domingo, 2 de octubre de 2022

El pliego suelto que nunca existió.

 

Un libro, como podemos comprobar ahora mismo echando mano de cualquier volumen a nuestro alcance, se confecciona a partir de varios pliegos de papel doblados y encartados. Para mantener unidos y en orden los cuadernillos independientes que resultan de dicho encartamiento, es menester fijarlos mediante costura o pegado a través de un proceso de encuadernación. Una hoja volante se define como un solo pliego doblado o varios pliegos encartados que no han sido sometidos a proceso de encuadernación alguno.

El rápido auge de la imprenta durante la segunda mitad del siglo XV, que estimuló la aparición de talleres a lo largo y a lo ancho de todo el continente europeo, trajo consigo la necesidad de legislaciones y normas regulatorias emitidas por las autoridades competentes. En 1502, los Reyes Católicos promulgaron un conjunto de leyes para impresores, libreros, imprentas y librerías, que imponían estrictas regulaciones y engorrosos trámites a la producción y venta de libros dentro de sus dominios, mas no así a otro tipo de materiales impresos. Pueden identificarse dichas leyes como el detonante decisivo para la proliferación de hojas volantes y pliegos sueltos, llamados también pliegos de cordel. No obstante, el auge de tales publicaciones no fue inmediato. Tanto la definición de su perfil como su destacado sitio en el favor de un público al que debieron encargarse de formar, irían consolidándose paso por paso a lo largo de muchas décadas.

El término “pliegos de cordel” puede haber surgido por detalles de manufactura o por los modos en que estos impresos solían ser ofertados para su venta. En la actualidad permite además distinguirlos de otros materiales, como las gacetas, que son en sentido estricto también hojas volantes, pero cuyo perfil resultaría muy distinto.

Desde el siglo XIX hasta nuestros días, el llamado Pliego suelto del terremoto de Guatemala ha venido siendo presentado por numerosísimas fuentes como la primera pieza periodística y la primera hoja volante aparecida en la Nueva España.  Lírica, narrativa y dramáticamente hablando, ningún perfil más tentador que el suyo para confiarle el acta de nacimiento oficial de nuestras publicaciones literarias. 

Primero, se trataría de un pliego suelto impreso en 1541, es decir apenas a veinte años de la derrota del señorío mexica. Segundo, reproduciría de manera más o menos fiel un informe de primera mano transmitido a España por el conquistador Juan Rodríguez Cabrillo; informe que suele reconocerse como el primer texto periodístico escrito en el Nuevo Mundo. Tercero, habría salido del taller de Juan Pablos, primer mítico impresor en la historia de América. Cuarto: inmortalizaría una truculenta historia relacionada con la suerte final del conquistador Pedro de Alvarado, capitán responsable en ausencia de Cortés de la matanza perpetrada dentro del Templo Mayor de Tenochtitlan en mayo de 1520.

¿No parecen los datos así dispuestos estar perfilando ya por sí solos el material de una apasionante novela? Tienta por demás cerrar los ojos y conjeturar a las gentes de aquella Ciudad de México aún en obra negra, leyendo por cuenta propia o escuchando por boca de algún comedido la primera hoja volante de nuestra historia. Pero lo cierto es que ninguna de esas hipotéticas escenas pudo tener lugar, dado que el presunto Pliego suelto del terremoto de Guatemala impreso por Juan Pablos nunca existió. No podía existir. Ninguna condición había para posibilitar que se imprimiera, ni en lo que hace al amplio marco de la situación sociocultural de Nueva España y el imperio español hacia 1541, ni en lo que hace a las específicas circunstancias de las personas que habrían debido involucrarse en semejante proyecto.

Un contenido predilecto de los pliegos de cordel a lo largo de su dilatada historia —una historia que se extiende desde el siglo XV hasta la actualidad— corresponde al muy amplio marco genérico de la “relación de sucesos”. Es dentro de este rubro donde se ubicaría la presunta hoja volante impresa en México por Juan Pablos en 1541. Temáticamente, dentro de la relación de sucesos cabían la reseña de efemérides civiles y religiosas, la crónica de hechos históricos, los relatos de milagros y prodigios naturales, el testimonio biográfico y autobiográfico, las truculencias propias de nuestra prensa sensacionalista y de nuestra nota roja, etc.; de hecho, las fronteras entre semejantes bloques temáticos a menudo no solían resultar demasiado claras. Estilísticamente, las relaciones de sucesos admitían lo mismo la prosa que el verso; significativa parte de los romances populares que han llegado hasta nosotros proceden de los pliegos de cordel.

Por lo que respecta al auge gradual de las relaciones de sucesos  aparecidas en hojas volantes durante el siglo XVI, como preludio para su éxito masivo a partir del siglo XVII, la investigadora española María Sánchez Pérez, Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, ha elaborado una interesante tabla[1].  Por supuesto, se trata de una tabla elaborada a partir de materiales conservados, que debe aquilatarse sobre el marco de referencia de una abrumadora mayoría de materiales perdidos; dada su manufactura y su enfoque, los pliegos de cordel fueron siempre altamente perecederos. No obstante, la propia abundancia o carencia de ejemplares correspondientes a un año u otro admite tomarse sin duda como muestra representativa de la evolución del fenómeno.

De acuerdo con dicha tabla, las relaciones de sucesos en pliego de cordel que conservamos dentro del ámbito hispánico, correspondientes al plazo que va  de 1500 a 1550, suman escasamente un total de catorce; los correspondientes al plazo 1551-1600 suman en cambio ciento veintinueve. Del año 1509 subsiste un solo ejemplar; del año 1596 subsisten quince ejemplares. Del año en que habría aparecido el supuesto Pliego suelto del terremoto de Guatemala de Juan Pablos, curiosamente la producción en la península ibérica no nos ha legado un solo ejemplar. Como señala la Doctora Sánchez Pérez, la definitiva implantación del género parece haberse dado hacia 1570, encarando ya el último cuarto del siglo. No hay motivos pues para sobreestimar la presencia de las relaciones de sucesos en pliegos sueltos como un fenómeno consolidado en España antes de dicha fecha; menos aún en sus posesiones recién conquistadas allende el océano.

Claro que los pliegos de cordel acabarían convertidos en las primeras “revistas” literarias de la historia de México, prolongando una inercia que había iniciado en Europa con la popularización de la imprenta. Pero lo harían de manera mucho más tardía, cuando hubiera suficiente número de impresores para sostener la oferta, y mínimo favor público para garantizar la demanda.

La merecidísima aura mítica que rodea a Juan Pablos como primer impresor de América, no debe hacernos olvidar los precarios recursos de que él y su equipo de trabajo dispusieron durante los primeros años, así como las severas restricciones de todo tipo que por contrato debía obedecer. Al llegar a la Ciudad de México en 1539, nada era suyo. Ni los 195 000 maravedíes que portaba para la compra de insumos, útiles, provisiones y gastos; ni su movilidad durante los siguientes diez años, pues quedaba comprometido a no abandonar la ciudad en ese lapso;  ni los privilegios reales que certificaban el taller a su cargo como la única imprenta autorizada de todo el continente; ni los materiales y herramientas de trabajo que traía consigo; ni el esclavo negro incorporado como batidor; ni la potestad de elegir al tirador de la imprenta, que podía ser removido y sustituido en el momento que se lo ordenaran; mucho menos las potenciales ganancias que el taller consiguiera rendir, mismas que se comprometía a remitir íntegras a España y de las cuales debía corresponderle al cabo la quinta parte, tras los respectivos descuentos por inversión capitalista, por pérdida o estropicio de bienes del taller, por gastos de traslado, y por manutención de él y su esposa, Jerónima Gutiérrez. Ni siquiera eran suyos el nombre Juan Pablos con que pasaría a la historia, ni el reino español desde el cual arribaba, pues se llamaba en realidad Giovanni Pauli y había nacido en Brescia, Italia.

El verdadero beneficiario de aquella iniciativa era su patrón, Juan Cromberger, cuyo padre, el alemán Jacobo Cromberger, había logrado convertirse durante el primer cuarto del siglo XVI en el más importante impresor de Sevilla (principalísima ciudad para el naciente imperio español ya desde entonces). El patriarca de los Cromberger supo obtener de la corona ventajosos favores que le permitirían no sólo ampliar y diversificar intereses comerciales en Europa, sino incorporarse a lo que en aquella época comenzó a llamarse la “Carrera de Indias”. Por su parte, sin descuidar el negocio que había dado origen a la prosperidad familiar, Juan Cromberger orientó esfuerzos hacia una consolidación mercantil de amplio espectro, que incluía desde el préstamo de dinero hasta el comercio ultramarino, desde la actividad inmobiliaria hasta el tráfico de esclavos. Por lo que hace a su empresa americana, pese al rigor de las leoninas cláusulas impuestas a Juan Pablos, la verdad es que Cromberger manifestó muy poco interés en el monopolio que se le había concedido como única persona autorizada para la impresión e importación de libros en el Nuevo Mundo; su atención y la de sus herederos se consagró casi íntegra a las ricas explotaciones de plata conseguidas en Sultepec y Taxco.

La llegada de la imprenta a la Nueva España había tenido su principal promotor en el franciscano Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, quien adquiere su mayor celebridad popular en la memoria mexicana por haber sido el primero en mirar a la Virgen de Guadalupe en el ayate de Juan Diego, según narran la tradición y la leyenda. Como casi siempre que de humanos asuntos se trata, acaso sea menester repartir equitativamente su empeño bibliófilo entre el amor, la necesidad, el interés, las responsabilidades y los compromisos adquiridos. Zumárraga amaba los libros. Zumárraga era consciente de la importancia de una imprenta para las labores evangelizadoras y educativas del incipiente virreinato. Y Zumárraga tenía un adeudo monetario por préstamo no saldado con la familia Cromberger.

No parece descabellado conjeturar una decisiva influencia del obispo de México para beneficiar los negocios del empresario sevillano en Nueva España. Lo más importante aquí es en todo caso establecer que Juan Pablos inició su labor impresora condicionado en un extremo por el despotismo patronal y la desidia editorial de Juan Cromberger, y en otro por los requerimientos e intereses institucionales de Fray Juan de Zumárraga. Es en estos últimos que debemos centrar ahora nuestra atención. Apenas instalada la flamante imprenta en la llamada Casa de las Campanas, las funciones que se aguardaban de ella no correspondían prioritariamente a la manufactura de libros.

La habilitación de un taller tipográfico en la Nueva España obedeció a objetivos bien definidos por parte de la corona, la iglesia y el virrey Antonio de Mendoza. Por una parte, apoyar el proceso de evangelización con la publicación de doctrinas, catecismos, confesionarios, manuales de sacramentos, etc.; por otra, respaldar el proceso de hispanización mediante la elaboración de vocabularios, artes de lengua, cartillas para aprender a leer, etc.; por último, pero no menos importante, facilitar las labores civiles y administrativas sacando a la luz impresos burocráticos como edictos, cédulas, formularios y calendarios, actualmente denominados “literatura gris”.

Hay consenso en distinguir una notable desproporción cualitativa y cuantitativa entre la producción bibliográfica del taller de Juan Pablos al servicio de Cromberger, y el taller ya con Juan Pablos como propietario y titular. Y en esa desproporción tienen peso innegable la precariedad y las prohibiciones impuestas por la familia Cromberger. Sin embargo no debe minimizarse como otra causa importante la demanda de materiales religiosos, lingüísticos y administrativos que Juan Pablos y su equipo de trabajo debieron cubrir por sí solos durante aquellos años, sin la colaboración ni la competencia de ningún otro impresor, y padeciendo encima las al parecer atávicas crisis por carencia y carestía de papel.

Escaso margen y sentido pues para el desliz de una relación de sucesos en hoja volante durante 1541. Y sin embargo, las referencias que dan como un hecho la existencia del Pliego suelto del terremoto de Guatemala son desde el siglo XIX hasta la actualidad abundantísimas, comenzando con el Diccionario Universal de Historia y Geografía publicado en nuestro país en 1854, y terminando con las vigentes entradas que ahora mismo puede consultar cualquiera ingresando a Wikipedia. Continúan difundiéndose con profusión las fotografías del impreso, cuyo colofón luce con todas sus letras la leyenda: “Imprimióse en la gran ciudad de México. Año de mil y quinientos y cuarenta y uno en casa de Juan Cromberger”.

El auge de los pliegos de cordel en Nueva España, aun cuando muy precariamente documentado, cabe ubicarlo hasta ya entrado el siglo XVII. Y además con notables matices respecto de las características que adquiriría el género del otro lado del mar. En la península, siguiendo una proporción más o menos equitativa, las hojas volantes de corte piadoso en sus diversas modalidades coexistieron desde un principio con materiales autorizados a licencias más profanas; cumplidas las respectivas fórmulas de circunstancias en elogio de este santo, esa virgen o aquella autoridad, podían lectores y escuchas dar rienda suelta a su llana curiosidad, a su lírica avidez, a su descarado morbo.

Para Nueva España las cosas fueron muy distintas. La vigilancia y la censura de la iglesia y la corona se mantuvieron siempre quisquillosas y alertas respecto del riesgo que pudieran acarrear determinadas libertades. En el caso que nos ocupa, es decir, el de lo que podía ser impreso y leído o no en el Nuevo Mundo, una de las más tempranas y férreas proscripciones le correspondió justamente a lo fabuloso y lo profano. Sabemos que a partir del siglo XVII, en materia de relación de sucesos, se imprimieron romances, milagros, noticias de actualidad y crónicas de desastres. Pero sin hurtarle nunca el sitial de privilegio a la reseña de procesiones, o de festividades tanto civiles como religiosas. Todo indica que hasta el fin del virreinato, tratándose de pliegos sueltos, el eje dominante hay que enfocarlo primero desde la óptica del proceso de evangelización, y después desde la óptica de las obligaciones que —en tanto súbdito y feligrés— la autoridad aguardaba de un pueblo ya plenamente evangelizado. Y que el resto de las temáticas características de la literatura de cordel quedaron confiadas a otras manifestaciones culturales, como la tradición oral, la copla callejera, la música popular, más algún temerario desliz de cuando en cuando desde la escena teatral. Para expresarse de manera abierta a través de la página impresa de distribución masiva, el gusto por el chisme escabroso y la peripecia sangrienta tendría que aguardar entre nosotros hasta la llegada de la Independencia.

Guadalupe Rodríguez Domínguez, investigadora de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, se ha encargado de demostrar[2] que la versión del Pliego suelto de Guatemala difundida como mexicana es reelaboración de dos hojas volantes impresas en España en fecha sin determinar, y que no pudo salir del taller a cargo de Juan Pablos, dado que ni la tipografía, ni las orlas, ni los grabados utilizados corresponden a aquellos de los que dispuso el bresciano. Materiales estos últimos que, por su parte, se hallan plenamente identificados a partir de aquellas obras que Juan Pablos efectivamente imprimió.

Tras la comprobación técnica, quedaba empero en pie la cuestión de la procedencia de aquel impreso espurio. A Rodríguez Domínguez le llamó la atención que durante cerca de tres siglos no hubiera habido referencia alguna sobre esa hoja volante. Y que tanto la primera noticia a propósito de ella, así como las ulteriores ratificaciones que procedieron a acreditarla, procedieran todas de un selecto y ceñido núcleo de bibliógrafos, encabezados por el célebre humanista decimonónico Joaquín García Icazbalceta.

En su obra de ficción La novela de mi vida, del año 2002, el escritor Leonardo Padura polemiza a propósito de Espejo de paciencia, poema con que el escritor canario Silvestre de Balboa habría fundado la literatura cubana hacia 1620. Padura postula de manera abierta que tanto el poema como el escritor nunca existieron, y que fueron obra de un puñado de escritores del Romanticismo, decididos a otorgarle a la isla un antecedente ilustre del cual carecía, equiparable a la mexicana Crónica de Bernal, a la chilena Araucana de Ercilla y a los peruanos Comentarios Reales del Inca Garcilaso.

De manera análoga, la Doctora Ramírez Domínguez plantea que el pliego suelto del terremoto de Guatemala atribuido a Juan Pablos, fue creación de García Izcabalceta y su círculo de allegados. Quién sabe si como broma erudita, como venganza personal contra otros especialistas, o como jactancia de su capacidad para incorporarle a la realidad un fruto de la pura fantasía, de la pura ficción.

Acaso nos hemos equivocado y nuestra historia no es una novela. Sino un cuento. De Jorge Luis Borges.




[1] Sánchez Pérez María. Panorámica sobre las Relaciones de sucesos en pliegos sueltos poéticos (siglo XVI). En eHumanista: Journal of Iberian Studies,  Vol. 21, 2012.

 [2] Rodríguez Domínguez Guadalupe. La imprenta en México en el siglo XVI. Editorial Regional de Extremadura. Mérida, 2018.


Imágenes:

1. Remodelación de la catedral de la Antigua Guatemala. Antonio Rodríguez Montúfar, 1678.

2. Imprenta limeña. Miguel Adame, 1701.

3. El presunto Pliego suelto del terremoto de Guatemala impreso en México en 1541.