domingo, 26 de diciembre de 2021

Serrat: entre la invitación y el inventario.

 

Fotografía aparecida en la revista Gente y Actualidad en 1970



Hace algunas semanas, el cantautor Joan Manuel Serrat anunció su retiro de los escenarios luego de más de medio siglo de carrera artística. “Antes de que una pandemia o la pérdida del favor del público me retire, prefiero ser yo quien lo haga” le escuché decir en alguna de las varias entrevistas donde ha abordado el particular. Durante su etapa de ascenso (previa a situarse como un clásico indisputable de la canción en lengua catalana y castellana) Serrat supo sortear airoso la difícil tensión de resultar demasiado intelectual para el público mayoritario y demasiado pop para el público “comprometido-culto”; ahora debe rendirse, igual que tocará a todos, al implacable imperio del tiempo. Y no me refiero sólo al tiempo específico de su ciclo vital y su persona, sino también a esa despiadada modalidad del tiempo colectivo a la que denominamos olvido. Ya, ya sé. Serrat es inmortal, y su obra perdurará como perduran todas las obras inmortales. Pero a mí no deja de causarme cierto abismal huequito en la boca del estómago, cierto punzante pellizco en la esquina del corazón, venir constatando desde hace tres o cuatro años que entre mis estudiantes de preparatoria, bachilleres en educación artística, un creciente porcentaje jamás ha oído hablar de Serrat ni conoce ninguna canción suya. Cosa impensable hasta hace no tanto. (“¿De verdad nunca han oído aquello de caminante no hay camino?”. “De verdad no, profe”). Este 2021 de su retiro, dicha cifra debió alcanzar alrededor del noventaisiete o noventaiocho por ciento. Cuando se refiere al desfavor del público, Joan Manuel sabe de lo que habla.

Para acompañar desde la distancia su despedida, para procurar oponer algún modesto dique a ese invencible vendaval llamado olvido, hablaré aquí del álbum Mi Niñez, aparecido en 1970, un año antes de que yo naciera. Se trata de mi álbum favorito de Serrat. Iba a poner que sin lugar a dudas se trata no sólo de mi disco favorito, sino del mejor dentro de la vasta producción del mítico cantautor. Pero entiendo lo absurdo, lo arbitrario y lo estéril de semejante declaratoria. La discografía de Serrat se mide en decenas, varias de las producciones que la integran admiten el calificativo de obras maestras, y yo mismo, puesto a establecer comparativos, no estaría seguro a la hora de jerarquizar en términos de excelencia Mi niñez (1970) junto a Mediterráneo (1971), Como ho fa el vent (1968), Miguel Hernández (1972) o Per al meu amic (1973). De hecho, si a algún entusiasta no enterado debiera recomendarle un específico peldaño de acceso al corpus serratiano, creo que elegiría el álbum doble En Directo (1984), no sólo debido a su sustanciosa recopilación antológica de cuanto hasta ahí había compuesto Joan Manuel, sino porque lo considero decantado y depuradísimo cenit expresivo de su fecundo contubernio de décadas con el arreglista Ricard Miralles.

Dejémoslo entonces en que Mi niñez es mi álbum favorito de Joan Manuel Serrat, añadiendo en todo caso que sus méritos le permitirían, llegado el caso, contender a plenitud por el título de “el mejor” con otros álbumes que han gozado de mayor fama y desmenuzamiento crítico; y pienso en este último sentido, sobre todo, en Mediterráneo.

No esconderé que en la predilección que siento por Mi niñez inciden decisivos elementos autobiográficos y sentimentales. Fue el primer disco de Serrat que hubo en mi casa. No el primero suyo que escuché, porque ya bajo el patrocinio de mi padrino, y creo que desde que apenas comenzaba a caminar, Dedicado a Antonio Machado, poeta (1969) había impreso en mí huellas que perduran indelebles hasta hoy. Mi niñez admitiría creo quedar consignado como ejemplar resumen de mi propia infancia, no tanto en razón de lo que sus canciones dicen, sino en razón de lo mucho que sus canciones acompañaron, atestiguaron y hasta presidieron.

Más allá de ese vínculo personal, a menudo me parece que la filiación devota y la deuda eterna de Joan Manuel para con esas promociones de poetas llamadas  Generación del 98 y Generación del 27 hallaron ahí su mayor armonía con lo que a él le interesaba y le tocaba decir, en tanto joven alma madurada al calor de la hoguera de los años sesenta. Hay en Mi niñez, como en toda la primera etapa de la producción de Serrat (hasta, digamos, Para piel de manzana, de 1975), una intensidad de épica adolescente, vida aún por vivir, paisaje aún por recorrer, mundo aún por fundar. Y en dicho impulso fundacional e iniciático alientan de manera inequívoca por supuesto Machado y Miguel Hernández, pero también Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti, Ramón de Valle-Inclán y Gabriel Celaya, Ramón Gómez de la Serna y Federico García Lorca. Mi niñez incluye varios de los más altos vuelos líricos en la obra del cantautor catalán, con inflexiones que honran una y otra vez esas herencias, pero que ya para nada se mimetizan servilmente ante ellas.

Mi niñez, también conocido como el Álbum Blanco

Integran la obra diez temas, que en el LP correspondiente quedaban equitativamente distribuidas cinco por lado. El ejemplar que adquirimos en mi casa había sido editado en México; así que, dado supongo su sentido de introducir al cantautor en el mercado nacional, y a manera de muestra, había omitido dos de las canciones originales, sustituyéndolas por dos temas en catalán sacados de otro disco.

Abre justo la pieza encargada de dar título al álbum. Acaso mi primera cátedra avanzada de nostalgia. Oyendo cómo aquel Joan Manuel veinteañero evocaba su infancia perdida, yo, sin completar todavía mi primera década de vida o apenas acabando de cumplirla, hacía ingentes esfuerzos por imaginar el dolor agridulce con que alguna vez evocaría cuanto en ese mismo instante me rodeaba. Resentía algunos problemas de apropiación frente a aquello de “crucé por la niñez imitando a mi hermano”, dado que sólo tenía hermanas y las tres eran menores que yo. Me estrujaba el pecho como inconcebible catástrofe por venir lo de:

 

 Mi madre crió canas / pespunteando pijamas, / mi padre se hizo viejo / sin mirarse al espejo.

 

Me seducía con un misterio difuso y vedado a las palabras lo de:

 

Tenía una novia morena / que abrió a la luna mis sentidos,  / jugando los juegos prohibidos /a la sombra de una higuera.

 

Hoy, cuando puedo preguntarme “¿y dónde, dónde fue mi niñez?” con una voz algo ya más vetusta que la del Serrat de entonces, los acordes de la canción siguen consiguiendo resucitarme intacto en la boca el sabor de aquellos días.

El segundo tema es Señora, recurrente en la mayor parte de las recopilaciones antológicas del autor y tal vez el que, junto con La fiesta, ha gozado de mayor fortuna individual. Se trata de un completo manifiesto de las potencias épicas e ideológicas correspondientes a la disidencia libertaria frente al último franquismo, remitidas al más íntimo de los espacios: el de la relación amorosa. Un joven de pelo largo, apasionado y socarrón, interpela a su potencial suegra para ponerla al tanto de hasta qué punto sus conservadores mimos y sus escuelas de monjas han sido inútiles, y les ha llegado la hora de sucumbir ante imperativos por completo divergentes y mucho más poderosos. La muchacha tras bambalinas ha sido arrebatada por el influjo de un ensueño

 

…que sólo le ha dado un / soplo de Cupido, / que no la hizo hermosa / a fuerza de arrugas / y de años perdidos.

 

Señora, que durante posteriores lustros Serrat se negaría largamente a cantar, por elemental sentido de la edad, del decoro y del ridículo, conecta con múltiples canciones de aquella primera etapa, pero creo que sobre todo acepta disponerse a manera de díptico junto a Qué va a ser de ti, incluida en Mediterráneo.

Si Mi niñez constituye mi álbum favorito entre los muchos que me gustan de Serrat, su tercer tema, Cuando me vaya, es por el que optaría si alguna de esas ociosas encuestas de fin de año me obligara a elegir una sola entre todas sus canciones: el imbatible número uno dentro de mi hit parade personal. Joan Manuel se transparenta ahí poeta de cuerpo entero con una medida tal, que continúa resultándome insólito lo poco conocida que es la pieza, así como lo casi nada que su autor la ha revisitado a la hora de elegir el repertorio de sus recitales y antologías. Versos como

 

Me iré silbando aquella canción / que me cantaba, cuando era un crío, /  un marinero lleno de ron / por si en verano sentía frío…

 

 contabilizan entre los mejores que jamás cristalizara el corpus global de lo que, a su hora, dio en llamarse en Iberoamérica como Canto Nuevo.

En un sentido, Muchacha típica es el tema del álbum que más ha envejecido, dadas sus muy puntuales referencias circunstanciales. En otro, ha ido a alinearse ya para siempre junto a aquellos dos pintorescos, enternecidos, apenas despiadados retratos machadianos que Serrat musicalizara en 1969: Llanto y coplas y Del pasado efímero. Al Don Juan telúrico e incorregible travestido piadoso beato, y al insípido pequeñoburgués de casino pueblerino, con los que don Antonio glosará el español adiós al siglo XIX, Joan Manuel añade en los días de los Beatles a la niña rica, observante a pie juntillas de su sentido de clase y de su pertenencia dinástica, pero con transitoria debilidad por las veleidades del cuerpo, el alma, la política y la cultura. Muchacha típica es esa hija predilecta de la alta burguesía barcelonesa, magistralmente narrada por Juan Marsé en su novela Últimas tardes con Teresa (1966); aunque aquí la protagonista no viva su romántica cana al aire con un rudo ejemplar de barrio proletario, sino con el cómico que al cantarla (pese a todas sus corrosivas ironías) no puede dejar de confesar:

 

…mas te sientes en su tálamo / como a la sombra de un álamo / un verano en Aranjuez.

 

Cierra el lado A (hoy ya indiscernible bajo el imperio de los formatos digitales) Como un gorrión. Una de esas bellas canciones de amor donde Serrat lo dice todo sin necesidad de decir apenas nada, y donde la metáfora de temática natural se convierte en el más privilegiado recurso para plasmar testimonio las humanas pasiones. Acá, un pajarillo urdido a partes iguales por el arrebato indómito y por la timorata conciencia de su propia fragilidad, sirve para rendirnos el parte de un amor que quiso ser y no fue. Pero Como un gorrión era una de las dos canciones reemplazadas en nuestro disco familiar; hube de conocerla a posteriori. El tema en catalán que la sustituía era En qualsevol lloc,  pieza harto significativa dentro del universo serratiano, y con la cual el autor confecciona la puntual profecía de su propio exilio por venir, haciéndolo rimar con el exilio de quienes debieron abandonar Cataluña y España toda tras la derrota republicana en la Guerra Civil (“volvieron muy pocos de aquellos, / mañana yo me iré con ellos / a cruzar el mar” sentencia el estribillo de la correspondiente versión en castellano).

La portada mexicana de Mi niñez.

El lado B lo abre De cartón piedra, delirante epopeya donde don Quijote, inagotablemente habituado a reencarnar en la materia y la fantasía españolas bajo las más disímiles modalidades, vuelve a dejarse llevar hasta sus últimas consecuencias por el ensueño, en esta oportunidad a través de la más intensa devoción sentimental y erótica hacia un maniquí de aparador.  De cartón piedra entraña muchísimo más que la historia que cuenta, lo que ya es decir. Se trata de una declaración de principios en toda forma, y quienes la escucharon en vivo de boca de su artífice allá por los años setenta, coinciden al consignar la impetuosa intensidad, la arrebatada disposición de todo o nada con que acostumbraba interpretarla: idéntico a aquel esmirriado viejillo de armadura, cuando arremetía a todo galope contra las aspas de un molino de viento.

Los debutantes es quizá el tema más discreto del álbum. Una meditación entre burlona y solidaria a propósito de las agridulces claustrofobias del adulterio:

 

Y la noria / de la historia / sigue del fondo del pozo / hasta el brocal.

 

En La fiesta, elegida casi en automático como remate para sus conciertos, Joan Manuel nos brinda un esperpento a lo Valle-Inclán, un fresco barroco pleno de claroscuros, un aguafuerte digno de Goya. Su personal versión de El jardín de las delicias, propicia a que se la apropie y la tome por espejo casi cualquier pachanga de barrio en cualquier rincón del mundo. La áspera democracia del carnaval, las potencias despersonalizadoras de la noche y la embriaguez, los sagrados misterios de la celebración pagana (por más que se ampare en el cristiano pretexto de la noche de San Juan). Entre la cuesta recién barrida por la que de inicio se nos invita a subir, y la cuesta abajo colmada de basura por la que de últimas se nos invita a descender, el punto culminante de este clásico lo da sin duda aquello de:

 

Hoy el noble y el villano, / el prohombre y el gusano, / bailan y se dan la mano / sin importarles la facha. / Juntos los encuentra el sol /  a la sombra de un farol, / empapados en alcohol, / magreando a una muchacha.

 

Algunos pasajes de la canción han padecido (y acaso deberán padecer todavía) censura a mano de sucesivos vigilantes de lo políticamente correcto. Primero aquellas banderas “lilas, rojas y amarillas”, en alusión a los colores de la bandera republicana, que durante el último lustro franquista debieron volverse dentro de territorio español “verdes, rojas y amarillas”; después el magrear (manosear) suavizado “abrazar”, y la omisión de la palabra “zorra”. Mañana ande a saber qué. Todas las santas inquisiciones terminan resultando idénticas en sus usos y en sus abusos, sin importar a nombre de qué o de quién pasen a proclamarse monopolizadoras de la Verdad y del Bien.

La penúltima pieza del álbum es Si la muerte pisa mi huerto. Otra joya. Manriqueana actualización de uno más de los temas básicos para la imaginería ibérica: la omnipotencia implacable de la muerte, la fugacidad de la vida, la memoria como indispensable aun cuando insuficiente soporte de cuanto fue. Irresoluble conjetura a propósito de cómo irá a configurarse esa hora en la que ya no estaremos:

 

¿Quién me abrirá los cajones, / quién leerá mis canciones / con morboso placer?

 

La canción que, si existiera merced para ello, a la mayoría de nosotros nos gustaría cantar durante nuestro propio funeral.

Pero Si la muerte pisa mi huerto fue para mí un regalo de adolescencia, una letra y una melodía que conocí tarde, dado que en nuestro disco familiar venía reemplazada por Marta, bellísima canción de amor donde un rústico paisaje portuario sirve al caminante para evocar prenda por prenda las huellas de una pasión que en este caso sí fue:

 

L'església humil i menuda                  (La iglesia pobre y pequeña

i entre la boira, perduda                      y, perdida entre la niebla,

llunyana y grisa, la ciutat,                   lejana y gris, la ciudad,

em parlen de Marta...                           me hablan de Marta).

 

Cierra el disco Amigo mío. Otro de los poemas para mí más injustamente olvidados de Serrat, donde su diálogo confidente con un río para evocación de otro amor, da lugar a versos e imágenes de enorme valía. Ya el puro arranque amerita aplauso por sí solo:

 

Amigo mío que, / desde que el tiempo fue / tiempo, vas sembrando guijarros / por donde es plomo el sol / y es tan espeso el polvo / del camino, que embarra el canto.

 

De nueva cuenta el paisaje natural, transido de épica juvenil, como privilegiado vehículo para que el poeta consigne lo suyo más íntimo y secreto. El enamorado distante comisiona a su río-amigo como emisario, para que acompañe estación tras estación a la muchacha que ama; y al hacerlo aprovecha para darnos sutil pero nítida cuenta de cuán avanzadas llegaron a hallarse las relaciones entre ambos (el jarrón junto a la cama, los cuidados para que las noches de invierno no pase frío). No resisto la tentación de transcribir también íntegra la estrofa correspondiente a la estación otoñal:

 

Si la ves cuando el otoño / te hace ancho y hondo / y sueña el barbecho, / cuéntale que la llevo como el abrojo: / prendida en el pelo, el alma, el vientre y los ojos.

 

Por lo menos una vez en la vida hay que llevar a alguien prendido así. En los ojos, en el vientre y en el alma. Como en los ojos, en el vientre y en el alma seremos sin duda muchos quienes llevemos al día de hoy prendidos los versos, los acordes, las imágenes y las historias de este disco, de muchos otros discos de Joan Manuel Serrat.

Mi niñez es una indispensable obra maestra.

Serrat a finales de los sesentas, fotografía de Pep Puvill

"Mi niñez", lista de reproducción.


sábado, 18 de diciembre de 2021

Rip Van Winkle a la mexicana.


Escena de Rip Van Winkle (1905) de Georges Méliès


¿Cuán próximos podrán hallarse el mito, la leyenda y el enigma de Rip Van Winkle[1] para nosotros los mexicanos, los de “la otra” Norteamérica?

En mayo de 1890, Manuel Gutiérrez Nájera da a conocer en las páginas de El Universal su versión de la historia, a través de un curioso relato titulado Rip-Rip.

Si en manos de Washington Irving, el desfase temporal del protagonista decanta la melancolía con toda naturalidad hacia la sonrisa agridulce, en las del mexicano adquiere un equívoco aire de kafkiana zozobra. Aire que quizá no sea abusivo examinar en función de una sensibilidad histórica directamente vinculada a México en general y al porfiriato en específico.

En su versión de la historia, Irving principia por puntualizar ficticiamente el marco histórico y literario del que surge la narración. Gutiérrez Nájera inicia despojando a su cuento de todo asidero. Incluso al aludir al relato del autor norteamericano, termina dejando la fuente original en términos de absoluta vaguedad e inconsistencia:

 

¿De quién es la leyenda de Rip-Rip? Entiendo que la recogió Washington Irving, para darle forma literaria en algunos de sus libros. Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero no he leído el cuento del novelador e historiador norteamericano ni he oído la ópera… pero he visto a Rip-Rip. (…)

Rip-Rip, el que yo vi, se durmió, no sé por qué, en una caverna a la que entró, quién sabe para qué. [2]

 

Quién sabe de dónde vino esta historia, quién sabe qué la provocó y por qué. Irving no cancela ese esencial misterio, ese hueco irresoluble, indispensable no sólo para su texto, sino para cualquier obra poética que se precie de ser tal. Al final, su Rip Van Winkle termina perfilando la misma perturbadora ambigüedad, la misma incertidumbre. También nosotros podemos preguntarle: ¿de dónde salió esta historia, Washington?, ¿por qué nos la estás contando?, ¿para qué nos la estás contando? Pero la ambigüedad es en su caso una vibración generada por el intencionado tono de determinismo con que se plantea la historia, así como por la amabilidad y naturalidad de su resolución. El misterio constituye una potencia secreta que puede pasar completamente desapercibida para el ojo desatento.

Cabría acaso decir que Irving disimula y camufla la zozobra, volviéndola así más punzante, más de largo plazo. Los lectores nos adormecemos con Rip, nos adormecemos como Rip.

Lo que hace Gutiérrez Nájera es justo lo contrario: desde el comienzo coloca la zozobra en primer término, lo cual resalta su valor espiritual como énfasis de una época específica de la historia mexicana: el porfiriato. Poco importa que el cuento haya sido publicado en 1890, es decir, dos décadas antes de la caída de Porfirio Díaz, cuando restaba aún toda una vida para que esa edad y sus señas caducaran, cuando dicha identidad y dichas señas estaban, si no en etapa de gestación, sí en un período de novedad donde los tonos que peor podrían cuadrarle eran los elegíacos.

Lo importante no es qué tan cerca o qué tan lejos pudiera hallarse en términos temporales estrictos el fin de la dictadura de Porfirio Díaz, en todo caso inconcebible para Gutiérrez Nájera hasta su muerte (acaecida en 1895). Lo importante es que, al margen de la lejanía temporal, y tal vez justo por ella, Rip-Rip consiente leerse como lúcida elegía de toda una edad, de todo un momento histórico, de toda una época.

Tiene su valor y su sentido que, durante su última etapa, el modernismo mexicano, ya confrontado directa y materialmente a la Revolución, ensayara la nostalgia, el lamento y hasta la visceral diatriba: el mundo tal y como lo concebías está desapareciendo, se está disolviendo debajo mismo de tus pies, y el terror y la extranjería están justificados de manera directa por la circunstancia de tránsito, crisis y reconstitución que te toca vivir.

Pero cuán perturbador y cuán diverso el testimonio, la clarividencia de un poeta capaz de formular semejante derrumbe como hipótesis intuitiva, como alucinado y absurdo “¿te imaginas?”, al cabo convertido en total y absoluta verdad, en fatal destino. Gutiérrez Nájera se vale de Rip-Rip para imaginar qué pasaría si él (y él es también el México en que vivió y escribió), por arte de algún extravagante prodigio, llegara a envejecer al punto de resultar irreconocible para su entorno, su paisaje, su lugar. Leer o releer Rip-Rip durante las álgidas y dilatadas horas de la contienda revolucionaria iniciada en 1910, debió constituir una experiencia dolorosa e iluminadora —es decir, trágica— para todos los educados sentimentalmente por el modernismo porfirista.

Entre el Rip Van Winkle de Washington Irving y su aldea, sin menoscabo del elemento sobrenatural que detona el relato, existe plena lógica de correspondencia temporal. Diríamos que el prodigio, inexplicable en sí, influye en dicha lógica sin alterar su estatus coherente y explicable. El elemento sobrenatural se mantendrá intocado, hermético (y, de modo inquietante, a ninguno de los personajes de la historia parecerá interesarle esclarecerlo), pero tanto su plazo como sus consecuencias podrán exponerse, razonarse, cuantificarse. ¿Por qué al despertar Rip había envejecido, y su aldea estaba radicalmente transformada? Respuesta: porque durmió muchos años. Fin de la zozobra, fin del desencuentro. Ni Rip ni los habitantes de su aldea se muestran interesados en el natural cuestionamiento desprendido de esa respuesta: ¿Cómo es que Rip pudo dormir tantos años? ¿Por qué durmió Rip tantos años? ¿Para qué durmió Rip tantos años?

En comparación, el Rip-Rip de Gutiérrez Nájera duerme una siesta más corta:

 

Pero no durmió tanto como el Rip-Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años… tal vez cinco… acaso uno…; en fin, su sueño fue bastante corto: durmió mal.[3]

 

Nada pues que justifique ni el envejecimiento ni el olvido. No obstante, cabría preguntarse si no es el ojo del narrador quien caracteriza como  breve el paréntesis del sueño de Rip-Rip, en razón de una disparidad de plazos de envejecimiento entre México y Estados Unidos. Acá las cosas tardan más en caducar. Puesto sobre la materia y sustancia de un país donde los pasados perduran a menudo a través de los siglos, donde la piqueta del neoliberalismo aún puede levantar de entre los escombros máscaras vivas de jade y obsidiana, una siesta de treinta años (los treinta años del porfiriato) bien puede antojarse de lo más breve.

 

Sucede casi siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y lo dicen. Llegó, por fin, al pueblo, que era casi el mismo… pero que no era el mismo.[4]

 

Manuel Gutiérrez Nájera


En todo caso, Gutiérrez Nájera concibe una siesta con la suficiente brevedad para que el mundo de Rip-Rip no haya podido transformarse de manera sustancial.  Todos los rasgos con que se topa tras su sueño le resultan claramente reconocibles y, sin embargo, misteriosamente transformados.

 

La torre de la parroquia le pareció como más blanca; la casa del alcalde, como más alta; la tienda principal, como con otra puerta; y las gentes que veía, como con otras caras. [5]

 

¿No es este tono el mismo, u otro muy semejante y próximo al que Ramón López Velarde terminaría aplicando, en plena sintonía revolucionaria, con ecos de metralla atronando tras la puerta, a su poema El Retorno maléfico (“mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla”)  pero que ya venía señalado desde tiempo atrás, en los versos de La sangre devota, su primer poemario?:

 

Mas la plaza está muda, y su silencio trágico / se va agravando en mí con el mismo dolor / del bisoño escolar que sale a vacaciones / pensando en la benévola acogida de Abel, / y halla muerto, en la sala, al hermano menor.[6]

 

El regreso del poeta al paraíso provinciano, que se presenta como embrujado ante sus ojos, que es y no es el mismo, que reconoce pero en el cual no se reconoce.

Rip-Rip, asomado al agua, no reconoce su cara reflejada; esa cara, que es la de la vejez, la decrepitud y la muerte, no puede ser la suya. Pero el caso es que Rip-Rip ve su cara y sabe que es su cara. Lo que le lleva a negar es el entendimiento (y la íntima, resignada aceptación) de lo irremediable.

Gutiérrez Nájera sueña, imagina, prevé, profetiza o (en sus propias palabras) “quién sabe qué”, un tiempo en que el mundo parecerá el mismo, y sin embargo no será ya el mismo. Los paisajes, los objetos y las gentes conservarán los rasgos que nos permitan distinguirlos, pero ellos no nos reconocerán a nosotros, llegando al punto de no permitir que nosotros mismos nos reconozcamos en nosotros.

La dolorosa lucidez de Gutiérrez Nájera le impedirá maldecir sin más ese hipotético tiempo por venir:

 

¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los seres que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos?[7]


Podemos imaginar con perfecta y no forzada coherencia, tanto dramática como narrativa, a Porfirio Díaz planteándose letra por letra estas cuestiones en su exilio parisino, cerca ya de morir. Y con él, a cuantos quedaron marcados por las señas de la época que apadrinó.

Contra lo que pudiera en principio pensarse, semejante marca no alude en exclusiva a los simpatizantes del porfiriato. Sin necesariamente asumirse porfirista, todo habitante de México fue, durante cierto período, porfiriano.

En España, durante la segunda mitad del siglo XX, numerosos artistas (escritores, pintores, cineastas, músicos) de formación y convicción antifranquista, dedicaron significativa parte de su obra a reconocer en los rasgos del franquismo imprescindibles señas de identidad personal, formativa, sentimental, cultural. La extinción de dichos rasgos significó para muchos de ellos la adquisición de un incómodo estatus de extranjería.

Por supuesto, tal sensación de extranjería no refiere en exclusiva a una época. La vejez (“cúmulo de sueños y no de años”[8] dice Gutiérrez Nájera) nos coloca a todos tarde o temprano en situación de extranjeros frente a nuestros propios paisajes, frente a nuestros propios rostros. Pero no resulta ilícito proyectar a un plano nacional e histórico las inflexiones que el asunto adquiere a través de Rip-Rip.

A finales de mayo de 1911, camino a Veracruz y al vapor alemán Ypiranga, que se lo llevaría para siempre, ¿con qué ojos contemplaba Porfirio Díaz el país que estaba por abandonar? Su entorno más inmediato sostendría sin duda para él la habitual parafernalia de protocolos, sobreentendidos y adulaciones, largamente madurada y sostenida. Pero él sabía. Él sabía el significado de lo ocurrido hacía apenas unos días en Ciudad Juárez, tras la batalla que trastocó de manera radical la correlación de fuerzas entre su gobierno y la insurgencia revolucionaria. Él sabía que estaba yéndose, probablemente sin camino de vuelta. En el más optimista de los casos, estaba obligado a contemplar viable y posible (tan viable y posible como el viaje mismo que estaba realizando) la opción de no volver.

Para asomarnos a las meditaciones finales del dictador, así como para conjeturar con algún tino tanto el estado de su ánimo como su visión del tiempo y del espacio que le había tocado transitar, siguen resultando indispensables las páginas dedicadas por Martín Luis Guzmán a su exilio parisino:

 

Porque a toda hora se entretejía allí, con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias, y otras, mudas, que la evocaban. […]

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era La Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás.[9]

 

¿Cuánto tiempo dormí? ¿Dónde estuve soñando para no ver esto que es estar despierto? ¿Cuánto tiempo requirieron para olvidarme? Casi letra por letra las preguntas de Rip-Rip, antes de morirse de olvido.

Difícil imaginar a Díaz planteándose la legitimidad de la desmemoria padecida. Semejante ejercicio de generoso dolor y catártica lucidez sólo podía encomendárselo el porfiriato a la voz de sus poetas. Y por encima de todas a la voz del poeta más emblemático de aquel efímero tiempo, de aquella fugaz edad.

Medita Gutiérrez Nájera, ya para concluir su narración:

 

Ya vieron qué buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip que se moría; la niña se asustó; pero no podemos culparla; no se acordaba de su padre;  todos eran inocentes, todos eran buenos y, sin embargo, todo esto da mucha tristeza.

Hizo muy bien Jesús el Nazareno en no resucitar más que a un solo hombre, y eso a un hombre que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir. Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres.[10]


Porfirio Díaz y Carmen Romero en París, en 1912

 


[1] Ver Rip Van Winkle y la manzana de Sherezada en la entrada previa de este mismo blog: https://gambetainfinita.blogspot.com/2021/11/rip-van-winkle-y-la-manzana-de-sherezada.html

[2] Gutiérrez Nájera. Rip-Rip el aparecido. En Cuentos completos. Fondo de Cultura Económica. México, 1958.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Ídem.

[6] López Velarde, Ramón. En la plaza de armas. De La sangre devota. En Poesías Completas y El Minutero. Edición y prólogo de Antonio Castro Leal. Porrúa. México, 1953.

[7] Gutiérrez Nájera, Manuel. Op. cit.

[8] Ídem.

[9] Luis Guzmán, Martín. Tránsito sereno de Porfirio Díaz. En Muertes históricas. Conaculta. México, 1990.

[10] Gutiérrez Nájera, Manuel. Op. cit.

sábado, 13 de noviembre de 2021

Rip Van Winkle y la manzana de Sherezada.



En septiembre de 2001, el atentado contra las Torres Gemelas colocó sobre la mesa las turbias reglas de juego para el siglo que iniciaba. Pocos meses después, la película Gangs of New York de Martin Scorsese vino a representar la enésima ratificación hollywoodense de que el camino del infierno está empedrado no sólo de buenas intenciones, sino de buenas intuiciones. La idea de entreabrir los entretelones históricos fundamentales del ser neoyorquino, para homenajear con impiadosa ternura a los auténticos artífices de su oropel, se vio diluida por la complaciente entonación y la hueca abundancia de recursos a los que la “fábrica de sueños” debe su nada secreta identidad.

Reducidos la reconstrucción de época y el lirismo de lo sórdido a mera muda de vestuario para el mismo estridente melodrama de acción de siempre, Gangs of New York y su previsible galería de (proto)tipos, con todo lo dignamente que puedan haber sido actuados y narrados, con todas las inteligentes inflexiones emotivas que lleven de por medio, acaban convertidos en una suerte de parodia retro de Mad Max II (George Miller, 1981).

 Al sacrificar la fidelidad a lo mirado y a sí misma, lo que la mirada se afana con más empeño en exaltar es precisamente aquello que con más virulencia invisibiliza. El rostro del ciudadano neoyorquino común, tallado a sangre y fuego por el colonialismo, las inmigraciones, el mestizaje, así como por la cultura del crimen convertida en instancia suprema de normatividad cívica, no alcanza a transparentar rasgo alguno tras los énfasis histriónicos de Leonardo Di Caprio y Daniel Day Lewis.

Day Lewis y Di Caprio


 Con Scorsese extraviándose cinta tras cinta en eterna referencia a un Taxi Driver que jamás pudo volver a filmar, ese rostro dentro de Hollywood hay que seguir buscándolo más bien en aquel tiempo donde, sin tanta pretensión conceptual, sin tanto prestigio crítico por salvaguardar, las fórmulas cinematográficas más convencionales permitían a viejas leyendas filtrar, así fuese de soslayo, cándidas y elementales, miradas infinitamente más hondas.

En 1974, al recibir un reconocimiento del American Film Institute por su trayectoria como actor, James Cagney confió a la audiencia que los tics y ademanes básicos que lo inmortalizaron personaje en la pantalla, fueron calcados de un pintoresco individuo que durante su adolescencia solía parar en cierta bocacalle neoyorquina.

 El héroe urbano a la americana, moralmente ambiguo, políticamente escéptico, fue heredero de las pocas luces y las muchas sombras del extinto cowboy. A partir de El halcón maltés (1941) de John Huston, saltó con Humprey Bogart de la literatura al cine, y es de hecho el mismo héroe que Robert De Niro eleva a un punto culminante con su autista justiciero en la obra maestra de Scorsese. Desde su aparición misma fue equilibrado en el otro lado de la balanza por su doble antagónico: el villano reencarnado una y otra vez por Cagney (y por Edgar G. Robinson).

Robinson y Cagney

Dicho personaje, el gángster por antonomasia, conserva plenamente rastreables, aun cuando rudamente endurecidos por el tiempo —que acumula en retrospectiva la Gran Depresión, la Primera Guerra Mundial y la Guerra de Secesión— las señas de Rip Van Winkle.

 Conviene recordar algunos elementos de la clásica narración de Wahington Irving, que como bien apunta Italo Calvino, “asumió el significado de un mito de fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio”[1]. Rip Van Winkle, remoto morador de una Nueva York todavía apaciblemente inglesa y rural, donde los rasgos holandeses no han acabado de extinguirse, con su graciosa holgazanería, su debilidad de carácter, su cómico padecimiento de la tiranía conyugal, su diligencia para el servicio ajeno, su desinterés por las responsabilidades propias, despierta de suyo la condolida simpatía de los mejores antihéroes; sus vicios, sin dejar de serlo, se vuelven disculpables tanto en razón de las desventuras que le acarrean como del humorismo que el cuadro resultante ofrece a todo aquel que lo mira.

 En el cuento de Irving, Rip permanece dormido, sin percatarse del paso del tiempo, un período lo suficientemente largo como para que al retornar buena parte de sus conocidos hayan muerto, y su mundo se haya transformado de forma irreversible. ¿Pero qué habría ocurrido si, en vez de ser encantado por los espíritus del Paisaje y de la Historia (esas montañas de Kaatskill obedientes todavía al influjo de las deidades aborígenes, esos espíritus de los primeros colonizadores de Nueva York jugando en una gruta un hierático y cíclico juego de bolos), Rip hubiese debido afrontar cara a cara su propio envejecimiento, la muerte de su esposa, el crecimiento de sus hijos, la guerra de independencia, la agónica transformación de su entorno?

 Dejemos la pregunta en el aire, imaginando que Rip, en lugar de envejecer durante lo que para él fue sólo una noche, ha bebido el elixir de la eterna juventud. Y que asiste no sólo a las mutaciones históricas que la narración refiere, sino a las que en el siguiente siglo y medio vinieron a hacer de Nueva York el corazón del imperio más poderoso del mundo. La graciosa holgazanería frente a las inercias implacables de la lucha por el dólar, la debilidad de carácter frente a la competencia salvaje, el cómico padecimiento de la tiranía conyugal frente a los inexcusables códigos de pertenencia del american way of life, la diligencia para el servicio ajeno frente al individualismo feroz, el desinterés por las responsabilidades propias frente a la supervivencia como prioridad cotidiana.

 ¿Verdad que bajo esta luz no resulta nada raro que en 1930 uno pudiese toparse a Rip Van Winkle en cierta esquina de Brooklyn, hablando con la voz que le robaría Bugs Bunny y convirtiendo la añeja comicidad antiheroica y dicharachera en verbal prestidigitación de carterista, cuando no en sibilante amenaza de Scarface? ¿Verdad que algo del eco de los truenos en las montañas de Kaatskill seguía escuchándose en la detonación de los revólveres y en el acompasado repicar de las ametralladoras?

 Como bien lo supo a su manera James Cagney, como alcanzó a saberlo Scorsese en sus mejores piezas,  Rip Van Winkle no murió. La edad de su mundo (es decir, el vértigo del cambio) lo llevó a conservar algunos rasgos esenciales, mientras mudaba de hábitos y matizaba vicios.

 Si hacia la década de 1970, interpretado por Robert de Niro, había perdido mucho de la romántica gracia de antaño, hay que decir en descargo suyo que no resulta fácil mantener la simpatía cuando volarle la cabeza al prójimo se ha convertido en un imperativo vital. Si hoy la pantalla grande suele parecer incapaz de enfocarlo con fidelidad y nitidez (en tanto quintaesencia del ciudadano norteamericano común) hay que decir en descargo de Hollywood que no es fácil asumir el punto de vista de la víctima cuando se es la mira del francotirador.

 En la célebre narración que Washington Irving diera a la imprenta hacia 1820, pasado el sueño que hace envejecer su entorno en una noche, y esclarecida la ultraterrena influencia que lo llevó a dormir de un tirón durante veinte años, Rip Van Winkle se reinserta en el mundo sin mayor trauma o empacho; reconfortado incluso por hallarse finalmente libre del despotismo conyugal, y consumiendo el último tramo de su súbita vejez como el mismo pintoresco personaje que ya era antes de desaparecer. Su condición final de simpático patriarca parece venirle menos de  la fabulosa aventura vivida que de la avanzada edad acumulada. Su aldea (ya para entonces villa y pronto megalópolis), lo acogerá como otra extravagante prenda de un devenir vertiginoso e inalterable.

 Esta pasmosa adaptabilidad al cambio, rasgo definitorio de la identidad norteamericana, pese a los acentos humorísticos que Washington Irving con mano maestra le confiere, o acaso precisamente por ellos, no deja de tener cierto cariz trágico. Rip podrá asomarse a mirar el mecanismo interior que rige su tiempo, pero al hacerlo perderá el derecho de habitar dicho tiempo. Más aun. A la larga, cuando ya anciano le sea restituido el tiempo de seguir viviendo, la prodigiosa entrevisión de esa noche de veinte años no representará en modo alguno para él y los suyos la recuperación de una memoria unitaria, a través de la cual el cambio cotidiano adquiera sentido, sino que pasará a asimilarse como un elemento de intercambio más. Situándonos en el contexto, semirrural todavía, en el que Irving ubica su historia, la gravedad del hecho podría resultar discutible, por cuanto el origen seguía integrándose realidad viva a los más insignificantes ademanes de sus pobladores, sin necesidad de discernimiento alguno. En el contexto de urbe industrial que acechaba a la vuelta de la esquina, y desde cuyos despiadados proemios narra ya el autor, los efectos de esta progresiva amnesia de ninguna manera pueden minimizarse.

Acaso lo que Washington Irving en última instancia está contando es la relación disfuncional que el espíritu norteamericano parece condenado a establecer entre autorreconocimiento originario y pertenencia presente.

 No es pues de extrañar que en su narración parezca preocuparle, por encima de todo, la legitimación documental de la historia. Ello, vale precisarlo, no lo suscribe a ningún pragmatismo racionalista (el temperamento de Irving pertenece plenamente al Romanticismo), sino antes bien a un respeto fiel hacia los marcos lúdicos y formales de cierta narrativa fantástica, donde la sensación de irrealidad suele brotar de la introducción de un solo elemento sobrenatural dentro de un contexto de rigurosa verosimilitud realista. Emplear en la configuración de dicho contexto referencias a autoridades bibliográficas reales o imaginarias, ha sido desde siempre una de las esenciales, predilectas y no escritas opciones de juego para los narradores de ficción. Del mismo modo que Don Quijote de la Mancha no sería obra de Cervantes, sino del autor árabe Cide Hamete Benengeli, Rip Van Winkle no sería fruto de la imaginación de Washington Irving, sino de las documentadas pesquisas del historiador Diedrich Knickerbocker.

Semejantes énfasis y juegos no están encaminados a arrebatarle al lector, mediante triquiñuelas, una credulidad circunscrita a los límites de la anécdota que se narra; lo que procuran es restituirle la memoria de su origen, de cara a una normalidad cotidiana progresivamente arrebatada, antes que por el vértigo del cambio, por el del intercambio (entendido como compra-venta). La excepcional historia de Rip le recuerda a la aldea la norma sagrada a que todas sus transformaciones obedecen. Una norma sagrada que brota justo allí donde fuerza natural y hechos humanos se funden.

 Los moradores originales de aquellas tierras solían ser extraviados en la montaña por espíritus que, adoptando la forma de presas de caza, internaban a sus perseguidores en inhóspitos parajes.

 En Rip Van Winkle, siguen habitando las montañas de Kaatskill esas mismas fuerzas primigenias que los extintos pieles rojas veneraron y temieron, pero matizadas ya por la influencia de una nueva presencia mítica: la de los primeros colonizadores europeos.

Hendrick Hudson, buscando un paso del Atlántico al Pacífico en nombre de una compañía holandesa, tomó posesión de las tierras donde dio inicio la conquista de Nueva York; según la leyenda, volvía cada veinte años para vigilar, en compañía de su tripulación, la ciudad alzada a la vera del río que hoy lleva su nombre. La siesta de Rip habría tenido lugar debido a su presencia en uno de estos míticos retornos.

 Punto menos que inquietantes resultan los tonos con que Irving pincela el ritual juego de bolos a que Rip asiste, a cargo de los espectros de Hudson y los suyos:

Lo que le parecía a Rip más extraño era que, aun cuando era evidente que aquellos personajes se estaban divirtiendo, sin embargo, conservaban sus semblantes graves y un silencio misterioso, de modo que formaban el grupo de diversión más silencioso que pudiera presenciarse. Sólo interrumpía el silencio el ruido de los bolos, el eco de cuyo rodar repercutía a través de las montañas semejando el rumor ondulante de los truenos.[2]


Escalofriante anticipo oracular del más artificioso y emblemático paraíso del siglo XX. El estampido de los truenos en las cimas de Kaatskill sigue siendo el eco de un juego (game, nunca play) jugado sin alegría y sin sentido, por obligación e inercia: el juego del dólar.

 Para ilustrar las vicisitudes que volvieron pesadilla el sueño de Rip, nada como la más amada y menos amable de las cosmópolis del american dream. “Play ball” ruge el Yankee Stadium, y al compás de su voz podemos ver arremolinarse la multitud de corredores de bolsa ante las pizarras electrónicas de Wall Street, las fulgurantes alfombras rojas que se tejen en Broadway y se premian en Hollywood, los cúmulos de rascacielos rediseñados una y otra vez por el celuloide, las oleadas de inmigrantes mirando embobados la Estatua de la Libertad, la tolerancia cero y la Teoría de las ventanas rotas de Rudolph Giuliani, todo mecido por la inalterable salmodia de Sinatra (New York, New York).

 Divertimento y melancolía, Nueva York, con creciente vértigo, siguió reinventándose una y otra vez monstruoso suvenir de la fantasía global, hasta que los aviones del 11 de septiembre de 2001 vinieron a despertarla de su sueño.

 Hay aquí una elocuencia secreta que debiéramos sentarnos a leer y escudriñar con atención. Hendrick Hudson, buscando una ruta hacia el Oriente, se extravía y sin querer da inicio al sueño de la Gran Manzana. Washington Irving, con Rip Van Winkle (fruto directo de la tradición narrativa iniciada en Las mil y una noches), primero trae el Oriente hacia la patria chica que tan entrañablemente amó, y que reconocía como síntesis y quintaesencia del propio ser norteamericano, para devolverle la estela de su origen; después sucumbe al encanto de las sirenas de Oriente para dar origen a su célebre Cuentos de la Alhambra. Finalmente, el derrumbe de las Torres Gemelas hace que Nueva York (y la Unión Americana toda), arrebatada con violencia de su sueño, vuelva una vez más los ojos, ahora con terror, hacia el Oriente.

 De manera fatal, esa búsqueda ambiciosa, seducida y aterrada de su extremo revés, de la que Nueva York parece imposibilitada para sustraerse, lo que en última instancia le devuelve siempre es la transparencia justa de su rostro verdadero.


Imágenes de Rip Van Winkle: Ilustraciones de Arthur Rackham para la edición de William Heinemann (Londres, 1905).


[1] Calvino, Italo. Rapidez. En Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Madrid, 1988.

[2] Irving, Washington. Rip Van Winkle. Hesperus. Barcelona, 1987. Prólogo y traducción Carmen Bravo-Villasante.