lunes, 26 de septiembre de 2011

LUCIÉRNAGAS

para la Chaquis

Los gigantes de la montaña, obra teatral en cuya escritura trabajaba el narrador y dramaturgo siciliano Luigi Pirandello al morir, durante diciembre de 1936, incluye el siguiente diálogo a propósito de las luciérnagas: “¡Luciérnagas! Son mis luciérnagas de mayo. Estamos aquí, como a la orilla de la vida, Condesa. A una voz de orden, la orilla se aleja, entra en lo invisible, surgen fantasmas. Es natural, ocurre lo que es habitual durante el sueño. Yo consigo que ocurra también durante la vigilia”.
El pasaje le permite a Pirandello no sólo plantear de manera concisa y transparente su idea de lo que es el teatro, sino también desplegar en pleno la noción, tan cara para él, de teatralidad total.
Cuarenta años más tarde, cerca ya de concluir la década de los 70, las luciérnagas (quién sabe si esas mismas luciérnagas fronterizas entre la vigilia escénica y el sueño dramático) sirvieron de punto de partida para que otro escritor natural de Sicilia, Leonardo Sciascia, acometiera una de las más lúcidas disecciones jamás practicadas sobre el orden político italiano, y a través suyo sobre las implicaciones generales de la llamada Razón de Estado en la sociedad capitalista contemporánea. La mención a las luciérnagas al inicio de El caso Moro constituye un homenaje de Sciascia, aunque no dedicado esta vez —como solía ser habitual— a Pirandello, su admirado paisano, sino a Pier Paolo Pasolini.
Pocos meses antes de su brutal y turbio asesinato, Pasolini había escrito un artículo donde proponía dividir la historia de la Democracia Cristiana (partido hegemónico en Italia durante más de cuatro décadas) en dos fases, cuyo parteaguas se ubicaría a inicios de la década de los 60, durante la época en que la contaminación ambiental provocó la súbita desaparición de las luciérnagas, cuando menos dentro de ciertas porciones del territorio italiano.
Antes de iniciar su puntual desmenuzamiento del secuestro y la ejecución de Aldo Moro (uno de los líderes históricos de la Democracia Cristiana) a manos de las Brigadas Rojas (organización armada de extrema izquierda), Sciascia retoma la idea de Pasolini en el sentido de que, a partir de la desaparición de las luciérnagas, Democracia Cristiana comenzó a configurar e instrumentar un lenguaje nuevo; una jerga que, simulándose depositaria exclusiva de la capacidad de enunciación de la realidad pública, en realidad no estaba diciendo nada, no pretendía decir nada; una forma de expresarse enrevesada, hermética, incomprensible, destinada menos a explicar los motivos detrás del poder que a preservarlo a toda costa sin tener que darle explicaciones a nadie. Un cantinfleo político a la italiana, que merecería ser contrastado tanto con el que empleaban sus pares mexicanos durante la época dorada del priísmo, como con el dialecto policiaco-empresarial de nuestra actualidad panista.
Cada vez que escucho a los voceros de nuestras administraciones federales, estatales y municipales, aseverando que para revertir los devastadores daños provocados por el rumbo económico, político, cultural y social tomado por el país durante los últimos treinta años, no existe más alternativa que aprobar las reformas estructurales que le permitan al país profundizar el rumbo económico, político, cultural y social que ha tomado el país durante los últimos treinta años, me da por sentirme no sé bien si en el bote de basura donde tiraban Franz Kafka o cualquiera de los dramaturgos del Teatro del Absurdo sus borradores malogrados, o más bien en la pista de un circo de tercera, recibiendo bofetadas vestido de payaso.
Sin embargo, las opciones para leer El caso Moro en clave mexicana y actual van más allá de la institucionalización política, empresarial y mediática de una retórica devastadora y hueca. El filón temático llamado a hacer de la primera edición mexicana del libro (este año, a cargo de Tusquets) un pertinente acontecimiento editorial, literario y reflexivo, es sin duda la manipulación retórica del concepto “razón de estado”, que un gobierno puede llegar a consentirse para pasar por encima del más elemental derecho a la sobrevivencia de aquellos a quienes en teoría sería su obligación salvaguardar.
Hace más de cinco años que no veo en Morelia una sola luciérnaga. La penúltima vez que sucedió, íbamos de regreso a casa hacia el anochecer. El fraccionamiento donde vivo estaba todavía en proceso de construcción y escasamente habitado, de modo que varias de las originales prendas rurales del territorio que la empresa urbanizadora había adquirido para alzarlo, se mantenían intactas para los pocos (y en ese sentido afortunados) vecinos. Bajábamos del camión cuando advertimos que la glorieta de acceso estaba poblada por un cúmulo de flotantes lucecillas blanquecinas. Bárbara, espécimen urbano a quien hacía apenas unos días la falta de alumbrado público le había revelado la increíble potencia de la luna llena en medio de la intemperie nocturna, se quedó largo rato ahí, sola, mirándolas.
Aquellas luciérnagas permanecieron entre nosotros no recuerdo durante cuántos días. Caprichosas, impredecibles, inconstantes y, sin embargo, irrefutablemente puntuales. Una noche salías a buscarlas y no aparecían por ningún lado, haciéndote maliciar crueldades infantiles armadas de frascos, matamoscas y alfileres, indeseables y fulmíneos exterminios a cuenta de un escape abierto, o espejismos, ilusiones y engañifas torpemente entretejidos por un exceso de fantasía, deseo y deformación literaria. Y luego, cuando tú andabas en otra cosa y no tenías tiempo, cabeza, corazón ni piel para luciérnagas, volvían a aparecer, aunque ya no llegaran a desplegar otra vez la vistosa espectacularidad del primer encuentro.
Despedimos el fin de la estación con cierta melancolía, que la alborozada expectativa del reencuentro atenuaba. Pero el año siguiente no se dignó a regalarnos siquiera el torpe consuelo de una desaparición absoluta, capaz de ayudarnos a olvidar sin más ni más el prodigio. La desaparición de las luciérnagas vino a hacerla más evidente y dolorosa la solitaria presencia de su viviente resplandor una sola noche, en la ventana. Un único bichito errabundo al otro lado del cristal, que en la parsimonia de su vuelo sugería no tanto la hipotética guarida de la que sin duda había brotado, como la instauración de un definitivo exilio.
El día que secuestraron Aldo Moro, la prensa y la clase política italiana reaccionaron en unánime bloque. Se trataba según ellas de un desafío contra el Estado Democrático, que éste no podía excusar. “El país acepta el desafío” es para Leonardo Sciascia la frase que mejor sintetiza la retórica dominante por esas fechas. Y añade enseguida: “Tragicómica retórica, cuando la leemos cuatro meses después y con un único terrorista detenido”.
Me pregunto qué opinión le hubiera merecido a Sciascia la retórica dominante del poder económico, político y mediático mexicano, empecinada en que nuestra “democracia imperfecta” debe afrontar en términos de mano dura y despiadada guerra sin cuartel el desafío que representa el crimen organizado. Me pregunto sobre todo a qué término se puede apelar, ante la clara insuficiencia de “tragicómico”, cuando seguimos escuchando el mismo intacto sonsonete seis años después, con un crimen organizado patentemente dueño del país, intacto o más bien consolidado en sus prebendas, penetración y alcances, tal lo atestiguan sólo la semana pasada (¿para qué ir más lejos o más cerca?) los botones de muestra de Guerrero y Veracruz.
En 1978, la Democracia Cristiana decidió inmolar a Aldo Moro, negándose a la negociación que le hubiera salvado la vida, en nombre de la razón de Estado. En nombre de la razón de algo que ella misma se había encargado de conservar inexistente durante décadas (dice Sciascia: “la razón por la que al menos una tercera parte del electorado se identificaba y se identifica con el partido democristiano radica precisamente en que éste no tiene ninguna idea de Estado, cosa tranquilizadora y hasta tonificante”). ¿En nombre de quién merece colocarse en perspectiva de inmolación a la población civil de todo un país?
Hace cosa de un año, cierta noche de sábado, mataron a balazos a dos personas a la entrada de la calle donde vivo. Un problema personal: alcohol de más, palabras de más, uno de los rijosos que a punta de pistola finiquita primero la discusión con su interlocutor, y luego persigue a la joven que lo acompañaba, para abatirla en la puerta misma de uno de mis vecinos. Los partes periodísticos dirán que se trató de un crimen ajeno por completo a la delincuencia organizada. El punto donde cayó la primera víctima debe hallarse a la misma distancia de la glorieta donde hace más de un lustro vimos a las luciérnagas mientras bajábamos del camión, y de la ventana donde aquel otro bichillo nos anunció un año más tarde no solamente su exilio, sino también el nuestro.
Esa noche me tocó escuchar los balazos y los gritos, así como mirar la confusa carrera a lo lejos, a través de las cortinas. Bárbara dormía. Yo estaba viendo una película de Godard. Made in USA, de 1966.
La glorieta de las luciérnagas está llena de basura que los perros dispersan y que nadie recoge, porque nadie considera que esa basura sea suya. Tal vez parezca absurdo pensar que eso tenga alguna relación con la delincuencia organizada. Pero yo pienso que sí. Tanto con la delincuencia organizada desde la razón de Estado, como con la delincuencia organizada más allá de toda razón y todo Estado.
Al final de Made in USA de Godard, dos personajes hablan de las batallas por venir. Las batallas de la Historia, antes de que la mayúscula comenzara a estar mal vista y resultara políticamente incorrecta; las batallas de la izquierda, antes de que la mala conciencia ante sus propias miserias la redujera a insustancial añagaza geométrica ante el reparto del poder. Una mujer y un hombre conversan en un auto, camino no se sabe bien hacia dónde.
Pienso que estar viendo esa película esa noche justa, tampoco tuvo nada de casual.





sábado, 13 de agosto de 2011

INTERPRETE MI SILENCIO



1. NO VOLVERÁN TUS OJOS A MIRARME.

“Si no fuera / Por mi / Buena salud / Ya me habría / Muerto”.
Efraín Huerta. Poemas prohibidos y de amor.


a.
Martes 20 de abril de 1993. Los telenoticieros nocturnos dan cuenta del fallecimiento de Mario Moreno, apenas hace unas horas. En una esquina, un puesto ambulante de lámina blanca. Despacha un gordo solitario que ve la televisión. Sólo de bistec y chorizo, los de tripa se acabaron. Aparece un harapiento viejo, con todos los años de este mundo sobre las espaldas. Tras ordenar, atiende por un instante a la pantalla; luego dice:
—Lo que hay que ver. Yo a ese señor del que hablan lo conocí en el momento mismo. Aunque puede que haya sido un poco antes, ya ve usted que con la edad a uno lo que no se le olvida lo inventa. Pero no por eso va a andar aguantando lo de la jubilación, que ni para lentejas alcanza. Bueno, yo no estoy jubilado, pero igual me siento indigno porque da coraje. Aunque a fin de cuentas uno mismo tiene la culpa, ¿para qué se hace viejo? Tan bonito que es andar por el mundo joven, bello y rozagante. Por eso yo comprendo que el difunto éste acabara por hacerse la restirada plástica. Ora que para res tirada vamos todos y jalones más, jalones menos. Dicen que los gusanos no le hacen el feo a las arrugas.
“¿Cómo que de quién estoy hablando? Pues del occiso que hace rato no era porque inclusive. Y me extraña. Pero depende, ¿no? Porque Marios Moreno ha de haber un montón; como para aventar pa’ arriba. ¿Que quién soy yo para andarle faltando a un difunto tan ilustre? Pues no es por dárselo a desear, pero aquí donde me ve se me hace que… pa’ pronto. Yo más que faltarle ando sobrándole, y como me quite la gabardina no va a ser para deleitarle las niñas de los ojos. Y no me llamo, señor; me llaman. Porque introspecto y tergiversado iba a verme gritando por la calle igual que la Llorona: “¡Ay, Cantinflas! ¡Ay, Cantinflas! ¿Dónde estás?”.

b.
Miércoles 21 de abril de 1993. Mario Moreno “Cantinflas” ha sido sepultado. En Morelia, hacia la media tarde, llovió.
Y yo pienso, o recuerdo que pensaba. Si las coordenadas de la memoria colectiva se mantienen tan eficaces como antaño. Si, sobreponiéndose a las tentaciones del velorio mercantil y del luto institucional, los resortes de la mitología son capaces aún de provocar aquella añeja costumbre suya conocida como milagro. Si esta atmósfera de duelo tiene sabor a pérdida de un entrañable pedazo de vida. Si en el “peladito” distinguimos rastros claramente identificables de lo que hemos sido y somos, pero sobre todo de lo que ya jamás volveremos a ser. Si se nos muere algo más que una sombra. Si velamos, no a una celebridad que adulaba presidentes y anunciaba tarjetas de crédito, sino algo que es infinita e indefiniblemente nuestro. Si la nueva generación mira azorada la tristeza de buena parte de sus mayores. Si los mayores miran azorados la cortés indiferencia de buena parte de la nueva generación. Si transcurrir, dejar de ser para estar siendo (y sólo así ser), continúa resultando un ejercicio doloroso como el diablo.
Entonces, la monumental granizada de hace un rato tuvo nada de casual.

2. NI TUS OÍDOS ESCUCHARÁN MI CANTO.

“Tanto pudo la fama encarecerlo / y tanto las noticias sublimarlo / que sin haber llegado a conocerlo // llegó con tanto extremo el reino a amarlo, / que muchos ojos no pudieron verlo / mas ningunos pudieron no llorarlo”.
Sor Juana Inés de la Cruz. Sonetos.




a.
En el principio fue la carpa. Nacer y crecer bajo su amparo, rescatando lo que desata carcajadas y deshaciéndose de cuanto provoca lluvia de chiflidos, insultos, jitomates y líquidos de procedencia dudosa. Pero Cantinflas no es un fruto más de la vida carperil de la segunda y tercera décadas del siglo XX. Cantinflas es la suma de reminiscencias de una edad que el tiempo se ha venido encargando de borrar.
Crecía el México moderno a la sombra de la Revolución. Lo rural delineaba en negativo los rasgos que hasta hoy siguen siendo su seña de identidad para nosotros, ante la omnipotente consolidación del horizonte urbano. Y allá, en el fondo de tal consolidación, se incubaba una pobreza festiva, ácida, risueña, al mismo tiempo inocente y cábula, ingenua y abusada, cómica y bronca, despiadada y tierna. Los momentos de mayor gloria para Mario Moreno son aquellos en que Cantinflas, a través de su insensato discurso y su gesto cadencioso, desde tal subsuelo consigue dar cuenta de la patria toda. Una patria siempre transitiva. Películas como “Así es mi tierra”, “Águila o sol” y “Ahí está el detalle” no sólo continúan funcionando como lúcido testimonio del tiempo y el país que fuimos, sino que mantienen intacta su demanda y estatura como clásicos del cine mexicano. Ninguna comedia llevada a la pantalla durante las últimas décadas consigue aproximárseles; ni de lejos.
Con el paso de los años, los nuevos intereses de Mario Moreno pasarán sin reparo alguno por encima de los alcances históricos y estéticos de Cantinflas. Incapaz de seguir a su creador en la ruta del éxito, el personaje termina por volver a la calle, para crecer y transformarse con el México que le dio vida y con el que sin remedio morirá. Cuando Mario Moreno emprende la producción sistemática de una o dos películas anuales, está firmando por anticipado el acta de defunción de Cantinflas. Traicionará al peladito de arrabal, todo incorrección, vicios y malas maneras, en busca de argumentos novedosos y discursos asimilados a lo que la ética y la moral en turno entienden por edificante. Aprendices de científico, licenciados, curas y doctores se apropiarán tanto de su nombre en calidad de membrete, como de ciertos reconocibles rasgos que la fama convertirá en receta.
Los momentos de más triste decadencia para Mario Moreno son los del cine en color. Cuando a la caza de moralinas y ganancias elevadas pretende que Cantinflas se convierta en portavoz de las histéricas fobias del capitalismo (“El ministro y yo”), reivindicador servil de la institucionalidad priísta (“El profe”, “El barrendero”, “El patrullero 777”), y cultivador de un humor aletargado, sin filo, ramplón, melodramático y chato, preludio del Chespirito por venir (súmense a las ya enunciadas “El extra”, “Por mis pistolas”, “El padrecito”, “El bolero de Raquel” y un largo etcétera). Apenas momentos cada vez más fugaces para evocarle al espectador lo que había sido pero ya nunca jamás volvería a ser.
Que cada quien vele y venere el pedazo de identidad nacional que le toca.

b.
Martes 20 de abril de 1993. En la misma esquina. El mismo puesto ambulante de lámina blanca. El mismo gordo solitario que despacha y el mismo harapiento viejo, con todos los años de este mundo sobre las espaldas.
—Ya está así como que llegándose la hora, de modo que a darle. Se anota en la lista cuatro de bistec, dos de chorizo y un refresco. Las cebollitas no, porque estaban medio desabridonas. Ahí me lo anota en la lista y paso a liquidar el día del juicio. Ay, mira cómo eres. ¿A poco va a cobrarle a un circunspecto de finado lo que, dijéramos, es como cuando diosito partió el pan nomás que sin apóstoles? O sea la última cena antes de qué después, ¿y luego? Pero si ora es cuando. Mire que si llama al gendarme voy a llegar tarde al velorio y me van a cerrar el cajón. Luego le toca a uno viajar al otro mundo en trolebús. Ya ni lo que no obstante, de verdad que no es broma. Yo soy el que era, porque el otro ya no es ni lo que era ni lo que dejó de ser. ¿Y yo? Deje le explico. “Desde el momento en que no fui quien era, nomas… interprete mi silencio”1.
Adiós para siempre. Adiós.

1 Cantinflas a Manuel Medel en “Águila o sol” de Arcady Boytler.

sábado, 6 de agosto de 2011

CAMINOS EN EL AIRE



Hacia el final del primer capítulo de Rayuela, Horacio Cortázar y Julio Oliveira nos comparten su serena aceptación de lo prodigioso, como una constante a la vez impredecible y fatal de la existencia. Una constante acostumbrada a colarse menos por los espectaculares zaguanes del vestíbulo que por las modestas ventilas que el uso cotidiano se afana en domesticar hasta la invisibilidad.
“Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales” comenta. Y un poco más adelante ejemplifica: “…oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van”.
Pensaba en eso hace unos días, mirando el Eje Central Lázaro Cárdenas desde el último piso de la Torre Latinoamericana. Si los miradores inmediatos inferiores del rascacielos se abren a los cuatro puntos cardinales a través de cristal, ese culminante punto del ascenso lo hace mediante una sólida malla metálica, que permite filtrar al desnudo las corrientes del aire, los haces diversamente ambarinos de la resolana y los rumores en sordina de la inmensa ciudad.
Será la evidencia de altura que la intemperie sin disimulo denuncia, la inexistencia de máquinas despachadoras o puestos de suvenires, la estrechez del espacio hasta para tomarte una foto. Será que llegando a semejante punto, de verdad no queda demasiada alternativa más allá de mirar. Lo cierto es que la atalaya final predispone al recogimiento, la cavilación solitaria, el diálogo breve y como en susurro. O eso me parecía a mí en aquel instante. Habíamos llegado a la taquilla de la planta baja a media mañana, y delante nuestro sólo había una persona aguardando turno. En el elevador habíamos viajado holgados (sin apretujones de ninguna especie), frente a las cristaleras no había sido necesario disputar sitio con nadie, y ahora mismo la mayor parte de los catalejos y binoculares de monedas estaban disponibles para quien quisiera usarlos.
Así que era posible y hasta diría yo que inevitable cierta sensación de intimidad y apartamiento. Asomarse al horizonte cuadrangular, dejando que te invadiera con presunciones de marea en asenso la inimitable y honda melancolía de esa ciudad. “La ciudad con las caras más tristes del mundo” la llamó alguna vez Jerome Charyn.
En principio, no reclamó mi atención que hasta aquellas apartadas alturas alcanzara a llegar música de organillo. Había visto al organillero en la esquina antes de subir. De hecho le había dado unas monedas porque estaba tocando “La barca de oro”, esa obra maestra del inconsciente colectivo nacional a la que tan sabio partido supo sacarle Alejandro Jodorowsky en Santa Sangre. Por lo demás, el arrullo del organillo lleva décadas fungiendo de omnipresente fondo sonoro en el centro histórico capitalino, y antes bien lo que extraña es no encontrártelo a la vuelta de cualquier recodo cuando caminas por él. Pero mientras desde el último piso de la Torre Latinoamericana miraba yo como miniaturas de maqueta las tolderías del ambulantaje en la Alameda Central, me vinieron de pronto a la memoria las bocinas a todo volumen de los puestos de discos, así como los amplificadores y bafles de algunos merolicos y músicos ambulantes. Y por añadidura, los muchos establecimientos comerciales de la zona con estridencia electrónica compartida hacia la calle. Me pareció entonces que, obedeciendo a la más elemental de las lógicas, si las notas del organillo alcanzaban a escucharse, debían poder escucharse y deslindarse también otros sonidos. Agucé el oído por un rato. Inútilmente. Cuanto conseguía distinguirse sin género de dudas era un rumor uniforme de motores, el susurro del viento… y la tonada del organillo. Pude tal vez ir a probar suerte en alguno de los otros tres frentes de la torre, mas me abstuve de ello; el timbre del organillo, aunque nítido, resultaba sutil, y temía que se desvaneciera por los caminos del aire si me movía de mi puesto.
Lo prodigioso o lo ridículo, o la comicidad terrena con que lo prodigioso se precave de rigideces y sacralizaciones, aconteció justo ahí. Maravillado por la comprobada evidencia de que la única música discernible era la del organillo, en un momento dado me pareció advertir que lo que estaba tocando era “Caminos de Michoacán”. Excesivo, lo sé. Y así lo pensaba, mientras con apaciguado desespero hacía intento de aislar del telón de barullo automotor el hilo de las notas. Tiene que ser un error o un alucine, me decía. Y me punzaba en el estómago la certidumbre de que en cualquier segundo iba a terminarse lo que fuera que el organillo estaba tocando en realidad, dando sitio a otra pieza. Cuando yo consiguiera focalizar sin obstrucciones la música, ya estaría sonando otra cosa; “No volveré” o “Las mañanitas”, maldije. Y me quedaría para siempre con la molesta duda y la inepta ilusión. Sí, en ese orden. Inepta e ilusión. Ya que lo a todas luces racional y evidente era que no podía tratarse, bajo ninguna circunstancia, de “Caminos de Michoacán”. En fin, la mezquina sensatez con que ya en automático devaluamos el milagro, por modesto que este sea, cuando al fin consiente entreabrirnos su incontestabilidad.
La sensación de ridículo me la acentuaba el hecho de que, apenas la noche anterior, en el Sanborn’s del Ángel de la Independencia, mientras Bárbara compraba algo en farmacia y Emilio y yo mirábamos juguetes, desde el departamento de discos comenzó a escucharse a todo volumen un espantoso popurrí michoacano, cuyo leitmotiv central era “Juan Colorado”
Indiferente a mis conflictos y complejos, el organillo siguió repitiendo una y otra vez los mismos idénticos motivos. Siempre como a punto de diluirlos por los caminos del aire, cada vuelta sosteniéndole su intacto margen a la duda. Férreo y sutil, inaprensible y monótono. De piedra y viento. Como es esa ciudad; como es el corazón de la obsidiana. A fuerza de reiteración, terminó por quedar claro que, pese a mi vergüenza, mi indignación y mis escrúpulos, lo que estaba sonando era sin lugar a dudas “Caminos de Michoacán”.
Como había hecho la noche anterior, le compartí a Bárbara ese desliz de absurdo, pretendiendo no sólo acompañar el azoro, sino también tal vez disponer a futuro de un aval o un testigo. Ociosa pretensión. De modo saludable, y a pesar del tiempo acumulado, Bárbara sigue sin ser capaz de identificar ni las más reconocibles prendas del folklore michoacano. Así que aquel absurdo exceso de geometría quedaba para mí solo, sin agregadas garantías que al volverlo testimonio fueran a servir de comprobación ante potenciales escuchas o lectores.
Emprendida la vuelta a tierra firme, ya desde el mirador acristalado del piso inmediato inferior nos sorprendió la cantidad de gente que marchaba en sentido inverso. Filas, grupos, corrillos. Adolescentes vociferando a voz en cuello, ancianas acomodando familiares para la foto, niños apelotonados frente a las maquinas de golosinas. En la planta baja, una dilatada hilera de turistas aguardaba turno para llegar a taquilla. Y no era que nosotros hubiéramos arribado precavida o llamativamente temprano. Era sólo que nos había tocado hallarnos allá arriba durante el único lapso y bajo las propicias condiciones para que yo pudiera escuchar “Caminos de Michoacán” al organillo. Seguro que para ese entonces, en el último piso, ya era más bien difícil permanecer demasiado rato en el mismo lugar, o escuchar algo que no fueran las voces de la propia multitud de visitantes.
Cuando salí a la calle, la sensación de ridículo había cedido. Aunque, como en Horacio y Julio, mantenía sobre mí la impronta suficiente para evitar el abuso de sentirme Maldoror de bolsillo, demiurgo trastocado por la gracia. Era, ni más ni menos, un tipo igual a los miles que en aquel mismo instante aguardaban conmigo el cambio de la luz en el semáforo. Cada uno con su personal catálogo de insólitos gratuitos y elocuentes; ninguno de los cuales sirve para revelar si dios existe, si un mundo nos vigila, si vamos de la nada hacia la nada. Pero a la luz del mismo, la vida te recuerda hasta el final que es bastante más amplia de lo que te supones. Busqué con la mirada y el oído al organillo. Estaba en el mismo rincón donde lo había dejado. Tocaba “Las Mañanitas”.
Cambio la luz, atravesé la calle. Y no iba solo.

jueves, 21 de julio de 2011

BYE, CITY BLUES




Los Angeles, cerca del año 2000.

Anoche tuve un sueño.
A estas alturas, ya sólo eso representaría en mi vida un hecho extraordinario. No acostumbro soñar. He aprendido a aceptar mis noches como un largo pasillo abierto a multitud de puertas negras (cuando duermo), o como un techo carcomido y mohoso a dos metros de mi rostro (cuando sufro de insomnio).
Sin embargo, anoche soñé. Primero con un hombre llamado Canino, al que cierta vez le metí unas cuantas balas en el pecho. Después con otro hombre, llamado Terry Lennox, por quien pasé varias noches en la cárcel y me aficioné a los gimlets en el bar de Víctor. Pero eso no es importante. Todo aquel que llega a viejo lo consigue en buena medida porque ha sido capaz de aprender a vivir con sus fantasmas (el resto es condición física y suerte). Y los fantasmas vienen igual, con sueño o sin él.
Lo curioso, lo extraño, vino después. Me soñé en México.
He ido a México. He estado en Tijuana, en Mexicali y hasta alguna vez tuve que pasar un par de noches siguiendo a un hombre por las calles de Saltillo (el hombre se esfumó, yo recibí una buena paliza y el abogado que me había contratado se negó a pagar incluso los gastos del hospital). Sin embargo, esto era algo totalmente distinto.
Estaba en un pequeño apartamento con dos dormitorios, estancia, cocina y baño. Puertas, molduras y muebles eran de maderas olorosas y cargadas de penumbra; había pinturas de tonos oscuros y repisas colmadas por multitud de objetos que bien podrían haber estado rematándose en un bazar.
Todo el sueño transcurría ahí. ¿Cómo puedo pues saber que me encontraba en México? Bueno, pues cuando uno ha dedicado la vida a trabajar como detective aprende a mirar de cierta especial manera. No hablemos de sexto sentido, sino simplemente de una observación más detenida, desapegada y cínica de los objetos y las personas.
Estaba en México. Yo, el de hace unos cincuenta años. El Marlowe ocurrente y simpático que por doscientos dólares más gastos se dejaba romper la dentadura y que tenía una amplia gama de irónicas sonrisas para cada ocasión. El Marlowe duro e implacable que no se detenía ante nada cuando se trataba de comprobar que en el hueco de cualquier escalera, bajo cualquier ventana, detrás de cualquier puerta, hay siempre un enorme vertedero de basura. Ese Marlowe. El del pañuelo en el bolsillo del saco, la botella de whisky en el segundo cajón del escritorio y la 38 en la guantera del Oldsmobile. El único, el incomparable, el original: Marlowe. Y estaba en México, mirando una pequeña colección de máscaras que pendían de la pared. Máscaras indias alternándose gestos extremadamente cómicos o extremadamente grotescos, o ambas cosas. Máscaras de tigres, de soles y de ancianos, libros, papeles, libretas, dos pantallas de mimbre para hacer de la luz un pretexto de acogedoras tibiezas.
Miraba las máscaras y pensaba en el rostro de los hombres; un rostro incapaz de volver a esa furiosa armonía que sin duda había generado él mismo en el pasado, bailando alrededor de una hoguera, venerando fuerzas incomprensibles pero infinitamente más cercanas. Hay gente que hasta incluso cobra por pensar cosas como ésa. Antropología me parece que le dicen.
Al principio creía estar solo. Fumaba, veía los objetos y las pinturas y no tenía especial interés en que las cosas fueran de otro modo. De pronto, advertí que tenía compañía. En uno de los dormitorios, sentada en una mecedora como un pájaro sin prisa por alzar el vuelo, había una mujer. Morena clara, frágil, delgada como el humo de un cigarrillo dispersado por la brisa del invierno, con dos trenzas de pelo oscurísimo bajando hasta asentarse en los pechos. Iba desnuda, sin que eso de momento tuviera ninguna significación particular; y aunque su cuerpo no se ajustara al modelo que yo generalmente preferí (rubias voluptuosas con valles, depresiones y colinas capaces de enloquecer al más avezado explorador), había en su frágil arquitectura, en su triste seriedad, en su aire de niña enfermiza y desamparada, algo que ahora, despierto y envejecido en esta habitación mugrienta, me hace lamentarme por haber llegado tarde, por no haber sido capaz de ordenar la ruta de los azares para que nuestros caminos tropezaran más allá de este sueño que relato.
Tenía un libro abierto sobre las piernas, fumaba y bebía. Lloraba, tratando de evitar que las lágrimas mancharan la página que estaba leyendo.
—Si el libro es tan triste, tal vez sería mejor que no lo leyera —sugerí, recargándome en el marco de la puerta.
Alzó la mirada y me sonrió entre el llanto. No podía establecer su edad. Más tarde llegó a decirme que estaba vieja y cansada, pero más daba la impresión de ser una adolescente a la vez temerosa y desafiante, llena de inquietudes y deseos que terminaban por resolverse en angustias. Me invitó a sentarme.
La pequeña habitación tenía tres de sus cuatro paredes repletas de libros. Una estantería de madera allá, otra de metal aquí, algunas repisas improvisadas acá. A mi derecha una ventana mostraba el paisaje nocturno de un pedazo de ciudad desconocida; la luna llena brillaba en el cielo. Me senté en el piso, apoyado sobre un par de gruesos cobertores que hacían las veces de cama.
Me ofreció una copa de tequila y un cigarrillo.
—¿De qué se trata? —inquirí, aceptándolos.
La mujer se humedeció los labios y meneó tenuemente la cabeza.
—No hay mucho qué decir —murmuró.
Cada vez que el llanto se le agolpaba en los ojos, enrojeciéndolos, apretaba los párpados y apuraba un largo sorbo de tequila. Traté de igualar su ritmo, pero me hubiera sido imposible. A ella la movía un devastador río de fuego interior; a mí, de momento, sólo su figura triste y desolada.
Pasó un largo rato. De vez en vez, ella le daba una vistazo a la página del libro que seguía abierto sobre sus piernas, aunque era evidente que su atención estaba en otra parte.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté.
—Yo no lo llamé —respondió ella, encogiéndose de hombros
Medité eso durante medio cigarrillo y dos sorbos de tequila.
—De cualquier modo ya estamos aquí —dije—. Hable si eso le representa alguna ayuda. Si no, acabemos con esa botella, digámonos algunas frases corteses y despidámonos sabiendo que, por una noche, la soledad se privó de nosotros. No es gran cosa, pero apenas puedo ofrecerle poco más.
—Yo no lo llamé —repitió en voz baja. Luego se me quedó mirando como si hasta entonces hubiese advertido mi presencia, con una mezcla de curiosidad y fastidio, y añadió—: ¿De dónde viene?
De Los Angeles. Venía de Los Angeles. Un lugar tan bueno y tan malo como cualquiera, salvo Bay City en los viejos tiempos. Venía de una oficina polvorienta, cuyo recibidor siempre tenía la puerta sin llave por si algún cliente llegaba en mi ausencia y se tomaba la molestia de esperar. Venía de un apartamento amueblado de manera convencional, donde sólo un vetusto juego de ajedrez podía aportar algún indicio sobre las aficiones del inquilino. Venía del eco de unos pasos resonando en calles progresivamente hostiles, venía de buscar sin que el objeto de mi búsqueda fuese ya ni siquiera un poco claro.
La mujer volvió a llenar mi copa. Casi había logrado igualar su ritmo. Todo era cuestión de seguir abriendo paso con las confidencias en medio de la noche.
Entonces comenzó a hablar de laberintos y espejos rotos, de voluntades insobornables y de huesos doloridos. Al final de todo, siempre, estaba la soledad. Poco importaba si la silueta recortada por la lluvia era la de un hombre con gabardina y sombrero sobre el fondo de un callejón, o la de una mujer lánguida y morena acariciando las cicatrices de su reflejo en los charcos. Al final del callejón, en el reverso del charco, más allá, siempre estaba un paisaje vacío, una madrugada abierta al infinito infinitamente mudo.
Me pidió que apagara la luz. La luna a través de la ventana nos volvió azules.
Seguimos hablando, hundiéndonos irremisiblemente en el relato de rostros, voces y situaciones que al otro, como siempre ocurre en estos casos, no podrían significarle más de lo que eran: testimonios de fantasmas contados por un extraño. No obstante, al final iba quedando un sedimento común que nos aproximaba de manera casi imperceptible al mismo territorio. Más allá de la mera anécdota, todo era lo mismo: abrir puertas sin llegar a saber detrás de cuál está escondida la verdad; ser vapuleado, ignorado, escupido, pisoteado y sin embargo sentir que hay una línea que no debe quebrarse, un aliento que no debe escurrirse, un reducto que no puede quebrantarse si por las mañanas uno quiere poder seguir mirándose a los ojos en el espejo. No sabría cómo llamarlo. Ella, mientras se decía vieja y cansada, habló de honestidad. Yo acompañé la confesión de mis ancianidades y mis cansancios con la certeza del alto costo que debe pagar quien se niega a tener precio.
Cuando la luna se perdió en el marco superior de la ventana, estábamos bastante bebidos. Seguíamos siendo azules, pero de un azul más concentrado, más oscuro, más sombrío. Ella tenía sueño y me pidió que extendiera los cobertores en los que estaba yo sentado. Mientras lo hacía, habló un poco de hombres y yo le respondí hablando un poco de mujeres. Amor ha sido siempre una palabra extraña en mi boca. Soy un tipo duro (o solía serlo) y en mi oficio las pasiones son vividas por los otros. Así que dejé que siguiera sola, que forzara los muros de su comprensión tratando de explicar lo inexplicable.
Cuando los cobertores estuvieron extendidos en el piso, tomé su cuerpo desnudo en mis brazos (era tan liviana, tan frágil) y la recosté. Ella apretó el libro contra su pecho. La arropé suavemente, sintiendo una leve opresión en el estómago. Estaba amaneciendo y yo debía marcharme, como un vampiro. Era sólo un sueño.
Los muros iban desvaneciéndose, los libros se confundían con las sábanas amarillentas de una cama, la ventana se convertía en un anaquel desvencijado y repleto de medicinas. Sólo quedaban sus ojos, su sonrisa y sus pechos sobresaliendo del cobertor. Me incliné y la besé en los labios húmedos. Ella me acarició el rostro durante un segundo y abrió su libro en las últimas páginas. Leyó:
—Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final.
Luego se desvaneció y yo, anciano y enfermo de nueva cuenta, rechacé el jarabe que una gorda enfermera pretendía obligarme a beber. Dos de las diez camas estaban vacías otra vez. Dos nuevos cuerpos estaban siendo incinerados en algún sitio en ese mismo momento.
Le enfermera insistió con el jarabe. Yo le sugerí que no se molestara. Estaba por irme y lo único que quería era ver el cielo por última vez. Ella asintió, comprensiva; en su trabajo y en el mío siempre ha sido fácil advertir el rostro de la muerte en los ojos de los otros.
Permanecí acodado en la ventana, mirando la basura en el callejón. Aun cuando tosía de manera lamentable, cerrando los ojos podía sentir todavía esos labios húmedos bajo los míos, el azul de una penumbra límpida y tibia, y entonces todo lo demás importaba poco.
Era bueno haber descubierto, así fuera en el último instante, que existen pieles para las que ni el olvido ni la muerte han podido inventar la forma de decir adiós.


(de El canto de las ranas. Verdehalago 2004)

sábado, 2 de julio de 2011

LA SAETA







Hay poemas que al volverse canciones parecieran encontrar la plenitud. Poemas a los que, felizmente, la música consigue ponerles en evidencia toda su secreta y primigenia vocación de artefacto cantable. En lo personal, considero se trata de una vocación intrínseca a todo poema verdadero, aunque algunos nunca vayan a ser sometidos a exploración musical alguna, o aunque el resultado de los que sí lo son no desemboque siempre en el mejor de los puertos (después de todo, ¿qué ámbito creador puede jactarse de semejante infalibilidad?).
Antonio Machado es un poeta español nacido a finales del siglo XIX, cuya producción más significativa corresponde a las primeras décadas del siglo XX; miembro de la llamada generación del 98, al lado de personajes como Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Leopoldo Alas Clarín y Ramón de Valle-Inclán, acometió la tarea de reinventar España desde las letras, de cara al paisaje y las gentes del presente, y de espalda a la servil imitación de los oropeles imperiales idos. Desde un punto de vista formal, su trabajo abrevaba menos en las florituras barrocas del Siglo de Oro Español que en la escueta frontalidad de las estructuras medievales; en términos temáticos, miraba las tradicionales obsesiones metafísicas del espíritu ibérico a través del paisaje natural y humano de todos los días, obteniendo una entonación más próxima a la conseja familiar o al refranero popular que al tratado de teología. Para buena parte de los cenáculos literarios actuales, abstraídos en las superficiales estridencias de la moda, herederos de la atávica obsesión por mantener ensimismada sintonía con lo nuevo, se trata de una travesía menor y sin remedio caduca, patrimonio exclusivo para temperamentos patológicamente provincianos así en las obsesiones como en los estilos.
Joan Manuel Serrat forma parte de aquella generación a la que tocó llevar a cabo la llamada Transición Española. Niños hondamente marcados por el contexto cultural del franquismo, que perdieron la virginidad en medio de la efervescencia juvenil de los años sesenta, se hicieron adultos con la muerte del dictador, alcanzaron la madurez con el Partido Socialista en el poder y comenzaron a pintar canas con Felipe González en la presidencia. Es quizá el representante más emblemático del grupo de cantautores en lengua castellana que, haciéndose eco de un fenómeno mundial, encontraron en la canción un fecundo territorio para la propuesta artística y la protesta política, y en los poetas de su lengua el antecedente y punto de partida de su propia travesía creadora. Acompañando con acordes de guitarra los versos de Miguel Hernández, Federico García Lorca, César Vallejo o Nicolás Guillén, dicho fenómeno desató en su momento un álgido debate que casi no admitía medias tintas, entre los que reivindicaban su labor de divulgación en beneficio del consumo de poesía, y los que les censuraban adelgazar y banalizar las obras literarias que en teoría homenajeaban.
Hoy, por una parte, podemos decir que la musicalización de poemas para volverlos canciones es un terreno de dilatadísimas amplitudes, intrincadas complejidades y sutiles matices, con valor en sí mismo, independiente del apostolado educativo y la historiografía literaria; y que en él, como en todos los otros, las generalizaciones suelen quedar cortas o fuera de lugar, así que resulta ocioso ponerse a hacer tabla rasa con sus exponentes y obras. Sin embargo, da también la impresión de que el experimento en su conjunto ha quedado confinado a la repisa de las curiosas anomalías, de las fugaces excentricidades; que se trata de una travesía menor y sin remedio caduca, resto fósil de un tiempo donde los idealismos no tenían ningún sano sentido del ridículo.
Digo todo lo anterior para prevenirle ambigüedades y equívocos a mi análisis de “La saeta”.
Ignoro, porque no dispongo de las herramientas para emitir juicio semejante, si desde un punto de vista estrictamente musical será una obra maestra el poema de Antonio Machado, pasado por la musicalización e interpretación vocal de Joan Manuel Serrat y el arreglo orquestal de Ricard Miralles. Desde un punto de vista poético (entendida la poesía como ese peculiar género literario que entrevé unidad el universo a través de la terminal exploración significativa y sonora de la palabra) lo es. Sin ningún género de dudas.
En nuestra lengua, acaso nadie como los poetas españoles para evidenciar el poder de la identidad particular como privilegiada vía de interlocución universal. La voluntad de cosmopolitismo que ha signado a la lírica latinoamericana desde su propio nacimiento, encuentra un saludable contrapunto en el sosegado entusiasmo, la cortés distancia o la franca indiferencia que los españoles, a veces por elección y a veces sin otro remedio, suelen mostrar por cuanto ocurre más allá de su patio.
A menudo, a lo largo de la historia, los españoles han parecido estar hablando sólo de España. A menudo, a lo largo de la historia, los españoles han pensado estar hablando sólo de España. A menudo, el alcance expansivo de semejante ensimismamiento ha conseguido cimbrar las bases mismas de nuestra condición, sin distingos raciales, culturales ni fronterizos; acaso el Quijote siga constituyendo en tal sentido la más privilegiada prenda de evidencia. Y buena parte del intacto poder, del incisivo alcance que la poesía, la literatura y el arte españoles manifiestan en sus momentos culminantes, quizá provenga justo de esa apariencia periférica y autorreferencial.
Las saetas son breves conjuntos de versos que se cantan a capela desde la multitud, al paso de las imágenes de vírgenes y cristos en procesión, durante las celebraciones andaluzas de la semana santa; ya el solo hecho de que se llamen así, atesora una profunda elocuencia religiosa y poética. Machado escribió su célebre poema como una suerte de contestación para una de aquellas piezas líricas que a la par de las saetas se recitan. Al paso de la imagen de Jesús crucificado, alguien pide una escalera para subir a desclavarlo, y entonces sobreviene la respuesta o la glosa del poeta, que opera a la vez como arrebatada protesta y trágico reconocimiento. Machado canta su voluntad de vida en medio del cíclico acatamiento de la muerte, mas para hacerlo debe echar mano de una intensidad, un temperamento y una entonación inconcebibles como no sea en tanto frutos de ese mismo dolor. Se trata entonces, en simultáneo, de un lamento lanzado de espaldas a la resignación y de una profesión de fe lanzada de espaldas a la candidez esperanzada.
La musicalización de Serrat, así como la orquestación de Miralles, prolongan juego y tópico hasta sus últimas consecuencias. A tal punto que la pieza sin letra ha pasado a integrarse al repertorio interpretativo básico de las bandas musicales que acompañan con sus dolientes armonías los festejos de la llamada semana mayor sevillana. Tiene su dosis de perturbadora ambigüedad, impecable tino y secreta sugestión el hecho de que una pieza en apariencia concebida para denostar la ortodoxia ritual de un pueblo, pase a convertirse en patrimonio orgánico de ese mismo rito. Uno entiende a qué se refería el cantautor catalán cuando aseguraba no haber asistido jamás a la interpretación popular, in situ, de su obra durante aquellas fechas: “si lo vivo en directo, me muero”.
Hasta aquí parece que estamos hablando nada más de un asunto ni siquiera de españoles, sino de andaluces confrontados a su devenir y condición específicos. Sin embargo, a mi me ha parecido siempre que “La saeta”, sin dejar de referir efectivamente a tales peculiaridades, cobra su cabal magnitud enfocada desde una perspectiva más amplia. Y me lo parece en especial a últimas fechas; en esta ciudad y este estado colocados como un sonriente despojo en la vitrina para el mejor postor; en este país devastado por la guerra y el cinismo; en este mundo de gentes a las que el estupor de descubrirse sin lugar, licencia ni destino para la más elemental de las dignidades, saca de pronto a la calle por miles.
¿Cuántas almas y pueblos no se hallan ahora mismo, una vez más, pidiendo una escalera para subir a la cruz? ¿Cuánta esperanza amenazada y cuánta lucidez en medio de la pesadilla no claman recordando los pasos del Jesús pescador a la orilla del mar? No hace falta ser católico, ni andaluz, ni republicano, para entender y compartir el alcance alusivo de semejantes saetas. Ni para repetir a voz en cuello o en silencio la tonada y la letra de su fulguración, ya imperecedera, ya para siempre nuestra.

viernes, 20 de mayo de 2011

ÚNICAS TARDES CON TERESA



Leí por ahí que están remodelando el Cine Teresa. Penúltimo dinosaurio fílmico capitalino, nacido durante aquella época en que decir sala de cine era decir también galeón inmenso o vientre de ballena colosal; fósil superviviente, instalado muy próximo al vórtice que alguna vez sirvió para separar una avenida llamada San Juan de Letrán de una avenida llamada Niño Perdido.
Leí que están remodelando el Cine Teresa, y no hubiera hecho falta abundar en detalles para advertir que el verbo “remodelar” constituía en este, lo mismo que en tantos otros ejemplos, un perverso eufemismo para no confesar simple y llanamente que estaban haciéndolo pedazos. Y con él a una de esas privilegiadas entidades espacio-temporales capaces de sostener habitables las ciudades, los países y las gentes.
Pensaba abordar el tema desde la perspectiva del valor del patrimonio cultural más allá de réditos comerciales y turísticos. O desde las sui generis formas en que la vitalidad ciudadana sigue salvaguardando a contracorriente la dignidad del espacio público. Pero últimamente me parece advertir, al menos del lado de la literatura, que los mejores recursos para ayudarnos a sobrellevar lúcidamente la tragedia pasan por el relato desinteresado de lo que nos es más íntimo. Así procedo.
Hacia el final de la infancia, por un puñado de meses, el Cine Teresa llegó a convertírseme en obsesión. Iba a estrenarse una película inspirada en las aventuras del Capitán América. He olvidado si lo supe a través de mi padrino o de algún recuadro marginal en las páginas centrales del Esto. Lo cierto es que, cualquiera que haya sido la fuente, no llegó nunca a precisar fechas, de modo que el recuerdo hace desfilar ante mis ojos dilatadas semanas de ansiedad y zozobra, en medio de las cuales el único asidero de esperanza lo ofrecía un pequeño poster promocional pegado en la cartelera del Teresa. Podría haberme quedado la eternidad entera contemplando, a través de la cortina bajada, los parcos augurios del cartel, la difusa promesa de los héroes por venir.
Por más que apremio y fatigo la evocación, me resulta imposible esclarecer el contexto situacional de tan nítida estampa. Desde la apertura del Eje Central Lázaro Cárdenas a punta de piqueta, las idas y venidas entre mi casa y la casa de mi abuela me habían convertido el Cine Teresa en referencia paisajística habitual. Puedo recobrar con claridad, como parte de ese mismo recorrido, otros dos de aquellos fósiles. El Cine Maya como Nao de la China, con un no sé qué de paquidérmica insinuación orientalista, ubicado frente a una feria de ensueño (perverso equilibrio de tentaciones eternamente equidistantes del presupuesto familiar). El Cine Coloso como buque fantasma, encerrado sobre sí mismo desde siempre y para siempre bajo la quieta advertencia de su pequeña marquesina (HOY-NO HAY FUNCIÓN-HOY).
Los miraba a través de la ventanilla del trolebús, deslavada parodia de los tranvías de Gutiérrez Nájera y Buñuel. Pero no había motivo para que mis padres, mis hermanas y yo desfiláramos a pie frente al Teresa. ¿Bajo qué circunstancias sobrevino el inequívoco episodio que aquí cito (episodio que el exorcismo sin duda exagera y distorsiona, mas no inventa)? No lo sé.
Aquella película sobre el Capitán América la vi en una sala ajena a toda profecía y toda leyenda. Al Cine Teresa sólo llegué a ingresar muchos años después. Se me figuró una suerte de plaza pueblerina. De esas en torno a cuyo kiosco las muchachas y muchachos giran sin descanso, a la busca de plan para la tarde o la vida. Sólo que acá no había muchachas ni kiosco; su lugar lo ocupaba un ajetreo entre festivo y febril de hombres de todas las edades desfilando por los pasillos de la galería inferior, sin otra agenda ni programa que la noche por venir. Ninguno miraba a la pantalla. A la galería superior no llegué ni a asomarme; no hacía falta. Estuve ahí menos de diez minutos y me fui. Nada de condenas o censuras; mero respeto por las ceremonias ajenas. Después de todo, el Cine Teresa, con su glamour y su art decó, había sido desde el principio una dama. Incorrecta, irresistible y excesiva; como todas las damas capaces de llenar con suficiencia la amplitud de esa palabra.

sábado, 23 de abril de 2011

OPERACIÓN BURLESQUE




para Toño Monter


En “El sencillo arte de matar”, Raymond Chandler entona una fervorosa letanía cuyo protagonista y destinatario no es ningún santo en el sentido convencional del término. Pudiéramos llamarle la oración del detective. Por estas malas calles debe andar un hombre que no es malo, que no tiene mancha ni miedo; un hombre que debe ser el mejor hombre de su mundo y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. Cosas así. El detective duro como romántico reducto de a pie para la dolorida y amenazada lucidez, sobre el fondo de un opresivo paisaje a contraluz.
Me inicié en esa fe durante la adolescencia, aunque sospecho que su estigma venía ya impreso en mi piel con mucha antelación. Las vacaciones de mi adolescencia fueron por norma vacaciones negras. Aquella semana en Cuernavaca, cuando la biblioteca de mi abuelo (casi toda ella policiaca) y su videocasetera betamax (entonces modernísima) me revelaron en simultáneo a Chester Himes y a Taxi Driver. Aquel invierno de 1985, arropado por polvo de escombro en los traseros del Mercado de la Lagunilla, donde habían reubicado provisionalmente a mi abuela junto a otros damnificados. Aquella primavera con mi primer Chandler bajo el brazo, frente a la vidriera de un café de chinos. Aquel verano vorazmente consumido en la sala inferior de la Biblioteca del Planetario, donde leía y releía a Conan Doyle y a Hammett. Aquel desvelarme ante la máquina de escribir, confeccionando persecuciones y lloviznas con la sensación de que la literatura, el amor y la vida estaban ahí nomás, al alcance, esperando que les metieras mano. Aquella peregrinación ritual, respetada hasta hoy, tras los pasos de Filiberto García en el Callejón de Dolores.
Me soñaba a la medida de ese sueño, con pleno entendimiento de que su silueta en modo alguno le calzaba en el espejo a mi rostro reflejado. No tengo cicatrices en las manos; un 38 Special me habría sacado ampollas. A veces me cedían el asiento en el transporte público, pensando que era yo una muchacha algo desaliñada y zangaruta; habría naufragado en una gabardina con hombreras. Tenía la cabellera muy larga y muy rizada; con sombrero, tendía a parecer comparsa de los Muppets.
Y aunque la fisonomía exterior haya mudado de modo radical, la sombra ojos adentro ha cambiado muy poco. Esencialmente uno define la medida de su rostro interior antes de los veinte años; lo demás viene a ser un vals o un ping-pong entre el disimulo y el énfasis.
Sé jugar al póker, pero nunca he apostado otra cosa que semillas de frijol o de maíz palomero. Me gustan las cantinas, pero no las frecuento para ahorrar mutuas incomodidades a la hora de ordenar sólo Coca-Cola. Soy consciente y orgulloso heredero de rabias muy diversas, pero nunca me he liado a golpes con nadie. Sé sufrir desamores con alma de mariachi, pero no acompañarlos con humo de tabaco ni vapores alcohólicos. En definitiva, nunca habría sido postulante elegible para protagónico en una novela de Chandler. Vamos, ni de comparsa en una película de Juan Orol.
Y sin embargo, contra la manifiesta evidencia de los hechos, suele asaltarme la sospecha de que por esas calles malas debe andar un hombre que se llama como yo, y que vive en representación mía otras vidas, manteniéndolas a buen recaudo para el inopinado momento en que concurra fugazmente a alguna de ellas. Haciéndome sitio en la medida de unos pasos donde habitualmente me resulta imposible reconocerme, mas cuyo ritmo empero no termina de resultarme por completo extraño cuando lo camino.
De vez en vez regreso a algunos pulsos y rostros que, sin pertenecerme, son sin lugar a dudas míos. Y una confusa mezcla de alborozo y nostalgia se aparece cuando, frente a los portales más añejos de la megalópolis dormida, me comento entre la basura y los perros de los hombres del alba que yo pude haber vivido ahí; o cuando al brutal reojo de una mirada de delirio queda del todo claro que en aquella otra vida nos hubiéramos amado para siempre; o cuando, a través del cristal de la botella, el guiño del amigo se lamenta tu ausencia en tantos otros edenes e infiernos compartidos.
Pero no hay aquí de por medio melodramas ni tragedias.
Al final de las cuentas, el rostro es lo de menos, el nombre es lo de menos. Cada otro que se cruza conmigo en la calle soy yo mismo, sin propiedad ni adeudo, sin currículum.
Así me elige voz lo que pregunto, si afinando el oído atino a entresacar de entre el tropel de susurros atisbados el hilo de una historia. Otra cosa será ya después enfrentarse a la página en blanco, empuñando el revólver, peleando a brazo limpio o encarándola con rostro imperturbable, como los mejores detectives de la serie negra. Ignorante de si al término de la jornada lo escrito logrará consignar, aunque sea de la forma más tenue, el perfume advertido, el eco de la música a cuyo son bailamos.
El acecho de esa música comienza a ritmarnos el paso mucho tiempo antes de que estemos en condiciones de advertirlo, o al menos antes de que transparentemos el afán de traducir a palabras la advertencia. La esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas con República de Ecuador ha estado en mi memoria tanto tiempo, que de pronto me da por preguntarme si no será más bien al revés: quizá sea esa memoria que supongo mía la que brota de prestado al mínimo atisbo, material o no, de la urdimbre de calles y rincones a los que dicha esquina sirve de umbral.
Cierro los ojos y me habita esa esquina. De un lado, el club Bombay, que ha transitado con la socarrona parsimonia de los mejores sobrevivientes el tortuoso tránsito histórico y gramatical que va del cabaret el antro. Nunca llegué poner un pie en su interior, y las prendas de nuestra relación corresponden al orden de los fragmentos diurnos, pero con el Bombay podías jugar. La redonda sonoridad de su título, que paladeabas y deformabas hasta la trompetilla o la tonada; sus puertas entreabiertas a la resolana matinal, para ventilar los humores nocturnos y permitirte un fugaz atisbo de sus ocultos reflejos interiores, mientras dentro barrían; el titilar de su marquesina en las primeras horas de la sombra, cuando tú marchabas rumbo al resguardo de casa y él apenas comenzaba a desenvolver sus secretas intemperies (intemperies que jamás conocerías).
Cierro los ojos y me habita esa esquina. Muy distintas providencias demandaba el Burlesque de la acera contraria. Las habituales travesías de mano de mi abuela, hasta cierto punto permisivas tratándose de entrever los misterios del Bombay, delimitaban una tajante e inviolable distancia tratándose del Burlesque. Fue siempre el edificio del otro lado de la calle; ante cuya fachada, si no había más remedio, se pasaba con prisa redoblada, mirando hacia otro lado. Un cuerpo de mujer semidesnuda rotulado en la fachada, hileras de nombres que nunca alcanzaban a leerse bien a la distancia, carteles ocres pegados en los postes.
En el extremo opuesto del mundo conocido, al radical poniente de la geografía sentimental con que mi abuela configuró cuento y canto mi infancia, se alzaba la iglesia de Martínez; ahí escuché la mayor parte de las misas de mi vida, ahí hice la primera comunión, ahí saldé las cuentas con el dios de mis mayores. El Burlesque de Lázaro Cárdenas y República de Ecuador representó durante años el confín oriental de semejante universo. Seguir adelante era viajar a países más o menos extranjeros; seguir hacia dentro, la opción todavía no advertida de redescubrirte en alguno de los otros que también hubieras podido ser.
Seguí hacia dentro mucho tiempo después. Tres veces a lo sumo. La familiaridad experimentada acaso tenga menos que ver con ese que deambula con mi nombre, viviéndome otras vidas, que con la seca generosidad de los subsuelos. El acomodador no hacía distingos al conducirte hasta tu asiento ni al indicarte que sólo podrías arrimarte a la pasarela con la siguiente tanda. Los guiños de complicidad o los encogimientos de indiferencia del público asistente no te discriminaban. Las artistas te encaraban con la misma malévola ternura o el mismo continente burocrático que a todos. Tan brutal democracia no llegó a violentarla ni siquiera el hecho de que un día incurriera yo en el mal gusto de presentarme portando una bolsa de libros recién comprados.
Jodorowsky dice en algún sitio que se trataba del verdadero teatro surrealista. Yo opino que se trataba de otra cosa. No mejor, no peor. Distinta. Conseguí maravillarme, igual que ante un fósil rescatado de la era Paleozoica, con un intermedio cómico digno del peor Resortes; una parodia de Clavillazo en fase terminal recitaba chistes bajo lluvia de mentadas. Miré decenas de monótonos bailes, ya por completo asimilados a la estética del teibol; mujeres exiliadas de casi todos los ensueños, que bailaban semidesnudas durante la primera pieza musical y se desnudaban por completo durante la segunda. Contemplé escenas de happening que parecían concebidas por un Sade pudibundo y puestas en escena por un Rulfo medio borracho.
Un día me enteré de que el Burlesque de Lázaro Cárdenas y República de Ecuador acababa de incendiarse. ¿Demasiado calor acumulado? ¿El justo desenlace decretado por el cielo para todas las proscritas secuelas de Gomorra y Babilonia? ¿La llana decrepitud del uso? Ha quedado el cascarón, la cortina metálica bajada. En las altas horas de la madrugada, la música estridente del Bombay estremece el hollín y multiplica los ecos en su interior para siempre desierto.
El fantasma de uno de los otros que soy o pude ser, deambula por sus entrañas calcinadas. Otro de ellos, con una mujer toda sudor y lentejuelas sentada en las rodillas, seguro que ahora mismo levanta un vaso de ginebra o de vodka a la salud de los ensueños sin remedio perdidos. Otro más, en silencio, pone el punto final y contempla la página.

sábado, 16 de abril de 2011

POEMA

para Gustavo Ogarrio

Son confusos, inciertos, improbables,

los orígenes del feroz absurdo

según el cual algunos elegidos,

sentados a la diestra

del padre o de su ausencia comprobada

tienen derecho a reclamar la tierra,

hasta la persuasión o hasta el despojo,

por privada heredad.

Pero no ha habido fe más perdurable,

ni devoción que haya costado tanto,

ni convicción que se haya permitido

licencias parecidas

por un tiempo tan largo

ni sobre tanto espacio y tantas almas.

No sé de qué manera,

pero sería hora de parar.

sábado, 12 de marzo de 2011

ELOGIO DE LA PLAZA PÚBLICA


Elogio de la banca compartida entre extraños. Elogio de la explanada con el paso franco. Elogio del remanso central con la estancia gratuita. Elogio del kiosco centenario junto a las catedrales, o de la cancha de basquetbol entre los edificios de los multifamiliares. Elogio de la holganza vespertina, el paseo dominical, la pachanga popular, la concentración masiva sin acarreo ni soborno.

Cúspide del artificio habitable, la plaza pública está ahí para validar en colectivo, en simultáneo y en gratuito, las opciones del estar y el transitar. Se pasa. Se permanece. Y sin llegar nunca a confundir los términos de la ecuación, ni a aletargarlos mediante la impostación de idílicas armonías, permanencia y paso configuran y consienten prodigiosos armisticios. Se pasa de prisa, con los minutos contados, derechito rumbo a quién sabe dónde. Se pasa al pasito, remansado, de paseo a ninguna parte. Se permanece aguardando, desde la demorada paciencia o la crispada desesperación. Se permanece nomás porque sí, sin que haya necesidad de rendir cuentas ni pagar peaje.

Elogio de las secretarias a la hora del almuerzo. Elogio de los niños al salir de la escuela. Elogio de los jubilados y su ritmo de reloj de sol. Elogio del músico ambulante. Elogio del merolico sin patrocinio, ni comisión ni salario. Elogio de la penumbra en torno del farol. Elogio del predicador y de la puta. Elogio del adoquín hendido por huellas sin cuenta, que durante las tardes de lluvia se encharca.

Pero no basta con decir que la plaza pública es al mismo tiempo un lugar de paso y un lugar para quedarse. Es menester advertir hasta qué punto permanencia y paso adquieren en ella peculiares matices. Movimiento y quietud cobran plena concreción humana no sólo en virtud de quien los consuma, sino de ser acometidos a la vista de los otros, con su franco concurso. En la plaza pública se es siempre para con los otros, así sea ante su total ausencia (como en las altas horas del paseo de madrugada). Mas esa teatral noción de colectividad donde nos descubrimos a la vez personaje, actor y espectador de una polifónica puesta en escena, jamás atenta contra cierto sui generis derecho a la intimidad. La plaza pública constituye uno de los escasos espacios donde todavía se puede ser soberanamente a solas junto al prójimo; no por exclusión o ninguneo, ni por claustrofóbica impotencia: antes bien por legítima, democrática y universal prebenda.

Elogio de los novios que entre la multitud se prodigan dulzuras y arrumacos, más acá del pudor. Elogio de los tristes, que salen a rumiar sus silenciosas desventuras más allá de la esperanza. Elogio de los que se quedan sordos, con la vista clavada en el vacío y la atención extraviada en el más recóndito rincón del pensamiento.

En la plaza pública, cuando lo es de veras, el espacio compartido se valora como un fin en sí mismo. No está ahí para hacer negocios, ni para ponderar administraciones, ni para fomentar el empleo, ni para atraer al turismo. Está ahí nomás, esperando que su gente la tome por asalto. Excepcional o cotidiana, solemne o mitotera, prángana o de gala, muerta de la risa o francamente encabronada. La plaza pública es la habitación abierta, el cobijo sin techo, la puerta sin cerrojo. De todos y de nadie. Ni más ni menos que la casa por la ventana.

He mirado en las plazas, de paso o detenido, palomas y perros callejeros. He escuchado repique de campanas que sonaban a consuelo y cantos a capela que erizaban la espalda. Me he asomado a fuentes de saltarines surtidores, fuentes de aguas estancadas, fuentes secas y explanadas sin fuente. He sentido sobre mis mejillas la iracunda ternura de ciertos crepúsculos de invierno y la mansa alevosía de noches sin estrellas.

Elogio de la intemperie habitable. Elogio de la estancia sin muros.

Ay de las ciudades que confundan plaza comercial con plaza pública. Ay de las ciudades que rediseñen sus plazas públicas con criterios de centro comercial. Ay de las ciudades que supongan que lo público representa apenas una eufemística inflexión de matiz dentro de la norma omnipotente del interés privado.

Ay de las ciudades donde el olvido, el aburrimiento o el miedo acaben por dejar la plaza pública vacía.

martes, 15 de febrero de 2011

PARQUES


¿De qué modo se construye un espacio humano? Sin duda a partir de la noción de límite. La mirada que se posa sobre la amplitud indiferente y la recorta espacio habitable. En principio no hay siquiera necesidad de que el recorte se haga manifiesto. Bastan la mirada y la conciencia de quien mira. El viajero que identifica una intemperie propicia y, sin que medie modificación alguna, se la apropia, la hace suya a través del sencillo procedimiento de saberla suya. No en tanto propiedad exclusiva, sino más bien en tanto geografía recortada y reconocible; reconocible por recortada.
Cuando niños, realizábamos a menudo semejante operación. A toda hora. Pero hay que pensar sobre todo en el parque vespertino y en las salidas al campo ciertos fines de semana. De los múltiples matices combinatorios que median entre excepción y descampado, derivaban operaciones del mismo linaje pero de distinto género.
El parque cotidiano, próximo a tu casa, permitía configurar continuidades. Perímetros que delimitabas con la plena conciencia de que volverías a ellos en el corto plazo, familiaridad con el paisaje y sus objetos. Este árbol, esta afelpada porción de hierba, aquella explanada terregosa, aquel sendero con una súbita hilera de pedruscos a la mitad. Puesto que es de la continuidad que nace la función, y puesto que éramos niños, resultaba enteramente natural e impremeditado otorgarle a tales coordenadas roles claramente establecidos, si bien nunca cerrados e inflexibles. Roles que la condición pública del espacio en cuestión restringía a la conciencia de quien los asignaba, sin determinantes ni perdurables huellas capaces de someter unilateralmente la identidad de las cosas frente a los ojos de terceros.
Tú identificabas la disposición paralela, la razonable distancia y la adecuada solidez de dos árboles, y sabías que eso era una portería; y te indignabas tremendamente si alguien pretendía marcar goles en sentido inverso. Resultaba que la arbitraria asociación funcional de los dos árboles daba sitio a un derecho y un revés que, si se quería que el juego mantuviera su sentido, ya no podían violentarse de manera arbitraria. Pero ni nadie ajeno al círculo de juego estaba obligado a ver aquello como una portería, ni tú tenías la prerrogativa de condicionarlo objetivamente de acuerdo a tu visión.
Las tentativas orientadas en este último sentido caían siempre por su propio peso. La colección de ramitas que a tu hermana no le habían permitido llevar a casa, y que ella había alineado escrupulosamente, por tamaños, en el hueco de un tronco, “para seguir jugando con ellas cuando volvamos a venir”. Tu portería convertida en sostén de una hamaca. El escenario de la selvática batalla que habías proyectado entre soldados verdes y vaqueros azules, convertido en lecho de retozo para una pareja de novios.
Las esporádicas salidas al campo durante algunos fines de semana, aderezaban esos mismos juegos con un aliento a definitivo, a irrecuperable. Delimitabas el espacio con idéntica naturalidad, idéntico rigor y análogos riesgos, pero sabiendo que toda hipótesis de continuidad resultaba absurda. Hay una peculiar melancolía en la última mirada que un grupo de primos o de amigos infantiles le dedican, camino del autobús o del auto, al paraje de agua, tierra, noche o bosque, donde acaban de compartir un juego que en el fondo, oscuramente, entienden memorable, irrepetible, único.
No cabe duda que el misterio de semejantes certidumbres y hallazgos puede encontrarse también dentro del marco de juegos y espacios con una férrea legislación previamente establecida. Hasta antes del video-game, ningún territorio postulado como lúdico podía declararse impermeable a la invención creadora. Incluso el deporte profesional y los parques temáticos consienten espacio para la subversión —así sea silenciosa y anónima— del imaginario individual. Sin embargo, pareciera que las potencias primigenias del jugar tienden a desplegarse sobre todo ahí donde comienzan a escasear los asideros; en el momento donde la improvisación trasciende lo previsto al punto de subordinarlo y a veces abolirlo.
El espacio nunca vuelve a ser el mismo después de que la mirada libre se ha posado en él. Haya habido antes una norma domesticándolo, o sólo el vacío primigenio de lo informe por deshabitado, será el gesto secreto de quien se trace en él estancia o travesía lo que a final de cuentas entreabrirá a partir suyo opciones de sentido.
Al delimitar nuestros espacios, nos delimitamos a nosotros mismos.

sábado, 29 de enero de 2011

POESIA Y CIRCUNSTANCIA

Detrás de todo poema hay siempre una experiencia individual concreta; esto es, una anécdota. En ciertas ocasiones, autores y obras, semejante anécdota resulta claramente rastreable. En otras se hurta hasta el punto de sugerir, de cara a la experiencia personal de su artífice, la más radical impermeabilidad, la más absoluta autosuficiencia; lo mismo que si el poema viniera de la nada.
Pero no existe poema salido de la nada. No existe obra humana salida de la nada. Alguna vez, interpelado respecto a la nula referencialidad anecdótica de sus piezas líricas, Roberto Juarroz le confiaba al entrevistador en turno, a manera de mero ejemplo, el mundano, doméstico origen de unos versos suyos, en apariencia lacrados por férreos y excluyentes hermetismos. En realidad, semejantes versos, autores y travesías sólo resultan inaccesibles para aquellos lectores y para aquella crítica que, habituados a explicar el fenómeno creador desde su periferia externa, enmudecen de perplejidad e incomprensión cuando se ven obligados a entenderse a solas con la obra desnuda.
Porque lo cierto es que, aun cuando toda poesía tenga detrás un venero anecdótico que la posibilita, sea éste manifiesto o no, ninguna poesía que valga en tanto tal, esto es, que posea el poder de redimensionar lo real por vía de su fulgurante captación como totalidad en devenir, puede reducirse a la anécdota personal que le dio origen. Documentarse sobre la identidad de las mujeres a quienes dedicó Jaime Sabines sus poemas amorosos, o detallar los trágicos pormenores de la vida de Miguel Hernández como preámbulo necesario para un cabal disfrute de “Nanas de la cebolla”, constituyen inocentadas que rayan en la vulgaridad y la ofensa. Lo que un poema precisa para ser habitado queda dentro del poema mismo. Estudios biográficos y apuntes contextuales sólo iluminan la lectura y se convierten en fecundos puentes para transitarla de ida y vuelta, cuando son capaces de asumir con humildad y transparencia su condición de acompañamiento prescindible. Nada que una obra sea incapaz de decir por sí sola puede serle añadido desde fuera.
Privilegiar los usos o abusos familiares, sentimentales, políticos, sociales o sexuales de un autor, como vehículo medular para la aproximación crítica hacia su trabajo, implica acometer cada dictamen valorativo sobre la base de una prejuiciada distorsión. No resulta extraño que los esenciales rasgos poéticos (humanos, espirituales) de una obra y su artífice queden así lamentablemente oscurecidos, cuando no brutalmente invisibilizados. Elías Nandino enfocado desde sus versificaciones cómico-eróticas antes que desde “Nocturna Summa”; Efraín Huerta valorado de frente a los poemínimos y los poemas pro-soviéticos, y de espaldas o al menos de perfil a “Amor, Patria mía”. Ramón Martínez Ocaranza condenado a la cíclica antología de sus convencionales sonetos nicolaitas, a la melodramática magnificación de su breve estancia carcelaria y a los entretelones (ya tremendistas, ya burlescos) que enmarcaron la escritura de este o aquel poema.
Ahora bien. Existen autores que en un momento dado, desde la propia escritura, deciden o se resignan a acometer por sí solos semejante operación. Privilegian la anécdota, subordinando cuada vuelo, cada atisbo, cada exploración del lenguaje y la mirada a los márgenes de la específica experiencia personal que en cada oportunidad se encargó de detonarlos. Versos de circunstancias. Música de coyuntura. Imágenes de ocasión. Sin necesario menoscabo en materia de virtuosismo técnico, ni menos aún en lo que hace a inmediato impacto confesional, emotivo o ideológico, el poeta se habitúa a convertir la vivencia directa en columna vertebral de ese modo de vivencia necesariamente indirecta (vivencia re-presentada) que es el poema. Y la intuición augural va quedando poco a poco limitada a su promesa, como perturbador anticipo de lo que al final no quiso, no supo o no se atrevió a ser.
En semejantes casos, mientras más lejos se halla el lector en turno de la materialidad de los sucesos y la persona aludidos, más ajena e impermeable le resulta la obra, y no hay esfuerzo documental que valga para zanjar el creciente abismo. Contrario a lo que ocurre con los clásicos (minoritarios o masivos, llámense Virgilio o Jerome Charyn), que apenas zanjados ciertos mínimos escollos contextuales son capaces de abrirte por sí solos toda su abarcante e intacta pertinencia.
Aquel reino de nunca jamás, aquel imperio del prodigio que se quedó en amago, solemos suponerlo poblado sobre todo por quienes en un momento dado abandonan la escritura, sea por elección o por accidente. Lo bien que quizá hubiera escrito mi tío abuelo si no hubiera colgado la pluma para siempre al salir de la preparatoria; lo prometedora que resultaba aquella joven tallerista hasta el día que una mala contabilidad la obligó a canjear pareados por biberones; las fulgurantes piezas que según Octavio Paz auguraba José Carlos Becerra al morir.
Pero de ningún modo constituye una rareza o una anomalía la opción contraria: el individuo que se consagra a la literatura de modo profesional, mas cuya vocación no cristaliza jamás las fecundas intuiciones que lo encaminaron hacia ella.

sábado, 15 de enero de 2011

OFICIO DE MIRAR

imagen de Hugo Hiriart

(en memoria de Frida Lara Klahr)

Tenía veinte años la primera vez que impartí clases. Debía hacerme cargo de una hora de taller de teatro a la semana, con cada uno de los seis grupos de una primaria particular. Mirando en perspectiva, no cabe duda que la zozobra que signó de principio a fin aquella efímera experiencia de poco más de un semestre, obedeció más a mi condición de novicio que al específico perfil de mis alumnos. No obstante, por si las dudas, jamás he vuelto a probar suerte como maestro, ni siquiera ocasional, de especímenes de nivel básico. Hasta la sola conjetura de imaginarme dando clases a adolescentes de secundaria consigue llenarme de terror, y acometo con una mezcla de entusiasmo y alivio mi ya prolongada actividad docente frente a bachilleres y universitarios.
Recuerdo nítidas aquellas mañanas de hace dos décadas. Mi cándida y rígida voluntad de planificación debía estrellarse ante la cotidiana evidencia de niños que no respondían nunca como yo lo había presupuestado. Mi natural más bien dubitativo se las veía negras para sortear sin perder el tipo la innata inquietud infantil, que yo leía como muestra permanente de aburrimiento, incomprensión, distracción y hasta animadversión. Y mi tendencia al melodrama me hacía acoger con desencajado talante el fatal, cíclico, consabido momento donde la paciente cortesía de mis interlocutores cedía a la desbandada (“¿y ahora cómo hago que se callen?”, “y ahora cómo hago que se sienten?”).
Mentiría si dijera que se trató de un martirio llano y liso. Esa breve experiencia abarcó para mí, aunque fuera en insinuante germen, todos los rasgos, las exigencias, los prodigios y los hallazgos que la enseñanza atesora para quienes habitan del lado del pizarrón. Las prendas venturosas de aquellas semanas las tengo a estas alturas bien esclarecidas y ordenadas en su estante de lecciones y recuerdos; y no son pocas. Pero todos sabemos lo imposible que resulta casi siempre conciliar en simultáneo entender y vivir. Así que, en honor a la verdad, debo decir que en aquellos días la sensación de pareja tortura me la paliaban sólo dos cosas. El cheque de la quincena. Y Nordy.
Uno de los descubrimientos más importantes para todo aquel que pretende trabajar de profesor, consiste en entender, no a nivel meramente retórico o discursivo, sino desde la sangre misma, que no hay alumnos buenos ni malos; que un aula es un espacio de encuentro para travesías humanas con roles de coyuntura clara y legítimamente distribuidos, pero que en primera y última instancia lo de verdad relevante son las travesías y no los roles. Sin embargo, para el maestro en ciernes, lanzado de cabeza y sin paracaídas que valga al primer aprendizaje de su oficio, cuan necesario, reconfortante y decisivo resulta contar con el eco cómplice de al menos una mirada que le reafirme, no la irrelevante valía de su persona o su currículum, sino la abierta opción de que cuanto hace y dice puede llegar a tener algún sentido.
Eso era Nordy para mí. Esa mirada, esa opción abierta, ese guiño cómplice. Nordy tenía entonces siete años, y los ojos infinitos, alimentados por un antiguo oficio de mirar. Sé que puede sonar raro, pero nada tiene de falso ni de absurdo. ¿Una niña de siete años con un antiguo oficio de mirar, transparente, en los ojos? Por aquellos mismos días, sin que en ello tuvieran nada que ver ni la escuela ni las clases (otra prueba de la puntualidad implacable del azar) conocí a su madre. Y comencé a explicarme de dónde venían la transparencia y la hondura de aquel antiguo oficio de mirar.
Durante años, alimenté con la poeta Frida Lara Klahr una amistad hecha de intermitencias fulgurantes y secretamente doloridas. La leía de cerca y la veía de lejos. Hoy pensaba consagrarle este espacio a su poesía y a su persona. Escribir unas líneas más literarias que sentimentales. Consagradas más a la artista que a la mujer (qué absurdo, como si fuera posible separarlas, romperlas por el talle). Reseñar en retrospectiva el primer conjunto de poemas suyos que leí, agrupados justamente bajo el título “Mi antiguo oficio de mirar”.
Pero no puedo. Estoy aquí, pensando en el oficio de maestro y en los ojos de Nordy. A lo mejor porque Frida Lara Klahr fue, aunque apenas a través de un par de talleres, uno de los escasos y esenciales maestros literarios de cuerpo presente en la errática travesía formativa de este escritor autodidacto. O a lo mejor porque, ahora que me he enterado de su muerte, me ha regresado de pronto aquel impulso de hace dos décadas por tomar a Nordy entre mis brazos y arrullarla. En mutuo pacto y cómplice consuelo, asomado a sus ojos; extraviado en la heredada transparencia de su antiguo oficio de mirar.

viernes, 14 de enero de 2011

EL NAUFRAGIO Y EL PUERTO


En una célebre carta de mayo de 1871 dirigida a Paul Demeny, Arthur Rimbaud expone su concepción del poeta como vidente, incesante inaugurador de horizontes inéditos, cuya valía corresponde a la experiencia del hallazgo en sí misma. Lo importante para Rimbaud no es que el poeta herede a sus semejantes un testimonio más o menos articulado de lo que ha visto, sino que consagre la totalidad de sus fuerzas a la ya de suyo titánica empresa de verlo. La obra no es en él una referencia al nuevo horizonte inaugurado, sino un pedazo vivo de tal horizonte. Como si los exploradores del relato de Ray Bradbury “Las doradas manzanas del sol” trajeran hasta nosotros, en vez del recuento de su fabulosa expedición, el propio trozo de incandescencia cósmica que su nave desprendió de la superficie solar. A Rimbaud no le preocupa el hecho de que, moviéndose en la zona donde los límites de lo humano comienzan a romperse, el poeta se pierda, enloquecido, devorado por las potencias que su travesía desató. Todo lo contrario. El viaje sólo parece hallar justificación plena en el extravío. Recuperando la máxima esencial de los Argonautas, navegar es preciso, vivir no es preciso.
De ahí que, en tanto fragmento directamente desprendido de una travesía vital, su obra tenga tanto de perturbador galimatías. No queda duda de que el poeta vio, ni de que lo que vio —perteneciente al orden de las esencias universales— nos refiere inexcusablemente a todos. Sin embargo, nadie puede decir con plena certidumbre qué territorios pisaba. Lo que sus poemas nombran se halla en las fronteras mismas de lo innombrable, del mismo modo que los monstruos concebidos por H. P. Lovecraft. (Resulta idiota que alguien, con banales criterios comerciales y una mediocre noción del horror —modelada por Freddy Kruger y el narcosatanismo—, haya pretendido escribir el Necronomicón. La abominable magia del libro de Abdul Alhazred brota precisamente del hecho de que el lector del corpus lovecraftiano no sabe jamás qué cosa dice).
En cierto sentido, sin menoscabo del alcance y la pertinencia que semejantes planteamientos desprenden para toda la literatura en su conjunto, ni de la especificidad de obras y autores pertenecientes a muy distintas (cuando no opuestas) genealogías espirituales, lo que Rimbaud está en cierto sentido haciendo es caracterizar y delimitar las márgenes del género poético propiamente dicho. La poesía, independientemente de las particulares propensiones del poeta en turno, y sin perder de vista que sólo es posible fundar sobre un horizonte previamente develado, pertenece más al orden del develamiento que al de la fundación. Empleando la figura con que Daniel González Dueñas aborda la obra de Roberto Juarroz, diríamos que en el género poético lo que prima es la “fidelidad al relámpago”, la intuición luminosa, la fulguración augural e inaugural.
Articular a partir de dicha fidelidad una unidad perdurable (en la efímera medida que esto es humanamente posible) constituye una tarea que la poesía puede por supuesto plantearse, pero a la que de ninguna manera se halla obligada. A menudo, la propia sustancia del género imposibilita planteársela. La rara avis del poema largo (“Muerte sin fin”, “La Tierra Baldía”, “Primero Sueño”, “El cementerio marino”), menos que como modelo general de referencia ha de entenderse privilegiada síntesis delimitadora de las fronteras del género, un paso antes de la zona donde la relampagueante lucidez de lo lírico y la búsqueda de unidad de lo novelístico cristalizan atípicas tensiones y equívocas armonías en obras tan inclasificables como “Eureka”, “Los Cantos de Maldoror” o “Cómo es”.
Rota la unidad épica que en la edad antigua regeneraba lo real sin distingo alguno entre cuento y canto, Occidente confió a la poesía la tarea de descubrir los nuevos mundos. La novela nació para fundar en ellos un espacio habitable.
Un espacio cuya habitabilidad, a menudo circunscrita a la claustrofobia, la fugacidad, la locura, el extravío y lo intransferiblemente individual, podría antojarse menos que precaria, pero que hasta en las travesías del género más extremas, caóticas, underground, dinamiteras o iconoclastas, restituye como horizonte posible la unidad de sentido. Si la novela se halla fatalmente destinada a proyectar semejante horizonte sobre el mundo, se debe a que la unidad no constituye una norma exterior impuesta sobre la realidad viva de las obras, sino su más elemental condición de existencia. Al suprimir la unidad narrativa, es la propia novela quien desaparece.
Tal es lo que plantea de manera implícita Italo Calvino en la conferencia final de su libro “Seis propuestas para el próximo milenio”. Cuando identifica como noción clave del género novelístico a la multiplicidad, lo hace sabiendo que si se le asume en tanto llana enumeración acumulativa de lo diverso, a lo más que alcanzaría en términos literarios a aspirar es al catálogo. A contracorriente de una época que ha convertido la sobreabundancia de información en un atentado contra el conocimiento, y la hueca ponderación de la diferencia en tácita legitimación del más unívoco totalitarismo de la historia humana (el del capital), Calvino jamás pierde de vista que asomarse a la multiplicidad es en todo momento un desafío para hallar en ella sentidos unitarios válidos, donde el devenir humano pueda verse permanentemente reconstituido.
El enciclopedismo de la novela participa, sí, de la desmesurada pretensión de abarcar extensivamente el universo infinito a través de una obra, como todas las del hombre, hecha de finitud. Pero tal pretensión, en significativa paradoja, exige que la obra se constituya interiormente unidad perdurable
Los modos de dicha unidad son diversos, por no decir potencialmente infinitos, y hace mucho tiempo que dejaron de referir de manera exclusiva o prioritaria a la anécdota, si bien la historia por contar continúa erigiéndose como la más privilegiada y fecunda mediación entre las potencias primordiales de lo real, la sensibilidad creadora del escritor y el razonamiento crítico de su tiempo y su espacio históricos. A partir de esta sencilla evidencia, podemos decir que la novela tiene plena libertad para romper la unidad de tiempo, la unidad de espacio, la unidad del lenguaje, la unidad de personajes, la unidad de líneas narrativas; la unidad, en fin, de los diversos planos de realidad que el trinomio trazado por obra, autor y lector conjuga. Sin embargo, se halla imposibilitada para romper con toda noción de unidad. En el plano novelístico, el cadáver exquisito (reunión arbitraria de fragmentos sin vínculo originario entre sí) no existe. Si Julio Cortázar se hubiese limitado a entregar a la imprenta la tercera parte de “Rayuela” (ese entrañable y abigarrado cajón de sastre titulado “de otros lados”) probablemente seguiríamos hablando de una obra literaria significativa y perturbadora, pero en modo alguno de una novela.
La poesía es una travesía desnuda hacia lo real, y suele abrirse con frecuencia hacia las inmediaciones de lo humano. La novela elabora la crónica de dicha travesía, volviéndola experiencia memorable, a la manera de la épica. Sólo que lo hace en un contexto donde la memoria ha dejado de ser reiteración ritual de los orígenes para volverse meditación crítica del devenir. Y aunque pueda con atronadora lucidez asomarse a la misma dimensión limítrofe hollada por los navegantes de la estirpe Poe, Holderlin o Rimbaud (tal lo muestran Conrad, Melville o Dostoievsky) lo hace siempre desde este lado. Sin disimular el abismo, pero articulando la ruta que conduce hacia él cartografía común, patrimonio compartido. Destino de ida, pero también de vuelta.
En tanto género, la novela representa el recordatorio colectivo de que toda ciudad se funda, lo sepa o no, sobre el testimonio del más reciente naufragio, pero también el de que hasta la más osada y terminal de las navegaciones presupone no sólo un puerto, sino el arduo “vivir es preciso” en que la propia idea de puerto se enaltece y justifica.