domingo, 30 de mayo de 2021

Aquellos libros negros.

 

Los auges del género policiaco son cíclicos, recurrentes, y desde hace tiempo se han acostumbrado a autoproclamarse cada nueva vez como inédito boom. Yo mismo comencé a formar mi afición durante uno de esos periódicos apogeos: legítimos reivindicadores en lo que puedan traer de efectivamente nuevo y revitalizador, pero en esa proporción también con frecuencia amnésicos, desinformados e invisibilizadores de cuanto no sólo les precedió, sino que en buena medida posibilita y explica su propia existencia.

Hacia la segunda mitad de la década de los ochenta, se hablaba con una profusión bastante similar a la actual (aunque, claro, sin los ambiguos matices de alcance y transitoriedad implícitos en la era de la web) de la novedosa moda mexicana de la novela policiaca; moda propiciadora entonces como hoy de colecciones, premios, programas televisivos, coloquios, ediciones especiales de importantes suplementos culturales y reputadas revistas literarias, autores vernáculos incursionando dentro del género, etc.

Debo agradecer a un par de números monográficos publicados por entonces en Revista de revistas de Excelsior, mi primer acercamiento a la dilatada tradición que la narrativa criminal había merecido en nuestro país desde por lo menos los años cuarenta. Pero preciso es decir que mi real acercamiento a la mítica Colección Caimán (¡más de 500 títulos a lo largo de veinte años de existencia!), al detective Peter Pérez de José Martínez de la Vega o a los cuentos de Antonio Helú, sólo se dio muy a posteriori, y teniéndolos menos como referentes significativos de mi devoción que como meras curiosidades complementarias.

Mis primeras, básicas lecturas dentro del género negro, dejando de lado un inicial escarceo fallido durante mi infancia con los relatos de Arthur Conan Doyle, no me las proveyó una colección de literatura policiaca propiamente dicha, sino una colección de literatura a secas: la segunda serie de Lecturas Mexicanas, que aparecía en los puestos de revistas con periodicidad ya no recuerdo si semanal o quincenal, a precios por demás accesibles. Y eso supongo ya establece un matiz respecto de generaciones de lectores precedentes a la mía: mientras los apasionados de la literatura detectivesca en los cincuentas o sesentas se iniciaban en mayoritaria medida a través de traducciones de obras norteamericanas, inglesas o francesas, teniendo a los mexicanos de la época como un añadido menor, significativa parte de los correspondientes feligreses de mi generación nos iniciamos leyendo escritores nacionales: visualizando enigmas de salón, persecuciones, thrillers, intrigas de espionaje, crónicas de denuncia, asesinos seriales e investigadores privados en el familiar marco de nuestros propios contextos, a través de personajes con los cuales podíamos toparnos con relativa facilidad cualquier día.

La mencionada serie puso en nuestras manos  El complot mongol de Rafael Bernal, novela todavía por encima de casi todas las otras a tantos años de distancia. Pero también el arranque de la saga de Belascoarán Shayne de Paco Ignacio Taibo II en Días de combate, Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, Las muertas de Jorge Ibargüengoitia, El garabato de Vicente Leñero y la colección de cuentos Muerte a la zaga de María Elvira Bermúdez. En lo personal debo agradecer además esa para mí entrañable pieza del policial mexicano que es el relato “Dónde está David Gurrola” de Rafael Ramírez Heredia, incluida en El rayo Macoy. 

La filial mexicana de Plaza y Janés vio, por las fechas durante las cuales yo daba mis iniciáticos primeros pasos como lector negro, un potencial horizonte de mercado en las fábulas de policías, detectives, asesinos y ladrones, y en 1986 lanzó con bombo y platillo la convocatoria para su primer (y único) premio de novela policial. Acaso la precaria consistencia de las tres obras premiadas haya sido responsable de lo efímero del experimento: La fiera de piel pintada, de Edmundo Domínguez Aragonés, obtuvo el primer lugar, Crimen sin faltas de ortografía de Malú Huacuja el segundo, y Accidente premeditado de José Huerta el tercero.

Por cuanto a mí se refiere, pilar indispensable para ponerme a mano con lo más selecto del género posterior a la vieja novela-problema, desde los clásicos de la escuela hard-boiled hasta los primeros maestros del polar europeo post-68, fue la insustituible colección Novela negra, insertada en la serie Libro Amigo de Bruguera. Si todavía en la actualidad, a punto de arrancar la segunda década del siglo XXI, resulta común seguir hallando sus ejemplares en los bazares de libros usados, cuán dominante no sería su presencia a finales de los años ochenta, aun cuando la editorial cerrara en 1986. Pero dado que dicha serie halló el cenit de su producción en una etapa previa a mi incorporación como activo consumidor de libros policiales, no me extenderé hablando de ella.

Bajo el título Biblioteca policiaca, el ala mexicana de Editorial Planeta incorporó al mercado nacional entre 1986 y 1987 un breve pero sustancioso catálogo de obras: Sombra de la sombra y La vida misma, dos de las mejores novelas de Paco Ignacio Taibo II (siendo la primera de ellas acaso la única capaz de equipararse hasta a la fecha con El complot… de Bernal); La soledad del manager y Asesinato en el comité central, de Manuel Vázquez Montalbán, lo que representó el arribo del ya legendario detective Pepe Carvalho a nuestro país; Prótesis, la novela consagratoria del jefe catalán Andreu Martín; Carrera de ratas de Alfred Bester y El pato de Pekín  de Roger L. Simon; el detalle desafortunado lo aportó 17 instantes de una primavera del soviético Yulian Semionov, no por la novela, que es sin duda una cima hoy injustamente olvidada de la literatura de contraespionaje, sino por la tipografía que volvía el libro prácticamente ilegible.

Un año más tarde, la Universidad Autónoma de Puebla lanzó su propio proyecto de colección, titulado Literatura del crimen; alcanzaría apenas para tres títulos, compensando la frugalidad cuantitativa con la calidad de su selección: el primer número fue Las apariencias no engañan, pieza con que el español Juan Madrid diera a conocer a su personaje Toni Carpintero; el segundo número correspondió a la obra maestra del ya clásico Horace McCoy, ¿Acaso no matan a los caballos?; mientras que la tercera y definitiva entrega puso en manos del lector nacional nada menos que Ojos azules del neoyorquino Jerome Charyn, primer lugar indisputable el día que alguien me encargue el top ten de las mejores novelas policiacas que he leído en mi vida.

A pesar de sus descuidos editoriales, así como de la pésima encuadernación (causante de que al paso de los años la mayor parte de sus ejemplares supervivientes devinieran inmanejable baraja), resulta de destacar el esfuerzo de otra universidad, en este caso la de Guadalajara; a comienzos de los años noventa, su colección Hojas negras hizo acto de presencia con un catálogo de autores y obras tan amplio y tan serio, que no deja de desconcertar la prácticamente absoluta ausencia de referencias internáuticas que uno se topa en torno a él al navegar por la web; incómodo, desagradable silencio de olvido e invisibilización, que alguna dura moraleja traerá sin duda tras de sí. Acaso el ejemplo más ilustrativo dentro de esta para nada inocente fenomenología del ninguneo, pueda ofrecerlo Pasado perfecto, primera de las novelas del cubano Leonardo Padura protagonizada por su detective Mario Conde, hoy mundialmente célebre; pues bien, el debut editorial de Conde (tal no cesa de reiterar cada que puede Padura, en un gesto de decoro y gratitud que lo enaltece) tuvo lugar en Hojas negras, lo cual por supuesto no interesa en lo más mínimo a la imperial casa Tusquets, que sin ningún empacho sitúa en la página legal correspondiente su respectiva primera edición de Pasado perfecto como la primera edición de la novela a secas: ergo, si yo no te veo y no te nombro, no existes.

 Ignoro la cantidad total de títulos que Hojas negras habrá alcanzado, toda vez que sus libros aparecían sin numeración, que sus avisos de próximas apariciones solían incluir títulos que ya había publicado, y que otros que figuraban en sus listas como ya publicados no se editaron jamás. En cualquier caso, debieron acercarse supongo a la veintena. A partir de los ejemplares a mi alcance puedo aventurar una lista aproximada aunque quizá incompleta de los autores y títulos que finalmente incluyó: además del ya mencionado Padura,  Jerome Charyn (Panna Maria), Jean-François Vilar (Siempre son los otros los que mueren), los hermanos Georgui y Arkadi Vainer (Telegrama del otro mundo), Vladimir Bogomólov (Iván), Juan Sasturain (Los sentidos del agua), Rolo Diez (Una baldosa en el valle de la muerte), Andrea Santini (El vuelo del halcón), Juan Hernández Luna (Naufragio), Daniel Chavarría y Justo Vasco (Contracandela), Pino Cacuchi (San Isidro Futbol), Atanás Mandadzhiev (Hoja negra sobre el cenicero), Luis Méndez Asensio (Entre honorables) y Taibo II (primera reedición de Sintiendo que el campo de batalla…).

Joaquín Mortiz, casa editorial de Rafael Ramírez Heredia, había dado a conocer en 1985 su más consistente entrega policiaca previa a La mara (2004), con Muerte en la carretera (por cierto, no reeditada jamás). En 1993, bajo la coordinación de Eugenio Aguirre, aventuró el fugaz proyecto de una serie llamada Narrativa policiaca mexicana, en la que resucitó Trampa de metal del ya mencionado autor tamaulipeco (primera de las tres entregas de su detective Ifigenio Clausel), El complot mongol, Ensayo de un crimen, Muerte a la zaga y Peter Pérez, pero cuyo título más importante fue sin duda el ensayo Antihéroes de Ilán Stavans, acaso la primera real tentativa de un corte de caja historiográfico y crítico, para enfocar la producción policiaca mexicana con una perspectiva totalizadora.

Obviamente, parte fundamental de este tipo de formación lectora depende en buena medida de las piezas sueltas que uno con paciencia aprende a ir pescando por aquí y por allá a partir de sus sucesivos conocimiento y hallazgos. Durante alguna temporada, mis visitas a la Ciudad de México incluyeron una religiosa peregrinación por los puestos aledaños a la glorieta del Metro Insurgentes, donde pude irme agenciando paso a paso una respetable cantidad de libros de Andreu Martín publicados en Barcelona por Plaza y Janés. Y ya sabía que era preciso echar un ojo en las librerías propiamente dichas del mismo rumbo a los bestsellers de Emecé, donde podía en una de esas encontrar alguna de mis novelas faltantes de Ross Macdonald; o que de la calle de Donceles siempre cabía la esperanza de salir, aun cuando fuera bañado de polvo, con un ejemplar de alguna buena colección argentina en la mano. En La Librería de la Calzada Fray Antonio de San Miguel de Morelia, había que estar siempre al tanto de la llegada de los lotes de Leega Literaria, donde fueron apareciendo Cosa fácil y Algunas nubes de Taibo II, El callejón del muerto  de Méndez Asensio, Entre la pena y la nada  de Raúl Hernández Viveros y Muerte en Luang Prabang  de Semionov; la vieja expo-feria moreliana incluía todos los años en aquella época un stand de libros cubanos, que incorporó a mi estantería mucha basura didáctica disfrazada de novela de misterio, pero también el descubrimiento de la narrativa de Luis Rogelio Nogueras, Daniel Chavarría o Rodolfo Pérez Valero; una tarde pedí permiso a la dependienta de la Librería Madero para pasar del otro lado del mostrador y fisgonear en sus estanterías (entonces no franqueadas al público), y salí de ahí con dos de las primeras novelas de Eduardo Mendoza, publicadas por Seix Barral.

Especial mención merece la expansión que alcanzó a tener durante cierto lapso en nuestro país la española serie Círculo del crimen, publicada por Forum, concebida para aparecer semanalmente en los kioscos de periódicos, diseñada con formato de viejo pulp, e ilustrada con viñetas propias de historieta. La colección completa fue de 120 números, pero tengo la impresión de que sólo una parte de ellos atravesaron el océano para venderse en México, permitiéndonos cada quince o veinte días el espejismo de ser lectores de los años veinte yendo a comprar la más reciente entrega de Hammett o de Chandler. Yo adquirí casi todos los ejemplares que poseo en uno de los dos expendios de revistas que existían en el interior de la vieja central camionera de Morelia. La mayor parte de ellos siguen siendo una apolillada presencia  habitual en casi todas las librerías de viejo. Mis piezas predilectas: La banda de los musulmanes y Un loco asesinato de Chester Himes, No des la espalda a la paloma de Julián Ibáñez, La piscina de los ahogados de Ross Macdonald y Jamás te cruces con un vampiro de Stuart Kaminsky.

Paco Ignacio Taibo II fue durante aquellos años el principal promotor y el referente totalizador de casi todas las iniciativas por dar a conocer en México viejos y nuevos autores, como parte de lo que al amparo primero de la AIEP (Asociación Internacional de Escritores Policiacos), y luego de la Semana Negra de Gijón, daba ya en denominarse —con las ambiguas vaguedades siempre consustanciales a este tipo de etiquetas—neopolicíaco. Él, coordinador de las ya mencionadas colecciones de Planeta, de la BUAP y de la U de G, en 1987 se convertiría en director de la española colección Etiqueta negra de Editorial Júcar, ya mítica por la generosa amplitud de su catálogo y por su inconfundible imagen. Etiqueta Negra pasó rápidamente a ocupar el sitial que había dejado vacante Novela negra  de Bruguera, y que cumplida la vuelta del nuevo siglo usufructuaría la Serie negra  de RBA. En 1989, en ediciones cofinanciadas por la librería El Juglar, intentó Taibo lanzar una Etiqueta negra mexicana, uno de cuyos principales atractivos consistía en revisar y modificar las traducciones españolas, de modo que por una vez los personajes de Nueva York  y de París no sonaran todo el tiempo a nuestros oídos como madrileños borde. A final de cuentas, el experimento sólo dio para cuatro títulos, que todavía pueden encontrarse a cinco o diez pesos (sic) en las mesas de saldos de la calle de Donceles: la excepcional y siempre pertinente Pasaje de los monos de Jean-François Vilar, la primera edición de Sintiendo que el campo de batalla… del propio Taibo II, Disparen sobre Errol Flyn  de Stuart Kaminsky y Violación  de Chester Himes.

En compensación por el fallido experimento nacional, la Etiqueta negra española alcanzó a tener durante cierta temporada una extraordinaria presencia en algunas ciudades de nuestro país (no en Morelia, cabe mencionar). Todavía recuerdo aquella visita a Puebla a mediados de los noventa, donde con la boca abierta, los ojos desorbitados y los bolsillos estrujados de congoja, me quedé largo rato pasmado frente a una estantería repleta de sus negros, relucientes ejemplares. También dirigida por el padre del neopolicial mexicano, fue significativa durante algún tiempo la buena distribución mexicana de la serie española Cosecha roja, publicada por Ediciones B, y cuyos libros eran si cabe todavía más bonitos en su presentación que los de Etiqueta negra; y esta sí alcanzó a tener aceptable presencia en las librerías y tiendas de autoservicio de la capital michoacana.

Entre 1994 y 1995, Martínez Roca, una de las filiales de Grupo Editorial Planeta, lanzó en México el proyecto de una colección (La llave de cristal) y una revista (Crimen y castigo) especializadas en el neopolicial latinoamericano. La revista no pasó del primer número, pero la colección alcanzó a completar no obstante una decena de títulos: Luna de Escarlata de Rolo Diez, Quizás otros labios y Tabaco para el puma de Juan Hernández Luna, Flor de la tontería de Paco Ignacio Taibo I, La música de los perros de Mauricio-José Schwarz, Los secretos de El Paraíso de Guillermo Zambrano, Amor de mis amores del cubano Alfredo A. Fernández, Chau papá del argentino Juan Damonte y Que todo es imposible de Taibo II, además del volumen de testimonio periodístico La muerte viste de rosa de Víctor Ronquillo.

Ya para la segunda mitad de los noventa, como lo expone con bastante claridad F.G. Haghenbeck en algún sitio, las cosas comenzaron a cambiar. El específico empuje de aquel boom ochentero dio en atenuarse, aunque no así la fidelidad de los viejos y nuevos devotos de la literatura policiaca, ni la incesante renovación de sus respectivas bibliotecas con novedades y reediciones, siempre profusas en el mercado editorial. Vino el derrumbe definitivo del estado de la Revolución, la entronización omnipotente del crimen organizado, el festivo jolgorio en torno a la cultura del narco, el énfasis narrativo sobre el potencial negro de la frontera norte: nombres, títulos, virtudes, vicios, tendencias y fenómenos con que el lector promedio actual se halla mucho más familiarizado.

Hoy que para el llamado “neo-noir” (etiqueta más conflictiva y más ambigua mientras más atingentes esfuerzos se aventuran tratando de esclarecerla) parece llegado el momento de afrontar su propio balance autocrítico, su propio retrospectivo corte de caja, su propio deslinde de opciones de futuro, no me pareció fuera de sitio aventurar esta glosa informativa —inevitablemente parcial— a propósito de algo de lo que hubo antes. A diferencia del cuidado documental que (por poner un ejemplo) se tiene en Argentina para conservar la memoria con la mayor consistencia posible en este tipo de menesteres, nuestro país parece a menudo todavía demasiado dado a la patosa borradura por descuido, a la huella por completo irresponsable de cuantos pasos la posibilitaron.



sábado, 8 de mayo de 2021

¿Dónde estuvo el detalle?


El nudo argumental de la película Águila o Sol (dirigida en 1937 por el cineasta ruso Arcady Boytler), bien podría resumirse de la siguiente manera: Polito Sol (Mario Moreno Cantinflas), cómico de carpa a quien una noche de amargas entrevisiones y pesimistas augurios han llevado de la apoteosis escénica a la confidencia de cantina y la obcecación alcohólica, se ve atrapado en un sueño: el sueño de una noche de cabaret, a la que han acudido a hurtadillas todos los encargados de servir de coordenadas para el universo personal que desde la absoluta orfandad había conseguido erigir a su alrededor. Pero ninguno de ellos da traza de reconocerlo, y tanto su patrón como sus hermanos van adquiriendo ante sus abordajes e interpelaciones una actitud progresivamente hostil.

El tono del relato fílmico es en todo momento de comedia, y el sueño del protagonista se atavía con cadencias e intensidades de ascendente carnaval. Pero ello a la distancia no hace sino reforzar la atmósfera de extrañeza y desasosiego, la opresión del absurdo y el doloroso entendimiento de la fatalidad; rasgos que suelen enlistársele —y suponérsele remitidos en exclusiva— a La mujer del puerto (1933), la aclamada obra maestra de Boytler. Con el transcurso de las décadas, han ido caducando ciertas coyunturales convenciones narrativas y referenciales, que en su momento acaso pudieron interpretarse contenido totalizador y absoluta razón de ser para Águila o Sol, situándola como un espectáculo más de variedades trasladado al celuloide para entronización comercial de estrellas del teatro frívolo del momento, y adscrita a los más previsibles clichés del melodrama con final feliz. El beneficio es que ese mismo deslave de distancia y olvido no hace sino dejar al desnudo cuanto la cinta posee de intemporal vigencia.

 Sin menoscabo de sus méritos individuales, es necesario ubicar que no estamos hablando de una pieza independiente; captar con amplitud sus inflexiones y su sentido exige apreciarla como parte de un díptico completado por Así es mi tierra, que Arcady Boytler rodara con apenas unos pocos meses de antelación. A partir de ahí, por exagerado que pueda antojarse en principio semejante aserto, no resulta ilícito postular que es ésta la piedra de toque sobre la que se sostiene, íntegro, cuanto de perdurabilidad mítica haya atesorado y continúe atesorando todavía Cantinflas.

Por supuesto, la materialización de un personaje capaz de encarnar sobre el escenario y la pantalla intuiciones cuya resonancia acompañaría a la cultura nacional mexicana durante décadas, corresponde sin duda al mérito creador de Mario Moreno. Pero no está de sobra recordar por un lado que nadie crea de la nada, y que los alcances de la privilegiada versión del “peladito” que Cantinflas significó, son también el resultado de múltiples afluentes: desde el Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi hasta el Chupamirto del caricaturista Jesús Acosta, pasando por los imprescindibles aportes estrictamente histriónicos de un Anastasio Otero, una Amelia Wilhelmy, e innumerables y olvidados actores más. Por otro, es preciso evidenciar que rara vez el discurso fílmico de las películas en que Cantinflas participó, logró articularse en proporcional consonancia dialogante frente a los alcances poéticos del personaje, optando por situarse en una inercia de lugares comunes cada vez más acusados, y que eso contribuiría decisivamente a su vertiginoso deterioro.

Dolores Camarillo y Cantinflas en Ahí está el detalle.
Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940) es sin lugar a dudas la cinta que de mejor manera logró armonizar y sostener de principio a fin los sketches y tics cantinflescos como fundamento y materia prima de un discurso fílmico con coherencia narrativa de largo aliento. Se trata, por derecho propio —como suelen glosarlo la crítica y la historiografía cinematográficas— de la mejor película de Cantinflas: una película hecha a su medida, pero que no por ello deja de funcionar como película en sí. Dicha fórmula (“otra película hecha sobre medida para Cantinflas”) jamás había conseguido, ni en adelante volvería a conseguir, efectividad y equilibrio semejantes. Durante los primeros años de éxito, las consecuencias de convertir argumentos, elencos y directores en dócil y desigual complemento para la estrella, pudieron no resultar del todo evidentes, dada la saludable condición de un personaje en plenitud. A la postre, sería al propio personaje a quien las inercias intrínsecas de la producción a destajo terminarían sacrificando, sin importar que ni actor ni espectadores dieran la impresión de advertirlo, conformes con la apariencia de cobijo que la creciente intemperie del lugar común parecía brindarles.

Muy diferente a lo que fuera su debut en pantalla con No te engañes, corazón (Miguel Contreras, 1936), donde el cómico ve reducidas, adelgazadas y alteradas sus posibilidades histriónicas y humorísticas en función de una trama para la cual constituye apenas un accesorio periférico, en el díptico integrado por Así es mi tierra y Águila o Sol Cantinflas es central e indispensable, sin que ninguna de ambas películas le quede servilmente circunscrita. Aprovechando la irrepetible libertad brindada por el apenas iniciado trato entre el personaje y la industria fílmica, se trata de películas con Cantinflas, no de Cantinflas ni para Cantinflas. Quizá el prodigio de que Cantinflas pueda seguir siendo plenamente en ellas, obedezca al hecho de que no se concibieron con la idea de ser sólo Cantinflas, sino también con Cantinflas, y se elaboraron dotadas de vida y mirada propias. El marco que trazan, permite a actor y personaje  desplegar sus ricos recursos como parte de una totalidad orgánica y articulada (un microcosmos poético) sin verlos menguados, pero tampoco impuestos como dictatorial efecto al que todos los demás componentes de la alquimia cinematográfica debían quedar remitidos.

A veces tendemos a perder de vista que cuando Cantinflas salta a la pantalla hacia la segunda mitad de la década de 1930, se trata ya de una estrella consumada, con los rasgos de su personaje plenamente definidos, probados y consolidados desde las tablas del teatro popular. Por supuesto, el cine trasladaría esos atributos a una nueva escala, pero sin alterarla en lo esencial. Un efecto de distorsión retrospectiva, así como las inevitables petulancias de todo presente respecto del pasado, tienden a hacer creer que el Cantinflas de las primeras cintas aún no tiene madurados ni su carácter ni su estilo, y que las obras mayores de su repertorio fílmico corresponden al grueso de la ensimismada oferta comercial repetida durante décadas por la pantalla chica.

Ocurre exactamente lo contrario. La reiteración dominical que la cadena Televisa consagró a Cantinflas, se acostumbró a programar una vez tras otra las mismas piezas, correspondientes al período de una estrella cinematográfica plenamente asumida como tal, pero con especial predilección justo por las que testimonian su ya definitiva debacle (el mito dócilmente reducido a una estrella más del canal de las estrellas). Ni Así es mi tierra ni Águila o Sol (ni Ahí está el detalle) hallarán cabida dentro del repertorio monopólico de nuestra televisión abierta.

Cantinflas y Manuel Medel en Así es mi tierra.

La mayor parte de la filmografía de Cantinflas estuvo consagrada a “aprovechar” al máximo las dotes del cómico que el público de las carpas y el Género Chico había coronado con su predilección. De ahí que, dejando de lado Ahí está el detalle, acaso sean los cortos publicitarios, correspondientes a la primera serie producida por Posa Films (entre 1939 y 1940), los que mejor permiten asomarse a la original fisonomía del personaje, en la medida que se limitan a trasladar literalmente hasta la pantalla, sin apenas retoques, al Cantinflas del teatro y de la carpa. Desde entonces, el mérito de cada nueva película terminaría midiéndose primero en función de qué tanta fidelidad podía seguir manteniendo respecto de tales rasgos característicos, y qué tanta capacidad había por parte del director en turno para convertir dicha fidelidad en el sustento de un discurso fílmico sostenido y coherente.

La entronización de Miguel M. Delgado como realizador de cabecera del cómico contribuyó al irreparable desgaste de la fórmula, lo cual no parecía importar demasiado en virtud de los pingües réditos financieros que garantizaba. Se resumió y banalizó amaneramiento marca registrada y receta de éxito infalible lo que en realidad había sido resonancia de secretas intuiciones compartidas, hasta alcanzar una fronteriza franja donde al público ya sólo le quedaba esperar de cada nueva entrega un menguante puñado de chistes felices. La repetición y la autoparodia se convirtieron a partir de ahí en el único posible destino. Al iniciarse la década de 1950, carecía de sentido preguntarse qué tanta fidelidad mantendría la siguiente película respecto de los rasgos característicos del personaje, ante la manifiesta evidencia de que era el propio Mario Moreno quien los había extraviado por completo.

Ya en fecha tan temprana como 1949, tras el estreno de El mago (Miguel M. Delgado, 1948), el poeta Efraín Huerta consignaba desde la “Revista Mexicana de Cultura” del periódico El Nacional:

 

Pero este ya no es el mismo Cantinflas de  hace  cinco años. Poco a poco, a fuerza de arrebatarle su ambiente, lo han ido despojando de su verdadera personalidad. De su autenticidad de legítimo heredero del lépero capitalino. Falla y se debilita la vigorosa raíz del clásico vocabulario que él arrancó del pueblo. En algunos instantes de esta película llamada El mago, se siente que él mismo desconfía de su poder interpretativo. Esto es, del arte de hablar sin decir nada… diciéndolo todo. Y la risa viene forzada. Y es un fatigarse siguiendo el relato. Seguirlo hasta llegar al final de cuento de hadas. En la boca queda un sabor agrio, y el espectador se niega a aceptar la fórmula que, conmiserativamente, se ha hecho de rigor al hablar de las películas que Posa Films prepara para su estrella: “Toda la película es Cantinflas”.[1]


Carlos Monsiváis, quizá el más acucioso exégeta del mito cantinflesco, ha señalado en diversas oportunidades su raigambre urbana, así como la privilegiada síntesis testimonial y poética que representa de la conformación del México posrevolucionario; Cantinflas encarnará arquetípicamente al peladito capitalino, último escalón para la nueva verticalidad del trazo social configurado por diez años de lucha armada y tres lustros de institucionalización; y desde ahí proyectará una transparencia a la vez implacable y festiva sobre su compleja trama de luces y sombras. Pero, así sea tenues, diluidas o distorsionadas, las huellas de su pasado rural e inmigrante deberán permanecer como rasgo indispensable para el personaje mientras éste sea capaz de conservar alguna vigencia; extinguidas en definitiva tales huellas, será el propio personaje quien exhiba su caducidad y desaparezca.

Para el pelado que la Revolución le deja a la Ciudad de México como herencia, ya no existe camino de vuelta. Las señas que conserve de su prehistoria rural serán apenas exiguos rastros supervivientes de lo en definitiva extraviado. Imposible trasplantar a Cantinflas al ámbito pueblerino sin sensible menoscabo de su fisonomía y sentido. Tal el reiterado reproche que a Monsiváis le motivará Así es mi tierra, donde Cantinflas es un holgazán de pueblo llamado Tejón, y queda asimilado dentro de las más estrictas coordenadas de la vida pueblerina y la comedia ranchera.

Lo que Monsiváis no pareciera advertir es el hecho de que, integrada a Águila o Sol a manera de díptico, Así es mi tierra se erige puntual y privilegiado testimonio de la génesis del peladito posrevolucionario, como fruto de la radical, irreversible reconfiguración de relaciones entre el campo y la ciudad. Lo que Arcady Boytler captura y transparenta en dicho díptico es el nacimiento mismo de Cantinflas, así como de todo aquello que míticamente Cantinflas será capaz de encarnar y aludir.

Si, dentro de su inofensiva apariencia de homenaje de variedades a la canción vernácula, Así es mi tierra consigue colocarse en cabal sintonía con las agudas meditaciones cinematográficas sobre la Revolución Mexicana iniciadas por Fernando de Fuentes (El prisionero 13, El compadre Mendoza, Vámonos con Pancho Villa), la capacidad de Arcady Boytler para tomar como punto de partida el lugar común y restituirle al término su carácter de espacio de comunión quedan ejemplarmente exhibidas por Águila o Sol.

Boytler despacha con rapidez los prolegómenos circunstanciales de la historia que va a contar, toda vez que muy temprano en la cinta queda claro su interés primordial: centrar nuestra mirada en el escenario, la máscara, el espacio de representación y la fiesta. Las cuitas preliminares de un trío de niños prófugos del orfanato, recién parecen comenzar a centrarse—adquiriendo consistencia y eje de gravitación— cuando su vagabundeo los lleva hasta los territorios de una feria; ahí, a hurtadillas, atisban por vez primera la magia del teatro popular callejero: el milagro humilde de las dos tandas por un boleto en los espectáculos  de carpa del arrabal citadino.

Una vez que la vertiginosa sucesión introductoria de espacios y de tiempos ha situado las indispensables coordenadas para sostenimiento narrativo de la trama; una vez que han quedado suficientemente explicados los antecedentes de la incorporación de los tres huérfanos al submundo de la farándula arrabalera; una vez que aparecen por fin Cantinflas y Manuel Medel sobre el escenario de un teatro de segunda, ataviados con las luminosas y grotescas galas propias de liturgias tales, acompañando la interpretación de un tango que es ya en sí mismo toda una declaración de principios, el espectador advierte con nitidez que se encuentra ante la primera escena propiamente dicha, no sólo de la cinta, sino del mito cantinflesco en su conjunto.

Una de las más hondas, esenciales y perdurables travesías del arte y la cultura mexicanos acaba de dar inicio.


Cantinflas y Medel, certificando el nacimiento fílmico del mito en Águila o Sol.



[1] [Reproducido por] Revista Proceso. Num. 1963. Pag. 67. 15 de junio de 2014.

 Imagen de entrada: Cantinflas maquillándose para una función en el teatro Follies Bergère de Garibaldi, hacia 1939. Fotografía de Juan Guzmán.