viernes, 14 de agosto de 2015

Nuestro Don Juan y sus desventuras


 I
 Orillado a las márgenes del más previsible guiñol por la reiteración periódica (ya menos fidelidad ritual que mera inercia condicionada), el Don Juan Tenorio de José Zorrilla mira cómo, al menos en nuestro país, la distancia entre sus parodias cómicas y sus versiones "serias" tiende prácticamente a desaparecer.
Si el espacio que distingue tradición vital de costumbre refleja, está hecho todo de valor y de sentido, a estas alturas, vista la penuria estética de la inmensa mayoría de las puestas en escena perpetradas bajo su referencia tutelar (sin otro aliento que el señuelo de éxitos cuantificables garantizados), podemos decir que el Tenorio se sostiene en exclusiva por la incondicional generosidad que su sola evocación sigue generando en el público. Una y otra vez, el respetable estará dispuesto no sólo a abarrotar las gradas, sino a ovacionar de pie y sin concesiones cuanta humana presencia se coloque en proscenio tras la caída del telón, lo mismo en la versión paródica del año (ante los cómicos de siempre y las vedetes en turno) que en la enésima reposición del texto original (ante puestas que imitarán fielmente, con mayor o menor voluntad, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor despilfarro de recursos, el muy particular estilo de los viejos programas televisivos de Enrique Alonso).
Por lo demás, esto no es nuevo. Cerca ya de la muerte, movido quizá a partes iguales por un exceso de celo crítico (que lo llevaba a magnificar ciertos yerros literarios del original) y por el resentimiento financiero (un contrato prematuro le impidió obtener beneficio alguno por las ediciones y representaciones de su obra), Zorrilla se jactaba amargamente de dar, con una creación insoportablemente imperfecta, manutención a todos los teatros, empresarios y compañías de España, para quienes la temporada anual del Tenorio representaba desde entonces garantía irrecusable de audiencia y de taquilla.
Mucho tinta ha hecho correr esa especial fascinación popular generada por las andanzas del peculiar personaje en España e Hispanoamérica. Bastante tinta más, por supuesto, que la invertida (al menos en las tierras que le prodigan o prodigaron devoción) para desentrañar el poco prestigio de que, por contraste, goza el Tenorio en el resto de Europa dentro del contexto general del mito de Don Juan, uno de los más señeros para la imaginería literaria de Occidente.
Víctima de su propia popularidad, el texto de Zorrilla parece cada vez más inhabilitado para tentar a una sensibilidad escénica tan digna de su vigente pertinencia y de su no esclarecida hondura, como capacitada para otorgarle el sitio que por mérito propio debía corresponderle junto a los don juanes de Moliére, Mozart, Hoffman, Byron o Shaw.
Y es que su universo quizá no sea ya ni siquiera el del habla hispana. Cabría indagar de cuánto favor gozan hoy sus representaciones en los países del resto del continente y en la propia España, y preguntarnos si no estaremos delante de un fenómeno estricta o al menos prioritariamente mexicano.
(Las resonancias poéticas y espirituales del Tenorio con ciertos rasgos de la identidad nacional más convencional —no por ello menos auténtica— son evidentes. Sus fechorías caben íntegras en la lógica del calavera que Pedro Infante quintaesenciara como mitad dual de su propio mito en un largo rosario de películas. Pedro "el malo", tan incorregible como irresistible, cábula, seductor, entrón y sólo redimible a través de la pasión amorosa; el complemento necesario para la integridad a toda prueba encarnada en el extremo opuesto del espectro por Pepe el Toro y sus derivados.)
Si en nuestras manos reposa el futuro de Don Juan Tenorio, sus expectativas difícilmente podrían enfrentar mayor adversidad. Arrebatado por la iniciativa comercial, el hábito institucional y la (en muchos sentidos loable) curiosidad amateur, a los creadores capaces, no de revitalizarlo, sino de advertir y potenciar su vitalidad intacta, no les produce atracción alguna. Poco interesará tan poco a una compañía o a un director serios, como acometer una puesta en escena del Tenorio.
Los resultados de este desdén se hallan a la vista.
Y, no obstante, el texto continúa atesorando tanto las honduras poéticas inherentes al mito de Don Juan, como las ramificaciones y connotaciones específicas con que Zorrilla lo enriqueció al pasarlo por el tamiz del duende ibérico. Hay cosas de Don Juan que sólo el Tenorio ha sido capaz de decir.
Ese tesoro permanece intacto en sus musicales octosílabos, en la modesta gloria y la cómica vileza de sus personajes, en la mucha carnalidad y el escaso platonismo de su historia de amor, en su privilegiada síntesis de la escindida identidad española y su prefiguración del destino que la acechaba al traspasar el umbral del siglo XX, en sus múltiples y en ocasiones penosamente flagrantes desprolijidades, absurdos, incoherencias y chabacanerías. La verdad poética a menudo brota como imprevisible confluencia de empeños y de azares, poco o nada circunscritos a la corrección formal.
El Tenorio, sin ser una maravilla literaria, es un prodigio poético.
Un prodigio poético amparado en la estructura de una corrida de toros. De la gestación solar a la resolución lunar. En él laten, a su manera, las mismas arrebatadas certidumbres (no certezas) que antes habían latido en Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya, y que más tarde latirían en Machado, Lorca, Picasso y Falla.
Será fruto de ello la generosidad incondicional de su público. A veces el espectador, aun cuando para hacerlo deba superar la barrera interpuesta por toda suerte de lamentables mediaciones (direcciones caóticas, reminicencias zarzueleras, actuaciones insufribles, autocomplacencia absoluta), si se le pone delante una materia propicia, es capaz de acometer los hallazgos más fecundos. No importa que luego no sea capaz de explicarlos. Lo importante es que viven en él.



 II
 En principio, el planteamiento base del Tenorio parecería menos que propicio a controversias y equívocos, toda vez que las declaraciones del propio Zorrilla siempre compartieron y reforzaron la superficial interpretación general de que la obra fue objeto desde sus primeras representaciones; los múltiples reparos que hasta su muerte prodigó contra ella, iban más bien orientados hacia sus flagrantes desaliños estilísticos (en el uso del lenguaje y el trazo de caracteres), así como a sus muchas inconsistencias escénicas (defectos de tiempo, lugar y acción). Que fuera interpretada como una suerte de fábula sobre la redención del libertinaje sacrílego por obra y gracia de la castidad y la pureza, no mereció hasta donde sabemos objeciones de su parte; por el contrario, a tal punto era suya la misma idea, que estaba convencido de que toda posibilidad de gloria futura para el drama se debería a la invención de una doña Inés cristiana, en contraste con las heroínas paganas de otros don juanes.
 No obstante, en la creación artística (y acaso no solamente en ella) la última verdad poética de la obra, única capaz de otorgarle medida justa, escapa con frecuencia a las intenciones de su creador, sin importar cuán elevado o ruin pueda resultar el aliento que las anima, de la política a la moral, de la adhesión ideológica a los intereses comerciales e institucionales, de la complicidad gremial a la animadversión intelectual.
 La lectura oficializada, prácticamente unánime, que el Tenorio ha debido padecer, y que lo circunscribe de manera íntegra a los códigos y valoraciones no digamos de la fe cristiana, sino de un catecismo de primera comunión, es a todas luces insuficiente para explicar la vigencia de la fascinación poética que por encima de sus múltiples y confesos defectos continúa ejerciendo.
 Contra lo que se cree, el Tenorio, aun cuando toma como andamiaje referencial las más previsibles convenciones del catolicismo ibérico, no les queda circunscrito.
 Es de suponer que esta fallida convicción haya dado origen a la hoy tradicional entonación guiñolesca de sus puestas en escena. A estas alturas, la asociación automática de entonación y obra en la conciencia del espectador, espesa un velo que impide discernir cuál pudiera ser, en términos estéticos, el verdadero planteamiento original, invisible incluso para su artífice.
 Lo verdadero, en términos estéticos, no puede extraerse sino de la propia obra.
 Tomemos como punto de partida (sin perder de vista que el Don Juan Tenorio en su conjunto ha pasado a convertirse ya en un enorme lugar común) el mayor de sus lugares comunes: el diálogo de amor entre don Juan y doña Inés durante el cuarto acto. Hasta el hartazgo repetida con afectación declamatoria ("...en esta apartada orilla / más pura la luna brilla..."), la escena remite de inmediato a la imagen de una piadosa e inmaculada novicia mirando al cielo, y de un postrado galán en trance de platónica redención. Sin embargo, basta desprenderse del reflejo condicionado y retomar las palabras de Zorrilla como si nunca las hubiésemos oído, para advertir, sin necesidad de suspicacia sino apenas de sentido común, que si algo no hay en ese diálogo es platonismo o castidad. En él, aún sin alcanzar el hondo lirismo arrebatado de Lorca, está nítidamente prefigurada la sensualidad trágica de Bodas de Sangre y de sus propios amantes prófugos.
 "Tu presencia me enajena, / tus palabras me alucinan, / y tus ojos me fascinan / y tu aliento me envenena" profiere Inés, reconociendo dentro de sí la misma fuerza que anima a don Juan; reconociéndose en don Juan al ser nombrada por él. Si, valiéndonos de los términos habituales, concedemos que lo que ahí ocurre es en su caso una caída ("...o arráncame el corazón, / o ámame, porque te adoro"), no cabe duda de que tal caída es hacia su propio interior; una mirada integral de sí misma a partir del descubrimiento de las zonas, impulsos y deseos que la vida conventual había pretendido mantener velados. Ya desde el acto tercero, sus reacciones ante la lectura de una carta de don Juan no dejan lugar a confusiones. La pasión que se despierta en ella (esos "sentimientos dormidos", ese "tan nunca sentido afán", "ese encendido color que en tu semblante no había"), está más que lejana del sentimentalismo asexuado y la contención penitente.
 "Esa palabra / cambia de modo mi ser, / que alcanzo que puede hacer / hasta que el Edén se me abra" repone a su vez don Juan. Tomando en cuenta que el arrebato que late tras "esa palabra" (es decir, tras la pasión enunciada por Inés en toda la amplitud de su iluminación carnal), es tan, digámoslo así, poco cristiano, cabría preguntarse cómo puede abrirle a ésta o a cualquier otra alma "descarriada" la posibilidad del cristiano cielo.
  Siguiendo la lógica de capilla que ha usurpado la lectura del Tenorio, podría argüirse que, al advertir la dimensión del sacrilegio que está por cometer profanando con sus artes amatorias un espíritu tan puro, don Juan retrocede aterrado, renuncia de golpe a lo que ha sido y encuentra la ruta de su salvación a través del arrepentimiento.
 No es así. Basta leer.
Don Juan no renuncia al impulso primero que lo llevó a seducir a Inés; por el contrario, es en ese impulso, por primera vez correspondido con proporcional intensidad y pareja estatura, que entrevé la posibilidad de salvarse. Lo que se comienza a consumar en esa escena es, sí, una redención. Mas no una redención de pandereta, cerrado y sacristía. Tratándose de España, así en la historia como en el arte, toda auténtica redención se consuma siempre a través de la carne (y de la sangre), no de espaldas a ella.
 Ahora bien: ¿salvarse de qué? ¿salvarse para quien? ¿Salvarse del satán de pastorela que la inercia de temporadas anuales ha acabado por perfilar tras las accciones del protagonista? ¿Salvarse para el dios de la tradición hispana más recalcitrante, el dios que la abadesa de las Calatravas pondera ante Inés, el del "pedazo de cielo / que por las rejas se ve"? ¿Es el "dios de don Juan Tenorio" el del arrepentimiento temeroso y pragmático en el borde mismo de la tumba?
 No. No es así. Basta leer.
 A través de la pasión como despertar pleno y total, como mirada absoluta, Don Juan e Inés se salvan del mal dual que los acecha (el mismo mal que ha acechado desde siempre a España) y que consiste por un lado en la obstinación irrefrenable y hueca, y por otro en la renuncia lacerante y estéril.
 El dios de don Juan Tenorio es el de la conciencia unitaria que el amor conquista.
 Al cabo, don Juan y doña Inés no se salvan más que para sí mismos. Es decir, se salvan para nosotros.


 III
 "¿Conciencia de visionario / que mira en el hondo acuario / peces vivos, / fugitivos, / que no se pueden pescar, / o esa maldita faena / de ir arrojando a la arena, / muertos, los peces del mar?" se pregunta Antonio Machado en uno de sus célebres Cantares más de medio siglo después del estreno de Don Juan Tenorio en 1844. Y sus cavilaciones son un eco de las certeras intuiciones esenciales que la obra de Zorrilla iluminara en su momento y hasta nuestros días.
Superada en lo que cabe la añoranza del oropel perdido (aunque esa obsesión recurrente estuviese alimentando ya la grotesca caricatura de lo que sería el franquismo); puesta en el trance de nombrarse más allá del apego religioso y del fasto imperial que una vez le permitieron cohesionar transitoriamente su múltiple y contradictoria identidad; colocada desnuda ante sí misma, España advierte durante el siglo XIX, a través de sus más lúcidas sensibilidades (de Francisco Goya a los poetas de la generación del 98) la amenaza de dos sombras complementarias y terribles latiendo en su propia sangre. Esas sombras que animan por separado a don Juan y a Inés. Esas sombras cuya dicotomía no resuelta quizá sólo España, por su naturaleza, se atreve a exhibir a descubierto, pero que es posible reconocer en los fundamentos mismos del malestar de toda la cultura occidental.
 Hermano de Fausto, don Juan adquiere el aparente poder sobre las cosas (el secreto para manipularlas instrumentalmente) a costa de su alma; es decir, a costa de la pérdida absoluta de sentido, sin más valor que la cuantificación mecánica de conquistas mediante las cuales le está vedado reconocerse.
 No puede reconocerse quien ha renunciado a ser.
 Por su parte, Inés adquiere el aparente poder sobre sí misma a costa de renunciar al mundo. Enunciada por la abadesa de su convento, la atroz virtud que se le propone ("la virtud de no saber") consiste, no digamos en la aceptación de su humana ignorancia ante las inescrutables honduras fundamentales del ser, sino en la adopción voluntaria de la ingenuidad y la estupidez, en la dudosa paz de quien cierra los ojos, aparta la vista y se entierra en vida.
  No puede ser quien ha renunciado a reconocerse como parte del mundo.
 ¿Qué camino tomar entre la conciencia abstraída y el afán obstinado? ¿Qué ruta elegir entre la mera luna (esa luna hispana, tan propicia para la fantasmagoría y el delirio) y el puro sol (ese lacerante sol hispano que reseca la tierra y marchita los campos)? ¿Doña Inés o don Juan?
 En su Tenorio, Zorrilla no se limita a confrontar a estos dos personajes (estos dos impulsos, estos dos principios), ni procede a anticipar con ese simplismo conciliador, característico de nuestra época, la solución no conquistada de un analgésico término medio. En un juego de móviles simetrías, perfilará ante nosotros los caracteres en su estado "puro", las variantes posibles de su mutua influencia (junto con los nuevos equívocos que de ello pueden derivarse) y la ardua y laberíntica constitución redentora de un sentido de vida que le restituye el valor de lo real a los actos y el entendimiento.
 Su primera parte está regida por el sol y por don Juan. La propia Inés, una Inés que en la pasión se desborda y reconoce, aparece como una suerte de luna solar, y la voluntad que desencadena la acción es siempre la del personaje masculino, exceptuando el breve y decisivo lapso durante el cual Inés refrena su ímpetu para nombrarlo  ("Tal vez Satán puso en vos / su vista fascinadora, / su palabra seductora / y el amor que negó a Dios"). No será suficiente la repentina autoconciencia de esa voluntad en acción para consumar la Obra. Será obligadamente en la acción que esa voluntad deberá redimirse. Al final de la primera parte, pretendiendo ante don Gonzalo y don Luis el amparo de una palabra cuyo valor él mismo se encargó de destruir, entrevisto apenas el umbral del paraíso del sentido, don Juan se confronta ante la evidencia de que deberá andar un largo trecho todavía antes de hallar su sitio en el mundo y en sí mismo. Mata y huye, dejando detrás suyo una mujer, como tantas veces hasta ese momento. La diferencia es que, por primera ocasión, huye en compañía de aquello de lo cual no puede huirse: su propia conciencia, revelada por la pasión de Inés. Él, para quien nombrar lo conquistado representaba la condena de un inventario infinito, sólo entrevé la posibilidad de la salvación al ser nombrado; es decir, al entreverse.
 La segunda parte está regida por la luna y por Inés. En vano, y sin mucho afán, se empeña don Juan delante de sus viejos conocidos en simular que sigue siendo el mismo. Vuelve enlunecido, fantasmagórico y fúnebre. En las antípodas de Hamlet, para quien locura, melancolía y diálogo con los muertos son en todo momento simulación, representación y cálculo (la loca real es Ofelia), don Juan Tenorio, aunque produzca en cuantos asisten a su retorno efectos acaso similares, ni simula, ni representa, ni calcula. Es un sonámbulo, tan verdecido de luna como la protagonista del más célebre romance lorquiano (¿y no habrá sido precisamente Inés aquella niña amarga que, esperando, soñaba "el barco sobre la mar y el caballo en la montaña"?). Puede argüirse que durante todo este tiempo, su carácter se ha mantenido invariable, que desafía al escultor de los sepulcros con la misma insolencia de siempre, que pese a las manifestaciones ultraterrenas que lo acechan no deja de irse con los amigos a relatar sus hazañas. Pero incluso las hazañas relatadas han sufrido una radical transformación. En la primera parte, don Juan viajaba a su aire, sin rendir cuentas ni someterse a la autoridad de nadie; no tenía casa, ni la necesitaba; ahora, no sólo la tiente, sino que vuelve al amparo del emperador, por los favores dispensados. Ha tomado lugar en un mundo que ya no se restringe a la medida de su obstinación individual. Y, sin embargo, eso no basta; pues el hecho de quedar circunscrita a un referente institucional, por sí mismo no otorga sentido a una acción que continúa siendo vacía, despojada incluso de la simpatía libertina que antaño conseguía generar. El doble filo de las bromas se ha vuelto áspero, abstraído, incierto. Imposibilitado tanto para recobrar su talante originario, como para alcanzar la plenitud que fugazmente la pasión amorosa le permitió adivinar, don Juan afecta un profundo desprecio por la vida, que paradójicamente no hace sino agudizar en él un terror supersticioso ante la muerte.
 Por lo que a Inés respecta, se ha transformado en aquello que, tras los muros del convento, sin don Juan, estaba condenada a ser: una muerta. Una muerta que no puede morir. La tensión entre estas dos negaciones a la vez dispares y complementarias, quintaesencia de los terrores históricos más recurrentes del pueblo y la nación hispanos, dota a la segunda parte del Tenorio de una enrarecida gravidez.
 La salvación de Inés no depende de la de don Juan porque haya caído en la tentación del pecado, y el dios católico le haya impuesto desde su sitial la penitencia de devolverlo al camino del bien, así sea mediante una declaración de arrepentimiento y fe proferida por conveniencia ya con un pie en el sepulcro. Si su destino es salvarse juntos o condenarse juntos, se debe a que la visión del cielo de la conciencia les fue revelada precisamente cuando a través del otro fueron capaces de romper el círculo cerrado de sus particulares inercias egocéntricas (la acción ciega, la conciencia ciega).
 Si el dios de don Juan Tenorio es el dios de la conciencia unitaria recobrada, el hecho de que la alcance al pie de la sepultura, no significa más que la demarcación del margen dentro del cual esa conquista (la única conquista verdadera) puede alcanzarse.

 Desde tal perspectiva, no existe sino una moraleja capaz de serle atribuida legítimamente a la obra: el límite del sentido sólo es posible trazarlo en el espacio de la vida.