domingo, 30 de enero de 2022

El pozo espiral.

 

El padre del padre de mi padre pudo ser un negro que bajó del hondo sur norteamericano hasta nuestro país, huyendo de campos de algodón en los cuales la esclavitud no tenía fecha de caducidad, o de sus humeantes versiones urbanas, donde los atavíos del siglo más vertiginoso de la historia le servían apenas como disimulo. Un negro consciente de que el sueño había terminado, muchas décadas antes de que Lennon consiguiera ponerle música a la evidencia. Historia para contarse al compás de un blues.

La madre de mi madre nació en el corazón de la Huasteca Potosina, arrullada a partes iguales por el intacto murmullo de la tiniebla natural y ese memorioso torrente con que ritman venas las raíces profundas. “India bonita” la bautizaría poco después, con dientes apretados de concupiscente fervor, alguno de los callejones que enmarcan la capitalina plaza Garibaldi, en el corazón de otras tinieblas. Historia para iniciarse a ritmo de huapango y rematarse a ritmo de danzón.

La madre de mi padre creció oscilando entre prendas de extraviados oropeles porfirianos y memorias revolucionarias de telegrafista. El día de su boda apareció con los ojos tristes en la página de sociales de un importante diario de la capital, y los años se le consumieron ordenando infinitas columnas de números para comerciantes a los que Dios prohibía trabajar los sábados. Historia para acompañarla de principio a fin con los compases tristones de algún vals de Juventino Rosas.

El padre de mi madre gustaba pasearse por San Juan de Letrán en gabardina, con el peinado impecable y los zapatos relucientes. Lo mató la bala perdida de un amigo al que trató de separar en un pleito de banqueta o cantina, hacia aquella época en que el país transitaba un tenso paréntesis entre las huelgas ferrocarrileras y el movimiento estudiantil. Historia que puede llevar de fondo lo mismo un bolero ranchero de Javier Solís, que alguna temprana balada de Los Beatles.

El padre de la madre de mi padre eligió a su esposa sin conocerla, contemplando su retrato en la sala de una casa a la que había ido de visita. Al padre de la madre de mi madre, chico se le hacía el rato para irse a zapatear a escondidas de su mujer, si en la distancia distinguía acordes de jarana o melodía de violín. La madre de la madre de mi padre salía a cambiar por verduras las joyas de la familia, mientras un nuevo contingente revolucionario tomaba plaza trayendo su propio montón de billetes y desconociendo los de la semana anterior. La madre del padre de mi madre era señorita y patrona en el rancho donde su futuro marido, antes de enamorarla y robársela a caballo, trabajaba como peón. Historias propicias para que Tito Guízar las cantara, Guty Cárdenas las arrullara, el trío Tariácuri las festejara o Tata Nacho las bendijera.

Señala Alejandro Jodorowsky que cada individuo ha de honrar materia mítica su pasado familiar, a fin no sólo de honrarse concreta realidad soberanamente configurada, sino de hallarse en condiciones para proyectar sentido humano el horizonte de su personal existencia. Ello, contra lo que de inicio pudiese parecer en esta edad de escepticismos reflejos y artificiales prodigios, no exige ninguna suerte de impostación. Todo pasado es mítico, digno por nuestra parte de la más fiel de las músicas; unas veces a cegadora luz, otras a asfixiante sombra. Advertirlo exige apenas afinar la mirada, asumiendo que sólo en el  pozo espiral que los que circunda, hallan razón y rumbo los espejos.


Imagen: Equilibrista (1923) de Paul Klee. 


sábado, 22 de enero de 2022

Vindicación de la metafísica.

 

Debió ser hace cosa de cien años, justo tras la primera guerra mundial, cuando la humanidad se apercibió de que todas sus añejas certidumbres habían sido puestas en vilo. Es entonces que dicho apercibimiento no abarca ya sólo a ciertas élites ilustradas de la filosofía y el arte, sensibles al cisma desde el Romanticismo, sino que incluye sin ambages a cada ciudadano de a pie en todos los rincones del orbe alcanzados por la impronta de la llamada Cultura Occidental. Es entonces cuando la ciencia, capacitada para desacreditar con validez las respuestas del pensamiento religioso, debe resignarse a admitir su impotencia para ofrecer en su lugar respuestas nuevas.

Tal impotencia obedeció en buena medida al radical vilipendio de la metafísica. La metafísica, que según la perspectiva del racionalismo y la sociedad burguesa pareciera carecer de sitio en el espacio de la “vida real”, brinda no obstante indispensable soporte a cuanto podamos consentirnos denominar como real. Y ello, contra lo que suele inercialmente suponerse, no es asunto exclusivo de teólogos, filósofos, intelectuales y artistas, sino preocupación consustancial a cualquier existencia humana.

La persona más apartada de especulaciones reflexivas, sin remedio ha de preguntarse en algún momento quién es, de dónde viene, adónde va. Y al hacerlo, se percate o no de ello, estará preguntándose por la naturaleza y el sentido mismo de todo lo existente. Confiar la respuesta para tamañas preguntas al encogimiento de hombros, la materialidad del día a día, la llana supervivencia o la convicción del caos, constituyen ya de suyo peculiares disposiciones metafísicas, generadoras de consecuencias tan conflictivas, derivaciones tan complejas y callejones sin salida tan claustrofóbicos como cuantos aguardan a quien se aferra a un dios o a una ideología.

No basta convencernos de que los problemas metafísicos no existen para que estos desaparezcan. Y nos pasen costosas facturas. Y procedan a reírse de nosotros con todos sus inmateriales dientes a la menor ocasión.

Durante decenas de siglos, la noción de divinidad fue capaz de acompañar con lucidez y hondura cada una de nuestras metafísicas cuitas. Fruto de tales alcances son las prodigiosas arquitecturas espirituales del Judaísmo, el Islam, el Budismo, el Indostán o el Cristianismo.  Fruto de tales alcances es también la masiva devoción que la mayor parte de tales religiones continúa inspirando en pleno siglo XXI.

Semejante lucidez y profundidad no desdice ni mucho menos excusa los horrores que al amparo de su institucionalización hayan sido cometidos. A estas alturas acaso no haya ninguna religión mayor bajo cuyo patrocinio no se perpetrara un nutrido catálogo de ignominias. No obstante, en esa misma medida, ninguno de los horrores cometidos en su nombre inhabilita la capacidad de tales cosmovisiones religiosas para continuar enunciando con pertinencia las grandes preguntas de la humanidad.

Si algo aterra de las religiones de diseño, así como del saturadísimo supermercado de sectas engrosado por la sociedad de consumo postindustrial, es justo su absoluta inanidad metafísica, su vulgar circunscripción utilitaria, el vacuo barniz de trascendencia con que mal disimulan su llano estatus de superchería. Proclamándose respuestas para preguntas que ni siquiera son capaces de intuir, menos aún de acompañar.

Por supuesto, no resulta menor la alternativa brindada por la Filosofía y el Arte para acompañar la inquietud metafísica del ser humano más allá del dogma y de la fe. Pero, del Romanticismo hasta la fecha, filósofos y artistas no cesan de volverse cada tanto con humilde reconocimiento o con irritada sublevación hacia épocas y latitudes donde distinguen una reflexión y una creación plenamente integradas a determinada ortodoxia religiosa, sin menoscabo alguno de su pertinencia y su grandeza respectivas. Quien repute incontrovertibles las bondades metafísicas del pensamiento laico, no debiera obviar los saldos que en todos los órdenes, y dentro de un plazo de tiempo infinitamente más breve, acabaron por arrojar las virulentas buenas nuevas del estalinismo o del neoliberalismo.

La obra de autores como Franz Kafka, Fernando Pessoa o Luigi Pirandello surge en instantes de una esencial inestabilidad ontológica, acicateada desde los más diversos ángulos. Toda certidumbre pasaba a quedar en vilo apenas enunciada. Nada de aquello que durante siglos pudiera haber sido aseverado como verdad resultaba incuestionable, hasta el extremo de insinuar como única norma verosímil la imposibilidad de toda verdad. Desde el tiempo y el espacio relativizados por la física, hasta la noción de identidad y de alma relativizadas por la psicología. Es cierto que, amparada en Einstein, Freud, Marx o Darwin, la ciencia podría seguirse postulando como la misma panacea incontrovertible de la Ilustración, como la vigente respuesta total, autorizada para dirimir sin apelaciones lo que es arriba y lo que es abajo. Pero dicha confianza estaba ya socavada desde su propio fundamento. Hoy solamente los más obcecados devotos del neopositivismo pueden continuar aferrados a ella.

Para cuando Pirandello, Pessoa y Kafka aparecen en escena, la ciencia se encuentra en el callejón sin salida de arrostrar ya no las insuficiencias del pensamiento religioso, sino las suyas propias. Entre las cuales no resulta la menor su incapacidad para situarse con equivalente autoridad metafísica frente al absoluto.

Antaño, al absoluto podía contemplarlo a los ojos esta o aquella deidad, esta o aquella insondable magnitud espiritual. Hoy al absoluto no lo contempla nadie. Y ello, en lugar de confortar a los seres humanos como el aligeramiento de una pesada carga, los tiene sumidos en una profunda desolación, pues de facto termina entronizando trágicamente la supremacía del más fuerte, la ley del sálvese quien pueda.

¿Que siempre ha sido así? ¿Que en el pasado cuanto hicieron las aspiraciones metafísicas fue terminar urdiendo el mismo género de añagazas para disimular y usufructuar perversamente la realidad de las cosas? ¿Que hoy por lo menos ejercemos la franqueza de asumir que la existencia carece de toda dimensión trascendente? Esa grosera celebración de nuestro tiempo en razón de un cinismo leído como honestidad caducó ya. El frívolo carnaval posmodernista, apadrinado por el presunto Fin de la  Historia, profeta de su propia supuesta eternidad, nació con la caída del Muro de Berlín y murió con la caída de las Torres Gemelas. El dogma del caos dejó de ser una fiesta en un lapso de tiempo que superó con creces al más efímero de los anteriores dogmas.

Esto último quizás explique, siquiera en parte, la acendrada pulsión dogmática que ha venido a enseñorearse del panorama mundial, de manera cada vez más extrema a medida que avanza el siglo XXI.

La dictadura ideológica de lo políticamente correcto entroniza el espejismo de feudos cada vez más emancipados, más justos, más conscientes y más libres, como analgésico social frente a una realidad histórica cada vez más despiadada, una centralización del poder cada vez más vertical, una acción ciudadana cada vez más inhabilitada para incidir soberanamente en la configuración del espacio público. La radicalización dogmática con perspectivas presuntamente progresistas no parece dispuesta a advertir su papel como aderezo de periferia dentro de una norma global de radicalización dogmática a secas. Al final de las cuentas, como siempre que de dogmas institucionalizados o institucionalizables se trata, no acabará imponiéndose el dogmatismo presuntamente más justo, presuntamente más bien intencionado, presuntamente más consciente, presuntamente más blindado en sus agravios, presuntamente más condolido por la eterna contradicción entre fines grandiosos y medios deleznables.

Al final de las cuentas, como ha sucedido siempre, acabará imponiéndose el dogma más inescrupuloso a la hora de administrar la añeja superchería de que el fin justifica los medios.


Imagen: Le mois des vendanges (1959), de René Magritte.

domingo, 9 de enero de 2022

Punto y coma.

 En segundo de secundaria, uno de los contenidos a abordar dentro de la materia de español, entre inabarcable multitud de temas referentes lo mismo a la historia de la Literatura que a la gramática, la sintaxis, la lingüística y la comunicación, era el uso del punto y coma. Servía de introducción al asunto una de esas piezas hipotéticamente lúdicas, dudosamente humorísticas, piadosamente anónimas, que suelen menudear en los libros de texto con la peregrina esperanza de volver más ameno el aprendizaje.

 La narración, hasta donde a reconstruirla alcanzo, consignaba más o menos lo siguiente: una maestra en clase, tratando de hacer penetrar a sus alumnos en los insondables misterios del punto y coma, les dice que al leer, ante la aparición de este signo, es necesario realizar una pausa equivalente al tiempo que tarda alguien en bajarse del camión; perpetrada la pintoresca regla, pasa a verificar su asimilación en la práctica, y solicita a uno de los presentes (vamos a llamarle Pedrito) que lea algo en voz alta; Pedrito obedece, pero al llegar al primer punto y coma hace una pausa por demás exagerada. La maestra le pregunta qué ocurre, y Pedrito responde que está bajando del camión una anciana.

 La maestra Adela, a quien debe no poco mi vocación literaria, repitió el desenlace de la didáctica estampa un par de veces, antes de percatarse de que si la clase no se reía no era porque no hubiese entendido, sino porque para adolescentes de entre trece y dieciséis años, más allá de predilecciones individuales, la noción de humor quedaba más bien distante del estímulo proporcionado.

 Enseguida, cuando nos pidió aplicar el conocimiento recién adquirido, cada quién se valió del punto y coma para hacer pausas de acuerdo a su muy particular concepto de lo que tarda alguien en bajar del camión. Con frecuencia, tal esfuerzo imaginativo distraía al lector de lo que el texto decía, de modo tal que a los tres renglones ni él ni sus escuchas teníamos la más remota idea de qué estaba leyendo. No faltaron tampoco quienes contrajeron o alargaron a capricho la pausa, arguyendo que estaba bajando del camión un señor con la pierna enyesada, un deportista al que le gustaba saltar del estribo con el vehículo en marcha, o que el chofer no había querido abrir la puerta.

 La identificación del punto y coma con el tiempo promedio que una persona en plenitud de facultades físicas e intelectivas tarda en descender de un transporte automotor detenido, produjo en mí con el paso del tiempo, sucesivamente, desprecio, indignación y risa. A estas alturas, la recuerdo con cierta nostalgia, y concluyo que hubiese resultado difícil encontrar un recurso tan justo y tan certero para aproximarnos con propiedad a la naturaleza, las exigencias y las argucias del punto y coma.

 Se trata quizá del más inaprensible y ambiguo de los signos de puntuación. A lo largo de mi vida he escuchado varias definiciones aproximativas respecto a su uso correcto. Y si bien suelen coincidir en lo general, a la hora de las precisiones todas tienden hacia lo difuso. La frontera que separa al punto y coma de la coma y el punto y seguido, resulta tan sutil y tan relativa, que no puede definirse. Es menester aprender a intuirla, puesto que en cada nuevo texto puede manifestarse de manera distinta. El punto y coma es un permanente recordatorio de que lo correcto no está dado de antemano, sino más bien depende de qué tan capaces somos de integrar el conocimiento a la realidad viva de las experiencias y las cosas.

 ¿Qué es lo correcto? "Ayer llegué. Me voy mañana". O "Ayer llegué; me voy mañana". O "Ayer llegué, me voy mañana".

 Las tres opciones pueden ser correctas. Las tres opciones pueden no serlo. ¿De qué depende? De la lógica que la propia escritura vaya generando. De que seamos capaces de elegir. De que hagamos nuestros los códigos del lenguaje y los volvamos capaces de cristalizar de la manera más fiel posible lo que decimos; es decir, lo que somos. Cada texto, sobre la base de un conjunto de herramientas comunes, crea un universo propio donde esas herramientas cobran sentido justo.

 Y si bien esto es válido para toda la gramática, tal vez no haya otro signo tan propicio como el punto y coma para mostrar cómo la escritura, desde sus elementos técnicos más elementales, es siempre un asunto vital, y cómo en ella el sitio de privilegio lo ocupa la elección libre.

 Si en el universo de la puntuación la coma corresponde al aliento interior de las frases y el punto a la muerte (la conclusión, la definición), el punto y coma se halla ubicado a la mitad de ambos. Sólo que en este caso la mitad nunca queda en medio. Para saber valerse adecuadamente de él no basta aferrarse a una máxima infalible exterior al texto. Se precisa vivir el texto desde el texto mismo. De ahí que el ejemplo del camión pueda no resultar tan desafortunado. Para mayor ambigüedad, el problema en él se aborda desde la perspectiva de la lectura y no de la redacción. Se trata de un ejemplo donde nada queda definido, y las cosas apenas se sugieren. Lo sepan o no sus autores, pues he olvidado cómo afrontaban el tema después de la narración, el hecho es que así debe ser: no pueden quedar sino sugeridas.

 El lenguaje, todo lenguaje, pertenece al ámbito de la sugerencia y la elocuencia; elocuencia equivale no a vociferar en abundancia, sino a sugerir lo justo. El lenguaje va de la mirada a las cosas y de las cosas a la mirada sin petrificarse nunca. En ese tránsito, que es el tránsito mismo del ser, la mirada y las cosas salen mutuamente afectadas, enriquecidas, transformadas.

 Sería cuando menos irresponsable pretender privar de este germen transfigurador a la materia prima que posibilita al lenguaje, y que es el lenguaje. El punto y coma, en un espacio a menudo asfixiado tanto por las reglas como por la ignorancia de las razones que dan sentido a las reglas, viene a recordárnoslo; abriendo la fisura de lo indefinible, abriendo la fisura del misterio. Esta fisura, este misterio, esta pausa, puede ser la de alguien bajando del camión, la del sueño de Rip Van Winkle o de Alicia, la de la duermevela con que inicia Proust su novela infinita, la que multiplica Borges ante el abismo del Aleph; y corresponde al tiempo mismo de la escritura.

 El tiempo de la escritura es un tiempo interior, íntimo, intransferible, irrepetible. Sólo a partir del cultivo de esa instancia incomunicable puede florecer la posibilidad de la comunicación poética: la única comunicación verdadera, el único puente propicio para transitar de un alma a otra.

Imagen: Fotografía aparecida en el anuario Wid's Year Book de 1920