domingo, 26 de noviembre de 2023

Mujer y Magia Negra.


 La Brujería es la hermana oscura de la Alquimia.

Al alquimista, la Búsqueda y la Obra lo llevan por sendas heterodoxas que sin embargo, en el fondo, algo acaban por tener de sutilmente ortodoxo: la organización procedimental y la permanente referencia a un corpus que, al haber  sido fijado por escrito, de alguna manera valida oficialmente las tentativas, las intuiciones, las travesías (esas sí singularísimas e intransferibles) de cada nuevo adepto. Hay en al atanor —el horno alquímico— una docta dignidad que el caldero está lejos de poseer.

Aunque la historia de la Alquimia consiente célebres, venerables ejemplos femeninos, se trata a no dudarlo de un ámbito donde las figuras preponderantes son hombres. Hombres que eligen transitar el revés invisible y solitario de las sociedades y ciudades que a la vez los ignoran, los desprecian y los temen. Poco importa que podamos hallarlos en el campo, lejos de villas y palacios; el alquimista lleva el incipiente universo urbano en sus libros. Se trata de un ermitaño que no precisa retirarse al último rincón del bosque para habitar el íntimo pozo de su soledad, en busca de la plena compañía del Espíritu. Sabe que, sin quedar burocráticamente remitidos a los libros, sus trabajos resultarían inconcebibles más allá de la palabra escrita. Desde las tablas de arcilla con toscos signos grabados a punta de punzón, hasta los venerables volúmenes cuyos lomos han ajado y cuyas láminas han puesto amarillentas los dobles fondos de incontables baúles, pasando por pieles, rollos y pergaminos.

La bruja, de suya analfabeta, se desprende del fuego del hogar, o mejor dicho, se lleva las sabidurías secretas que en el fuego del hogar cotidianamente ha alimentado, y que ya no caben en el espacio doméstico, para arrostrar en lo profundo del bosque sus más febriles intuiciones, sus más negras intenciones. La bruja no apela sino al libro mismo de la naturaleza. El “corpus” de sabiduría de que puede abrevar es tan antiguo y digno como el del alquimista, pero la diferencia crucial es que no se halla depositado en libro alguno, sino en una serie de consejas, refranes,  juegos de palabras, conjuros y hechizos transmitidos de manera oral.

Igual de dignos son también los alcances últimos de su sabiduría. Hay todavía quien pretende establecer una inferioridad jerárquica entre Brujería y Alquimia, asociando a aquella con la improvisación, la superchería y la malevolencia. Lo cierto es que el riesgo de quedarse en mero perverso y pragmático charlatán no resulta menos habitual entre los alquimistas, con la diferencia de que mientras la mala bruja prodiga salaciones, amarres y pócimas fraudulentas entre el pueblo llano, el mal alquimista pone sus nigromancias al mejor postor entre monarcas, nobles y cortesanos. Más allá, nada distingue en términos de alcance luminoso al sabio que ha visto consumar en su gabinete el ciclo completo de las transmutaciones, y a la dama de los bosques que desde la humilde covacha donde vienen a solicitar sus remedios, termina de resucitar por propia mano los extraviados misterios de la Alta Magia pagana.

La Negra es una bruja, así en la palabra como en la vida. Una bruja empecinada en ser alquimista. Y la alquimia, a partes iguales, la convoca, la seduce, la rechaza, la repele, la proscribe. Lleva décadas escribiendo poesía, con la más indisciplinada de las disciplinas, con la más disciplinada de las indisciplinas. En su vetusto caldero de palabras, el venero de lo propiamente lírico se mixtura, enriquece, corrompe y renueva —incesante y sin licencia— con los de la filosofía, el esoterismo y la confesión existencial más visceral.

Nunca ha terminado de asumirse escritora. Y es que, para su fortuna —en los términos de individualidad clasificable, dócilmente circunscrita a los parámetros de validación de la vida literaria— no lo es. Claro que, salvaguardar como virtud esa cualidad de alma indómita y limítrofe, tiene también su precio. Cada vez que La Negra es invitada a participar en una publicación, en un encuentro, en una mesa redonda, vuelve a repetirse siempre el mismo episodio, en apariencia anodino pero en el fondo esencialmente revelador. A la hora de consignar su nombre, el organizador en turno pregunta siempre:

—¿Cómo te presento? ¿Cómo firmas? ¿Cómo te llamas?

—La Negra.

Y el organizador en turno ríe divertido, guiña cómplice, bromea paternal, se impacienta adulto, reprocha institucional, instruye profesional… y siempre, por las santas pistolas de su arbitraria sapiencia, acaba presentándola como Lourdes Esquivel. Y el irrespetuoso atrevimiento jamás considera necesaria disculpa ni explicación alguna, como si las huecas formalidades se explicaran por sí mismas.

—Eso de jugar con las palabras lo hacemos todos, todos subvertimos el lenguaje y nos dejamos subvertir por él, pero no vas a andar por el mundo cambiándote el apelativo de manera infantil ante la gente. Faltaba más. Que los poetas renombren las cosas dentro de las infranqueables fronteras de la corrección literaria, pero que jamás vayan a pretender llevar esa potestad al espacio de la vida, así se trate nada más de renombrarse a sí mismos.

La Negra sabe y ha asumido, sin importar los costos, que su nombre es este, el que la lúcida voluntad en medio de los torbellinos del azar le eligieron; no aquel contingente que los documentos oficiales consignan. Y sigue respondiendo a cuantos le preguntan:

—Yo soy La Negra.

Lo cual no significa que afecte ninguna socarrona suficiencia. Alma de cronopio a fin de cuentas, La Negra se devuelve a su cueva cavilosa y cabizbaja, convencida de que lo más seguro es que la equivocada sea ella. Y mientras poda su mandrágora, mientras usa para barrer la escoba de volar y mientras aviva con tequila el fuego del caldero, se jura penitencias, aprendizajes y trabajos que puedan aproximarla aunque sea un poquito al sentido común de quienes sí son poetas, de quienes sí son escritores.

Y así va que te viene: de las ancas de rana, a las patas de cabra; del arco del violoncello y los cuidados del xoloiscuintle en turno, al perfeccionamiento de sus personales versiones de pozole; del taller literario para jóvenes que cada tanto vuelve a impartir, al cultivo del estrecho núcleo de afectos que alimenta. Apelando afanosa a un montón de libros y a unas pocas gentes para depurarse, para instruirse, para adquirir las indóciles herramientas técnicas capaces de otorgarle los misterios del “escribir bien”.

Hace años que acude para requerirme reglas, ejercicios, rutinas, guías de lectura. Tantos años como para que se le haya olvidado que la savia nutrífera que sustenta cuantas reglas, ejercicios, rutinas y guías de lectura pueda yo proponerle, fue ella quien me la reveló. Pero así y todo, hace tiempo que dejé de decirle “qué cosa voy yo a enseñarte de poesía, Negra”, y me consiento el abuso de fungir para ella de payaso demiurgo. Y le expongo los misterios del punto de vista y el tiempo narrativo, y le encomiendo tablas gimnásticas de alejandrinos, puntuación decimonónica, verso blanco y esquemas ABBA, y le aproximo personales hallazgos de lectura para ensanchamiento de sus referentes documentales.

Y La Negra se aplica, se disciplina, se mortifica cual mineral en el mortero, cual líquida perla en el alambique, sin jamás quedar satisfecha del resultado de sus intentos. Las musicalidades octosílabas se le deshilvanan rebelde aliento versicular, el verso libre se le infesta de métricas regulares y rimas consonantes, el relato se le subleva poema, el poema se le subleva manifiesto, el manifiesto se le subleva bolero, y el tranvía Hegel va a parar siempre a la estación Camus. Y, como diría Cortázar, la cama se le llena de trajes, y los floreros se le llenan de sábanas, y los tranvías se le llenan de rosas, y los campos se le llenan de tranvías…[1]. Ya saben ustedes cómo es eso.

Puesto que La Negra es poeta (y quizá sea poeta precisamente porque nunca ha sabido ser escritora), de esas atléticas y obsesas tentativas suelen resultarle textos prodigiosos y extraños. Pero siempre como a cuentagotas, con algo de estricta contención que no puede más que contrastar con el tumultuoso caudal de imágenes, ensalmos y vociferaciones que enseguida viene a desatarle cualquier inesperado guiño del paisaje, el amor o la muerte. Es capaz de pasarse la noche en vela rastreando el perfume de una flor, un año entero dándole vueltas a una pregunta, la vida entera dándole vueltas a una pesada broma de la elección o del azar.

Y de esas vueltas y vueltas en torno de su propia hoguera, regresará La Negra con los brazos y el cabello colmados de versos que a partir de ese momento habrá que sublimar, disgregar, mezclar, confundir y depurar, siguiendo no las sancionadas cartografías del correcto discurso, sino las infinitamente más arduas corrientes materiales que hacen del pulso mercurio y de la voz azufre, del pensamiento raíz de belladona y del aliento hoja de beleño. Poemas a sangre, aquelarre y fuego, trabajados desde la médula misma de los incandescentes huesos hasta la filosofal transparencia de la abierta mirada. Es de esta última forma que La Negra ha madurado un personalísimo acento y una ruta de trabajo fecunda y propia.

Se equivocará quien, ante las razones aquí expuestas, pretenda encontrar una piadosa y emotiva disculpa de meros desprolijos entusiasmos. Estamos ante una poeta con pleno dominio de su oficio, y cuanto aquí pretendo es compartir, desde mi papel de lector testigo, la peculiar e intrincada senda recorrida que ha posibilitado tal dominio.

El conjunto de textos que en alguna gaveta o enterrado en el jardín conserva (y del que echa mano muy de vez en vez para compartirlo de a poco, con infinito pudor) es fruto y testimonio de dilatadas travesías. El libro inicial de una poeta con larguísimo camino andado; la invocación propiciatoria de una bruja con infinitas horas de vuelo, pero hecha acaso de modo irremediable a los mohínes y titubeos de una eterna novicia voladora. En el camino se le han ido extraviando docenas de poemas cuya pérdida no podemos sino lamentar quienes los conocimos de viva voz, de puño y letra o en copia mecanógrafa al papel carbón. Pero la corriente del río tiene sus inescrutables motivos y no se equivoca nunca. Habrá que aguardar a que se decida a plasmar opúsculo alquímico lo que se ha obligado a conservar en estatus de  casi privada hechicería para un puñado de iniciados, y sólo entonces leer y escuchar cada verso desde la luz de la cita a que, con puntualidad inexcusable, nos convoca.

Hechizo, ritual, conjuro, cada poema de La Negra es el llamado de la Bella Dama desde el corazón del bosque, desde la secreta plaza pública donde las voces sagradas se cuidan de reunirnos cuando nuestro destino común como habitantes no puede ser otro que el exilio. Abracadabra, doce de la noche, hora del Sabath.

Solitarios estupores compartidos bajo el espejo abierto de la luna.



[1] Cortázar, Julio. “La foto salió movida” en Historias de Cronopios y de Famas.


Fotografías. 

1 y 3: Crisstina Monge.

2: Guillermo Wusterhaus.


* Prólogo para el libro Vocación de Pájaro de La Negra Esquivel.
Ediciones La Mueca, 2022.