domingo, 30 de agosto de 2020

Dashiell Hammett según los Hermanos Coen.


Dashiell Hammett ha tenido una suerte dispareja a la hora de ver trasladada su narrativa a la pantalla grande. En general tiende a asumirse la versión de El halcón maltés rodada por John Huston en 1941 como síntesis privilegiada y ejemplar de dicho traslado; esa versión, nunca está de más recordarlo, quedaría elevada al estatus de referente identitario para varias generaciones dentro y fuera de la Unión Americana, en razón de su valor como inauguradora del mito de Humprey Bogart. Sin embargo, ello jamás redundó en equitativa fortuna cinematográfica para Hammett; pese al mérito específico de varias de las cintas que integran su corpus fílmico (un corpus insólitamente frugal); pese a la inmensa afinidad que siempre se ha reconocido entre su estilo y el lenguaje cinematográfico; y pese a su decisiva influencia para la cultura popular estadunidense, y por lo tanto para todo el cine de aquel país en su conjunto más allá del género negro. Fuera de El halcón maltés según John Huston (la novela cuenta con un par de adaptaciones más) ninguna película logró trasladar, o siquiera sugerir con alcance aproximado, ni la atmósfera, ni el tono, ni el vasto cúmulo de resonancias éticas, estéticas y espirituales constitutivas de la obra de Hammett; hasta que en 1990 los Coen filmaron Miller’s Crossing.

Jugando con el absurdo y lo improbable, puede decirse que si El halcón maltés no estuviera ahí, Miller’s Crossing (retitulada en castellano como “Muerte entre las flores” o “De paseo a la muerte”)  representaría el mejor homenaje que el cine negro, en tantos sentidos deudor de Dashiell, habría sido capaz de retribuirle; claro que sin El halcón maltés los Coen tampoco estarían aquí; y es probable que ni siquiera nosotros, al menos tal y como nos concebimos.
Los inconvenientes en materia de derechos de autor para adaptar a Hammett a cualquier formato (cine, televisión, teatro, cómic) son legendarios. Pero si a más de uno, aun cuando haya leído la novela, puede escapársele el hecho de que Yojimbo (1961) de Akira Kurosawa no es sino el traslado de Cosecha roja  al universo samurái, a nadie que conozca aunque sea de modo superficial e incompleto la producción narrativa del padre de Sam Spade, puede pasarle desapercibida la gozosa y esmerada devoción con que en Miller’s Crossing lo trasladan los Coen al celuloide, por más que las correspondientes listas de créditos no hagan ninguna alusión al particular.
En términos argumentales, la pareja de realizadores toma como punto de partida la premisa base de La llave de cristal: un poderoso gángster en trance de labrarse la ruina por obra de sus propios errores, y su leal consejero dispuesto a salvarlo incluso aunque ello suponga un riesgoso espejismo de traición y la pérdida irreparable de la amistad que los une. Pero incorporan a su vez con libertad varios elementos de Cosecha roja. En tal sentido, quizá su más decisivo hallazgo, tanto para darle sólida unidad narrativa al engarzamiento de tramas y subtramas, como (sobre todo) para conseguir estricto apego a la proverbial y explosiva contención hammettiana, radique en la selección y el tratamiento de la pareja de personajes más claramente reconocibles tomados de esta última novela.
De La llave de cristal, los Coen privilegian pues a Paul Madvig, gangsteril cacique de una anónima ciudad en tiempos de la prohibición, y Ned Beaumont, empedernido apostador tan fecundo en ardides como Odiseo, con un estoico y algo decadente sentido del orgullo y la lealtad. Acá no llevan esos nombres, por supuesto; el cacique (Albert Finney) se llama Leo O’Bannon y el consejero (Gabriel Byrne) se llama Tom Reagan; no obstante, ambos personajes resultan nítidamente reconocibles, y superan a todas luces a los protagonistas del par de cintas que adaptaron la novela a la pantalla grande hace cosa de tres cuartos de siglo.
Por el contrario, de Cosecha roja los Coen no toman a la que cabría identificar como dupla dominante para el desarrollo de la trama; esto es, de un lado, el gordo detective sin nombre enviado a la corrupta ciudad de Personville por la Agencia Continental de Investigaciones Privadas, y del otro el testarudo anciano Elihu Wilson, histórico cacique de la región, empecinado en deshacerse de los gángsters que en los últimos tiempos le han permitido conservar su poder. Cabe decir que ninguno de ambos personajes llega a ser siquiera insinuado en la película.
Al reseñar críticamente Miller’s Crossing, suele hacerse mención del talento narrativo de sus artífices para sumarle al hilo argumental dominante, sacado de La llave de cristal, toda la carga de virulencia, denuncia, sátira y absurdo correspondientes a la feroz guerra de bandas de Cosecha roja; en cambio, se hace menos énfasis en el determinante valor de haber convertido a la pareja integrada por Dinah Brand y Dan Rolff en decisivo vórtice para establecimiento y despliegue del conflicto general.
          En Cosecha roja, Dinah Brand es la indisputable femme fatal de Poisonville. A muy poco de su arribo, el Agente de la Continental ha tomado ya nota de hasta qué punto todos los hombres de la ciudad con recursos para sufragarse el desliz (así sea por un breve período) han estado dispuestos a perder la cabeza o la vida por ella; de ahí que al conocerla no dejen en principio de sorprenderle el permanente desaliño y la abierta aspereza de una mujer que está muy lejos de resultar convencionalmente bella. Será el desarrollo de la historia lo que irá develándole de a poco al detective el misterioso e irresistible encanto de esta alma gemela, tan dura, testaruda e inflexible como él en su respectivo terreno y términos, tan secretamente frágil e íntimamente vulnerable en esa misma medida, y a la que Hammett resume como “una mujer joven con aspecto de ser mitológico cuando está enfadada”.
           Seguro que a Luis Cernuda (quien en sus apuntes sobre Dashiell no puede resistir la tentación de expresar en singular, aun cuando sea de paso, su admiración por el personaje) le habrían complacido en extremo el talento y la fidelidad de Etan, Joel y la actriz Marcia Gay Harden para traducir fílmicamente a Dinah Brand en Berna Bernbaum. Pero el mérito no para ahí. Si la novela nos presenta a Dinah permanentemente acompañada por un repelente patiño, un tuberculoso masoquista llamado Dan Rolff cuya relación con ella no llega jamás a quedar del todo esclarecida, la película eleva ese detalle a uno de sus más celebrados méritos: Bernie Vernbaum, corredor de apuestas y hermano de Dinah, magistralmente interpretado por John Tarturro.
           Si bien la construcción narrativa de Miller’s Crossing se asienta de modo indispensable también en otros personajes y otras líneas argumentales, es el cruce entre estos cuatro caracteres lo que le otorga su fundamental soporte. Queda aquí descartada de plano la ciega obcecación de Paul Madvig en La llave de cristal por cortejar a la refinada hija de un político aristócrata; y se ajusta el tenso triángulo amoroso —pleno de recelos, ocultamientos y discordias— a que ello da lugar en última instancia, cuando la joven comienza a interesarse por Ned Beaumont. En este caso, el triángulo aparece planteado desde el comienzo mismo de la cinta en términos igual de tensos, toda vez que Berna, siendo la chica de Leo, sostiene a la vez una relación secreta con Tom. El inestable, peligroso y poco agraciado Bernie será a la vez cuarto jugador y problemático comodín en esta comprometida mano de póker. Y la alusión al juego de cartas resulta aquí más que pertinente.
          Como casi todo el mundo sabe, Dashiel Hammett llevó a la cúspide su estilo, así como las preguntas esenciales que su obra plantea, en la trilogía integrada por Cosecha roja, El halcón maltés y La llave de cristal. Sam Spade, con su aquilea entereza, su privilegiado dominio de las situaciones de violencia, su magnético atractivo y su perenne aire de seguridad, queda sugerido como una suerte de visión óptima e idealizada de lo que a Dashiell acaso le hubiera gustado ser. El Agente de la Continental se sitúa en cambio varios niveles por debajo del encanto que, según todos los testimonios —sin que llegara nunca a ser Sam Spade— caracterizó de continuo a Dashiell; y le permite al autor un homenaje entrañable, tanto para la multitud de anónimos detectives que le correspondió conocer, como para un oficio que igual que los demás sólo te vuelve competente a través del sostenido, testarudo aprendizaje del día a día. Ningún protagonista de sus novelas largas casa pues tan a la perfección con Dashiell como Ned Beaumont.
        A diferencia de Spade y del Agente de la Continental, Beaumont carece de toda capacidad para la violencia física, y ha de moverse en el corazón mismo de un mundo a cual más violento sin otras armas que su ingenio y su sentido de lealtad. Pero además, la noción de fatalidad trágica que desde los primeros relatos aparecidos en Black Mask presidió la perspectiva de Hammett ante el mundo, y que en sus otros protagonistas icónicos suele a menudo parecer tenue, disimulada o en segundo término, significa para Beaumont la carta definitoria de su temperamento, a partir de la mismísima primera línea de La llave de cristal. Beaumont es un jugador, que al arranque de la novela se halla en medio de una mala racha, sobre el cual se cierne la amenaza de los acreedores, y quien por dignidad y orgullo se niega a aceptar tajante que su acaudalado amigo Madvig le salde las deudas. En esa misma medida, se niega también a dejar de jugar, toda vez que en la lógica supersticiosa del apostador sólo conseguiría diferir la mala racha, pero no cortarla.
      Miller’s Crossing privilegia con lucidez ese elemento, ese aderezo de zozobra, esa inquietud complementaria, a través de la cual Tom Reagan nos transparenta a plenitud quién es él, quién es Beaumont y quién es Hammett. A lo largo de la historia, no sólo deberemos contemplarlo afrontando las vicisitudes del triángulo amoroso que completa, y de la guerra de gángsters en medio de la cual se halla metido, sino sobrellevar las inquietudes de sus cuitas de jugador y la acechante sombra de los recaudadores.
        La crítica mayoritaria ha dictaminado incontrovertible característica para la obra de Dashiell la ambigüedad moral, elevándola a cliché al asumirla como punto de partida, conclusión ética a priori y hasta calculado efecto técnico para la obtención de verosimilitud realista, cuando se trata por completo de otra cosa. La ambigüedad moral no es en Hammett una causa, sino una consecuencia. Debajo de ella pulsa todo el tiempo la intuición de la tragedia, el fatal trazo de lo que no puede ser de otra manera, y que no obstante exige hacernos responsables de nuestras acciones dentro de su implacable dibujo.
         El peculiar, transparente y sin embargo muchas veces inaprehensible lirismo de sus narraciones, proviene de ese mismo temperamento trágico, y no tolera impostaciones a manera de añadido pintoresco. A todos los devotos lectores de Hammett nos han fascinado por igual aquella enigmática parábola a propósito de un tal Flitcraft, incluida en El halcón maltés, y que narra la historia de un hombre que lo abandonó todo, desapareciendo “como desaparece un puño al extenderse la mano”, para al cabo reaparecer con una identidad que resulta sobrecogedora calca de la que ya tenía antes; o la inextricable alegoría de los sueños que en La llave de cristal se cuentan entre sí Ned Beaumont y Janet Henry, y de los cuales surge el título de la novela de que forman parte; o la expresionista pesadilla de alcohol y láudano en que se sumerge el Agente de la Continental hacia el último trecho de Cosecha roja, sólo para despertar y descubrirse ante sus propios ojos irrefutable sospechoso de un asesinato. Pero la verdad es que nunca habíamos visto irrupciones de semejante lirismo en la pantalla, como no fuera quizá aquella licencia shakespereana de Bogart, cuando en su iniciático clásico de 1941 asevera que el halcón maltés está hecho de la misma materia que los sueños.
          En Miller’s Crossing, el recurrente motivo del sombrero cayendo a tierra en medio del bosque, soñado por Tom Reagan, no constituye un elemento decorativo. Toda la secreta elocuencia del universo hammetiano, su trasfondo de tristeza, su tenaz orgullo, su imbatible dignidad, caben en él.
          Miller’s Crossing es para muchos la obra maestra de los hermanos Etan y Joel Coen. No estoy del todo seguro, aun cuando la hipótesis tampoco me resulte descabellada ni desagradable. De lo que sí estoy seguro (y me consiento tan herética declaratoria por el entendimiento de que Huston, Bogey y su halcón dirimen primacía en territorios mucho más vastos que ese), es  que se trata de la mejor traducción, la más fiel, la más completa, la más íntegra, que se haya hecho hasta hoy de la narrativa de Dashiell Hammett al cine. Lo cual ya por sí solo amerita las más festivas loas, las más eternas gratitudes. 


Imagen tomada de Coen Brothers Alternative Posters (https://coenbrosposters.tumblr.com)