domingo, 30 de agosto de 2020

Dashiell Hammett según los Hermanos Coen.


Dashiell Hammett ha tenido una suerte dispareja a la hora de ver trasladada su narrativa a la pantalla grande. En general tiende a asumirse la versión de El halcón maltés rodada por John Huston en 1941 como síntesis privilegiada y ejemplar de dicho traslado; esa versión, nunca está de más recordarlo, quedaría elevada al estatus de referente identitario para varias generaciones dentro y fuera de la Unión Americana, en razón de su valor como inauguradora del mito de Humprey Bogart. Sin embargo, ello jamás redundó en equitativa fortuna cinematográfica para Hammett; pese al mérito específico de varias de las cintas que integran su corpus fílmico (un corpus insólitamente frugal); pese a la inmensa afinidad que siempre se ha reconocido entre su estilo y el lenguaje cinematográfico; y pese a su decisiva influencia para la cultura popular estadunidense, y por lo tanto para todo el cine de aquel país en su conjunto más allá del género negro. Fuera de El halcón maltés según John Huston (la novela cuenta con un par de adaptaciones más) ninguna película logró trasladar, o siquiera sugerir con alcance aproximado, ni la atmósfera, ni el tono, ni el vasto cúmulo de resonancias éticas, estéticas y espirituales constitutivas de la obra de Hammett; hasta que en 1990 los Coen filmaron Miller’s Crossing.

Jugando con el absurdo y lo improbable, puede decirse que si El halcón maltés no estuviera ahí, Miller’s Crossing (retitulada en castellano como “Muerte entre las flores” o “De paseo a la muerte”)  representaría el mejor homenaje que el cine negro, en tantos sentidos deudor de Dashiell, habría sido capaz de retribuirle; claro que sin El halcón maltés los Coen tampoco estarían aquí; y es probable que ni siquiera nosotros, al menos tal y como nos concebimos.
Los inconvenientes en materia de derechos de autor para adaptar a Hammett a cualquier formato (cine, televisión, teatro, cómic) son legendarios. Pero si a más de uno, aun cuando haya leído la novela, puede escapársele el hecho de que Yojimbo (1961) de Akira Kurosawa no es sino el traslado de Cosecha roja  al universo samurái, a nadie que conozca aunque sea de modo superficial e incompleto la producción narrativa del padre de Sam Spade, puede pasarle desapercibida la gozosa y esmerada devoción con que en Miller’s Crossing lo trasladan los Coen al celuloide, por más que las correspondientes listas de créditos no hagan ninguna alusión al particular.
En términos argumentales, la pareja de realizadores toma como punto de partida la premisa base de La llave de cristal: un poderoso gángster en trance de labrarse la ruina por obra de sus propios errores, y su leal consejero dispuesto a salvarlo incluso aunque ello suponga un riesgoso espejismo de traición y la pérdida irreparable de la amistad que los une. Pero incorporan a su vez con libertad varios elementos de Cosecha roja. En tal sentido, quizá su más decisivo hallazgo, tanto para darle sólida unidad narrativa al engarzamiento de tramas y subtramas, como (sobre todo) para conseguir estricto apego a la proverbial y explosiva contención hammettiana, radique en la selección y el tratamiento de la pareja de personajes más claramente reconocibles tomados de esta última novela.
De La llave de cristal, los Coen privilegian pues a Paul Madvig, gangsteril cacique de una anónima ciudad en tiempos de la prohibición, y Ned Beaumont, empedernido apostador tan fecundo en ardides como Odiseo, con un estoico y algo decadente sentido del orgullo y la lealtad. Acá no llevan esos nombres, por supuesto; el cacique (Albert Finney) se llama Leo O’Bannon y el consejero (Gabriel Byrne) se llama Tom Reagan; no obstante, ambos personajes resultan nítidamente reconocibles, y superan a todas luces a los protagonistas del par de cintas que adaptaron la novela a la pantalla grande hace cosa de tres cuartos de siglo.
Por el contrario, de Cosecha roja los Coen no toman a la que cabría identificar como dupla dominante para el desarrollo de la trama; esto es, de un lado, el gordo detective sin nombre enviado a la corrupta ciudad de Personville por la Agencia Continental de Investigaciones Privadas, y del otro el testarudo anciano Elihu Wilson, histórico cacique de la región, empecinado en deshacerse de los gángsters que en los últimos tiempos le han permitido conservar su poder. Cabe decir que ninguno de ambos personajes llega a ser siquiera insinuado en la película.
Al reseñar críticamente Miller’s Crossing, suele hacerse mención del talento narrativo de sus artífices para sumarle al hilo argumental dominante, sacado de La llave de cristal, toda la carga de virulencia, denuncia, sátira y absurdo correspondientes a la feroz guerra de bandas de Cosecha roja; en cambio, se hace menos énfasis en el determinante valor de haber convertido a la pareja integrada por Dinah Brand y Dan Rolff en decisivo vórtice para establecimiento y despliegue del conflicto general.
          En Cosecha roja, Dinah Brand es la indisputable femme fatal de Poisonville. A muy poco de su arribo, el Agente de la Continental ha tomado ya nota de hasta qué punto todos los hombres de la ciudad con recursos para sufragarse el desliz (así sea por un breve período) han estado dispuestos a perder la cabeza o la vida por ella; de ahí que al conocerla no dejen en principio de sorprenderle el permanente desaliño y la abierta aspereza de una mujer que está muy lejos de resultar convencionalmente bella. Será el desarrollo de la historia lo que irá develándole de a poco al detective el misterioso e irresistible encanto de esta alma gemela, tan dura, testaruda e inflexible como él en su respectivo terreno y términos, tan secretamente frágil e íntimamente vulnerable en esa misma medida, y a la que Hammett resume como “una mujer joven con aspecto de ser mitológico cuando está enfadada”.
           Seguro que a Luis Cernuda (quien en sus apuntes sobre Dashiell no puede resistir la tentación de expresar en singular, aun cuando sea de paso, su admiración por el personaje) le habrían complacido en extremo el talento y la fidelidad de Etan, Joel y la actriz Marcia Gay Harden para traducir fílmicamente a Dinah Brand en Berna Bernbaum. Pero el mérito no para ahí. Si la novela nos presenta a Dinah permanentemente acompañada por un repelente patiño, un tuberculoso masoquista llamado Dan Rolff cuya relación con ella no llega jamás a quedar del todo esclarecida, la película eleva ese detalle a uno de sus más celebrados méritos: Bernie Vernbaum, corredor de apuestas y hermano de Dinah, magistralmente interpretado por John Tarturro.
           Si bien la construcción narrativa de Miller’s Crossing se asienta de modo indispensable también en otros personajes y otras líneas argumentales, es el cruce entre estos cuatro caracteres lo que le otorga su fundamental soporte. Queda aquí descartada de plano la ciega obcecación de Paul Madvig en La llave de cristal por cortejar a la refinada hija de un político aristócrata; y se ajusta el tenso triángulo amoroso —pleno de recelos, ocultamientos y discordias— a que ello da lugar en última instancia, cuando la joven comienza a interesarse por Ned Beaumont. En este caso, el triángulo aparece planteado desde el comienzo mismo de la cinta en términos igual de tensos, toda vez que Berna, siendo la chica de Leo, sostiene a la vez una relación secreta con Tom. El inestable, peligroso y poco agraciado Bernie será a la vez cuarto jugador y problemático comodín en esta comprometida mano de póker. Y la alusión al juego de cartas resulta aquí más que pertinente.
          Como casi todo el mundo sabe, Dashiel Hammett llevó a la cúspide su estilo, así como las preguntas esenciales que su obra plantea, en la trilogía integrada por Cosecha roja, El halcón maltés y La llave de cristal. Sam Spade, con su aquilea entereza, su privilegiado dominio de las situaciones de violencia, su magnético atractivo y su perenne aire de seguridad, queda sugerido como una suerte de visión óptima e idealizada de lo que a Dashiell acaso le hubiera gustado ser. El Agente de la Continental se sitúa en cambio varios niveles por debajo del encanto que, según todos los testimonios —sin que llegara nunca a ser Sam Spade— caracterizó de continuo a Dashiell; y le permite al autor un homenaje entrañable, tanto para la multitud de anónimos detectives que le correspondió conocer, como para un oficio que igual que los demás sólo te vuelve competente a través del sostenido, testarudo aprendizaje del día a día. Ningún protagonista de sus novelas largas casa pues tan a la perfección con Dashiell como Ned Beaumont.
        A diferencia de Spade y del Agente de la Continental, Beaumont carece de toda capacidad para la violencia física, y ha de moverse en el corazón mismo de un mundo a cual más violento sin otras armas que su ingenio y su sentido de lealtad. Pero además, la noción de fatalidad trágica que desde los primeros relatos aparecidos en Black Mask presidió la perspectiva de Hammett ante el mundo, y que en sus otros protagonistas icónicos suele a menudo parecer tenue, disimulada o en segundo término, significa para Beaumont la carta definitoria de su temperamento, a partir de la mismísima primera línea de La llave de cristal. Beaumont es un jugador, que al arranque de la novela se halla en medio de una mala racha, sobre el cual se cierne la amenaza de los acreedores, y quien por dignidad y orgullo se niega a aceptar tajante que su acaudalado amigo Madvig le salde las deudas. En esa misma medida, se niega también a dejar de jugar, toda vez que en la lógica supersticiosa del apostador sólo conseguiría diferir la mala racha, pero no cortarla.
      Miller’s Crossing privilegia con lucidez ese elemento, ese aderezo de zozobra, esa inquietud complementaria, a través de la cual Tom Reagan nos transparenta a plenitud quién es él, quién es Beaumont y quién es Hammett. A lo largo de la historia, no sólo deberemos contemplarlo afrontando las vicisitudes del triángulo amoroso que completa, y de la guerra de gángsters en medio de la cual se halla metido, sino sobrellevar las inquietudes de sus cuitas de jugador y la acechante sombra de los recaudadores.
        La crítica mayoritaria ha dictaminado incontrovertible característica para la obra de Dashiell la ambigüedad moral, elevándola a cliché al asumirla como punto de partida, conclusión ética a priori y hasta calculado efecto técnico para la obtención de verosimilitud realista, cuando se trata por completo de otra cosa. La ambigüedad moral no es en Hammett una causa, sino una consecuencia. Debajo de ella pulsa todo el tiempo la intuición de la tragedia, el fatal trazo de lo que no puede ser de otra manera, y que no obstante exige hacernos responsables de nuestras acciones dentro de su implacable dibujo.
         El peculiar, transparente y sin embargo muchas veces inaprehensible lirismo de sus narraciones, proviene de ese mismo temperamento trágico, y no tolera impostaciones a manera de añadido pintoresco. A todos los devotos lectores de Hammett nos han fascinado por igual aquella enigmática parábola a propósito de un tal Flitcraft, incluida en El halcón maltés, y que narra la historia de un hombre que lo abandonó todo, desapareciendo “como desaparece un puño al extenderse la mano”, para al cabo reaparecer con una identidad que resulta sobrecogedora calca de la que ya tenía antes; o la inextricable alegoría de los sueños que en La llave de cristal se cuentan entre sí Ned Beaumont y Janet Henry, y de los cuales surge el título de la novela de que forman parte; o la expresionista pesadilla de alcohol y láudano en que se sumerge el Agente de la Continental hacia el último trecho de Cosecha roja, sólo para despertar y descubrirse ante sus propios ojos irrefutable sospechoso de un asesinato. Pero la verdad es que nunca habíamos visto irrupciones de semejante lirismo en la pantalla, como no fuera quizá aquella licencia shakespereana de Bogart, cuando en su iniciático clásico de 1941 asevera que el halcón maltés está hecho de la misma materia que los sueños.
          En Miller’s Crossing, el recurrente motivo del sombrero cayendo a tierra en medio del bosque, soñado por Tom Reagan, no constituye un elemento decorativo. Toda la secreta elocuencia del universo hammetiano, su trasfondo de tristeza, su tenaz orgullo, su imbatible dignidad, caben en él.
          Miller’s Crossing es para muchos la obra maestra de los hermanos Etan y Joel Coen. No estoy del todo seguro, aun cuando la hipótesis tampoco me resulte descabellada ni desagradable. De lo que sí estoy seguro (y me consiento tan herética declaratoria por el entendimiento de que Huston, Bogey y su halcón dirimen primacía en territorios mucho más vastos que ese), es  que se trata de la mejor traducción, la más fiel, la más completa, la más íntegra, que se haya hecho hasta hoy de la narrativa de Dashiell Hammett al cine. Lo cual ya por sí solo amerita las más festivas loas, las más eternas gratitudes. 


Imagen tomada de Coen Brothers Alternative Posters (https://coenbrosposters.tumblr.com) 

sábado, 22 de agosto de 2020

"La muerte es un asunto solitario" de Ray Bradbury.


Acaban de cumplirse cien años del nacimiento de Ray Bradbury. Efeméride que según mi juicio debía haber ameritado las mayores alharacas, las mayores campanas al vuelo, el más lujoso estallido de fuegos artificiales sobre el firmamento virtual.
Nada menos que el centenario de uno de los narradores más entrañables que el siglo XX puso al alcance de los lectores; no sólo de aquellos aficionados a la ciencia ficción, sino de cualquier devoto de la literatura a secas, al margen de etiquetas y divisiones subgenéricas. Bradbury fue de esos raros especímenes capaces de ganarse el favor y el cariño del llamado gran público, sin sacrificar a cambio ni un ápice de hondura. Si la afrenta de que no le dieran el Nobel a Úrsula K. Le Guin puedo hasta cierto punto comprenderla (no disculparla), en razón del perfil algo marginal de esa suprema sacerdotisa taoísta para la fantasía y la anticipación, la de nunca habérselo concedido a Bradbury sigue sublevándome casi tanto como la de que jamás lo recibiera Italo Calvino.
Sólo Crónicas marcianas y Farenheit 451 bastarían para asegurarle a Bradbury sitio perdurable en nuestros ensueños, nuestras preguntas, nuestros azoros, nuestras soledades, nuestras solidaridades, nuestras pesadillas y nuestro amor por los libros. Qué no decir cuando dimensionamos lo mucho más que Bradbury es.
En La muerte es un asunto solitario (1986)  disfrutamos su —hasta donde sé— única incursión de madurez dentro del género negro. A través de tres centenares de páginas, el maestro homenajea por un lado a la cuarteta estelar de la novela policial dura más canónica: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain y Ross Macdonald; a ellos corresponde una de las tres dedicatorias de la novela.
Pero además, se trata de un conmovedor ajuste de cuentas con sus propios años de formación como narrador, cuando para ganarse unos dólares probaba suerte enviando relatos a diversas pulp fiction de temática criminal, aún vigentes durante los años cuarenta; y por esa vía, dirige un solidario guiño a las mocedades formativas de todo aspirante a escritor. Desde el arrebato escritural que te lleva a pasar la noche en vela en pos del hilo que crees haber al fin encontrado, hasta la amenaza espectral de la temible página en blanco, pasando por las zozobras de sentirte alternativamente una nulidad creativa y un genio incomprendido, o por esa ambigua llaga y acicate que para el artista en ciernes suele representar un amor ausente. Bradbury dedica una mirada apenas risueña y enternecida a su propio pasado, así como a cuantos seres humanos antes y después de él se consintieron abrazar oficio la intuición de que podían transmutar palabra el universo.
Dentro de un contexto de sostenida atmósfera chandleriana, Bradbury nos introduce desde el arranque en su peculiar e inconfundible lirismo, en sus personajes y escenarios, siempre a la par vívidos y sugerentes: en esa peculiar melancolía suya, que ni ante las más extremas desolaciones llega a condescender jamás a la desesperanza.
Diversos son los maestros de la ciencia ficción que entablaron amorosas incursiones en la narrativa policiaca. Unos de modo esporádico o tangencial. Otros con diversas modalidades de asiduidad. No constituye ningún secreto la devoción de Isaac Asimov por la intriga detectivesca, en la cual incursionó más de una vez. Frederick Brown puede ser reclamado a partes iguales por la ciencia ficción y el policial (su obra más célebre en este último género es sin duda La noche a través del espejo, de 1950). Philip K. Dick suele dar la impresión de que su ejercicio de la ciencia ficción mantuviera el rabillo del ojo mirando todo el tiempo en dirección a la narrativa negra más aguerrida y virulenta en términos sociales. Aunque los catálogos registren a la excepcional Carrera de ratas (1959) como la única novela policiaca escrita por Alfred Bester, en sentido estricto también su obra maestra El hombre demolido (1952) lo es.
Sin tratarse en modo alguno de un clásico del género negro, ni acaso de uno de los libros esenciales de su autor, La muerte es un asunto solitario sí que constituye una bella pieza de narrativa criminal, así como un dignísimo ejemplo de los muchos méritos gracias a los cuales millones de nosotros amamos a Ray Bradbury como lo amamos.
Bien vale la pena darse una vuelta por sus páginas para celebrar el centenario del Maestro.

sábado, 15 de agosto de 2020

Policías y ladrones.


Mi infancia soñó con superhéroes, piratas, espadachines, cowboys y caballeros de armadura. Pero no con detectives. Asomado a las tiras cómicas del periódico dominical, mi interés colocaba las aventuras selváticas de El Fantasma, y hasta las claustrofóbicas cuitas de cancha y vestidor de Dick el Artillero, por encima de las peripecias gangsteriles de Dick Tracy. Claro que, como cualquier nativo del siglo XX, algún arquetipo conseguí bosquejar a propósito de aquella indispensable genealogía heroica. Pero se trataba a no dudarlo de un difuso borrador secundario, que debería aguardar hasta la adolescencia para reclamar trono y cetro dentro de mi fantasía.
Cuando me hablaban de policías y ladrones lo que se me venía a la mente era el juego predilecto a la hora del recreo, en la escuela donde cursé la primaria. Lo llamábamos “Polis”. Los participantes nos dividíamos en dos equipos. El trabajo de los policías consistía en corretear a los ladrones, y en vigilar que aquellos que estaban presos en la base —es decir, alineados contra el paredón de fondo del patio— no escaparan. El trabajo de los ladrones consistía en correr más rápido que sus adversarios para evitar ser atrapados, pero sobre todo en llegar hasta el mencionado paredón, tocarlo con la mano y gritar a todo pulmón “¡corran!”; los aprehendidos sólo podían abandonar su cautiverio dentro de esa coyuntura, y los potenciales libertadores procuraban alcanzar la meta sin apelar a ningún género de estrategia ni de sigilo, sino a la llana enjundia y a la velocidad de piernas bajo el sol inclemente de las once de la mañana. Casi podría decirse que se trataba de una versión sui generis y libérrima de “Los Encantados” Nada pues de dosificado suspense, intrigas peliagudas ni coloraturas noir. La existencia estaba muy lejos de sugerirme el menor perfume de novela negra.
Al entrar a la secundaria, mi imaginario básico en materia de policías y ladrones estaba dictado por dos lustros de series de televisión nocturna, correspondientes a lo que la RTC denominaba “clasificación B”: esto es, programas para adolescentes y adultos. Significativa parte de mi infancia había transcurrido con la hora de dormir —la hora en que mi papá tomaba plenipotenciario control de nuestro veterano televisor en blanco y negro— arrullada por la eterna paleta de caramelo en labios de Kojak, las incomprensibles tramas de Las calles de San Francisco, la arrugada gabardina de Columbo  y las eternas persecuciones callejeras de Starsky y Hutch.
Ya instalados en Morelia, era yo quien solía monopolizar el último usufructo diario del televisor. El aparato acabó instalado en la planta baja de casa, donde se encontraba también mi dormitorio. Además, concurría a la secundaria en horario vespertino. Así que podía desvelarme hasta la hora de cierre de las repetidoras de los canales capitalinos, es decir hasta la media noche. Y ver así las series policiacas que habían venido a reemplazar a los clásicos setenteros.
Predominaban en mi gusto personal Spencer Investigador, Hunter, Magnum, y un forzado remake ochentero de Mike Hammer. Series estelarizadas todas por personajes masculinos individuales; herederos que, voluntaria o involuntariamente, caricaturizaban en diverso grado  el modelo detectivesco duro original a lo Humprey Bogart. Pero también tuve mi etapa de franca fidelidad por La reportera del crimen, con Ángela Lansbury en el papel de sexagenaria escritora a lo Ágatha Christie. Y hasta llegué a aficionarme por los Hart Investigadores, un matrimonio más bien insípido y de buena posición, dedicado por algún estrambótico motivo al esclarecimiento de misterios criminales. Nunca, eso sí, fue de mi agrado Con temple de acero, que curiosamente resultaría ser el programa favorito de mi primera novia, ya en primero de prepa. A la postre, transitando ulteriores capítulos de la vida, mi serie policiaca favorita terminaría siendo otra que combinaba romance y comedia: Luz de luna, donde iniciara su exitosa carrera Bruce Willis, al lado de Cybill Shepherd.
Fuera de la pantalla chica, mis escasos antecedentes detectivescos habían tendido más hacia la escuela inglesa que hacia la americana.
Durante las vacaciones veraniegas entre quinto y sexto año de primaria, mi mamá me había canjeado la obligación de una hora diaria de repaso escolar, por la obligación de una hora diaria de lectura. Y entre los libros que me tocó padecer —dado que en ningún momento consideré que aquella experiencia pudiese atesorar alguna faceta placentera— estaban Los últimos casos de Sherlock Holmes.  Si a la vuelta de la esquina terminaría volviéndome incondicional devoto del padre de los detectives, aquel verano cuanto consiguió grabar en mí fue una impresión de impenetrabilidad y de tedio.
Mejor fueron las cosas con Hércules Poirot.  Supongo que se debió en buena medida a que el hijo predilecto de Ágatha Christie llegó hasta mí por vía cinematográfica y no literaria.
Para mi cumpleaños número doce, se me había metido en la cabeza que quería de regalo un traje formal. Saco, corbata, chaleco, pantalón de vestir; zapatos elegantes, sea lo que esto significara. Estaba por terminar la primaria, y consideraba que la efeméride era digna de un signo irrevocable, capaz de señalar por sí mismo tanto su excepcionalidad respecto de todos los cumpleaños previos, como de establecer distancia respecto de la niñez que en teoría iba quedando atrás.
Mis papás compartían el entusiasmo por el evento en una medida proporcional a la mía. Se habían conocido, enamorado y —prácticamente— casado en la secundaria, por lo que el ingreso a dicha instancia escolar y existencial gozó siempre de un enorme prestigio al interior de la familia. Pero ello estaba lejos de hacerles perder su perspectiva de autoridades. Más allá de todo entusiasmo, ponderaron la significativa erogación financiera que mi capricho representaría, así como la escasa utilidad práctica que un traje formal podía representar a posteriori para mi más bien modesto guardarropa. Así que mediamos. Iríamos a comprarme un sucedáneo de traje, hasta la tienda que para nuestros estándares y bolsillos constituía el no va más en materia de elegancia: es decir, Liverpool. Y luego nos iríamos los tres al cine, para terminar cenando en un restaurante.
Aumentándole al festejo sus augurios venturosos, la fecha de mi cumpleaños cayó para esa oportunidad en viernes. Mi mamá, quien cubría turno vespertino en el departamento de joyería del entonces flamante Sanborns de la Glorieta de Riviera, canjeó su día de descanso con alguna de las otras empleadas. Mi papá pediría salir un poco más temprano de la oficina, para incorporarse al festejo ya en el Liverpool de Insurgentes. Cumplidos el regreso de la escuela y la hora de la comida, mi abuela se llevó a mis tres hermanas para que pasaran el fin de semana en su casa.
Mi ajuar de presunta elegancia formal post-infancia consistió en una camisa, unos pantalones y un suéter, a los que me empeciné en añadir una corbata. Los zapatos quedaron pendientes para algún otro cumpleaños. Camisa, pantalón y suéter eran de tres tonalidades distintas de azul cielo, mientras que la corbata era azul marino. El cine al que iríamos quedaba a un par de cuadras del Ángel de la Independencia. El programa supongo que lo eligió mi mamá, quien hacía poco había terminado de leer Los elefantes pueden recordar, y seguía entusiasmada con las peripecias y los enigmas de Poirot. La cinta se titulaba Enigma bajo el sol.
Creo que me la pasé hablando toda la película. Pero la verdad es que la culpa había sido de mis papás. Camino al cine, con nuestras bolsas de Liverpool bajo el brazo, ellos me explicaron que ante historias como la que íbamos a ver el reto consistía en descubrir al culpable del crimen en turno, antes de que el detective procediera a desenmascararlo. Y yo me consideré en la obligación de compartirles el curso de todas mis patosas deducciones conforme se me iban ocurriendo, antes incluso de que terminaran de cobrar cabal forma en mi cabeza. Supongo que a la mitad del camino ya había señalado como culpables a todos los personajes, excepto Poirot.
Para la cantidad de tiempo que ha transcurrido desde entonces, recuerdo la trama con aceptable amplitud y claridad, y retengo sobre todo la manera en que, durante la asamblea final de sospechosos, terminan quedando deslindadas las correspondientes responsabilidades. Sigo siendo tan malo como entonces para descubrir a los criminales de ficción por medio del razonamiento lógico, aunque a cambio goce de un alto grado de eficiencia para identificarlos a puro golpe de intuición, sobre todo cuando se trata de una mujer. No tengo explicaciones para esto último; apenas la vivencia acumulada al respecto, harto nutrida a estas alturas. Lo importante aquí es que aquella noche, al salir del cine, fue la primera vez que me consentí jugar a que veía el mundo con enfoque de detective.
¿Qué turbulentos enigmas a descifrar resguardaban las personas con que nos íbamos cruzando por la calle? ¿Qué complicados embrollos criminales cabía conjeturar para un sofisticado enigma de salón, a partir de los escenarios por los que camino al restaurante íbamos transitando?
Con un ojo puesto en la alegría del festejo, y el otro en el cuidado del presupuesto doméstico, fuimos a cenar al Sanborns que todavía pervive a la vera del Ángel de la Independencia. Mi mamá tenía derecho a descuento como empleada de la cadena. Sólo que el arribo de la cuenta nos trajo la inesperada sorpresa de que el porcentaje de descuento aplicable en la sucursal donde ella trabajaba, no era el mismo contemplado para el resto de las tiendas. Tuve el buen tino de nacer dos días después de la quincena, así que en casa había fondos suficientes para pagar el importe anotado en la factura; pero mi mamá había decidido salir llevando en el monedero un monto lo más ajustado posible a lo que según sus cálculos previera de antemano gastar. Nunca han sido buena idea las excursiones nocturnas por la capital con excedentes monetarios en la bolsa.  Así que mi papá tuvo que dejar en prenda su reloj, bajo solemne juramento de que a primera hora nos personaríamos a liquidar la deuda en toda forma. El gerente fue comprensivo cuando un par de llamadas acreditaron a mi mamá como auténtica empleada de Sanborns; a fin de cuentas, según instruían los cursos todavía incipientes de coaching corporativo a la hora de contratarlos, formaban todos parte de una gran familia.
Poirot se tomó un descanso. O más bien, sin que yo lo advirtiera, se resignó al tipo de mixturas indispensables para que cualquier detectivesca verosimilitud pueda llegar a buen puerto en nuestro vernáculo contexto. Camino de la puerta, no parábamos de reír recordando los versos de Sábado, Distrito Federal en voz e inspiración de Chava Flores: “pagan sus cuentas / con un cheque de rebote, / o a’í te dejo el relojote , / luego lo vendré a sacar”.
Al volver a la calle, nos aguardaba la lluvia. Uno de esos aguaceros sin apelaciones, cuya patente parece pertenecerle en exclusiva a la Ciudad de México. Uno de esos aguaceros que la Ciudad de México utiliza para grabarse a traición en tu memoria como la más indeleble, prodigiosa y querida de las llagas. Arribamos a casa con el agua llegándonos al alma, fatigados, sin un peso en la bolsa. Pero felices.
A la mañana siguiente acudimos temprano para cubrir el adeudo de la cuenta, y para recuperar el reloj de mi papá. En una fonda a dos cuadras del Ángel de la Independencia almorcé los sopes con salsa verde más deliciosos de toda mi vida. Nunca aprendí a hacerme el nudo de la corbata; nunca me puse un traje, como no fuera por requerimiento de un personaje durante mi fallida época de actor de teatro independiente. Mi regalo de cumpleaños lo estrené un par de semanas más tarde, durante una reunión con los amigos argentinos que solían prestarle a mi mamá las novelas de Ágatha Christie. Conservo algunas fotos por ahí.
Acababa de cumplir doce años. Aún no sabía que la vida podía tener perfume y sabor de novela negra. Pero ya lo presentía.

domingo, 9 de agosto de 2020

Joaquín Sabina y José Martí: Peces de ciudad grande.


Aunque no tiene sentido alguno plantear el asunto en términos de bizantina polémica, considero que Peces de ciudad es la mejor canción de Joaquín Sabina. Aquella donde el conjunto de las obsesiones poéticas, narrativas y sentimentales, trabajadas durante décadas por el cantautor madrileño-andaluz, encuentran su más cumplida e integral síntesis, así como su remate culminante.
Sabina comenzó a construir desde temprano su voz lírica a partir del personaje de don Juan, mito esencial para la configuración del imaginario ibérico en su conjunto. Eludiendo los más petrificantes lugares comunes del arquetipo con una saludable dosis de ironía crítica y autocrítica, capaz de distinguir en todo momento a la mujer como soberano sujeto de deseo —con preeminentes potestades respecto de las masculinas en los terrenos de la seducción—, o de extremarse hasta el punto de celebrar la vigente alternativa del don Juan transmutado travesti de cine de tercera (Juana la loca, en Ruleta rusa, 1984).
Joaquín Sabina —al menos el Joaquín Sabina de las canciones, que es a partir del cual los escuchas reinventamos a la persona detrás del personaje— álbum tras álbum va viviéndose don Juan con manifiesto gozo, pero sin permitirse en la operación ningún socarrón aspaviento. Reacio a ataviarse con hábitos de docto oficiante en la carnal religión del Deseo, Sabina prefirió siempre asumir más bien el sitio de devoto, feliz y obediente feligrés de a pie. No ese conspicuo notable a quien durante la misa se concede el privilegio de pasar al frente para hacerse cargo de la primera o la segunda lectura (ni hablar del sacerdote que preside el altar), sino aquel anónimo individuo que, en medio de otros muchos idénticos a él, bate palmas e improvisa coplas para la Virgen de la Macarena más allá del atrio, a la hora en que comienzan a estallar los fuegos artificiales.
Utilizo adrede estos símiles litúrgicos, que tan mal parecerían cazar con el frontal anticlericalismo del cantautor. Pues en materia religiosa considero a Joaquín Sabina como un ateo perteneciente a la misma exacta estirpe que Luis Buñuel. Tan hostil a toda feligresía institucional, como propicio para refrendar una y otra vez a popular ras de suelo el margen de lo sagrado. (En España todo debate cómico o trágico de la carne y de la sangre, ha sido desde el comienzo de su historia, primero que nada, un debate espiritual).
Peces de ciudad focaliza a don Juan en el camino de vuelta: el camino de no poder ser más don Juan, y sin embargo, fatalmente, en idéntica medida, estar imposibilitado por completo para dejar de serlo. A través de sus notas y sus versos, Sabina adquiere, actualizada, la fisonomía del magistral Casanova que interpretara Marcelo Mastroianni en la película La noche de Varennes (1982) de Ettore Scola; es decir, el imbatible seductor ya envejecido, al que la edad dispone en obligatorio trance de abandonar para siempre los oficios a que consagró su existencia.
“Yo que nunca tuve más religión que un cuerpo de mujer” había declarado años atrás el narrador de Medias negras (en Mentiras piadosas, 1989). Peces de ciudad constituye el momento en que ese mismo devoto se advierte en vísperas de no poder ya cumplir con sus sagrados ministerios.
Pero quizá, para andar con buen pie, resultaría necesario consagrarnos a identificar lo cerca que en Peces de ciudad dialoga Sabina con Amor de ciudad grande, uno de los poemas esenciales para dimensionar el conjunto de la travesía lírica y humana del prócer cubano José Martí; aun cuando la naturaleza de la experiencia amorosa que en cada caso queda reivindicada pueda antojarse de primera impresión distinta, e incluso contrapuesta. En el fondo se trata de la misma exacta querella sentimental, moral, ética y aun política, sólo que encarada desde dos momentos sentimentales e históricos que a la vez divergen y se complementan.
En Amor de ciudad grande, la amorosa experiencia en tanto ejercicio de una libertad y una honestidad tan irredentas como a contracorriente, queda planteada como algo que está todavía por vivirse, un camino todavía por recorrer. Se trata menos del recuento de una experiencia, que del testimonio de una inminencia: una elección que se acata en simultáneo como sino fatal y como encomienda por acometer, frente al horizonte futuro. Lo cual otorga al poema una franca intensidad adolescente. Amor de ciudad grande admite contemplarse como la declaración de principios de un niño en trance de hacerse hombre. Y no resulta menor ni casual que semejante toma de protesta, semejante profesión de fe, sea pronunciada por un emblemático referente de las Antillas hispánicas durante la recta final del siglo XIX; es decir, perteneciente al último rincón de Iberoamérica por independizarse de la corona española, de cara ya a los albores de la vigésima centuria. La inminencia a la vez esperanzada y temerosa que canta por boca de Martí, es la de todo el universo iberoamericano, incluyendo a Portugal y a España.
“Me espanta la ciudad” confiesa Martí, enfrentado a los equívocos, crueles pero a la vez irresistibles encantos de la urbe decimonónica, transparentada para entonces en todos sus novísimos claroscuros por Poe, Baudelaire y compañía, y ya distinguible también como obligado patrimonio global para cuantos pueblos, afanosos, se empecinaran en remitir a sus propios parámetros de referencia los ideales burgueses de libertad, igualdad y fraternidad (con todas las implicaciones que ello llevaba de por medio). “¡Tomad! ¡Yo soy honrado, y tengo miedo!” remata al cabo Martí. Siempre a fin de cuentas más Rimbaud que Baudelaire, en antillano eco de aquel “mi inocencia me hará que llore” de Una temporada en el infierno.
Si, de cara a las vísperas del siglo XX, canta Martí con acentos de prólogo desde la novísima tierra americana, consagrada a reinventarse a través de sus harto problemáticos procesos de independencia y autodeterminación, Joaquín Sabina canta y escribe a su vez, con acentos de epílogo, desde España: desde la vieja Madre Patria, a la vuelta del siglo consumado, y frente a los omnipotentes saldos de una urbe postindustrial sospechosa de haber sobrepasado con creces, a lo largo y a lo ancho del planeta, toda temerosa expectativa, así como de haber defraudado sin ningún género de escrúpulos toda ilusionada esperanza.
El sujeto lírico de Amor de ciudad grande no llega a singularizarse en momento alguno, aun cuando Martí apele durante significativo trecho del poema a la primera persona, y nosotros podamos entender cuánto de personal confesionalismo lleva de por medio cada verso, aludiendo a su decisiva y dilatada experiencia neoyorquina. El tono dominante corresponde a una impersonalidad que intercambia y confunde discreción y desmesura, como temprano anticipo de la “épica sordina” que luego servirá a Ramón López Velarde para rematar, al menos en el caso mexicano, la aventura modernista. A diferencia de Peces de ciudad, Amor de ciudad grande no puntualiza ningún anecdotario biográfico, no consigna ni geografías específicas ni nombres propios. La datación histórica del principio del poema juega incluso con cierta indeterminación primigenia, propia del Libro del Génesis:

De gorja son y rapidez los tiempos: 
corre cual luz la voz; en alta aguja 
cual nave despeñada en sirte horrenda
húndese el rayo…[1]

No estamos más allá del tiempo. Estamos en el tiempo histórico, y el empleo del plural (“los tiempos”) permite puntualizar dicha condición. Pero esclarecido ya ese indispensable punto de partida, el vértigo de dicho tiempo singular, la vorágine en curso de la época, se permite sugerir abiertos tintes de caos primordial. Y es en medio de ellos, con la conmovedora fragilidad heroica tan habitual en el corpus martiano, con esa indómita dignidad resguardada siempre en lo más sencillo y más ligero, que hace su irrupción la presencia humana:

Cual nave despeñada en sirte horrenda 
húndese el rayo, y en ligera barca 
el hombre, como alado, el aire hiende.

Cuán enorme en su pequeñez, cuán diminuto en su grandeza, el ser humano dibujado así, como tripulante de una pequeña embarcación, emergiendo superviviente y victorioso, tal si estuviera dotado de alas, ahí donde los navíos enormes y pesados sólo admiten despeñarse y hundirse.
Más de cien años después. Joaquín Sabina reivindicará intacta para sí y para nosotros esa misma barca. En toda su conmovedora fragilidad, en toda su imbatible dignidad:

Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel
por mis sueños va
—ligero de equipaje 
sobre un cascarón de nuez— 
mi corazón de viaje.

Para llegar a tal figura, encargada de encabezar el estribillo dos veces repetido a lo largo de Peces de ciudad, Sabina no apela a una indefinición de tinte primigenio, sino al cruce abierto y evidenciado, tan recurrente en él, entre geografía íntima y geografía histórica:

Se peinaba a lo garçon 
la viajera que quiso enseñarme a besar 
en la Gare d’Austerlitz. 
Primavera de un amor 
amarillo y frugal, como el sol 
del Veranillo de San Martín.

El Veranillo de San Martín es un verano de mentiras; un mero espejismo estival que es costumbre ubicar en el corazón del otoño, como pesada y efímera broma para cuantos se resisten a aceptar el inapelable advenimiento de los fríos del invierno. Y puede ser, sí, que el poeta esté refiriéndose con él a una experiencia específica y puntual; una aventura con fecha, caducidad y apellido concretos, vivida durante el quién sabe cuándo de su irrecuperable juventud anarquista, nómada y paria, de paso por París rumbo a Inglaterra. Pero en el contexto del cuento que la canción cuenta, ese mentiroso remedo de verano pareciera referirse primordialmente al conjunto global de la travesía amorosa de quien canta. “Primavera de un amor amarillo y frugal, como el sol del Veranillo de San Martín” es una sentencia que alude al amor todo, a la experiencia de todo un tiempo de amar ya agotado o a punto de agotarse.
La metáfora de la copa rebosante o vacía, del vino por beber o ya bebido, resulta recurrente en el universo poético de José Martí, y central en el caso de Amor de ciudad grande. El ardoroso, atemorizado y adolescente deseo del poeta escruta con vértigo el paisaje de la gran ciudad, susceptible de representarse como infinito horizonte de copas rebosantes o vacías:

¡Me espanta la ciudad! ¡Toda está llena 
de copas por vaciar o huecas copas!

El poeta quiere y debe beber. No se contempla aquí, ni siquiera como vana y transitoria hipótesis, ningún “aparta de mí este cáliz”. No obstante, el poeta quiere estar seguro de beber su vino y nada más que su vino. La idea de trasegar veneno equivaldrá en este caso a sumarse dócil a la turbulenta avidez de cuantos apuran una copa tras otra sin parar. El bebedor de amores como cazador consagrado a acumular presas que una vez cobradas nada significan, y que empujan a proseguir con ciego apetito en pos de la siguiente. Romeo antes de tropezarse con Julieta, convencido de que se halla a punto de desfallecer de pasión por una Rosalina a la que pocas horas más tarde habrá olvidado. Don Juan acumulando, en estéril catálogo, nombres de mujer y hazañas amatorias carentes de valor en sí mismos, cuya razón de ser reside íntegra en su propia acumulación ostentosa. Y, además, situándonos en Nueva York, ciudad que ya para entonces se anticipa capital universal de una existencia humana entendida como sinónimo de voraz consumismo, interesada compraventa y programada obsolescencia.
Razones biográficas y contextuales nos informan sin margen para equívocos cuál es la ciudad inmediata y material que Martí contempla. No obstante, como ya quedó advertido, no llega jamás a consignarla con nombre propio, y el poder alusivo de semejante omisión se proyecta con democrática equivalencia a todas las capitales iberoamericanas consagradas durante el último cuarto del siglo XIX, de lleno y sin camino de vuelta, al sueño cosmopolita. Se trata de una de las señas claves de nuestro Modernismo.
Joaquín Sabina sí puntualiza con todas sus letras dicha ciudad hecha de ciudades. Desde el París que apadrinó los empolvados y no obstante aún vigentes afanes de nuestros tatarabuelos por ser absoluta y furiosamente modernos, hasta esa Nueva York que continúa exhibiéndose hasta hoy como la más privilegiada síntesis planetaria de la urbe contemporánea: la metrópoli moderna cimentada en sus ruinas, y proclamándose con acentos tan festivos como apocalípticos posterior a sí misma. De la Feria Mundial a las Torres Gemelas. De la Gare d’Austerlitz a Desolation Row.

Hay quien dice que fui yo 
el primero en olvidar 
cuando en un si bemol de Jacques Brell 
conocí a Mademoiselle Amsterdam.

Sabina es un espécimen hijo con toda puntualidad del espíritu contracultural de los años sesenta. Pero lo es un poco a la manera de Leonard Cohen. Es decir, reivindicando en todo momento para sí prendas, rasgos, referentes y atavíos propios del mundo antes de los Beatles. Sabina resulta a todas luces más Keith Richards que Georges Brassens, pero al mismo tiempo sin duda mucho más Jacques Brell que Elvis Presley. Aprendió a besar con música de posguerra en un Madrid franquista para el cual la guitarra eléctrica debía constituir parafernalia propia de una película de ciencia ficción; donde las capitales del deseo, la libertad, la política, el rocanrol y el sexo se llamaban Londres, Amsterdam, Praga o París. Y a partir de ahí ya no dejó jamás de cargar consigo esa ambigua mixtura de presente y pretérito. Frenesí juvenil mediado por cierto polvoriento perfume a pasado de moda. Tan cantautor y tan roquero. Tan Antonio Machado y tan Jim Morrison. “De purísima y oro”, como titula en homenaje a Manolete otra de sus mejores canciones (en 19 días y 500 noches, 1999), al mismo tiempo que “botas altas, cazadoras de cuero, chapas de Sex Pistols y los Who” como en su tema Kung-Fu (en Ruleta rusa, 1985). Tan joven y tan viejo, lo mismo a los veinte años que a los cincuenta.
Peces de ciudad da inicio pues con el resumen general de dicho itinerario. Desde el aprendizaje de los primeros besos a través de la boca de una muchacha y una evocación parisina como sacadas íntegras de À bout de soufflé (1960) de Goddard, hasta la humeante Nueva York reinventada pesadilla de las mil y una noches por Osama Bin Laden y George W. Bush.

En la fatua Nueva York 
da más sombra que los limoneros 
la Estatua de la Libertad. 
Pero en Desolation Row 
las sirenas de los petroleros 
no dejan reí ni volar.

Fatua: frívola, falsa, convencional, engolada.
Así, fatuo, es el dominante amor de ciudad grande que Martí contempla en Nueva York. Ante el que busca establecer distancia. Por cuya turbulencia teme verse arrastrado. Y al cual pretende oponer la muy distinta y apenas intuida cifra de su propio amor: un amor gemelo del constante más allá de la muerte que clamara Francisco de Quevedo, capaz de pintar rojas las rosas al benigno calor de su propia hoguera:

Y aquel mirar, de nuestro amor al fuego, 
irse tiñendo de color las rosas.

El principal contraste entre la experiencia amorosa según la reivindica Martí y según la reivindica Sabina, aparece apenas advertimos el modo en que el cubano contrapone “el amor” a “los amores”. Martí sugiere que el deterioro y la perversión del estatus sagrado para la experiencia amorosa sobreviene al dejarnos arrastrar por el devorador vértigo de ir de un cuerpo a otro, de un rostro a otro, de un nombre a otro. Sabina, por el contrario, encuentra para sí la cifra sagrada de la experiencia amorosa justo en ese poblado vértigo, esa plural vorágine de nombres, rostros y cuerpos, que son todos distintos: cada uno a la vez tanto huella singular de la efímera vivencia específica que signa, como sustancia perdurable del eterno deseo (sólo a través de los amores, el amor). En el fondo, tanto el poeta cubano como el cantautor andaluz están hablando de lo mismo. No se trata de un problema de cuantificación, sino de sentido.
Para Martí, la más radical alternativa de claustrofóbico extravío consiste en hacer del amor una copa que se apura o se derrama con avidez indiferente. Y el oxímoron deja de ser tal si pensamos no en la época desde la cual escribe el entrañable maestro antillano, sino en la nuestra propia, cúspide de un frenesí consumista tan acelerado que aproxima hasta la confusión y el ensimismamiento las nociones de urgente tentación y de negligente hastío. Con la más indiferente de las avideces, con la más ávida de las indiferencias: así mira Martí que tiende a amarse en los tiempos de gorja y rapidez que le ha corrido en suerte transitar. Los más propicios símiles para semejante malestar social e histórico le parecen por un lado el del cazador que va de una a otra presa, reuniendo trofeos que no interesan sino en razón de su propio cúmulo, y por otro el del catador que arroja al suelo una interminable sucesión de copas a medio beber. Y se trata de metáforas sin duda afortunadas para aludir al despilfarro mercantil de los amores plurales, ofertados a manera de vistosa mercadería para el consumo. Pero la verdad es que también pueden servir a la perfección, en idéntica medida, para impugnar al amor singular impuesto como irrecusable y opresivo requisito institucional. Anverso y reverso de una misma claustrofobia, es contra esta última modalidad contra la que Sabina se rebela, no sólo con estos Peces de ciudad (“que mordieron el anzuelo, / que bucean al ras del suelo, / que no merecen nadar”), sino con el conjunto general de su obra.
Fuera de la lógica de la cuantificación, hurtados a la dicotómica paradoja nihilista entre despilfarro y usura, situados dentro de las coordenadas donde se dirimen en su más amplia acepción los horizontes del humano sentido, ambos autores afrontan la misma problemática y aventuran, contra lo que pudiera parecer, idéntica estrategia: no se trata de si vives un amor o si vives mil amores, sino de cuál es el signo de la búsqueda ulterior que a través suyo acometes.




[1] [Todas las citas de Martí en] Martí, José. Poesía completa (edición crítica). UNAM. México, 1998.
Imagen: Joaquín Sabina en Londres, en 1975. José Martí en Jamaica, en 1892.