sábado, 25 de febrero de 2023

Martínez de Navarrete: colisión de imposibles.

 

Además de padre de la poesía michoacana, Manuel Martínez de Navarrete, fraile franciscano natural de Zamora, admite reclamar para sí sin excesivo abuso el título de último poeta lírico novohispano.  Nace en 1767 y muere en 1809, es decir un año antes del grito de Dolores.

Su nombre se halla asociado de manera indeleble al Diario de México, primer órgano periodístico de aparición cotidiana en la historia nacional, y fundamental impulsor de la causa independentista. Fundado en 1805, el Diario invitaba a cualquier persona que deseara enviar textos para ser publicados, y durante un tiempo acostumbró al público lector a incluir un poema en su primera página. Fue ahí donde Navarrete, siempre desde algún rincón de la provincia michoacana, guanajuatense, potosina o tamaulipeca, saltó a la fama, y donde estableció contacto epistolar con el resto de los autores encargados de formar la Arcadia Mexicana.

La Arcadia original se había fundado en Roma hacía más de un siglo, como una de las muchas academias en boga desde el Renacimiento, aunque teniendo en su caso dos peculiaridades: oponerse a los excesos del Barroco, y exigir que sus miembros adoptaran nombres pastoriles, extraídos de la poesía bucólica helenística o latina. A poco de su fundación, contaba ya con sucursales de enorme influencia en varios otros países. Se trató, pues, de una de las matrices clave de la estética neoclásica. La Arcadia Mexicana pretendió formarse a imagen y semejanza de su ilustre modelo italiano. Sus prosélitos adoptaron motes en griego o adaptaron sus propios nombres a través de anagramas. Las páginas del Diario de México se convirtieron en arena de su aglutinamiento, pleno de enconadas polémicas, acerbas descalificaciones con respuesta y contra-respuesta, aludes de versos y multitud de presuntos poetas, lo mismo estables que de ocasión.

Es común que dichas polémicas literarias, centradas ante todo en la corrección o incorrección de estilo, la crítica al gongorismo o la exaltación del talento novohispano frente al talento peninsular, quieran subrayarse en exceso como expresión de la flema revolucionaria en ciernes; o siquiera como válvula de escape para una beligerancia contenida, imposible de encausar abiertamente hacia temas políticos. Sin negar alguna dosis de verdad en asertos tales, lo cierto es que pocos nexos ideológicos de fondo hubo entre los recalcitrantes liberales responsables del Diario, y los árcades con nombre de pastor. Muchos de los primeros son en aquel momento miembros de la sociedad secreta de los Guadalupes, y acabarán por desempeñar destacados papeles entre las filas de la insurgencia independentista durante los siguientes años. La mayor parte de los segundos abrazará el partido realista a lo largo de la guerra, y desaparecerá por completo de la escena literaria al consumarse la independencia, siendo quizá las únicas excepciones notables en ambos sentidos el emeritense Andrés Quintana Roo y el vallisoletano Francisco Manuel Sánchez de Tagle.

El triunfo literario de la Arcadia Mexicana sobre sus adversarios desde la tribuna del Diario de México, debe poco a los desplantes y a las disertaciones teóricas de sus miembros, y casi todo a la valía poética de las colaboraciones de Navarrete, identificado por la posteridad como el único autor digno de perdurable memoria correspondiente a dicho período. Y sin embargo, tampoco es que su lectura y su estudio se hayan cultivado en demasía, si los comparamos con la atención que no cesan de ameritar Sor Juana, Sigüenza o Bernardo de Balbuena.

No resulta sencillo convertirse hoy en lector de fray Manuel Martínez de Navarrete. Sus versos suelen sugerir de primera impresión un sosiego próximo a lo anodino. “La general somnolencia de su poesía” llega a resumir Alfonso Reyes. Sin embargo, superando ese dictamen inicial, es posible advertir en él una violenta colisión de imposibles. La suya constituye en toda regla una travesía “de contrarios principios engendrada”, para emplear la fórmula que la investigadora Margarita León Vega eligiera como lúcida llave con la cual introducirse en la vida y la obra de Concha Urquiza (acaso la más grande poeta novohispana del siglo XX). 

¿Qué es Manuel Martínez de Navarrete? ¿Un fraile franciscano que atraviesa con el hábito y las sandalias del siglo XVI la frontera del siglo XIX? ¿Una convencional prenda menor del neoclásico hispano? ¿Un adelantadísimo romántico, que con su vocación espiritual, sus mundanas pasiones, su amanerado idealismo, su fallecimiento prematuro y sus poemas quemados en el lecho de muerte está sirviendo de profeta para los Rodríguez Galván, los Acuña y hasta los Nervo por venir? ¿Un anacronismo encargado de perpetuar cómicamente usos y atavíos del más remoto pasado, o un privilegiado anticipo de los tiempos por venir? Probablemente todo eso a la vez. Las fecundas semillas de futuro latentes en su obra resultan innegables. No obstante, deben aquilatarse desde el entendimiento de que se trató de un hombre de la Nueva España, enteramente ajeno a lo que vino después; un novohispano sin manera de saberse morador de postrimerías; un perfil ya por completo inconcebible no digamos consumada la independencia, sino durante los diez años de guerra civil y vorágine insurgente que se avecinaban.

Hoy resulta sencillo decir que los signos del inminente quiebre estaban por todas partes, y que hubiera sido imposible no percatarse de ello. Pero igual de cierto resulta aseverar lo contrario; esto es, que la configuración y la dinámica de la sociedad virreinal estaban a tal punto arraigadas, resultaban tan familiares, llevaban tamaño plazo de vigencia, que cualquier perspectiva de radical ruptura se les presentaría a sus integrantes como lo más inconcebible de este mundo. Manuel Martínez de Navarrete y sus poemas encarnan de manera ejemplar semejante ambigüedad. Cada determinado trecho, los versos que escribe pasan a impregnarse de notas tempestuosas e intimistas, donde su temperamento y su tiempo se asoman a lo desconocido, y donde nos equivocaríamos al pretender hallar meras reminiscencias de la melancolía barroca:

 

La turbación pesada / del letargo me vuelve: un sudor frío / me cubre de los pies a la cabeza; con súbita extrañeza / huye cansado el brío. / ¡Oh, de los cielos Soberana Alteza, / que imperas las nocturnas sombras mustias, / envía las deseadas / luces del alba, viendo mis angustias!

 

Ante esos arrebatos de inminencia, las neoclásicas convenciones pastoriles constituyen para Navarrete menos el lugar del que proviene, que el sitio al cual retorna para encontrar seguridad y refugio: la protección conocida ante lo ignoto. Cuando se abisma en semejante seguridad, es cuando más nos agobia con su tediosa sucesión de silvas y zagalas. Sin embargo, no debemos perder de vista que a su hora se trató de un tedio confortable y compartido; en el cual no sólo el poeta, sino su entusiasta legión de lectores, hallaron el sosiego que empezaba a faltarles sin saber por qué. Podrá argüirse que el territorio del cual provenían no era ese de entonación latina e inofensiva imaginería pagana, sino el de la exuberancia barroca, disimuladora del vacío. Pero el desasosiego no nace aquí en exclusiva de las emociones y las sensaciones nuevas, sino del agotamiento de todo lo conocido.

Lo primero que hace cualquier página de historiografía literaria al caracterizar a Navarrete en particular y a la Arcadia Mexicana en general, es enfatizar su manifiesto rechazo contra el gongorismo precedente. Así pues, los árcades no pretendieron retornar al pasado real, sino a un artificioso pasado ideal, deliberadamente asumido y literariamente confeccionado.

Ese mismo había sido el origen de la poesía bucólica, desde los tiempos helenísticos de Teócrito y desde los tiempos latinos de Virgilio. Cuando este último evoca, idealiza y reinventa los paisajes y paisanajes campesinos de su infancia, lo hace física e intelectualmente asentado en Roma. No con fines escapistas y nostálgicos, sino empleando la idealización de la vida en el campo como herramienta de distanciamiento estético para focalizar los conflictos sociales y políticos del ámbito citadino. La Arcadia, ese país imaginario poblado de ninfas y pastores, no se erigió con objeto de darle la espalda a la ciudad, sino de contemplar la ciudad desde lo alto. Tarea para la que los árcades mexicanos no estaban aún capacitados, y sólo comenzaría a verificarse de manera cabal hasta el Modernismo. Los nombres esenciales del neoclásico decimonónico no serían a la postre Juan María Lacunza, José María Villaseñor ni Mariano Laranzábal, sino José Joaquín Pesado, Ipandro Acaico, Manuel José Othón. A la distancia, más allá de su relevancia historiográfica y sociológica, los árcades aglutinados en el Diario de México parecen sin remedio insulsos, involuntariamente cómicos, huecamente rígidos. Con la sola excepción del fraile Navarrete, a quien además de la destreza técnica —muy por encima de la media dominante en su contexto—, lo proyectan a otro nivel esas continuas irrupciones de intimismo prerromántico. A través de ellas, la falta de una conciencia crítica y autocrítica, así en lo existencial como en lo histórico, se ve suplida por la lucidez del sentimiento.

La violenta colisión de imposibles, la realidad de contrarios principios engendrada que fue Nueva España, hallaba así su postrera estrategia de conciliación, su postrer prodigio de armonía. Como los que ensayaran obra literaria, según el respectivo turno correspondiente, Bernal Díaz del Castillo, Bernardino de Sahagún, Antonio Valeriano, Francisco de Terrazas, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Juan Ruiz de Alarcón  o Diego José Abad. Como los que ensayaran vivencia cotidiana millones de seres humanos de toda catadura a lo largo de aquellos tres siglos. Tres siglos que, en más sentidos de aquellos que nos gusta reconocer, aún conservan vida y vigencia aquí: en los seres de contrarios principios engendrados que hoy somos, que todavía seguimos siendo.


Imagen: 
Lámina del libro Historia crítica de la literatura y las ciencias en México (1883).