sábado, 27 de enero de 2024

Puntos suspensivos.

 

Durante significativa parte de mi infancia, el recorrido habitual y natural para enfilar desde casa hacia la colonia Guerrero donde moraba la abuela, consistía en recorrer con rumbo norte esa avenida que a la postre terminó siendo el Eje Central Lázaro Cárdenas, pero que en los más tempranos desvanes de mi memoria iniciaba llamándose Niño Perdido para convertirse luego en San Juan de Letrán.

Aquello de Niño Perdido estimulaba grandemente mi masoquista favor infantil por las angustias gratuitas. Sobre todo a la hora del regreso, cuando ya bajo las sombras de la noche remontábamos en trolebús la ruta de regreso a casa. Pegando la nariz a la ventanilla conjeturaba un niño solitario, condenado a deambular ida y vuelta ante los portales infranqueables, anegados los ojos de lágrimas, sin alma a la vista propicia a echarle un lazo, brindarle un consuelo, preguntarle dónde vivía.

Seguro hay alguna leyenda o algún episodio histórico relacionado con el nombre Niño Perdido, pero ni la conozco ni me interesa buscarla. Prefiero resguardarme en el limpio masoquismo que a los cinco, los siete o los nueve años me llevaba a mirar en esa avenida nocturna un desolado escenario como sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico. El peculiar sentimiento de desolación incubado al amparo del epíteto logró filtrarse incluso alguna vez al ámbito del sueño, con una pesadilla durante la cual el niño perdido resultaba ser yo mismo, arrojado a la brutal intemperie del asfalto, la noche, el concreto. Algo sin duda capaz de generarle un hueco en el estómago a cualquiera.

Sin embargo, por lo que hace a huecos en el estómago, durante aquel plazo de infancia la avenida que al cabo acabaría llamándose Eje Central dispuso para mí como estelar otra prenda distinta.

Abordado el correspondiente trolebús y ocupado el correspondiente asiento para encaminarnos rumbo a casa de la abuela, sin importar la disposición anímica del día, ni la especial ocupación en turno (mirar por la ventana, conversar, jugar, pelear con alguna de mis hermanas), llegaba siempre el punto donde venía a imponerse la conciencia de que estábamos a punto de atravesar el Viaducto. Nosotros nos habíamos acostumbrado a denominar aquel cruce como El Puente. Durante cosa de diez o quince segundos, el trolebús alteraba su estable desplazamiento horizontal para ascender y descender la parábola impuesta por el correspondiente paso a desnivel. Y no importaba cuánto te hubieras preparado, cuántas rutinas respiratorias hubieras improvisado, con cuánta anticipación hubieras cerrado los ojos para esta vez no sentir, cuánta voluntad afanaras en ocuparte de otra cosa. Inevitablemente, el descenso de la parábola te provocaba un súbito vacío de vértigo en el vientre.

¿Cuánto tiempo luchamos contra él mis hermanas y yo? No lo sé. Pero debió tratarse de varios años, durante los cuales aquel vacío se impuso invicto a todos nuestros afanes por conjurarlo o siquiera sobrellevarlo.

Sabiéndonos ya en las inmediaciones del cruce fatal, en prevención de que alguien por despiste no lo hubiera advertido, solíamos decirnos: “el puente, ahí viene el puente”. Anunciábamos a coro que esta vez no sucumbiríamos a su influjo, nos prometíamos en silencio afectar la misma ecuánime indiferencia de nuestros padres y el resto de los pasajeros, nos resignábamos con alborozado pánico compartido a lo que se venía: “el puente, ahí viene el puente”. Y el hueco en el estómago, la temida aun cuando indolora suspensión, sobrevenía con toda puntualidad, acicateada o incluso —pienso ahora— propiciada por cada tentativa de oposición que improvisáramos.

Creo que la variante más temida era la de que el vacío consiguiera sorprendernos más acá de toda prevención. Que por algún motivo aquel día fuéramos cavilando otras cosas, mirando en otras direcciones, enfrascándonos con especial intensidad en un juego o en un pleito. Y que lo que nos arrancara de la distracción fuera justo el temido golpe de vértigo en la panza, especialmente sádico al descubrirnos indefensos, o acaso más bien irritado al advertir la imperdonable falta de que hubiéramos sido capaces de olvidarnos de él.

Ignoro en qué momento de mi vida logré sobreponerme a la inevitabilidad de dicho hueco en la boca del estómago. Hasta cuándo conseguí que las súbitas bajadas y subidas de un paso a desnivel puesto en mi camino se incorporaran como detalle anecdótico sin ningún género de consecuencia extra, pudiendo llegar incluso a pasarme desapercibidas. En cualquier caso, el aprendizaje, la conquista o la pérdida —según queramos calificarla— debió verificarse lejos del cruce entre Eje Central y Viaducto. Primero nos mudamos a un departamento distinto, desde el cual había que abordar el metro y no el trolebús para trasladarnos hasta casa de la abuela. Después abandonamos la ciudad de mi infancia y nos instalamos en Morelia. Me parece recordar que alguna visita adulta a la capital me restituyó casualmente cierto día el viejo recorrido, arrancándome una sonrisa triste al advertir que el correspondiente sube y baja no provocaba ya efecto alguno en mí; pero seguro distorsiono y manipulo, como hace siempre sin remedio toda evocación al articularse testimonio.

La cuestión es que, llegado determinado punto en el tránsito de la vida, las pendientes provocadas por los pasos a desnivel dejaron de provocarme aquel golpe de suspensión en el estómago, dentro de cuya pausa a la vez brevísima e infinita el universo entero daba en pasmarse con una fisonomía muy parecida al susto, sin que por ello cupiera asimilarla íntegramente al susto. Como no soy aficionado a los juegos mecánicos, ni menos aún a los entretenimientos extremos que gustan llevar hasta su más exacerbado  límite este tipo de sobresaltos, aquella prenda de mi remota infancia sólo llego a recobrarla muy raramente. Quiero decir, en términos físicos. Los metafísicos son otro cantar.

No podría explicar por qué, pero dicho vértigo ha terminado por quedar asociado en mí con los puntos suspensivos: esos tres puntitos ocasionalmente alineados a ras de renglón. Al aparecer en un texto, este signo representa siempre el espacio de una pausa. No la pausa habitual, cotidiana, carne y espíritu de la respiración y el habla, que cristaliza en la coma, sino otra pausa distinta, acentuada por lo excepcional. Excepción que abarca en su caso no sólo cuanto no puede decirse o cuanto no quiere decirse, sino también ese peculiar énfasis a menudo exigido por cuanto justo está a punto de decirse.

Igual que todos los signos gramaticales, también ellos poseen su propio esoterismo. Y es que a través suyo el punto, inequívoca expresión de lo concluyente, no se reafirma al triplicarse, sino que se transmuta en su propio vilo. La muerte ensimismada hace brotar de su ensimismamiento—en forma de sugerencia, inconclusión, promesa o reserva— el hálito mismo de la vida. Tal el poder de estos puntos suspensivos. Tal el poder de estos puntos capaces de suspender.

No disociemos los dos significados básicos del verbo. Suspender es sí, por un lado, interrumpir temporalmente. Pero por otro también alzar, sostener en alto. Así pues, ¿qué es lo que este signo suspende? Es decir, ¿qué es lo que este signo interrumpe temporalmente? O mejor aún: ¿qué es lo que alza y sostiene en alto?

¿Qué alzaba y sostenía en alto aquella abismal pausa del paso a desnivel en el cruce de Eje Central Lázaro Cárdenas y Viaducto durante mis días de infancia? No lo sé. Sólo sé que hoy me basta evocarla aquí para sentir restituido en la boca del estómago un hueco bastante parecido, más demorado en eso de instalarse, más perdurable en eso de arraigarse. Un hueco de imposible. El rastro de un niño perdido que recorre ya para siempre una avenida llamada igual que él: Niño Perdido. Instalado en el asiento de un trolebús, a la espera de que voces queridas vuelvan a anunciarle con el más gozoso de los espantos: “el puente, ahí viene el puente”.


Imagen: Buster Keaton en Daydreams (Cline-Keaton, 1922)

domingo, 10 de diciembre de 2023

Margarita.

Soy la piedra en el zapato del destino, 
la molesta risa fresca entre los muertos.
Soy ésa.
               de La dimensión de los cuerpos (1992)

I

¿Quién es Margarita Vázquez Díaz? Ésa.

Esa mujer. Esa poeta. Esa escritora. Esa antologadora. Esa promotora cultural. Esa coordinadora de talleres literarios. Esa activista de la formación artística dirigida al sector infantil. Esa investigadora de la cultura popular en general y de la contracultura juvenil urbana en particular. Esa orgullosa madre de tres hijas y un hijo. Esa orgullosa abuela de dos nietas y dos nietos.

Esa que nace en la Ciudad de México en el año 1954, y treinta años después se traslada a Morelia para iniciar su dilatado y fecundo camino como mujer de letras. Esa que arranca su formación literaria en el taller “La Cúpula”, coordinado por el maestro Tomás Rico Cano, participando durante los siguientes años en varios otros, entre los cuales destacan aquellos impartidos por Daniel González Dueñas, María Luisa Puga, Oscar Oliva, Frida Lara Klahr y Efraín Bartolomé. Esa que durante tres décadas se desempeñó como investigadora en la delegación Michoacán de la Dirección Nacional de Culturas Populares, y hasta la actualidad continúa coordinando el taller de creación literaria de la Casa de la Cultura de Morelia.

Esa que ha publicado los siguientes poemarios individuales: Asómate a mi ventana (Colectivo Artístico Morelia, 1990), La dimensión de los cuerpos (Jitanjáfora, 1992), Entrega para hombres de sal (Ed. de autor, 2004), La imagen en el agua (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2005) y De cara al caracol (Jitanjáfora, 2010); volúmenes a los que hay que añadir la autobiografía Margarita (Instituto Michoacano de Cultura, 2004), así como los libros de investigación Grafiteros de Morelia y Nuevas identidades en la ciudad de Morelia: las jóvenes en la contracultura (Unidad Regional Michoacán de Culturas Populares, 2003 y 2006). Esa que además ha sido incluida en las antologías Continuación del canto (Instituto Michoacano de Cultura, 1990), Los nombres y las letras (Jitanjáfora, 2007), Olvidados y excéntricos (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2008), La generación del desencanto  (Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2009), La República en la voz de sus poetas (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2012), Breve antología de poesía erótica latinoamericana (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2014) y El brillo de la hierba húmeda (Ediciones Moneda, Chile, 2020).

Esa que ha sido coordinadora, antologadora o responsable en la hoja poética Uandáricha (1987-1988), la revista de creación literaria infantil Arbozontle (1989-2007), la sección infantil Vámonos volando del periódico “Buen Día” (1994), el cartel de poesía Palabreando (1995-1996), la revista y las plaquettes del taller de creación literaria De cara al caracol (2011-2012), el libro de creación literaria penitenciaria Alicia en el exilio (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2008) y la versión Michoacán de la antología El brillo de la hierba húmeda (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011, 2ª ed 2015).

Esa que, entre otros, ha publicado en los siguientes periódicos, revistas, suplementos y sitios web: El sol de Morelia, Buen Día, Cambio de Michoacán, El cocodrilo poeta, Fragmentario, Jitanjáfora, Piel de tierra, Diturna, Aquí, Zona franca y Revolución 3.0. Esa que ha participado en decenas de festivales, ferias y encuentros literarios, artísticos, culturales y educativos, como el XV Festival de Poesía de La Habana Cuba, la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, el VII Encuentro de Poetas del Mundo Latino, el encuentro Mujeres Poetas en el País de las Nubes en Huajuapan de León Oaxaca, el Tercer Encuentro Iberoamericano de Creación Literaria, el 2º Encuentro Nacional de Mujeres Poetas en el Valle de Tangamanga y el Encuentro Nacional Cervantes de Poesía,  

Esa a quien el Seminario Permanente de Escritores Michoacanos le consagró en 2009 su sesión 23 y su correspondiente epítome. Esa a quien este año se ha homenajeado dentro del marco del 7º Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes, Morelia 2023. 

¿Quién es Margarita Vázquez? Ésa.


II

Acaso hasta hoy la única glosa crítica en torno a la poesía de Margarita Vázquez Díaz sea el breve prólogo de Frida Lara Klahr a La imagen en el agua, volumen publicado en 2005 por la Secretaría de Cultura de Michoacán, y único poemario de la autora con existencia editorial propiamente dicha a través de un ISBN. Viejos, endémicos problemas estos: los de las penurias para publicar poesía, los del desértico silencio reflexivo en torno a las travesías de nuestras y nuestros poetas, sin importar cuánta admiración y afecto afirmemos tenerles. 

El primer libro de poemas de Margarita, Entrega para hombres de sal, languideció durante cosa de quince años en los estantes del departamento de literatura del entonces Instituto Michoacano de Cultura, acumulando dictámenes favorables de sucesivos consejos editoriales, pero siempre desdeñosamente marginado en las efímeras colecciones de cada nueva administración; conformado por poemas escritos entre 1985 y 1988, tuvo que ser impreso de manera doméstica por una de sus hijas hasta el año 2004. De cara al caracol, medular compendio antológico para cualquier persona interesada en dimensionar con una panorámica general la producción lírica de Margarita, fue publicado en 2010 dentro de las ediciones Jitanjáfora de José Mendoza Lara; sin embargo, los textos más recientes que incluye corresponden al año 2001, de suerte tal que podemos decir que las últimas dos décadas de producción lírica de nuestra poeta se hallan hasta hoy enteramente inéditas, aun cuando se trate de un personaje reconocido, apreciado y querido dentro del medio literario y cultural michoacano; aun cuando a lo largo de esos mismos veinte años no haya por su parte cejado nunca en la divulgación del trabajo de otros como antologadora, tallerista, investigadora, organizadora, editora y amiga.

Por lógicas razones de formato y extensión, el comentario introductorio de Frida Lara Klahr a La imagen en el agua resulta conciso, frugal, escueto. No obstante, es de agradecer que la prologuista haya aprovechado la brevedad del espacio disponible para consagrarse no a los habituales elogios de circunstancias cuando de presentar la obra de alguien se trata, sino a aventurar el apunte de algunos útiles nortes críticos, propicios a dimensionar la identidad poética en cuestión. Confesándose incapaz de encuadrar los poemas de Margarita dentro de los marcos de alguna corriente preexistente, Frida procede a situarlos empleando la noción de originalidad en dos sentidos complementarios. Primero, aquello que en la palabra original remite materialmente a lo originario: “el poema surge del otro (el mundo) con el otro”[1]. Segundo, aquello que en la palabra original remite verbalmente a inédito: “nombrar el origen de una manera distinta”[2]. Partiendo de ahí, Frida consigna el modo en que Margarita…

 

…hace eterno su presente; esa tarde, esa u otra sensación, aquella visión, las hace únicas por el milagro de la palabra, porque su realidad es nombrada de diferente manera, nombrada “por primera vez”.[3]

 

Aun cuando sus bases iniciales dentro del oficio las haya adquirido Margarita en el entorno formativo de Tomás Rico Cano, el taller “La Cúpula” y el grupo Uandáricha, la depuración de su voz poética, la maduración de su peculiar, intransferible modo de mirar y decir, comienza a cristalizar más bien bajo el magisterio de Gaspar Aguilera Díaz. Margarita engrosa el catálogo de poetas que hallaron identidad y tesitura propias a partir de la manifiesta influencia de Gaspar; una influencia derivada menos de talleres y asesorías recibidos, que de la directa exploración de su universo lírico a través de la lectura. Entre las múltiples huellas que Gaspar legó para Michoacán y Morelia, la más significativa es sin duda aquella generada por la íntima, genuina resonancia que sus versos hallaron en la escritura de otros.

 No todos los rasgos distintivos de la poética gaspariana arraigaron eco en Margarita. Los juegos de mimetismo intertextual con los que el nativo de Parral se trasviste Dante, Rilke o Rimbaud, así como la utopía cosmopolita que lo lleva a configurar una ciudad personalísima a través de las ciudades que habitan su memoria, su sueño y su deseo, resultan para ella contingentes, marginales, cuando no enteramente ajenos. Por el contrario, el coloquialismo confesional pasado por el tamiz de la contracultura, así como la experiencia erótica como privilegiada llave para desciframiento de la realidad, resultan nítidos en varias estancias. Más que revelarle un territorio desconocido, la influencia de Gaspar Aguilera permitió a Margarita arrostrar con lucidez terrenos de interés y exploración que ya le eran de antemano propios.

El temprano trato personal con la tijuanense Rosina Conde, durante una época en la cual Margarita no había elegido aún hacerse poeta, ayudó a transparentarle decisivos perfiles de lo que a la postre sería su rostro poético. Entre los diecisiete y los treinta años, Margarita se había elegido jefa de familia, madre, esposa, ama de casa. Nunca, ni en presente ni en pretérito, podrá nadie aseverar que la escuchó renegando o lamentándose por aquel período de su vida, por aquella circunstancia en la cual se eligió. Pero si alguna sentencia saltaba recurrente a sus labios entonces como ahora, era sin duda “buscar otras opciones”. Siempre hablaba de que había que buscar otras opciones. Para ella, para sus hijos, para su pareja, para el desconocido injustamente tratado en defensa del cual saltaba con ímpetu flamígero a la menor provocación. Sostenida rebeldía y pendenciera solidaridad ya desde ahí, la de aquella joven señora para con el anciano maltratado, la mujer golpeada, el gay discriminado, el adolescente problemático, el niño de la calle hostigado.

Esa búsqueda de alternativas aun cuando su material sustancia no resulte todavía clara del todo, ese afán de nombrar la existencia con palabras todavía por descubrir, que Frida Lara Klahr identifica como rasgo definitorio para la lírica de Margarita, había comenzado pues a desplegarse con plena transparencia mucho tiempo antes de que Margarita llegara a escribir su primer poema. Para situar dicha disposición en frecuencia específicamente literaria, el ejemplo y la influencia de Rosina Conde resultaron decisivos. Sólo que aquí la palabra nunca ha estado separada de la vida, lo originario no se ha deslindado nunca de lo inédito. Si la realidad se renueva origen, es demandando el verbo que la nombre; si el verbo se adelanta indómito hacia las patrias de lo todavía por ser, es para nombrando abrirle espacio material a lo posible. Margarita Vázquez encontró en Rosina Conde una mujer que era como ella y a la  vez harto diversa de ella, y que a través de su ser, estar y transitar delineaba nuevos horizontes (abría nuevas opciones) para la mujer que ella misma deseaba ser. No se trató de la única mujer fundamental para Margarita en ese sentido, hubo varias otras. Pero el caso es que entre todas ellas Rosina atesoraba la merced de ser mujer y además escritora. No creo exagerar si afirmo que Margarita terminó haciéndose poeta gracias a la azarosa coincidencia, la fugaz relación, la complicidad secreta y la íntima distancia sostenida con la mujer Rosina Conde, la madre Rosina Conde, la escritora Rosina Conde. Rosina acababa de publicar hacia esa época sus primeros volúmenes individuales, una plaquette de poemas y un cuadernillo de viñetas narrativas autobiográficas. En ambos reconoció Margarita prendas propias, de las cuales no volvería a desprenderse, y que más adelante se erigirían perdurables rutas de sus propios trabajos literarios. Por un lado, la reivindicación de una identidad femenina labrada a contracorriente con sincopadas cadencias de blues, jazz y rock; por otro el leitmotiv erótico como tema nodal. Elementos que, tal quedó ya apuntado, se consolidan como rasgos definitorios bajo el influjo de Gaspar Aguilera.

Otra influencia decisiva para la escritura de Margarita, sin la cual su fisonomía poética resultaría radicalmente distinta, es la de Daniel González Dueñas. Además de la lectura de su obra, dicha influencia deriva de un taller impartido por el escritor en Morelia hacia fecha tan temprana como 1986, justo durante el período donde Margarita se hallaba iniciando camino en la literatura. Un capítulo de su autobiografía consigna la experiencia en los siguientes términos:

 

…entrar en un estado de receptividad para llevar a cabo ejercicios de escritura, a partir de captar ese instante privilegiado que otorgan las palabras, donde la intuición nos lleva a otras formas de ver las cosas, donde el poema consagra un instante en el que algo pasó. [4]

 

Taller de disciplinada afinación del universo perceptivo como punto de inflexión para escribir, que a su turno fascinó a Margarita tanto como repelió a otros, por demandar exigencias propias de los talleres escénicos, incorporando rutinas corporales, respiratorias y sensoriales. Si la huella de aquella experiencia y el eco de la poesía de González Dueñas no resultan perceptibles en los tres primeros conjuntos de poemas de Margarita (Asómate a la ventana, La dimensión de los cuerpos, Entrega para hombres de sal), a partir de La imagen en el agua  resultan inequívocos.  No se trata de un mimetismo estilístico ni temático, sino de algo infinitamente más esencial y sutil: una peculiar disposición en común para asomarse a la realidad dentro y fuera del poema.

Es ahí donde la lírica de Margarita pasa a adquirir sus potencias más depuradas. Ya no sólo la legítima enunciación de su propia experiencia vital para reinventarse y habitarse individualmente, sino la capacidad para reinventar y compartir estancia habitable el universo entero a partir de enunciar todo lo mirable, a partir de mirar todo lo enunciable, con especial predilección por lo más pequeño, lo más cotidiano, lo en apariencia más insignificante. Matizando las palabras de Frida Lara Klahr, diríamos que ya no sólo se trataba de que Margarita hiciera eterno su presente y de que su realidad fuera nombrada por primera vez. Era el presente todo lo que en su poesía pasaba a hacerse eterno, era la realidad toda la que cabía advertir nombrada por primera vez; como corresponde a la maestría poética cuando ha trascendido la llana —sin importar cuán competente— confección de versos.

El silencio editorial de Margarita durante las últimas dos décadas transparenta toda su gravedad ante los ojos de quienes hemos tenido oportunidad de asomarnos al acervo inédito que ha venido acumulando durante dicho período. La temática erótica y amorosa, que en algún momento amagó fijarse como eje totalizador de su obra, gradualmente pasó a incorporarse apenas como un elemento de exploración más entre muchos otros, hasta finalmente ocupar un sitio periférico, marginal. La poesía de Margarita constituye hoy un universo vivo y depurado, cotidianamente enriquecido. Un universo donde el rasgo dominante hay que buscarlo en la limpidez de la mirada y la concisión del decir, como estrategias para continuar refrendando prodigio la reversible dialéctica entre realidad originaria y palabra inédita, lúcidamente detectada a su turno por Frida Lara Klahr. Patrimonio que sin lugar a dudas demanda, amerita aquilatarse más allá de su círculo de fidelidades personales más próximas. Las vísperas de sus siete décadas de vida, sus cuatro décadas como poeta y moreliana, que habrán de celebrarse este 2024, resultan sin duda el escenario más idóneo para ocuparse de ello.


III

Para acercarse a la poesía de Margarita, dos enlaces:




* Textos leídos durante la mesa de homenaje dedicada a Margarita Vázquez Díaz, 
dentro de las actividades del 7o Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes Morelia 2023.


[1] Klahr, Frida Lara. “Origen y poema. O el arte del encantamiento en la poesía de Margarita Vázquez”. Introducción a La imagen en el agua de Margarita Vázquez Díaz (SECUM, 2005).

[2] Ibídem.

[3] Ibídem.

[4] Vázquez Díaz, Margarita. Margarita (IMC, 2004).


Fotografías:
1. Margarita.
2. Las publicaciones literarias de Margarita.
3. Margarita presentando su primer poemario La dimensión de los cuerpos, acompañada por José Mendoza, Sergio Monreal y Cecilia Izarrarás.
4. Margarita durante una de sus muchísimas participaciones en eventos de formación literaria, promoción cultural y fomento a la lectura.
5. Margarita con Gaspar Aguilera Díaz.
6. Margarita durante la presentación de su compilación Alicia en el exilio, antología literaria penitenciaria escrita por mujeres.
7. Margarita durante la presentación de su Autobiografía, acompañada por Rosina Conde.
8. "Apareció otro gato. ¡Siempre aparece otro gato!" (poema Lotería, cuarto creciente).
9. Margarita durante su mesa de homenaje en el ENPJ Morelia 2023.

domingo, 26 de noviembre de 2023

Mujer y Magia Negra.


 La Brujería es la hermana oscura de la Alquimia.

Al alquimista, la Búsqueda y la Obra lo llevan por sendas heterodoxas que sin embargo, en el fondo, algo acaban por tener de sutilmente ortodoxo: la organización procedimental y la permanente referencia a un corpus que, al haber  sido fijado por escrito, de alguna manera valida oficialmente las tentativas, las intuiciones, las travesías (esas sí singularísimas e intransferibles) de cada nuevo adepto. Hay en al atanor —el horno alquímico— una docta dignidad que el caldero está lejos de poseer.

Aunque la historia de la Alquimia consiente célebres, venerables ejemplos femeninos, se trata a no dudarlo de un ámbito donde las figuras preponderantes son hombres. Hombres que eligen transitar el revés invisible y solitario de las sociedades y ciudades que a la vez los ignoran, los desprecian y los temen. Poco importa que podamos hallarlos en el campo, lejos de villas y palacios; el alquimista lleva el incipiente universo urbano en sus libros. Se trata de un ermitaño que no precisa retirarse al último rincón del bosque para habitar el íntimo pozo de su soledad, en busca de la plena compañía del Espíritu. Sabe que, sin quedar burocráticamente remitidos a los libros, sus trabajos resultarían inconcebibles más allá de la palabra escrita. Desde las tablas de arcilla con toscos signos grabados a punta de punzón, hasta los venerables volúmenes cuyos lomos han ajado y cuyas láminas han puesto amarillentas los dobles fondos de incontables baúles, pasando por pieles, rollos y pergaminos.

La bruja, de suya analfabeta, se desprende del fuego del hogar, o mejor dicho, se lleva las sabidurías secretas que en el fuego del hogar cotidianamente ha alimentado, y que ya no caben en el espacio doméstico, para arrostrar en lo profundo del bosque sus más febriles intuiciones, sus más negras intenciones. La bruja no apela sino al libro mismo de la naturaleza. El “corpus” de sabiduría de que puede abrevar es tan antiguo y digno como el del alquimista, pero la diferencia crucial es que no se halla depositado en libro alguno, sino en una serie de consejas, refranes,  juegos de palabras, conjuros y hechizos transmitidos de manera oral.

Igual de dignos son también los alcances últimos de su sabiduría. Hay todavía quien pretende establecer una inferioridad jerárquica entre Brujería y Alquimia, asociando a aquella con la improvisación, la superchería y la malevolencia. Lo cierto es que el riesgo de quedarse en mero perverso y pragmático charlatán no resulta menos habitual entre los alquimistas, con la diferencia de que mientras la mala bruja prodiga salaciones, amarres y pócimas fraudulentas entre el pueblo llano, el mal alquimista pone sus nigromancias al mejor postor entre monarcas, nobles y cortesanos. Más allá, nada distingue en términos de alcance luminoso al sabio que ha visto consumar en su gabinete el ciclo completo de las transmutaciones, y a la dama de los bosques que desde la humilde covacha donde vienen a solicitar sus remedios, termina de resucitar por propia mano los extraviados misterios de la Alta Magia pagana.

La Negra es una bruja, así en la palabra como en la vida. Una bruja empecinada en ser alquimista. Y la alquimia, a partes iguales, la convoca, la seduce, la rechaza, la repele, la proscribe. Lleva décadas escribiendo poesía, con la más indisciplinada de las disciplinas, con la más disciplinada de las indisciplinas. En su vetusto caldero de palabras, el venero de lo propiamente lírico se mixtura, enriquece, corrompe y renueva —incesante y sin licencia— con los de la filosofía, el esoterismo y la confesión existencial más visceral.

Nunca ha terminado de asumirse escritora. Y es que, para su fortuna —en los términos de individualidad clasificable, dócilmente circunscrita a los parámetros de validación de la vida literaria— no lo es. Claro que, salvaguardar como virtud esa cualidad de alma indómita y limítrofe, tiene también su precio. Cada vez que La Negra es invitada a participar en una publicación, en un encuentro, en una mesa redonda, vuelve a repetirse siempre el mismo episodio, en apariencia anodino pero en el fondo esencialmente revelador. A la hora de consignar su nombre, el organizador en turno pregunta siempre:

—¿Cómo te presento? ¿Cómo firmas? ¿Cómo te llamas?

—La Negra.

Y el organizador en turno ríe divertido, guiña cómplice, bromea paternal, se impacienta adulto, reprocha institucional, instruye profesional… y siempre, por las santas pistolas de su arbitraria sapiencia, acaba presentándola como Lourdes Esquivel. Y el irrespetuoso atrevimiento jamás considera necesaria disculpa ni explicación alguna, como si las huecas formalidades se explicaran por sí mismas.

—Eso de jugar con las palabras lo hacemos todos, todos subvertimos el lenguaje y nos dejamos subvertir por él, pero no vas a andar por el mundo cambiándote el apelativo de manera infantil ante la gente. Faltaba más. Que los poetas renombren las cosas dentro de las infranqueables fronteras de la corrección literaria, pero que jamás vayan a pretender llevar esa potestad al espacio de la vida, así se trate nada más de renombrarse a sí mismos.

La Negra sabe y ha asumido, sin importar los costos, que su nombre es este, el que la lúcida voluntad en medio de los torbellinos del azar le eligieron; no aquel contingente que los documentos oficiales consignan. Y sigue respondiendo a cuantos le preguntan:

—Yo soy La Negra.

Lo cual no significa que afecte ninguna socarrona suficiencia. Alma de cronopio a fin de cuentas, La Negra se devuelve a su cueva cavilosa y cabizbaja, convencida de que lo más seguro es que la equivocada sea ella. Y mientras poda su mandrágora, mientras usa para barrer la escoba de volar y mientras aviva con tequila el fuego del caldero, se jura penitencias, aprendizajes y trabajos que puedan aproximarla aunque sea un poquito al sentido común de quienes sí son poetas, de quienes sí son escritores.

Y así va que te viene: de las ancas de rana, a las patas de cabra; del arco del violoncello y los cuidados del xoloiscuintle en turno, al perfeccionamiento de sus personales versiones de pozole; del taller literario para jóvenes que cada tanto vuelve a impartir, al cultivo del estrecho núcleo de afectos que alimenta. Apelando afanosa a un montón de libros y a unas pocas gentes para depurarse, para instruirse, para adquirir las indóciles herramientas técnicas capaces de otorgarle los misterios del “escribir bien”.

Hace años que acude para requerirme reglas, ejercicios, rutinas, guías de lectura. Tantos años como para que se le haya olvidado que la savia nutrífera que sustenta cuantas reglas, ejercicios, rutinas y guías de lectura pueda yo proponerle, fue ella quien me la reveló. Pero así y todo, hace tiempo que dejé de decirle “qué cosa voy yo a enseñarte de poesía, Negra”, y me consiento el abuso de fungir para ella de payaso demiurgo. Y le expongo los misterios del punto de vista y el tiempo narrativo, y le encomiendo tablas gimnásticas de alejandrinos, puntuación decimonónica, verso blanco y esquemas ABBA, y le aproximo personales hallazgos de lectura para ensanchamiento de sus referentes documentales.

Y La Negra se aplica, se disciplina, se mortifica cual mineral en el mortero, cual líquida perla en el alambique, sin jamás quedar satisfecha del resultado de sus intentos. Las musicalidades octosílabas se le deshilvanan rebelde aliento versicular, el verso libre se le infesta de métricas regulares y rimas consonantes, el relato se le subleva poema, el poema se le subleva manifiesto, el manifiesto se le subleva bolero, y el tranvía Hegel va a parar siempre a la estación Camus. Y, como diría Cortázar, la cama se le llena de trajes, y los floreros se le llenan de sábanas, y los tranvías se le llenan de rosas, y los campos se le llenan de tranvías…[1]. Ya saben ustedes cómo es eso.

Puesto que La Negra es poeta (y quizá sea poeta precisamente porque nunca ha sabido ser escritora), de esas atléticas y obsesas tentativas suelen resultarle textos prodigiosos y extraños. Pero siempre como a cuentagotas, con algo de estricta contención que no puede más que contrastar con el tumultuoso caudal de imágenes, ensalmos y vociferaciones que enseguida viene a desatarle cualquier inesperado guiño del paisaje, el amor o la muerte. Es capaz de pasarse la noche en vela rastreando el perfume de una flor, un año entero dándole vueltas a una pregunta, la vida entera dándole vueltas a una pesada broma de la elección o del azar.

Y de esas vueltas y vueltas en torno de su propia hoguera, regresará La Negra con los brazos y el cabello colmados de versos que a partir de ese momento habrá que sublimar, disgregar, mezclar, confundir y depurar, siguiendo no las sancionadas cartografías del correcto discurso, sino las infinitamente más arduas corrientes materiales que hacen del pulso mercurio y de la voz azufre, del pensamiento raíz de belladona y del aliento hoja de beleño. Poemas a sangre, aquelarre y fuego, trabajados desde la médula misma de los incandescentes huesos hasta la filosofal transparencia de la abierta mirada. Es de esta última forma que La Negra ha madurado un personalísimo acento y una ruta de trabajo fecunda y propia.

Se equivocará quien, ante las razones aquí expuestas, pretenda encontrar una piadosa y emotiva disculpa de meros desprolijos entusiasmos. Estamos ante una poeta con pleno dominio de su oficio, y cuanto aquí pretendo es compartir, desde mi papel de lector testigo, la peculiar e intrincada senda recorrida que ha posibilitado tal dominio.

El conjunto de textos que en alguna gaveta o enterrado en el jardín conserva (y del que echa mano muy de vez en vez para compartirlo de a poco, con infinito pudor) es fruto y testimonio de dilatadas travesías. El libro inicial de una poeta con larguísimo camino andado; la invocación propiciatoria de una bruja con infinitas horas de vuelo, pero hecha acaso de modo irremediable a los mohínes y titubeos de una eterna novicia voladora. En el camino se le han ido extraviando docenas de poemas cuya pérdida no podemos sino lamentar quienes los conocimos de viva voz, de puño y letra o en copia mecanógrafa al papel carbón. Pero la corriente del río tiene sus inescrutables motivos y no se equivoca nunca. Habrá que aguardar a que se decida a plasmar opúsculo alquímico lo que se ha obligado a conservar en estatus de  casi privada hechicería para un puñado de iniciados, y sólo entonces leer y escuchar cada verso desde la luz de la cita a que, con puntualidad inexcusable, nos convoca.

Hechizo, ritual, conjuro, cada poema de La Negra es el llamado de la Bella Dama desde el corazón del bosque, desde la secreta plaza pública donde las voces sagradas se cuidan de reunirnos cuando nuestro destino común como habitantes no puede ser otro que el exilio. Abracadabra, doce de la noche, hora del Sabath.

Solitarios estupores compartidos bajo el espejo abierto de la luna.



[1] Cortázar, Julio. “La foto salió movida” en Historias de Cronopios y de Famas.


Fotografías. 

1 y 3: Crisstina Monge.

2: Guillermo Wusterhaus.


* Prólogo para el libro Vocación de Pájaro de La Negra Esquivel.
Ediciones La Mueca, 2022.