sábado, 5 de junio de 2021

El punto.











Debió ser durante las vacaciones veraniegas entre cuarto o quinto grado de primaria que me inicié en la lectura literaria. O tal vez debiera decir, para hablar con propiedad y con justicia, que fui iniciado en la lectura literaria.

Ya para entonces tenía yo el hábito de repasar con fruición ciertos pasajes de mis libros de texto preferidos (ciencias sociales, español). Pero estos recorridos no pasaban de tres o cuatro párrafos visitados menos por mérito de sí mismos que por estímulo de las imágenes que los acompañaban. Las pirámides de Egipto bajo un sol abrasante, el Pípila incendiando la Alhóndiga de Granaditas, un lagarto llorando bajo la luna. Si me forzaba a ojear el montón de Clásicos Juveniles en oferta durante nuestra quincenal visita al supermercado, y presionaba a mis padres para que me compraran alguno, lo hacía atraído por las coloridas portadas, las ocasionales ilustraciones, y por impresionar a mis hermanas con un postizo desdén hacia las revistas de niños.

Digamos que la lectura por placer, aun cuando ya desde ahí lograra imprimirme interiormente sus primeras huellas perdurables, se regía en mi caso por una lógica de pie de foto. Leer un libro, leer un libro completo, quedaba como un fenómeno ni siquiera digno de pensarse, diluido en la inmensa, nebulosa, remota masa de lo por venir.

Hasta que llegaron aquellas vacaciones de verano.

Dos meses completos para olvidarse de la escuela. Dos meses completos para no ejercitar mi alfabetizada conciencia de infante más que en los trepidantes diálogos del imperio Marvel (“¡Tú eres el que vas a morir, Duende Verde! Te daré fin lentamente y, cuando me pidas compasión, te recordaré una cosa: ¡Mataste a la mujer que amaba!”). Dos meses sin otra obligación que las tareas domésticas programadas por la autoridad paterna.

Excepto que mi madre consideró que dos meses completos eran demasiado tiempo para mantener a la escuela en el olvido. Sin derecho a réplica, dispuso que en casa habría un mes de holganza escolar plena, al término del cual tendríamos que consagrar una hora diaria al repaso de lo aprendido durante el curso anterior.

Recuerdo mal mis tentativas de negociación para revocar el edicto o al menos diferir su cumplimiento. No obstante, ante la inflexibilidad del plazo, en algún momento debí variar de estrategia, eligiendo entre los males el menor. Habré enarbolado a modo de chantaje el promedio de mi boleta de calificaciones, habré sacado alevoso provecho de la ilusión que le hacía a mi madre imaginarme leyendo, habré exagerado entusiasmos literarios que en los hechos estaban muy lejos de ser tales. El caso es que, cumplida la fecha, mi hora de estudio se vio transformada en hora de lectura.

Entonces me tocó el momento de advertir cuán largo puede llegar a parecer un primer renglón, cuán remoto e inalcanzable el final de un primer párrafo, cuán imposible de siquiera concebir el término de la primera página. La jornada inaugural la consumí cambiando tres veces de libro mediante pueriles pretextos, preocupado sobre todo por examinar los detalles de cada portada, por contemplar los juegos de mi hermana menor (dichoso espécimen preescolar sin repasos por padecer todavía) y por preguntar cuánto faltaba para el cumplimiento de la hora.

A la mañana siguiente recibí un ultimátum de mi madre. Si no comenzaba a leer de verdad, si al término de la sesión no rendía un puntual resumen de lo leído, cuentos y novelas cederían su lugar a las lecciones de matemáticas y ciencias naturales.

De cara a la dignidad poética, la conjeturable posteridad o el llano prestigio público, tal vez lo más prudente por mi parte sería decir que entre los tres volúmenes que mi madre me dio para escoger, me incliné por Los últimos casos de Sherlock Holmes o por Platero y yo. Pero sería mentira. Elegí el restante, no sólo por tratarse del más delgado y el de más grandes letras, sino porque además llevaba intercaladas numerosas fotografías de ave marina en vuelo, que reducían de manera notable el espacio efectivo de lectura.

A solas en la recámara, cerrada la puerta para escatimarme toda distracción, retorciéndome de tedio sobre la litera, habitando cada línea como infranqueable muralla, tratando de deducir la historia narrada a partir de las fotografías, el peso del sueño abatido como marejada sobre los párpados, el primer libro que mis ojos recorrieron íntegro, desde su primera letra hasta su punto definitivo, fue Juan Salvador Gaviota de Richard Bach. Del cual no recuerdo absolutamente nada.

He olvidado también cuántos días me llevó consumar la proeza. Lo que no he olvidado es que, cuando esto sucedió, aún restaban varias semanas para el inicio de clases. Así que por delante me quedaban centenares de minutos de lectura. Sólo imaginarlos conseguía llenarme de terror.

Batallé con Conan Doyle. Batallé con Juan Ramón. Inútilmente. Una tarde en que habían ido solos a comprar la despensa, mis padres volvieron del supermercado con uno de aquellos volúmenes de Clásicos Juveniles. La isla del tesoro. Gordísimo. Infinitamente más gordo que los tres ejemplares que hasta entonces me había tocado enfrentar. Apenas con unas cuantas ilustraciones sueltas mal disimulando su condición de inexpugnable fortaleza. Di las gracias por cortesía, sintiéndome camino del patíbulo

Al día siguiente comencé a leer de verdad mi primer libro.

Puedo aseverarlo de manera tan tajante, no porque haya logrado seducirme apenas puestos los ojos en el título de su capítulo inicial. Tampoco porque la lectura, en alguna estancia del trayecto durante aquellas semanas, haya visto palidecer su tortuosa semejanza con el castigo, su árida filiación a la lógica del deber. Encerrado en la recámara, sometido a rigurosa vigilancia materna, obligado a puntual rendimiento de informe al término de cada jornada, consumí una hora diaria del resto de mis vacaciones veraniegas en una lucha sin esperanza y sin cuartel, a brazo partido, línea por línea y letra por letra, con Robert Louis Stevenson, sin que en momento alguno sus palabras lograran despertar dentro de mí algo que se pareciese, remotamente siquiera, a la seducción.

Simplificando, cabría decir que mi experiencia con La isla del tesoro en nada se distinguió de sus sufridos precedentes. Padecí con ella lo mismo que había padecido antes. Las razones que legitiman su relieve pertenecen a muy distinto linaje, y de tan sutiles al inicio ni siquiera las noté.

Como tantas otras veces, fue necesario el tiempo para colocarlas en su sitio.

 Aunque mi flagrante devoción por el padre de los detectives no cuenta entre sus prendas predilectas ningún relato de Los últimos casos de Sherlock Holmes, guardo fiel recuerdo de algunas estampas suyas. Y aunque Platero me parece un recoveco más bien menor entre las acogedoras estancias líricas de Juan Ramón, recuerdo con aprecio varios pasajes; en especial la muerte del asno y el famoso inicio consagrado a la enternecida descripción de su pelaje. Sólo que se trata de fidelidades y memorias posteriores, no establecidas durante aquel verano. Si algún azar nos hubiera privado del reencuentro durante los años por venir, a estas alturas tampoco de ambas obras recordaría nada.

No ocurre lo mismo con La isla del tesoro. Ya las fabulaciones y los juegos de mi abuela materna me habían grabado de viva voz en la memoria las primeras huellas imborrables de la poesía  a secas. Las aventuras de Jim me grabaron las primeras de la poesía impresa.

Al cabo, resultó que de esa penosa travesía narrativa recordaba cosas. Sin esforzarme, sin que pudiera decir qué era lo que las dotaba de relieve. Simple, sencilla, oscura e inexplicablemente, algo había hecho que se quedaran ahí, depositadas en una memoria literaria que a aquellas alturas ni siquiera cabía llamar así. Una memoria que de hecho estaban más bien fundando.

Semejantes marcas de nada sirven a la hora de conjeturar con pedantería prometedores e inusuales talentos infantiles, o precoces olfatos críticos. Mi personal selección de prendas memorables dejaba fuera buena parte de lo mejor de la obra. Desde la sabia armazón general del argumento, que permaneció para mí confusa largo trecho, hasta Ben Gun (ese entrañable robinson abandonado a su suerte en la isla por los hombres del Capitán Flint), pasando John Silver: nada menos que el espíritu rector de toda la novela, a cuya fragua templa la maduración de su alma el joven protagonista, y quien sólo llegaría a fascinarme de manera tardía, cuando los héroes de la novela negra consiguieran iniciarme en las complejidades de la ambigüedad ética.

En cambio, recuerdo con absoluta nitidez el hueco que me abrió en el estómago aquella tonada marinera donde la tétrica imagen del cofre del muerto se mezcla y confunde con el júbilo alcohólico, la perorata del loro que a mí me sugería monedas y hablaba en realidad de cañones (“piezas de a ocho”), mi desamparo cuando el ala institucional de la expedición sale de escena para dejar solo a Jim ante las misteriosas realidades de la naturaleza insular y el ser y hacer filibustero, mi incrédulo alivio cuando consuma en solitario el abordaje de la nave secuestrada. Pero probablemente el detalle más inquietante y sugestivo de todos fue desde un principio el disco negro. El ultimátum pirata. Sobre todo aquel que, hacia el final de la novela, a falta de otro papel a mano, los bucaneros se ven obligados a elaborar profanando una página de la Biblia, y con el cual de algún modo parecen sentenciarse solos a la derrota, la ruina y la condenación.

Jamás pude imaginar a plenitud el disco negro. Por aquellos días la palabra disco aún remitía de manera automática a los vinilos de 45 y 33 revoluciones por minuto. Sin embargo, la situación relatada sugería algo infinitamente más pequeño. Si bien no tan pequeño como para permitirle un epíteto a todas luces inapropiado y falto de dramatismo como “la mota negra”, hallado posteriormente en otra traducción.

Terminé imaginando el disco negro como un punto. Un punto que había crecido lo suficiente para dejar de cumplir con sus obligaciones gramaticales, sin por ello extraviar los rasgos que permitían reconocerlo.

Acaso suene exagerado. Pero cada vez que un punto y aparte o un punto y seguido consienten cierta divagatoria pausa, y la conciencia se descubre ya no de soslayo sino de frente a éste, el padre de todos los demás signos de puntuación (que por algo se llaman así), asumiéndolo identidad autónoma en lugar de ínfima herramienta, no puedo dejar de mirarlo sino como aquel inquietante disco negro.

Desde la propia materia prima que posibilita al lenguaje y es ya en sí misma el lenguaje, leer entraña el recordatorio de un inmemorial ajuste de cuentas por cumplir.

Y eso es algo que, en el fondo, todo lector aprende siempre desde el primer libro.