sábado, 18 de marzo de 2023

Mariposas.

 

¿Para qué evocar? ¿Para qué fijar testimonio la evocación? ¿Para qué obcecarse en el relato de lo que no es posible restituir ni siquiera aproximativamente a través de las palabras? ¿Para qué empecinar tanto sostenido afán en traer de vuelta las prendas de lo vivido? ¿Para qué aceptar convertirnos en rehenes del espejismo de que hay una clave oculta detrás del dibujo que dejaron nuestros pasos? ¿Para qué refrendar la estúpida ilusión de que lo dejado tras de sí por nuestros pasos aspira siquiera al calificativo de dibujo?

¿A quién le importa cuál fue tu historia, cuáles tus sueños, cuáles las extraviadas temperaturas que le dieron o le quitaron colores a tu cara? El recuento ya resultaría baladí si correspondiera a alguno de esos nombres propios llamados a integrarse a lo que, haciendo automático uso de la mayúscula, denominamos Historia. Nada restituye el relato de los césares ni de sus escribanos. Nada salvaguarda la entintada confidencia del nigromante que alcanzó a entrever a dios, a la muerte o al diablo. Ningún interés reporta para nadie el catálogo de impresiones de alma alguna que en el pretérito haya alcanzado el estatus de very important person. Menos todavía la pulviscular quincallería de un alma más en el montón, sin nombre ni apellido.

¿Para qué repasar las páginas de mi infancia y de mi adolescencia con ensoñaciones de fulgor sagrado y portento compartible?

No me estoy convirtiendo en un viejo obsesionado por sus anécdotas de mocedad. Ya era un viejo obsesionado por sus anécdotas de mocedad desde que se me terminó la adolescencia. Y a lo mejor durante algunos años aquella obsesión derivó algún efectismo favorable. No propiamente un mérito literario, sino un mérito de ilusión óptica, provocado por el anómalo contraste: “mira, escribe sus memorias de infancia como si fuera un viejito, aunque todavía le falta mucho para ser viejito”. Algo así. Modesto fenómeno de feria a la antigua. El joven-viejo. Pasen y lean las seniles reincidencias de un tipo que no ha cumplido aún los cuarenta años.

Hoy que ser viejito descendió de la repisa de las remotas hipótesis, para convertirse en la obvia evidencia de pasado mañana, el efecto ha desaparecido, la involuntaria gracia se ha extraviado. Ya está aquí otra vez este tipo queriendo contarnos quién sabe cuáles tonterías que le pasaron, o que creyó que le pasaron cuando tenía cuatro, nueve, once, trece, quince años. Como si no fueran iguales que las que cuenta todo el mundo. Como si no fueran iguales que las que le pasan a todo el mundo. Como si no hubiera venido contándolas desde hace quién sabe ya cuánto tiempo. Ni siquiera son útiles para ilustrar ejemplarmente a ninguna minoría agraviada. Que lo lea su abuela. Que le crea su abuela.

Pero mi abuela ya está muerta. Y durante sus últimos, largos tres años en la estancia para personas de la tercera edad donde a final de cuentas falleció, yo nada le leí y más bien poca cosa le conté. Aguardaba con alborozo sus historias. En principio porque el hecho de que mostrara disposición para contarlas constituía por sí mismo síntoma de que se trataba de un buen día, de una buena semana, de una preciosa parcela de territorio recuperado en el espacio de la vida. Lo terrible era llegar a visitarla y que no mostrara voluntad alguna de conversación, episodio recurrente sobre todo durante los primeros meses, cuando parecía entregada por completo a la centrífuga inercia de dejarse morir. Al cabo, y no sin desgarradores saldos de por medio para ambos, con irreparables roturas acumuladas para ambos, las cosas comenzaron a cambiar. Mi abuela Aurora y yo nos apostábamos en alguno de los corredores de la estancia, encarados al jardín, y conversábamos. Todavía hubo temporadas donde una mañana de silencio por su parte se ofrecía como insinuación de que nos precipitábamos otra vez en el tobogán del pozo sin regreso. Pero llegó un determinado momento donde pude respirar con alivio; entender que, llevando a cuestas todas sus desolaciones, todas sus decepciones, todos sus rencores, todos sus dolores, todos sus achaques, todas sus heridas y todas sus incomprensiones, se había elegido otra vez del lado del vivir. Y que los días de silencio y amargura se convertirían a partir de ahí en una excepción inevitable, pero ya no constituirían una angustiosa norma cotidiana.

No obstante, que mi abuela mostrara disposición para conversar no garantizaba en automático que fuera a regalarme alguna historia. Normalmente —hábito y estrategia heredado de los días donde yo improvisaba de apuro todo género de malabares para sacarle plática— comenzábamos por tomar nota de cuanto sucedía ante nuestros ojos. Sin importar que el paisaje hubiera cambiado poco o nada desde nuestro recuento de dos o tres días atrás. Pasábamos lista al sucesivo escuadrón de gorriones, jilgueros, canarios o tordos bebiendo agua de la fuente; nos alborozábamos ante el excepcional prodigio de un cardenal o un colibrí; tratábamos de recordar cuánto hacía que no venían de visita los galanos zanates. Celebrábamos el variopinto período de frondosidad de las diversas camelinas, lamentábamos el cíclico marchitar de cada rosa tras sus horas de esplendor, nos asombrábamos ante la perenne prodigalidad de los dos árboles de guayaba. Mirábamos las nubes en el cielo para predecir el clima, para buscarles figuras, para imaginarnos vuelo.

Siendo niño, mi abuela Aurora me contó que una de la las primeras declaraciones de los astronautas del Apolo 11 tras regresar de la luna, había sido la confesión humilde de que no habían conseguido llegar al cielo. Que metidos en su nave espacial, o plantados sobre la superficie lunar, habían descubierto que el cielo quedaba todavía más arriba. Qué pena que mi abuela no haya sido asesora de la NASA, y que Neil Armstrong haya tenido que conformarse con que le dictaran aquel grandilocuente, previsible eslogan, sobre los pasos del hombre y los saltos de la humanidad.

El episodio decisivo para entender que mi abuela había elegido la vida tras coquetear con la muerte, corresponde a un día en el cual no estábamos contemplando ni pájaros, ni flores, ni nubes, sino mariposas. Supongo que era primavera, pues el jardín se hallaba poblado por un variopinto muestrario de ejemplares, cuyos colores y catadura nos aplicábamos a identificar y enlistar, debatiendo cuál nos parecía más bonita. Hasta que en un momento dado, a nuestra derecha, divisamos parada en la esquina de la pared del corredor una mariposa negra. Mi abuela espetó de inmediato, con absoluta convicción: “a ti no te quiero ni ver”. Sentí ganas de llorar. Mi abuela Aurora estaba de regreso, retornada de una cruenta y terrible batalla cuyos saldos continuaríamos pagando juntos hasta el fin, pero ya en definitiva de este lado. Luego de que murió, durante más de una semana, una mariposa negra anduvo rondando pertinaz mi casa. Se apostaba ante una ventana, se apostaba ante la otra, se metía a revolotear alrededor de mi mesa de trabajo, se paraba en un librero. Y yo, que matamoscas en mano suelo convertirme en el más furibundo cazador de grillos y palomitas de sanjuán, ahí anduve todos aquellos días, valiéndome de una bolsa de plástico o de un paño de tela para devolver la mariposa afuera sin lastimarla.

“Hoy viene a ser como la cuarta vez que espero, desde que sé que no vendrás más nunca”. Creo que la canción de Silvio Rodríguez que más me ha gustado siempre es Mariposas. “Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno”. Allá, hacia mis diecisiete años, cuando la descubrí, me llenaba la boca con un innominable sabor a eterno, a sagrado y a imposible. El sabor del tiempo y la memoria. Todavía sigue haciéndolo. “Tu tiempo es ahora una mariposa, navecita blanca, delgada, nerviosa”.

Que mi abuela Aurora procediera a relatarme algunas historias, tras nuestro inventario de la flora y la fauna del jardín en la estancia para ancianos donde al cabo falleció, era una opción recurrente, pero no fatalmente obligatoria. A veces no tenía ganas de contar, o el divagar de las palabras nos llevaba en direcciones distintas.

Cuando tocaba día de contar, me callaba para volver a oír las mismas anécdotas e historias de antaño, cuando yo me mentía eternamente niño y ella se mentía eternamente eterna. Ahora, sin embargo, las escuchaba de manera por completo distinta. Porque Aurora se había convertido en una anciana fragilísima. Porque se atrevía a contarme cosas que antes no había considerado oportuno, necesario o interesante contarme. Porque le daba por incorporar todo género de detalles y giros nuevos, algunos inventados y algunos prodigiosamente recobrados por la nitidez y la pausa de la larga distancia, sin que tuviera yo manera de deslindar a qué categoría correspondía cada cual. Porque de pronto omitía, borraba, extraviaba de plano ciertos pasajes que hasta entonces siempre habían estado ahí.

Cuanto ahora, ya sin ella, hago por mi parte, no es sino aventurar mi propio patrimonio de relato y memoria. Según me lo enseñara Aurora hasta la boca misma de la tumba. Ninguna petulante pretensión de que cuanto he vivido resulte más digno de contarse respecto de cuanto han vivido otros. Ninguna patarata fe de que en mis manos una remembranza pueda alcanzar superior grado de revelación o de parábola, respecto del que alcancen otras manos con su respectivo manojo de remembranzas. No más pues que lo que mi abuela Aurora me enseñó, y me sigue enseñando todavía. Un juego de nosotros. Una historia de amor íntima, entre dos, que en todo caso ha padecido por mi parte cierto patoso abuso de impudicia. Un puñado de mariposas revoloteando en el jardín o en torno de mi mesa. Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno. Hoy viene a ser como la cuarta vez que espero.

La tonta idea de que semejantes prendas bien pueden en una de esas ser compartidas por alguien más, bien pueden hacer sentir acompañado a alguien más, bien pueden insinuar un esbozo de enternecida sonrisa —un fugaz gesto de memoria recobrada— en otra boca aparte de la mía.


Imagen: Mi abuela Aurora. Fotografía de Ivonne Monreal.