Me gusta pensar que conocí a
David Huerta hacia mis ocho o nueve años. Al iniciar el ciclo escolar de tercer
grado, el profesor procedió a anunciarnos que se incorporaría a nuestro grupo
un compañero nuevo, que ya había sido dado de baja en no sé cuantas otras escuelas
por problemas de conducta. Aquel niño problema se convirtió sin retórica en el
mejor amigo de mi infancia, a pesar de que su paso por mi escuela primaria fue
tan accidentado y efímero como supongo había resultado en las anteriores. Seguimos
frecuentándonos varios años, incluso cuando él procedió a recalar en otras
instituciones educativas. Para ofrecer un botón de muestra sobre su perdurable
impronta en mi vida, me limitaré a decir que descubrí Morelia en su compañía
durante unas vacaciones donde le permitieron viajar incorporado a mi familia. Su
disfuncionalidad para con las convenciones sociales no tenía que ver con
agresividades ni violencias, sino con su extrovertida naturaleza aérea, que lo
llevaba a volar siempre a su aire, provocando recurrentes complicaciones
logísticas no sólo ante los rígidos esquemas escolares, sino incluso ante los
mucho más abiertos marcos de convivencia de su contexto familiar. Su mamá era y
es todavía escritora, y no creo exagerar si afirmo que influyó decisivamente
para que la mía siguiera ese mismo camino.
Al paso de los años, venimos a
enterarnos de que aquella mujer escritora había sido durante algún tiempo
pareja sentimental de David Huerta, y que dicho período probablemente coincidió
con el de la amistad y las mutuas visitas entre mi amigo y yo. La verdad es que
estando de visita en su casa, jugando, haraganeando, ensoñándonos con proyectos
delirantes, dibujando historietas, descubriendo a Ásterix y Óbelix, hablando él
de La historia interminable o
ilustrándolo yo sobre la genealogía de superhéroes Marvel, nunca presté
atención alguna a los adultos presentes en el departamento, fuera de su mamá.
Hubo una única excepción a esta
última norma. Se trató de la temprana etapa en que invité por primera vez a mi
amigo a casa. Él aceptó, asegurándome que lo hacía con el correspondiente conocimiento
y beneplácito de la autoridad materna. Fue a esperarme a la salida de la
escuela (a la cual no había asistido ese día), comió con nosotros, jugó y leyó
historietas conmigo toda la tarde. En un momento dado, ya cayendo las sombras
de la noche, mi mamá comenzó a inquietarse y le preguntó a qué hora iban a ir a
recogerlo; yo había anotado nuestra dirección y elaborado un elemental croquis en
su cuaderno desde días atrás. Mi amigo dijo que regresaría solo, a lo cual mi
mamá se opuso de forma terminante. Lo acompañamos pues a pie de regreso hasta
su hogar, algo distante del nuestro por entonces, aunque tiempo después viviríamos
a pocas cuadras de distancia. No bien tocar el timbre de su departamento, la
puerta se abrió y apareció en el umbral un hombre de lentes, mezclilla, bigote —no
recuerdo si barba— y pelo largo. De inmediato tomó a mi amigo en sus brazos, lo
izó hasta su pecho y lo estrechó con una mezcla de desolación, alivio y rabia,
para enseguida dar voces llamando a la señora de la casa. Mi mamá y yo no
precisamos más explicaciones. Mi amigo había salido de ahí desde la mañana, sin
avisar a nadie y sin que hubiera manera de deducir su paradero. A esas alturas,
su mamá y el compañero de su mamá habían no sólo agotado los domicilios y
teléfonos de todos los amigos y primos a su alcance, sino iniciado la
angustiosa instancia de solicitar informes en hospitales, delegaciones y demás.
Cuando —ya adulto y proyecto de
escritor— me enteré de que David Huerta había sido pareja sentimental de la
mamá de mi amigo, me acostumbré a escrutar cuanta foto de juventud del poeta pasaba
por mis manos de manera impresa o virtual, asediando sus rasgos en guajiro afán
por recobrar los de aquella fugaz aparición de lentes, bigote, mezclilla y pelo
largo, correspondiente a mis años de educación primaria.
Más tarde, los azares de la
vida y la literatura me brindaron el placer de coincidir con él en algo así
como media docena de oportunidades. Primero, como jurado del certamen Gran Angular
1996, elogió con entusiasmo mi novela La sombra
de Pan, asegurándome que él había defendido hasta donde fue posible que se le
concediera el primer premio y no la mención honorífica que a final de cuentas recibió.
Más adelante, a lo largo del año 2000 en que yo fui becario del Fonca en el área
de novela, y él fungía como tutor en el área de poesía, charlamos en varias oportunidades.
Se entusiasmó con mi proyecto (a final de cuentas malogrado) de escribir la historia
de un alquimista que, perseguido por la inquisición,
se veía en la necesidad de emigrar a Nueva España. Me invitó a su casa, fotocopió
y engargoló para mí un volumen de tratados
herméticos y el cuento La rosa de Paracelso
de Borges, me hizo jurarle que no volvería a Morelia sin pasar antes por la
librería “La torre de Lulio”, me obsequió con elogiosos comentarios el primer libro
de cuentos de Eduardo Antonio Parra. Enorme generosidad de una personalidad literaria
de su prestigio y su talla hacia un joven escritor de provincia a quien apenas conocía.
Para entonces, David ya había fungido
para mí desde la página escrita como guía y adelantado cofrade en los continentes
José Lezama Lima, Efraín Huerta y Malcolm Lowry. Durante la época en que nos tocó
encontrarnos, se hallaba arrebatado con fervor militante por Góngora, subrayando
a quien quisiera oírlo y a quien no que el verdadero irreverente, el verdadero polémico,
el verdadero experimentador lúdico, el verdadero humorista, el verdadero apasionado,
el verdadero infortunado, había sido don Luis y no Quevedo.
Coincidimos por última vez en Morelia,
sede de la plenaria final para los jóvenes creadores del Fonca aquel año 2000. Entre lecturas, presentaciones, coreografías,
exposiciones, conciertos y discursos, tuve oportunidad de presentárselo a mi mamá
y a mis hermanas. Para bochorno mío e irritación de malquerientes, apenas divisarnos
por los pasillos del Conservatorio de las Rosas o de la Casa de la Cultura, David
procedía a exclamar “en Morelia los Monreal son la ley, en Morelia los Monreal son
la ley”. En algún momento, mi mamá se las
arregló para preguntarle si en efecto había sido pareja de la mamá de mi mejor amigo
de la infancia; sin abundar en detalles ni proceder a ningún cotejo de fechas, David
se limitó a confirmárselo con una sonrisa nostálgica y enternecida.
Yo, por mi parte, jamás llegué a
aludir al tema. Ni durante mis encuentros con él, ni más tarde, cuando la internet
y sus redes sociales abrieron la opción de recuperar a mi amigo y a su mamá tras
décadas de distanciamiento e ignorancia totales. Nada que ver con el pudor o
con la diplomacia. Me gusta el velo de bruma en torno a la historia aquella. El
“igual y sí” entremezclado en oleajes de ida y vuelta con el “igual y no”.
Como poeta, David será siempre para
mí antes que nada el autor del primer libro suyo que llegó a mis manos: Cuaderno de noviembre. Al revisitar sus páginas,
al revisitar las páginas de cualquiera de sus otros libros de poemas, David no me
ofrece ninguna inapelable certidumbre, sino algo infinitamente más precioso: el
aliento siempre renovado de una jubilosa sospecha.
Pues eso es. Yo no necesito la inapelable
certidumbre de haber conocido a David Huerta hacia mis ocho o mis nueve años:
me basta la jubilosa sospecha.
Imagen: David Huerta retratado por Rogelio Cuéllar en 1980.