lunes, 5 de abril de 2010

PADRE NUESTRO



De alguna manera habría que sugerir que cada cuál te viste desde su muy particular punto de vista, padre Hidalgo. Como no puede ser de otra manera. Pero al mismo tiempo señalar que hay modos de asumir esa imposibilidad de apartidismo, ese veto a la neutralidad; que la aceptación del punto de vista subjetivo como base de todo juicio histórico de ninguna manera cancela parámetros para la responsabilidad y la validez, sino que se limita a acotarlos.
Y de plano, pienso de pronto, poner en escena en cada cuadro a un personaje, o a un grupo de personajes, que te cambian de traje, te maquillan, te mudan de postura, para hacerte cuadrar a la medida de una peculiar suposición (o lectura, tal se acostumbraba decir hasta hace no demasiados gritos de la moda).
El Hidalgo de bronce, por ejemplo. Una legión de beatos ataviándote para el festejo. Beatos de tono religioso en la forma, pero de contenido claramente institucional, referido con toda nitidez al nauseabundo servilismo de quienes se empeñan en imponer los rituales de tu culto. ¿Ya pulieron el bronce? ¿Ya reforzaron la base de mármol que soporta al pedestal? ¿Ya le aumentaron los bíceps? ¿Ya le doraron la piel? ¿Ya le reconstruyeron la nariz? Que no sude, que no huela, que no tiemble. Que se parezca lo más posible a Michael Jackson, pero en mexicano y con campana.
O el Hidalgo de estampita. Esa variante matizada del mismo tono de beatería. Menos de monjes punitivos que de viejitas holgazanas a disgusto con el fasto y el oropel. Franciscanamente te despojan de lujos ornamentales, pero sólo para ajustarte a un engolamiento de distinto género. El santo don Miguel que era tan bueno con los indios, cuyos ojos se elevaban al cielo, cuyo corazón sangraba por los ajenos padecimientos, que tenía una aureola, que murió por nuestros pecados, que regresará a redimirnos; en cuya espera demoramos pacientes nuestro gusto por la miseria, el sufrimiento, la ignominia. Aquí aguardaremos, padrecito, resignados a la podredumbre hasta que usted se digne a volver para sacarnos del hoyo. Usted y sólo usted, que se atrevió a darnos trato de humanos aunque sólo fuéramos lo único que estamos dispuestos a ser, lo que nos conforta y sirve de coartada: mutilados gustosos de serlo, perros apaleados lamiendo con fruición la gangrena de sus propias heridas.
O el Hidalgo marca Letras Libres. Un coro cool y culto de intelectuales orgánicos —trajeados con calculado desaliño de marca— echándose a los hombros la tarea de “desmitificarte”. Alevosía, intención, línea y ventaja, mal disfrazadas de objetividad llana y lisa. Porque hay que ir más allá de la estereotipada división entre buenos y malos, en pos de la tierra prometida donde ya no habrá distingos ni matices entre dignidad y desvergüenza. Adecuarse a los nuevos tiempos, a las nuevas visiones, entrar a la modernidad. Aprobar las necesarias reformas estructurales que nuestro país requiere de manera urgente, empezando desde los héroes. En el fondo no hay ninguna diferencia entre Hidalgo y, pongamos por ejemplo, Porfirio Díaz. Sólo seres humanos con algunas culpas y algunas virtudes. Es más, de perfil los dos hasta se parecen. Y si a méritos vamos, tanto derecho de nombrarse padres de la patria tienen otros. ¿Por qué no mejor hablar de nuestra madre Josefa, que a taconazos sobre la duela evitó ver la conspiración de Querétaro tan abortada y trunca como la de Valladolid? ¿O de nuestro padre Allende, cuya perspectiva de militar criollo bien pudo precavernos contra ciertas veleidades populistas del ínclito párroco de Dolores? ¿O hasta de nuestro padre Morelos? Igual de populista, sí, pero al menos tan vallisoletano como nuestro señor presidente.
O mejor aún: Por qué no aceptar de una vez por todas lo más sensato, lo más ecuánime, lo más realista, lo más acorde con nuestras aspiraciones de liderazgo histórico y continental. Que nuestro verdadero, complejo, contradictorio, polisémico padre ha sido desde siempre su alteza imperial Agustín I. El vallisoletano correcto. Y que dios nos lo traiga de regreso.
Hay algo muy curioso, Padre Nuestro. Algo en lo que no se insiste demasiado. Me refiero a la naturalidad con que el discurso presuntamente desmitificador de la historiografía neoliberal —a despecho de su afectación de buenas maneras, imparcialidad absoluta y objetividad a toda prueba— termina deviniendo tan a la medida de posturas no digamos ya conservadoras, sino abierta y francamente reaccionarias. El emperador que en el fondo no era tan malo y el prócer que en el fondo no era tan bueno, lejos de devolvernos la medida humana de aquellos personajes a partir de los cuales pretendemos ubicar las coordenadas clave de nuestro propio devenir, revuelven intencionadamente el río para garantizarle perennidad a la ganancia de los pescadores de siempre.
Parte de nuestras obligaciones para con la invención soberana de la memoria pasa a ser entonces la reiteración de lo antes obvio. Que Agustín de Iturbide haya sido capaz de algunas luces, y que algunas de sus acciones puedan y deban interpretarse como parte del necesario patrimonio constitutivo de nuestra maltratada nación, no enmienda ni atenúa el hecho de que Agustín de Iturbide haya sido por encima de todo una de las figuras más negras de la historia patria. No por haberse coronado emperador; sino porque basta asomarse con cándida curiosidad a su biografía para advertir que coronarse emperador constituyó apenas la culminación de toda una vida consagrada, por vía de la rapiña, a la preeminencia irrestricta del privado interés, del lucro personal. Comprendo que haya muchos interesados en rehabilitar semejantes altares para legitimación de su particular beneficio y autoestima, pero pobre país aquel que en nombre de la objetividad se incapacite para distinguir objetivamente a sus traidores. Pobres los hombres neutrales ante sí mismos.
Y pobres de aquellas almas que en nombre del delineamiento de la sombra no alcancen ya a distinguir su propio margen de luz. ¿Los escuchas, Padre Nuestro? Pura espectral negrura lanzando escupitajos. Al iniciar la tanda todos ellos muy pulcros, muy correctos, afectados, llorosos. Impresionados y escandalizados hasta lo indecible al recontar la visceral violencia de la chusma cada vez que se autoriza (como si estuviera autorizada a autorizarse) salir del huacal. Comentando con el ceño fruncido, como si les doliera censurarte pero no les quedara más remedio, la manga ancha (y quién sabe si hasta la complicidad, y quién sabe si hasta la fruición y el sádico deleite) con que toleraste o provocaste o encabezaste tanta tropelía. ¿Cómo es posible? Y aquí el gesto ya se les descompone. Y aquí la voz ya se les destempla. ¿Cómo es posible? ¿Cómo consintió Hidago la injustificada afectación contra particulares que ninguna responsabilidad tenían para con los sufrimientos padecidos, que habían labrado sus patrimonios con su propio esfuerzo, que hasta alguna sincera simpatía sentían por esas inconscientes hordas de desharrapados, y llegaban incluso a consentir que sus primogénitos durmieran arrullados por nanas indias autorizadas para velar en el piso, a los pies del lecho, como los perros de las mejores razas? Nunca más. Nunca más la violencia. Nunca más la chusma desatada clamando justicia fuera de control. Nada la justifica, nada la legítima, nada nunca la legitimó. La violencia es un camino cancelado en definitiva.
Y ya completamente descompuestos, lo claman sobre las ruinas de un país bañado en sangre, Padre Nuestro, bien hundidos los pies en su cotidiana pila de bonitos cadáveres; bonitos porque su atrocidad como flagrantes convictos de la tolerada inocencia y el bendecido extravío, no se mancilla más que colateralmente con tonos que provengan de la anatemizada rebelión. Respeten nuestra corrupta retacería, pueblos del mundo. Acá podremos matarnos por veintena los trescientos sesentaicinco días del año, pero jamás impulsados por las mesiánicas y risibles pretensiones (tan preposmodernas) de algo denominado derecho popular.
Así se te desmitifica, Padre Nuestro, con el calculado interés de demostrar que la ruta que elegiste, aunque haya que aceptarla como algo que ya quedó ahí y que (ni modo) no se puede cambiar, fue en el fondo la más indeseable de todas. Y como no se puede separar la mano de la obra, esa vereda abierta conduce hasta el Hidalgo de ceniza y de pus. Un monigote hecho a la medida del nihilismo de cada cual. Todos tenemos cola que nos pisen, y en este infinito basurero no existe más alternativa viable que la ensimismada supervivencia, ni más tentación decente que el suicidio. Hidalgo era un cobarde; un viejito miedoso que por no decidirse a atacar la capital cuando podía, nos regaló nueve años extras de guerra civil junto con la quema de nuestros mejores cartuchos independentistas (si era tan fácil, si visto desde aquí queda bien claro lo que había que hacer y cómo había que hacerlo). Hidalgo era un curita pusilánime y ególatra, resentido por las cortas recompensas con que sus méritos académicos y eclesiásticos se veían premiados. Hidalgo era un hipócrita soberbio y mosquita muerta; si hasta hijos tuvo, desoyendo las castas obligaciones de su santo ministerio.
Yo no sé cómo hayas sido exactamente. Entiendo que aquel corazón latiendo, aquella cabeza con la frente algo más que despejada, aquel sexo bien plantado entre las piernas, aquel paladar tan hecho al gusto, aquella piel, aquellas manos, aquello todo que para resumir agrupamos bajo la denominación Miguel Hidalgo, debió en efecto consentir una buena cantidad de todos los rasgos dichos, elucubrados e instituidos en el viaje que va desde la Hacienda de Corralejo hasta esta patria algo ya más que herida y poquito menos que bicentenaria. Entiendo también que no hay que hacerle el feo a la mirada de nadie a la hora de recoger las prendas que al permitir reconocerte cabalmente nuestro, permitan reconocernos cabalmente nuestros, desde la más límpida de nuestras brisas hasta el más irrespirable de nuestros cochambres.
Así pongo mi granito de arena, Padre Nuestro, para decir lo único que sé decir: obviedades. Obviedades nubladas. Por ejemplo, que Miguel Hidalgo fue una gente tan de carne, aliento y hueso como todos los por él reunidos en estas horas negras al calor de la hoguera de su memoria. Y que igual a nosotros, también había noches que sentía un miedo enorme mirando sin estrellas el cielo allá arriba. Y que, igual que a nosotros, a él también le venían incontenibles las ganas de llorar por todo lo que no sabía, por todo lo que no podía, por todo lo que no entendía; así en la ensimismada soledad como en medio del fragor de la batalla. Y que en esos momentos de infinita sombra, al igual que a nosotros, la real necesidad de otros con cuales estrecharse para ensanchar vaya a saber si algún remoto esbozo de respuesta, pero al menos la misma duda compartida, le reventaba el pecho. Y que supo serle fiel a ese impulso que es el mismo nuestro cuando vivir merece el nombre. Y que lo que honramos es no sólo la estatura real de esa fidelidad consumada, sino su posibilidad consumable, fatal y retadoramente abierta todavía.
Sólo de ese modo —pienso yo, Padre Nuestro— te harán justicia la fiesta, el baile, la verbena. Si todo aquel que no se haya quedado ciego alcanza a distinguir en su amplitud completa el aliento, los huesos y la carne que aquí y allá relampaguean; como recordatorio, amenaza, promesa, compromiso: todo eso que revuelto resumimos con el nombre de esperanza.