopolizar el último usufructo diario del televisor. El aparato
acabó instalado en la planta baja de casa, donde se encontraba también mi
dormitorio. Además, concurría a la secundaria en horario vespertino. Así que podía
desvelarme hasta la hora de cierre de las repetidoras de los canales
capitalinos, es decir hasta la media noche. Y ver así las series policiacas que
habían venido a reemplazar a los clásicos setenteros.
Predominaban en mi gusto
personal Spencer Investigador, Hunter, Magnum, y un forzado remake ochentero de Mike Hammer. Series estelarizadas todas por personajes masculinos
individuales; herederos que, voluntaria o involuntariamente, caricaturizaban en
diverso grado el modelo detectivesco
duro original a lo Humprey Bogart. Pero también tuve mi etapa de franca
fidelidad por La reportera del crimen,
con Ángela Lansbury en el papel de sexagenaria escritora a lo Ágatha Christie.
Y hasta llegué a aficionarme por los Hart Investigadores, un matrimonio más
bien insípido y de buena posición, dedicado por algún estrambótico motivo al
esclarecimiento de misterios criminales. Nunca, eso sí, fue de mi agrado Con temple de acero, que curiosamente
resultaría ser el programa favorito de mi primera novia, ya en primero de prepa.
A la postre, transitando ulteriores capítulos de la vida, mi serie policiaca favorita
terminaría siendo otra que combinaba romance y comedia: Luz de luna, donde iniciara su exitosa carrera Bruce Willis, al
lado de Cybill Shepherd.
Fuera de la pantalla chica, mis
escasos antecedentes detectivescos habían tendido más hacia la escuela inglesa
que hacia la americana.
Durante las vacaciones
veraniegas entre quinto y sexto año de primaria, mi mamá me había canjeado la
obligación de una hora diaria de repaso escolar, por la obligación de una hora
diaria de lectura. Y entre los libros que me tocó padecer —dado que en ningún
momento consideré que aquella experiencia pudiese atesorar alguna faceta
placentera— estaban Los últimos casos de
Sherlock Holmes. Si a la vuelta de
la esquina terminaría volviéndome incondicional devoto del padre de los
detectives, aquel verano cuanto consiguió grabar en mí fue una impresión de impenetrabilidad
y de tedio.
Mejor fueron las cosas con Hércules
Poirot. Supongo que se debió en buena medida
a que el hijo predilecto de Ágatha Christie llegó hasta mí por vía
cinematográfica y no literaria.
Para mi cumpleaños número doce,
se me había metido en la cabeza que quería de regalo un traje formal. Saco,
corbata, chaleco, pantalón de vestir; zapatos elegantes, sea lo que esto
significara. Estaba por terminar la primaria, y consideraba que la efeméride
era digna de un signo irrevocable, capaz de señalar por sí mismo tanto su
excepcionalidad respecto de todos los cumpleaños previos, como de establecer distancia
respecto de la niñez que en teoría iba quedando atrás.
Mis papás compartían el
entusiasmo por el evento en una medida proporcional a la mía. Se habían
conocido, enamorado y —prácticamente— casado en la secundaria, por lo que el
ingreso a dicha instancia escolar y existencial gozó siempre de un enorme
prestigio al interior de la familia. Pero ello estaba lejos de hacerles perder
su perspectiva de autoridades. Más allá de todo entusiasmo, ponderaron la
significativa erogación financiera que mi capricho representaría, así como la escasa
utilidad práctica que un traje formal podía representar a posteriori para mi
más bien modesto guardarropa. Así que mediamos. Iríamos a comprarme un
sucedáneo de traje, hasta la tienda que para nuestros estándares y bolsillos
constituía el no va más en materia de elegancia: es decir, Liverpool. Y luego nos iríamos los tres al cine, para terminar
cenando en un restaurante.
Aumentándole al festejo sus
augurios venturosos, la fecha de mi cumpleaños cayó para esa oportunidad en
viernes. Mi mamá, quien cubría turno vespertino en el departamento de joyería
del entonces flamante Sanborns de la
Glorieta de Riviera, canjeó su día de descanso con alguna de las otras
empleadas. Mi papá pediría salir un poco más temprano de la oficina, para
incorporarse al festejo ya en el Liverpool
de Insurgentes. Cumplidos el regreso de la escuela y la hora de la comida,
mi abuela se llevó a mis tres hermanas para que pasaran el fin de semana en su
casa.
Mi ajuar de presunta elegancia
formal post-infancia consistió en una camisa, unos pantalones y un suéter, a
los que me empeciné en añadir una corbata. Los zapatos quedaron pendientes para
algún otro cumpleaños. Camisa, pantalón y suéter eran de tres tonalidades
distintas de azul cielo, mientras que la corbata era azul marino. El cine al
que iríamos quedaba a un par de cuadras del Ángel de la Independencia. El
programa supongo que lo eligió mi mamá, quien hacía poco había terminado de
leer Los elefantes pueden recordar, y
seguía entusiasmada con las peripecias y los enigmas de Poirot. La cinta se
titulaba Enigma bajo el sol.
Creo que me la pasé hablando
toda la película. Pero la verdad es que la culpa había sido de mis papás.
Camino al cine, con nuestras bolsas de Liverpool
bajo el brazo, ellos me explicaron que ante historias como la que íbamos a
ver el reto consistía en descubrir al culpable del crimen en turno, antes de
que el detective procediera a desenmascararlo. Y yo me consideré en la
obligación de compartirles el curso de todas mis patosas deducciones conforme
se me iban ocurriendo, antes incluso de que terminaran de cobrar cabal forma en
mi cabeza. Supongo que a la mitad del camino ya había señalado como culpables a
todos los personajes, excepto Poirot.
Para la cantidad de tiempo que
ha transcurrido desde entonces, recuerdo la trama con aceptable amplitud y
claridad, y retengo sobre todo la manera en que, durante la asamblea final de
sospechosos, terminan quedando deslindadas las correspondientes
responsabilidades. Sigo siendo tan malo como entonces para descubrir a los criminales
de ficción por medio del razonamiento lógico, aunque a cambio goce de un alto
grado de eficiencia para identificarlos a puro golpe de intuición, sobre todo
cuando se trata de una mujer. No tengo explicaciones para esto último; apenas la
vivencia acumulada al respecto, harto nutrida a estas alturas. Lo importante
aquí es que aquella noche, al salir del cine, fue la primera vez que me
consentí jugar a que veía el mundo con enfoque de detective.
¿Qué turbulentos enigmas a
descifrar resguardaban las personas con que nos íbamos cruzando por la calle? ¿Qué
complicados embrollos criminales cabía conjeturar para un sofisticado enigma de
salón, a partir de los escenarios por los que camino al restaurante íbamos
transitando?
Con un ojo puesto en la alegría
del festejo, y el otro en el cuidado del presupuesto doméstico, fuimos a cenar al Sanborns que todavía pervive a la vera
del Ángel de la Independencia. Mi mamá tenía derecho a descuento como empleada
de la cadena. Sólo que el arribo de la cuenta nos trajo la inesperada sorpresa
de que el porcentaje de descuento aplicable en la sucursal donde ella trabajaba,
no era el mismo contemplado para el resto de las tiendas. Tuve el buen tino de
nacer dos días después de la quincena, así que en casa había fondos suficientes
para pagar el importe anotado en la factura; pero mi mamá había decidido salir
llevando en el monedero un monto lo más ajustado posible a lo que según
sus cálculos previera de antemano gastar. Nunca han sido buena idea las
excursiones nocturnas por la capital con excedentes monetarios en la
bolsa. Así que mi papá tuvo que dejar en
prenda su reloj, bajo solemne juramento de que a primera hora nos personaríamos
a liquidar la deuda en toda forma. El gerente fue comprensivo cuando un par de
llamadas acreditaron a mi mamá como auténtica empleada de Sanborns; a fin de cuentas, según instruían los cursos todavía
incipientes de coaching corporativo a
la hora de contratarlos, formaban todos parte de una gran familia.
Poirot se tomó un descanso. O
más bien, sin que yo lo advirtiera, se resignó al tipo de mixturas
indispensables para que cualquier detectivesca verosimilitud pueda llegar a
buen puerto en nuestro vernáculo contexto. Camino de la puerta, no parábamos de
reír recordando los versos de Sábado,
Distrito Federal en voz e inspiración de Chava Flores: “pagan sus cuentas /
con un cheque de rebote, / o a’í te dejo el relojote , / luego lo vendré a
sacar”.
Al volver a la calle, nos aguardaba
la lluvia. Uno de esos aguaceros sin apelaciones, cuya patente parece
pertenecerle en exclusiva a la Ciudad de México. Uno de esos aguaceros que la
Ciudad de México utiliza para grabarse a traición en tu memoria como la más
indeleble, prodigiosa y querida de las llagas. Arribamos a casa con el agua
llegándonos al alma, fatigados, sin un peso en la bolsa. Pero felices.
A la mañana siguiente acudimos
temprano para cubrir el adeudo de la cuenta, y para recuperar el reloj de mi
papá. En una fonda a dos cuadras del Ángel de la Independencia almorcé los
sopes con salsa verde más deliciosos de toda mi vida. Nunca aprendí a hacerme
el nudo de la corbata; nunca me puse un traje, como no fuera por requerimiento
de un personaje durante mi fallida época de actor de teatro independiente. Mi
regalo de cumpleaños lo estrené un par de semanas más tarde, durante una
reunión con los amigos argentinos que solían prestarle a mi mamá las novelas de
Ágatha Christie. Conservo algunas fotos por ahí.
Acababa de cumplir doce años.
Aún no sabía que la vida podía tener perfume y sabor de novela negra. Pero ya
lo presentía.