sábado, 13 de mayo de 2023

José Emilio: la nostalgia y su horror.

 

¿Cuál es el “verdadero” drama con que Las batallas en el desierto de Jose Emilio Pacheco invita a identificarnos? ¿El drama de una época marcada por el autoritarismo institucional, la paranoia bélica, la discriminación racial y social, la consolidación de la burguesía y de la clase política nacionales? ¿O el drama de la pasión inconsumada por inconsumable, el drama del amor como imposibilidad radical, el drama del amor que —más que descubrirse imposible en el camino— nace y es precisamente por imposible?

Resonancia y diálogo con Pedro Páramo: ese poder capaz de tenerlo todo, excepto justo aquello que de modo más íntimo anhela. Susana San Juan y Mariana dan fugaz rostro y efímera nomenclatura, actualizándolo, a un arquetipo quién sabe si intemporal, si eterno, pero al menos sí dilatadamente perdurable dentro de las letras mexicanas.

Nace la poética nacional moderna de la mano de Ramón López Velarde; al armonizar en el ensueño los inalcanzables rostros del casto ideal pueblerino y de la citadina tentación (ojerosa y pintada), otorga traza de mujer a lo imposible. Luego, Suave Patria cerrará la compleja ecuación al postular el acto de amor como el único viable para mirar, pensar y habitar la nación sin vernos aplastados por su peso.

Las batallas en el desierto debe mucho a la épica sordina velardeana. Por más que se permita consignar, casi a modo de cierre, “de ese horror quién puede tener nostalgia”, no cabe duda que algo de entristecido júbilo, de recuerdo absurdamente feliz preside tanto la evocación como la reinvención. En diversos pasajes, sea a partir de la memoria propia o de la memoria heredada (tanto por las ruinas que el presente conserva, como por la confidencia familiar de las generaciones de nuestros padres y abuelos), cada uno de nosotros puede enmarcar esenciales fragmentos de su propia biografía, de sus propias perplejidades y extravíos. Cada cual podrá realizar su propio recuento, su propio listado de anécdotas y estampas. Poder alusivo que no ha dado la impresión de caducar con el paso de las décadas.

Conviene, no obstante, realizar algunos oportunos deslindes.

Todos nos hemos topado con cuentos y novelas que aspiran a la perdurabilidad por vía del exhaustivo catálogo y la anécdota coyuntural, y que es justo en virtud de dicha aspiración que terminan resultando áridos, farragosos, carentes de la menor seducción y el menor asomo de vida. Por lo regular, semejantes piezas participan también de otro vicio acerbamente criticado y satirizado, y sin embargo sistemáticamente socorrido, cíclicamente actualizado: suponer que entraña algún mérito poético calcar en la página, con chata fidelidad de grabadora, el habla de la calle, de la milpa, del antro o de Youtube.

El poder de Las batallas en el desierto hay que buscarlo más allá de la referencia historiográfica o periodística, del confesionalismo nostálgico y del chiste retro. Si el relato permite en un momento dado echar mano y dar pie a todas y cada una de tales alternativas, saliendo vivo del intento y renovando a cada vuelta de tuerca su frescura y su actualidad, es por algo más.

El amor imposible de Carlos por Mariana no constituye tampoco un recurso estructural o un complemento temático para reforzar un fresco social. Se trata antes bien del hondo y sutil énfasis con que cada uno de nosotros suele situarse ante sus pasados esenciales, sean estos personales, familiares o históricos. Todos hemos sido Carlos. No porque todos nos hayamos enamorado siendo niños de alguien mayor a nosotros. No porque todos tengamos registrado en nuestro  haber el testimonio de cuando menos un amor imposible. Sino porque ante la belleza de un tiempo, una edad y una historia que no son nuestros (que no pueden ser nuestros) y sin embargo dan sentido a los nuestros, sólo podemos experimentar la misma doliente gratitud de Carlos, su mismo triste entendimiento.

Nunca sabré si vive aún Mariana. Si viviera tendría sesenta [setenta [ochenta]] años” remata la obra, con la misma melancolía de El aleph de Jorge Luis Borges:


¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.


 Para quien gozó el privilegio de mirar un punto donde son a la vez, simultáneos, todos los puntos del tiempo y del espacio, el rostro de Beatriz Viterbo (otro amor imposible) se desgasta sin embargo en la memoria, anunciando la irremediable borradura por venir. Borges ha situado su voz narrativa desde la primera oración del lado del presente, del lado de quien relata sabiendo que ya todo ha pasado, que nada volverá.


La candente mañana  de febrero que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.

 

Toda una declaración de principios, trazando forma y fondo las coordenadas de cuanto está por relatarse. Borges se impone la obligación de no condescender “ni al sentimentalismo ni al miedo”. Narrará con un desapego y un escepticismo que acusan siempre algo de pose y de autocrítica ironía, sin variar dicho énfasis en ningún momento. Es el tono de la voz del narrador envejecido y memorioso lo que ocupa el primer plano de principio a fin.



Uno de los juegos centrales de Las batallas en el desierto consiste justo en la operación contraria. Pacheco no obvia jamás que la historia de Mariana y Carlos, así como el contexto que a la vez posibilitó e imposibilitó su amor, están siendo recuperados desde el presente. Sin embargo, el propio desarrollo del relato termina por dotar al narrador actual de un aura de invisibilidad. Para los lectores, Carlos es y será por siempre el niño que vivió la prodigiosa aventura, no el hombre adulto que la relata.

Lo cierto es que, efectos ópticos aparte, quien narra lo hace ya no desde la imposibilidad de tener a Mariana, sino desde la imposibilidad de recobrar el tiempo que hizo de Mariana un imposible. ¿Quién puede sentir nostalgia de ese horror? Tú que lo recobras con entrañables acentos de ternura. Yo que lo leo, menos dejándome arrastrar por ellos que descubriéndolos como mi propia condición y patrimonio.

¿Por qué podemos sentir nostalgia de aquel horror? Tal vez porque la palabra horror sirve no sólo para designar la desventura y la ignominia, sino también la desmesura y el prodigio; porque todo aquello que para bien y para mal nos excede, acaba por resultar siempre monstruoso. Pero también porque —incluso en aquellas instancias donde el término horror remite en exclusiva o con prioridad a la desventura y la ignominia— sigue tratándose de aquello contra lo cual debimos contrastarnos, sobreponernos o aceptarnos para adquirir forma, nombre, catadura. No sólo nos define nuestro límite, sino el punto de vista con que nos situamos frente a él.

En Las batallas en el desierto, el borgiano precepto de no rebajarse ni al sentimentalismo ni al miedo parece importarles más bien poco al escritor y a su personaje. El relato inicia enumerando las prendas de un anecdotario retrospectivo cargado de enorme emotividad. Dado el prestigio popular de dicho arranque (“me acuerdo, no me acuerdo”) quizá parezca un despropósito caracterizarlo como carente por sí mismo de capacidad alusiva más allá del círculo de los directos partícipes de la época a que hace referencia. No obstante, considero que lo que termina por volver inolvidables esas primeras páginas del texto, lo que eleva su repertorio de evocaciones a un plano universalmente compartible, de ineludible interpelación para todo aquel que lo lea, recién viene a transparentarse hacia el final del capítulo quinto.

Carlos acaba de conocer a Mariana. Y es entonces cuando adquiere el privilegio y la condena de mirar el mundo ya no como mera suma de datos y circunstancias, sino como un misterio que lo alude, lo demanda, lo implica:


Caminé por Tabasco, di vuelta en Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban muy poca luz. Ciudad en penumbra, misteriosa Colonia Roma de entonces. Átomo del inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una escenografía para mi representación.


 El nombre puntual de las calles, la evocación precisa de sus objetos, adquiere a partir de aquí una nueva, inédita dimensión. Ya no se trata de elementos exteriores que enumero, sino de piezas en movimiento, de cuyo invisible y antiquísimo juego súbitamente me descubro copartícipe. El bolero sigue diciendo las mismas exactas palabras que antes, pero yo lo escucho como no lo había escuchado nunca, como no podré dejar de escucharlo ya jamás. “Por alto esté el cielo en el mundo, por ancho que sea el mar profundo…”. Semejantes magnitudes (la altura del cielo, la hondura del mar), así como sus guiños y demandas, habían estado ahí desde el principio, pero fue preciso que por obra de Amor mis ojos se adiestraran para percibirlos.

El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos” le dice Ingrid Bergman a Humprey Bogart durante la entrada de los nazis a París, en Casablanca de Michael Curtis (1942). Su tono es a la vez de amargo azoro, nostálgica lamentación y coqueta disculpa. Para cerrar el capítulo donde Carlos y Mariana se conocen, José Emilio Pacheco reconfigura los términos de esa ecuación y ajusta la alquimia para convertir su sentencia en profesión de fe:


Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza.


 El paisaje físico e histórico del pequeño Carlos nos hace suyos a través de la experiencia del amor. Podríamos afirmar que es entonces cuando la historia de verdad comienza, que es ahí cuando todo el preámbulo de anécdotas y paisajes adquiere la misteriosa sustancia capaz de fijarlo de manera perenne en los lectores.

¿Qué hago con estos nuevos ojos? ¿Qué hago con este total entendimiento, colocado en el reverso de cualquier necesidad de explicación? Acaso nadie dentro de la tradición lírica mexicana haya conseguido fijar el peculiar timbre de esa perplejidad, de esa infantil inocencia  soberanamente reconquistada, como Carlos Pellicer en Horas de Junio: 


Si estas manos vacías ya están llenas / al pensar en tu ser —lecho de arenas / con que las aguas doran su camino—, // dónde ponerlas, manos asombradas / de mostrarse desnudas al destino / y levantar al cielo llamaradas.


 Revelación y herida, el hallazgo del amor es un colmo que no sólo nos obliga a contemplarnos, descubrirnos, atisbarnos con dolorosa transparencia, sino que además nos empuja —sin recusación posible y en la modesta medida de cada cual— a proyectar dicha transparencia sobre el mundo: a proyectarnos transparencia sobre el mundo nosotros mismos.