viernes, 4 de diciembre de 2009

(IN)DISCIPLINAS LITERARIAS


Imponerte la mínima, elemental disciplina cotidiana de un par de hojas garabateadas a vuelapluma en una libreta. Y dejar que línea a línea el pensamiento vaya decantándose sin restricción alguna por los rumbos que el capricho le mande. Que aparezcan lo mismo meditaciones existenciales de esas que se empecinan en merodear la médula sin llegar nunca a realmente rozarla; o algún desliz narrativo insinuándose a traición y sin futuro; o incluso comentarios de actualidad, susceptibles acaso de salir a la luz pública pero escritos como apunte íntimo, personal, sin otro apremio que el de combatir con meticuloso escrúpulo el silencio.
Obligarte a escribir con una disposición semejante a la de esos interminables castigos escolares propios de la educación básica. Imponerte la rígida obligación de escribir planas y planas en abierto combate a la aridez que el pensamiento —súbito consonante del espacio y el tiempo cuyo horizonte habita— pareciera insinuar a cada paso. Asumir a manera de mortales enemigos los párrafos que se entrecortan a mitad de la página, la extraviada frase que se descoyunta y culmina en tristísimo deshilamiento de tinta frente a la imbatible inmensidad del papel casi en blanco.
Porque quizá esa sea la derrota mayor. Cuando queda por completo inmaculada, la página en cierto sentido juega a mentirnos que la palabra no existe, que no existió nunca, disimulando hasta qué punto hemos sido vencidos. Muy diverso es en cambio el rastro mínimo, insuficiente, apenas balbuceado, que afronta desmesura cuanto no pudo llenar, cuanto no supo llenar.
Yo nunca me he quedado sin nada que decir. Cuando el silencio vence, en mi caso es sólo por desidia. Sé que va a sonar a fanfarronería, pero no me he topado jamás en el camino ninguna incapacidad creativa que el trabajo por sí mismo no supere, subsane, resuelva. Apropiarme la extrema desconfianza reinante hacia la palabra, poner en
cuestión hasta su certidumbre más elemental, de cara a mi particular proceso y perspectiva sería, al menos hasta ahora, al menos de momento, al menos hasta aquí, impostación, fingir, amanerar. Pretexto apenas para justificar la desidia.
Tengo cosas que decir. O, para expresarlo con mayor propiedad: hay cosas que me han elegido para ser dichas por mí. Y quedarme en silencio, dejar una retacería de frases inconclusas página tras página en la libreta, documento tras documento en la pantalla de la computadora, no se me presenta como la victoria de alguna omnipotente otredad, ante la cual las potencias de la palabra terminarían resultando inútiles, absurdas, insuficientes y sin sentido; se me presenta más bien como cierta específica incapacidad mía para convertirme en canal de lo que espera ser dicho por mí, desatenciones para atinarle a mi voz su tesitura verdadera, descuidos para modelar mi rostro a la medida justa de sus infinitas máscaras. Incapacidades, desatenciones y descuidos enmendables todos; al alcance de la mano siempre que la mano no pierda de vista que la distancia por recorrer no es otra que el trecho que la separa de sí misma.
¿Demasiada confianza? ¿Demasiada candidez? ¿Demasiada fe en las palabras? Probablemente. No creo en dios, ni en la verdad, ni en el sentido, pero creo en su posibilidad; a ella nace consagrado cuanto hallazgo sean capaces de atesorar los afanes de mi oficio. Por el contrario, la posibilidad del sinsentido no me ha seducido jamás. Tengo la impresión de que se trata de una posibilidad capaz de consumarse por sí sola, y que no requiere de mí.
Desconfío de la jubilosa desilusión de quienes nunca han corrido el riesgo de ilusionarse. Mejor que ser brillante, ser real.