sábado, 13 de agosto de 2011

INTERPRETE MI SILENCIO



1. NO VOLVERÁN TUS OJOS A MIRARME.

“Si no fuera / Por mi / Buena salud / Ya me habría / Muerto”.
Efraín Huerta. Poemas prohibidos y de amor.


a.
Martes 20 de abril de 1993. Los telenoticieros nocturnos dan cuenta del fallecimiento de Mario Moreno, apenas hace unas horas. En una esquina, un puesto ambulante de lámina blanca. Despacha un gordo solitario que ve la televisión. Sólo de bistec y chorizo, los de tripa se acabaron. Aparece un harapiento viejo, con todos los años de este mundo sobre las espaldas. Tras ordenar, atiende por un instante a la pantalla; luego dice:
—Lo que hay que ver. Yo a ese señor del que hablan lo conocí en el momento mismo. Aunque puede que haya sido un poco antes, ya ve usted que con la edad a uno lo que no se le olvida lo inventa. Pero no por eso va a andar aguantando lo de la jubilación, que ni para lentejas alcanza. Bueno, yo no estoy jubilado, pero igual me siento indigno porque da coraje. Aunque a fin de cuentas uno mismo tiene la culpa, ¿para qué se hace viejo? Tan bonito que es andar por el mundo joven, bello y rozagante. Por eso yo comprendo que el difunto éste acabara por hacerse la restirada plástica. Ora que para res tirada vamos todos y jalones más, jalones menos. Dicen que los gusanos no le hacen el feo a las arrugas.
“¿Cómo que de quién estoy hablando? Pues del occiso que hace rato no era porque inclusive. Y me extraña. Pero depende, ¿no? Porque Marios Moreno ha de haber un montón; como para aventar pa’ arriba. ¿Que quién soy yo para andarle faltando a un difunto tan ilustre? Pues no es por dárselo a desear, pero aquí donde me ve se me hace que… pa’ pronto. Yo más que faltarle ando sobrándole, y como me quite la gabardina no va a ser para deleitarle las niñas de los ojos. Y no me llamo, señor; me llaman. Porque introspecto y tergiversado iba a verme gritando por la calle igual que la Llorona: “¡Ay, Cantinflas! ¡Ay, Cantinflas! ¿Dónde estás?”.

b.
Miércoles 21 de abril de 1993. Mario Moreno “Cantinflas” ha sido sepultado. En Morelia, hacia la media tarde, llovió.
Y yo pienso, o recuerdo que pensaba. Si las coordenadas de la memoria colectiva se mantienen tan eficaces como antaño. Si, sobreponiéndose a las tentaciones del velorio mercantil y del luto institucional, los resortes de la mitología son capaces aún de provocar aquella añeja costumbre suya conocida como milagro. Si esta atmósfera de duelo tiene sabor a pérdida de un entrañable pedazo de vida. Si en el “peladito” distinguimos rastros claramente identificables de lo que hemos sido y somos, pero sobre todo de lo que ya jamás volveremos a ser. Si se nos muere algo más que una sombra. Si velamos, no a una celebridad que adulaba presidentes y anunciaba tarjetas de crédito, sino algo que es infinita e indefiniblemente nuestro. Si la nueva generación mira azorada la tristeza de buena parte de sus mayores. Si los mayores miran azorados la cortés indiferencia de buena parte de la nueva generación. Si transcurrir, dejar de ser para estar siendo (y sólo así ser), continúa resultando un ejercicio doloroso como el diablo.
Entonces, la monumental granizada de hace un rato tuvo nada de casual.

2. NI TUS OÍDOS ESCUCHARÁN MI CANTO.

“Tanto pudo la fama encarecerlo / y tanto las noticias sublimarlo / que sin haber llegado a conocerlo // llegó con tanto extremo el reino a amarlo, / que muchos ojos no pudieron verlo / mas ningunos pudieron no llorarlo”.
Sor Juana Inés de la Cruz. Sonetos.




a.
En el principio fue la carpa. Nacer y crecer bajo su amparo, rescatando lo que desata carcajadas y deshaciéndose de cuanto provoca lluvia de chiflidos, insultos, jitomates y líquidos de procedencia dudosa. Pero Cantinflas no es un fruto más de la vida carperil de la segunda y tercera décadas del siglo XX. Cantinflas es la suma de reminiscencias de una edad que el tiempo se ha venido encargando de borrar.
Crecía el México moderno a la sombra de la Revolución. Lo rural delineaba en negativo los rasgos que hasta hoy siguen siendo su seña de identidad para nosotros, ante la omnipotente consolidación del horizonte urbano. Y allá, en el fondo de tal consolidación, se incubaba una pobreza festiva, ácida, risueña, al mismo tiempo inocente y cábula, ingenua y abusada, cómica y bronca, despiadada y tierna. Los momentos de mayor gloria para Mario Moreno son aquellos en que Cantinflas, a través de su insensato discurso y su gesto cadencioso, desde tal subsuelo consigue dar cuenta de la patria toda. Una patria siempre transitiva. Películas como “Así es mi tierra”, “Águila o sol” y “Ahí está el detalle” no sólo continúan funcionando como lúcido testimonio del tiempo y el país que fuimos, sino que mantienen intacta su demanda y estatura como clásicos del cine mexicano. Ninguna comedia llevada a la pantalla durante las últimas décadas consigue aproximárseles; ni de lejos.
Con el paso de los años, los nuevos intereses de Mario Moreno pasarán sin reparo alguno por encima de los alcances históricos y estéticos de Cantinflas. Incapaz de seguir a su creador en la ruta del éxito, el personaje termina por volver a la calle, para crecer y transformarse con el México que le dio vida y con el que sin remedio morirá. Cuando Mario Moreno emprende la producción sistemática de una o dos películas anuales, está firmando por anticipado el acta de defunción de Cantinflas. Traicionará al peladito de arrabal, todo incorrección, vicios y malas maneras, en busca de argumentos novedosos y discursos asimilados a lo que la ética y la moral en turno entienden por edificante. Aprendices de científico, licenciados, curas y doctores se apropiarán tanto de su nombre en calidad de membrete, como de ciertos reconocibles rasgos que la fama convertirá en receta.
Los momentos de más triste decadencia para Mario Moreno son los del cine en color. Cuando a la caza de moralinas y ganancias elevadas pretende que Cantinflas se convierta en portavoz de las histéricas fobias del capitalismo (“El ministro y yo”), reivindicador servil de la institucionalidad priísta (“El profe”, “El barrendero”, “El patrullero 777”), y cultivador de un humor aletargado, sin filo, ramplón, melodramático y chato, preludio del Chespirito por venir (súmense a las ya enunciadas “El extra”, “Por mis pistolas”, “El padrecito”, “El bolero de Raquel” y un largo etcétera). Apenas momentos cada vez más fugaces para evocarle al espectador lo que había sido pero ya nunca jamás volvería a ser.
Que cada quien vele y venere el pedazo de identidad nacional que le toca.

b.
Martes 20 de abril de 1993. En la misma esquina. El mismo puesto ambulante de lámina blanca. El mismo gordo solitario que despacha y el mismo harapiento viejo, con todos los años de este mundo sobre las espaldas.
—Ya está así como que llegándose la hora, de modo que a darle. Se anota en la lista cuatro de bistec, dos de chorizo y un refresco. Las cebollitas no, porque estaban medio desabridonas. Ahí me lo anota en la lista y paso a liquidar el día del juicio. Ay, mira cómo eres. ¿A poco va a cobrarle a un circunspecto de finado lo que, dijéramos, es como cuando diosito partió el pan nomás que sin apóstoles? O sea la última cena antes de qué después, ¿y luego? Pero si ora es cuando. Mire que si llama al gendarme voy a llegar tarde al velorio y me van a cerrar el cajón. Luego le toca a uno viajar al otro mundo en trolebús. Ya ni lo que no obstante, de verdad que no es broma. Yo soy el que era, porque el otro ya no es ni lo que era ni lo que dejó de ser. ¿Y yo? Deje le explico. “Desde el momento en que no fui quien era, nomas… interprete mi silencio”1.
Adiós para siempre. Adiós.

1 Cantinflas a Manuel Medel en “Águila o sol” de Arcady Boytler.

sábado, 6 de agosto de 2011

CAMINOS EN EL AIRE



Hacia el final del primer capítulo de Rayuela, Horacio Cortázar y Julio Oliveira nos comparten su serena aceptación de lo prodigioso, como una constante a la vez impredecible y fatal de la existencia. Una constante acostumbrada a colarse menos por los espectaculares zaguanes del vestíbulo que por las modestas ventilas que el uso cotidiano se afana en domesticar hasta la invisibilidad.
“Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales” comenta. Y un poco más adelante ejemplifica: “…oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van”.
Pensaba en eso hace unos días, mirando el Eje Central Lázaro Cárdenas desde el último piso de la Torre Latinoamericana. Si los miradores inmediatos inferiores del rascacielos se abren a los cuatro puntos cardinales a través de cristal, ese culminante punto del ascenso lo hace mediante una sólida malla metálica, que permite filtrar al desnudo las corrientes del aire, los haces diversamente ambarinos de la resolana y los rumores en sordina de la inmensa ciudad.
Será la evidencia de altura que la intemperie sin disimulo denuncia, la inexistencia de máquinas despachadoras o puestos de suvenires, la estrechez del espacio hasta para tomarte una foto. Será que llegando a semejante punto, de verdad no queda demasiada alternativa más allá de mirar. Lo cierto es que la atalaya final predispone al recogimiento, la cavilación solitaria, el diálogo breve y como en susurro. O eso me parecía a mí en aquel instante. Habíamos llegado a la taquilla de la planta baja a media mañana, y delante nuestro sólo había una persona aguardando turno. En el elevador habíamos viajado holgados (sin apretujones de ninguna especie), frente a las cristaleras no había sido necesario disputar sitio con nadie, y ahora mismo la mayor parte de los catalejos y binoculares de monedas estaban disponibles para quien quisiera usarlos.
Así que era posible y hasta diría yo que inevitable cierta sensación de intimidad y apartamiento. Asomarse al horizonte cuadrangular, dejando que te invadiera con presunciones de marea en asenso la inimitable y honda melancolía de esa ciudad. “La ciudad con las caras más tristes del mundo” la llamó alguna vez Jerome Charyn.
En principio, no reclamó mi atención que hasta aquellas apartadas alturas alcanzara a llegar música de organillo. Había visto al organillero en la esquina antes de subir. De hecho le había dado unas monedas porque estaba tocando “La barca de oro”, esa obra maestra del inconsciente colectivo nacional a la que tan sabio partido supo sacarle Alejandro Jodorowsky en Santa Sangre. Por lo demás, el arrullo del organillo lleva décadas fungiendo de omnipresente fondo sonoro en el centro histórico capitalino, y antes bien lo que extraña es no encontrártelo a la vuelta de cualquier recodo cuando caminas por él. Pero mientras desde el último piso de la Torre Latinoamericana miraba yo como miniaturas de maqueta las tolderías del ambulantaje en la Alameda Central, me vinieron de pronto a la memoria las bocinas a todo volumen de los puestos de discos, así como los amplificadores y bafles de algunos merolicos y músicos ambulantes. Y por añadidura, los muchos establecimientos comerciales de la zona con estridencia electrónica compartida hacia la calle. Me pareció entonces que, obedeciendo a la más elemental de las lógicas, si las notas del organillo alcanzaban a escucharse, debían poder escucharse y deslindarse también otros sonidos. Agucé el oído por un rato. Inútilmente. Cuanto conseguía distinguirse sin género de dudas era un rumor uniforme de motores, el susurro del viento… y la tonada del organillo. Pude tal vez ir a probar suerte en alguno de los otros tres frentes de la torre, mas me abstuve de ello; el timbre del organillo, aunque nítido, resultaba sutil, y temía que se desvaneciera por los caminos del aire si me movía de mi puesto.
Lo prodigioso o lo ridículo, o la comicidad terrena con que lo prodigioso se precave de rigideces y sacralizaciones, aconteció justo ahí. Maravillado por la comprobada evidencia de que la única música discernible era la del organillo, en un momento dado me pareció advertir que lo que estaba tocando era “Caminos de Michoacán”. Excesivo, lo sé. Y así lo pensaba, mientras con apaciguado desespero hacía intento de aislar del telón de barullo automotor el hilo de las notas. Tiene que ser un error o un alucine, me decía. Y me punzaba en el estómago la certidumbre de que en cualquier segundo iba a terminarse lo que fuera que el organillo estaba tocando en realidad, dando sitio a otra pieza. Cuando yo consiguiera focalizar sin obstrucciones la música, ya estaría sonando otra cosa; “No volveré” o “Las mañanitas”, maldije. Y me quedaría para siempre con la molesta duda y la inepta ilusión. Sí, en ese orden. Inepta e ilusión. Ya que lo a todas luces racional y evidente era que no podía tratarse, bajo ninguna circunstancia, de “Caminos de Michoacán”. En fin, la mezquina sensatez con que ya en automático devaluamos el milagro, por modesto que este sea, cuando al fin consiente entreabrirnos su incontestabilidad.
La sensación de ridículo me la acentuaba el hecho de que, apenas la noche anterior, en el Sanborn’s del Ángel de la Independencia, mientras Bárbara compraba algo en farmacia y Emilio y yo mirábamos juguetes, desde el departamento de discos comenzó a escucharse a todo volumen un espantoso popurrí michoacano, cuyo leitmotiv central era “Juan Colorado”
Indiferente a mis conflictos y complejos, el organillo siguió repitiendo una y otra vez los mismos idénticos motivos. Siempre como a punto de diluirlos por los caminos del aire, cada vuelta sosteniéndole su intacto margen a la duda. Férreo y sutil, inaprensible y monótono. De piedra y viento. Como es esa ciudad; como es el corazón de la obsidiana. A fuerza de reiteración, terminó por quedar claro que, pese a mi vergüenza, mi indignación y mis escrúpulos, lo que estaba sonando era sin lugar a dudas “Caminos de Michoacán”.
Como había hecho la noche anterior, le compartí a Bárbara ese desliz de absurdo, pretendiendo no sólo acompañar el azoro, sino también tal vez disponer a futuro de un aval o un testigo. Ociosa pretensión. De modo saludable, y a pesar del tiempo acumulado, Bárbara sigue sin ser capaz de identificar ni las más reconocibles prendas del folklore michoacano. Así que aquel absurdo exceso de geometría quedaba para mí solo, sin agregadas garantías que al volverlo testimonio fueran a servir de comprobación ante potenciales escuchas o lectores.
Emprendida la vuelta a tierra firme, ya desde el mirador acristalado del piso inmediato inferior nos sorprendió la cantidad de gente que marchaba en sentido inverso. Filas, grupos, corrillos. Adolescentes vociferando a voz en cuello, ancianas acomodando familiares para la foto, niños apelotonados frente a las maquinas de golosinas. En la planta baja, una dilatada hilera de turistas aguardaba turno para llegar a taquilla. Y no era que nosotros hubiéramos arribado precavida o llamativamente temprano. Era sólo que nos había tocado hallarnos allá arriba durante el único lapso y bajo las propicias condiciones para que yo pudiera escuchar “Caminos de Michoacán” al organillo. Seguro que para ese entonces, en el último piso, ya era más bien difícil permanecer demasiado rato en el mismo lugar, o escuchar algo que no fueran las voces de la propia multitud de visitantes.
Cuando salí a la calle, la sensación de ridículo había cedido. Aunque, como en Horacio y Julio, mantenía sobre mí la impronta suficiente para evitar el abuso de sentirme Maldoror de bolsillo, demiurgo trastocado por la gracia. Era, ni más ni menos, un tipo igual a los miles que en aquel mismo instante aguardaban conmigo el cambio de la luz en el semáforo. Cada uno con su personal catálogo de insólitos gratuitos y elocuentes; ninguno de los cuales sirve para revelar si dios existe, si un mundo nos vigila, si vamos de la nada hacia la nada. Pero a la luz del mismo, la vida te recuerda hasta el final que es bastante más amplia de lo que te supones. Busqué con la mirada y el oído al organillo. Estaba en el mismo rincón donde lo había dejado. Tocaba “Las Mañanitas”.
Cambio la luz, atravesé la calle. Y no iba solo.