jueves, 30 de julio de 2020

"Morir en el Golfo" de Héctor Aguilar Camín.


Héctor Aguilar Camín no es una figura pública que me agrade. Su servil cercanía de décadas con el poder político neoliberal, vuelve por completo legítimas todas las desconfianzas de que se ha hecho merecedor junto a la franja de comentaristas e intelectuales a que pertenece.
Nada de lo cual desdice el hecho de que sea autor de una de las más magistrales piezas literarias de temática criminal que se han escrito en este país. Morir en el Golfo (1986) constituye, por derecho propio, una de nuestras mejores novelas históricas, una de nuestras mejores novelas políticas, una de nuestras mejores novelas a secas. Y para mí, por encima de todo, una de nuestras mejores novelas policiacas.
Estos días, donde la virtual quiebra de PEMEX —así como el mediático proceso judicial emprendido contra su ominoso ex director Emilio Lozoya— acapara significativo interés dentro de la agenda pública nacional, resultan ideales para darse una vuelta por sus páginas, conocer a sus magistrales y emblemáticos personajes; y seguir paso por paso, en sostenido crescendo, su logradísima trama, plena de intrigas, crímenes, pasiones y pertinentes frescos históricos..
Claro que desde el México y la industria petrolera que la novela retrata, hasta el escenario de grotesca devastación a que hoy nos asomamos, median ya muchas décadas; así como las sucesivas etapas de un poder político primero tecnócrata, y al cabo francamente empresarial. Pero Aguilar Camín nos ofrece, desde una privilegiada perspectiva, justo el contexto originario donde tales etapas hubieron de asentar sus raíces.
Estamos entre los últimos meses del sexenio de Luis Echeverría y los primeros años del sexenio de José López Portillo. Es decir, cuando el Estado de la Revolución Mexicana, ya asumida la fecha de caducidad que el movimiento estudiantil de 1968 le hubiera oportunamente revelado, se apresta para experimentar un giro radical con el arribo de la tecnocracia a los sitios claves de la administración pública.
Dentro de ese contexto, la lucha de quienes siguen aferrándose al antiguo modelo (los viejos usos y costumbres de lo que en su momento Mario Vargas Llosa atinó lúcidamente a denominar como “la dictadura perfecta”) queda emblematizada por el enfrentamiento entre dos personajes específicos: un ambicioso político local veracruzano, y un omnipotente cacique petrolero. El eje narrativo y la médula pasional que gobiernan la novela, están dados a su vez por el columnista estrella de un importante diario de la capital, y por su amor imposible: una hermosa mujer de armas tomar, que fue su compañera en los idealistas años universitarios y que terminó casada con el político ambicioso.
A partir de tales coordenadas, Aguilar Camín nos asoma con implacable vértigo a los íntimos mecanismos de funcionamiento del poder, pero sobre todo a los complejos equilibrios establecidos por la Revolución institucionalizada entre cálculo político, servicios de inteligencia interior, ejercicio periodístico y administración gubernamental del monopolio de la violencia.
Al momento de su publicación, parecía importante (parecía lo más importante) apresurarse a puntualizar nombres: explicando que el cacique petrolero era La Quina, que el columnista estrella era Manuel Buendía, y que la mano que mueve los hilos tras bambalinas era el Secretario de Gobernación Fernando Gutiérrez Barrios. Hoy, cuando el mexicano promedio ha olvidado ya por completo dichos nombres, cuando la circunstancialidad inmediata y la memoria ciudadana de corto plazo los han visto sucesivamente reemplazados tantas veces en los titulares, Morir en el Golfo sigue gozando de tan buena salud como el primer día. A diferencia de lo que sucedió con La guerra de Galio (la siguiente novela de Aguilar Camín, publicada en 1991), no ha envejecido en lo más mínimo. Y es que sus méritos esenciales no correspondieron nunca al oportunismo con que procediera a ventilar determinados sensacionalismos coyunturalmente candentes, sino antes bien a aquella potestad que Carlos Fuentes gustó siempre reivindicar prioritaria para el género novelístico: imaginar el pasado, recordar el futuro.

sábado, 25 de julio de 2020

Camlann (poema).


miércoles, 15 de julio de 2020

"El otro lado del dólar" de Ross Macdonald.


Suele insistirse en el hecho de que, tratándose de su emblemático detective Lew Archer, y apenas consolidar una identidad propia como escritor, capaz de ponerlo a salvo de su entusiasta admiración por Raymond Chandler, Ross Macdonald en realidad no escribió sino una única novela. O, mejor dicho, se consagró a reelaborar diversamente una única trama, donde varían los personajes, las circunstancias, las locaciones y las peripecias tanto investigativas como criminales, pero donde a final de cuentas lo que tenemos es siempre el mismo obsesivo esquema base: un héroe con más traza de psicoterapeuta que de investigador privado, sumergiéndose de modo colateral y progresivo en las miserias ocultas de un adinerado clan familiar, y un escabroso enigma cuyo origen hay que rastrear un par de generaciones atrás.
Quienes no aprecian a Ross Macdonald suelen sentirse estafados, considerando por demás tediosa esa recurrencia cíclica. Quienes amamos a Ross Macdonald, no cesaremos jamás de celebrar la inigualable capacidad del maestro para ahondar y renovar inagotablemente, durante más de dos décadas, su sistemático leitmotiv.
Si en 1949, con la primera entrega de la saga (El blanco móvil), Lew Archer salta a escena  como devota calca de Phillip Marlowe, para 1976, con El martillo azul (última de las dieciocho novelas que protagoniza), se despide poseedor de un carácter y un estilo tan singular como inconfundible. Más reflexivo, sosegado, melancólico e intimista. Sin esos deslices de ingenio y comicidad que su predecesor chandleriano convirtiera en sello distintivo.
En sus mejores ejemplos (entre los cuales siempre he sentido especial predilección por El otro lado del dólar de 1965) la producción de Ross Macdonald se me antoja tremendamente próxima al cine de Ingmar Bergman. La atormentada psique de la sociedad burguesa contemporánea, desbordándose por los quicios de las más respetables fachadas con una fuerza que a menudo pareciera prolongarse —adquiriendo proporciones catastróficas— hasta al propio paisaje, como en el incendio forestal de El hombre enterrado (1971) o en el derrame petrolero de La bella durmiente (1973).
Pero un factor decisivo en estas novelas, sobre el cual me parece no se ha insistido lo bastante, es la voluntad de comprensión inter-generacional a que el escritor y su detective se consagran. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con los años 60’s. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con las revueltas juveniles, la liberación sexual, la cultura del rock, los movimientos de estudiantes, la reivindicación razonada del uso de las drogas, el new age y los mass media de la tercera revolución industrial. Demasiado modelo antiguo, demasiado viejo, y ya demasiado cascarrabias para interesarse en tamaña catarata de novedades.
Se desilusionará quien ingrese a las novelas de Ross Macdonald buscando reivindicaciones contraculturales, entusiasmos psicodélicos o pronunciamientos pro-revolucionarios. Lew Archer es tan modelo antiguo como Marlowe. Pero, a diferencia suya, se encuentra en plena disposición y condiciones para manifestar en todo momento una honda solidaridad hacia esos jóvenes que no comprende, y para consagrar significativa parte de su tiempo, sus pensamientos y sus esfuerzos a tratar de entenderlos… aunque acaso termine por nunca conseguirlo. En medio de las telúricas patologías sociales y psicológicas que presiden los casos que investiga, suele haber siempre una muchacha, un muchacho o una juvenil pareja a la que hay que poner a salvo de las venenosas oleadas de su propio pasado familiar e histórico.
Esas muchachas y muchachos acaso puedan parecer a estas alturas lo menos sesentero del mundo. Pero expresan la honesta voluntad de Macdonald, así como de significativa parte de su generación, por sostener la lucidez y la generosidad no sólo ante sus propios hijos, sino sobre todo ante un mundo que se les escapaba de las manos.
Para que los vientos sesenteros propiamente dichos pasaran a apropiarse del enfoque narrativo, el sentido ético y los escenarios californianos correspondientes a Archer y Marlowe, haría falta la llegada de Roger L. Simon y su detective Moses Wine.

"Un ciego con una pistola" de Chester Himes.


Dentro del género policiaco, Chester Himes ocupa un sitial indiscutible —que al paso de las décadas nadie amaga poder disputarle— como el gran novelista americano de la negritud. Las múltiples aristas del problema racial para la sociedad estadunidense, hallan en sus páginas un lúcido, implacable  y doliente escrutinio, tan vigente hoy como hace cinco o seis décadas, cuando fueron escritas.
La saga de novelas protagonizadas por la durísima pareja de detectives Grave Digger Sepulturero Jones y Coffin Ed Ataúd Johnson, constituye por derecho propio uno de los capítulos de lujo en la historia de la serie negra; doblemente negra en sus manos, como suele señalarse a menudo. Sepulturero Jones y Ataúd Johnson son dos policías de color, adscritos a la comisaría del barrio de Harlem, emblemático gueto para la comunidad afroamericana de Nueva York desde el primer tercio del siglo pasado.
Acaso uno de los secretos de la buena salud que este conjunto de obras siguen conservando, tenga que ver con que Himes, sobre un sustrato de honda comprensión y militante solidaridad hacia su raza, jamás la idealiza ni la victimiza. La retrata con un énfasis hiperrealista donde aparecen en compleja urdimbre todas sus luces y todas sus sombras, todo su jubiloso margen de virtud y todo su asimilado patrimonio de oprobio.
La ambigüedad moral, que suele reconocerse como rasgo esencial de la novela policial dura, en sus manos tiende a cobrar tintes de contradicción estridente y sostenida, sin que ello desdibuje en momento alguno su carácter solidario y comprometido. Sepulturero Jones y Ataúd Johnson son personajes heroicos; poseen una aguda conciencia crítica del atávico odio racial donde se enraízan los crímenes que cotidianamente les toca esclarecer y combatir; y sin embargo, los procedimientos con que llevan a cabo esa tarea —siempre en su barrio y entre su propia gente—, resultan por norma y por necesidad brutales, sin concesión a los hipócritas disimulos de la justicia blanca.
Un ciego con una pistola es, sin lugar a dudas para mí, el mejor de sus libros. Una de las cimas culminantes para la novela negra de todos los tiempos. Fresco mural armado a partir de diversas viñetas narrativas, capaz de sugerir al mismo tiempo una sólida unidad estructural de fondo, que de descoyuntarse con independencia en multitud de cabos sueltos sin amarre final. Su desenlace intencionadamente abierto es no sólo una de las apuestas estilísticas más arriesgadas en la historia del género, sino el más inspirado recurso expresivo del que Himes consiguió echar mano para plasmar la enloquecida polifonía de Harlem y de sus habitantes.
Publicada en 1969, su trama se ubica dentro de un contexto de efervescencia social, política e histórica especialmente álgido. Entre Black Panthers, Musulmanes Negros, profetas de pacotilla, insólitas modalidades de secta religiosa, y con una fugaz pero elocuente aparición de Malcolm X, el marco general que de alguna suerte contiene sus diversas subtramas está dado por una atmósfera cada vez más densa de revuelta racial; atmósfera culminada en uno de esos disturbios que cíclicamente convulsionan a las grandes urbes norteamericanas tras episodios de abuso policiaco.
Se trata de la última pieza estelarizada por su pareja de emblemáticos detectives, que Chester Himes pudo concluir a cabal satisfacción. Plan B, devastadora, dolorosa e imprescindible culminación de la saga, y en la cual trabajaba al morir en 1984, sería publicada póstumamente; sin permitirle ese impecable trabajo de pulimentado final que convierte a Un ciego con una pistola  (como a Empieza el calor, Todos muertos, El gran sueño de oro o Algodón en Harlem) en la obra maestra que es.

domingo, 12 de julio de 2020

Paréntesis.


Si aceptamos nuestra personal autobiografía como una narración con trama central dominante, personajes co-protagónicos (sucesivos o estables) claramente identificables, y un sostenido hilo conductor principal; y si por ese camino llevamos la analogía al extremo de ya no considerarla obligatoriamente una narración (novela, cuento, crónica, relato) sino un texto cualquiera; entonces hemos de aceptar la existencia toda como un discurrir acotado de continuo por un incesante, omnipresente abrir y cerrar de paréntesis.
Tramas alternativas acompañándonos siempre, lo mismo que humildes portales cósmicos de historieta de superhéroes, abiertos a dimensiones paralelas que no llegamos nunca a habitar y que sin embargo, durante su breve plazo, acostumbran convidarnos con el si condicional de hipótesis no siempre indoloras. Hilos narrativos complementarios, de desarrollo ora trunco, ora geométricamente cumplido, solazándose para su específica catadura en la gama completa de los géneros dramáticos. Paréntesis tragedia. Paréntesis comedia. Paréntesis pieza. Paréntesis absurda farsa. Paréntesis trepidante melodrama.
Paréntesis que, ya sea por sí mismos de manera individual, ya sea en su multitudinario a inabarcable tumulto total, ya sea agrupados de acuerdo a las más disímiles opciones de clasificación, suelen transparentar con privilegiada nitidez el sentido o sinsentido profundo de cuanto somos en tanto trama dominante y narración central.
Nos equivocamos de medio a medio cuando incurrimos en la frívola descortesía de aseverar sin más que el paréntesis interrumpe, corta o suspende. El paréntesis jamás interrumpe: antes bien deriva. El paréntesis jamás corta: antes bien ahonda. Y si vamos a endilgarle el verbo suspender, habrá que hacerlo en cualquier caso abrazando íntegras todas sus significaciones; es decir, no sólo aquellas vinculadas con la detención, sino también (y acaso sobre todo) las que corresponden a la idea de sostener en lo alto. Dentro de los paréntesis quedamos suspendidos, a veces colgando en vilo de tránsfugas zozobras; a veces flotando felices como por obra de un transitorio encantamiento; a veces sustraídos de la cotidiana tierra por la demanda, tan perentoria como efímera, de una determinada tarea, sea esta física, metafísica o patafísica.
¿Quién no ha experimentado la dulce y volátil tentación de quedarse a vivir en un paréntesis? Hacer del comentario al margen voz cantante. Elegir perdurable morada la excepción minimalista dentro del bloque textual propiamente dicho. Ese infantil ensueño de que el paseo dominical se perpetúa por encima del inminente inicio de semana, sepultando debajo de sí todas sus obligaciones y sus fatalidades. Esa mirada de muchacha que, dentro de un vagón del metro, se cruzaba con la tuya entre una estación y otra a la salida de la secundaria, en medio de la multitud, y que durante aquella eternidad de apenas un par de minutos te hacía sentir dispuesto a pie juntillas para el bíblico “déjalo todo y sígueme”. Ese tú que encarnabas solamente de modo excepcional, por contexto o coyuntura, pero en el que por un instante consentías conjeturarte rostro duradero.
Tendría yo seis o siete años. Mi abuela paterna se había coordinado para, acompañada de mi bisabuela, encontrarse en Acapulco con uno de mis tíos; y sucedía que ese tío era papá de mis primos predilectos. En uno de esos arranques de seca, pragmática y algo ruda ternura habituales en mi abuela, determinó que yo me sumara a la expedición acapulqueña, complementando la delegación que ella y mi abuela integrarían. La perspectiva de usufructuar aquella inesperada merced vacacional en compañía de las dos mujeres, venerables sin duda, pero a mis ojos de niño también nada divertidas, me arredraba un poco; sin embargo, pesó por supuesto más la perspectiva de imaginarme dos o tres días en situación balnearia con mis primos. A la distancia, no puedo sino lamentar que mi memoria no retenga prácticamente ningún detalle relativo a mi tiempo de convivencia durante la efeméride con aquel par de matriarcales pilares de mi vida.
Pero no pretendo referirme aquí al conjunto por otra parte abundante de episodios que recuerdo de dicho viaje. Aunque excepcional en tanto tal, la estancia en Acapulco no se me agrupa dentro de la autobiografía bajo la columna de los paréntesis, sino bajo la de los bloques textuales dominantes, como visitar a mi abuela cuatro o cinco semanas, o vivir en perenne expectativa de volver a encontrarme con mis primos. Lo que quiero evocar es un paréntesis propiamente dicho, con todas las de la ley tanto por cuanto hace a trama suplementaria sin ulterior desarrollo, cumplimentada en sí misma, como en lo que se refiere a resumen ejemplar de un carácter, una disposición, una vida.
Mi abuela, mi bisabuela y yo volvíamos a la Ciudad de México en autobús; mi tío y mis primos habían emprendido la vuelta un poco más temprano, en su automóvil familiar (un Gremlin, si no me equivoco). Saliendo hacia el final de la tarde, llegaríamos a nuestro destino de madrugada, luego de siete u ocho horas de travesía. Yo fui dispuesto del lado del pasillo, en el asiento inmediato anterior a los que ocupaban mis patrocinadoras de viaje. Y quiso la fortuna que el asiento de junto, el de la ventana, viniese a ocuparlo una niña de mi misma edad: extrovertida, vivaz y parlanchina; todo lo contrario pues a mi natural temperamento, timorato y torpe siempre que de socializaciones de trata.
No me explico cómo es posible que luego de tantísimos años no haya llegado nunca a extraviar su nombre: se llamaba Carmina. Me gustó su nombre. Me gustó su piel blanca. Me gustaron sus mejillas, su nariz, sus ojos y su boca. No me gustó que trajera el cabello cortísimo; de acuerdo con mis rígidas convicciones del momento, las mujeres sólo podían verse cabalmente bellas si traían el pelo largo. Platicamos sobre las cosas que nos gustaban y las escuelas a que asistíamos. Del repertorio de canciones que cantamos a coro, sólo retengo Tomás, según la versión entonces en boga del payaso Cepillín. Compartimos un sándwich que nos pasó mi abuela. Por cuestión de los lugares disponibles a la hora de la compra, los papás de Carmina viajaban juntos varios asientos más atrás, hacia el fondo del autobús; mi abuela había hecho migas con ellos, asegurándoles que se encargaría de cuidar a la niña y avisarles si necesitaba algo.
Era ya noche cerrada cuando se nos terminaron las canciones. Faltaban muchos años todavía para que el autotransporte foráneo de pasajeros incorporara como elemento irrebatible de su equipamiento pantallas, sanitarios y luces guía en el pasillo, de modo que nuestra única fuente lumínica era la proporcionada de refilón, a irregulares intervalos, por los fanales de los vehículos que transitaban la carretera en sentido contrario. Carmina se me quedó mirando, y adelantó reptando su mano derecha hasta unos milímetros del borde divisorio entre nuestros asientos; yo imité su gesto con simétrica puntualidad; ella me animó en silencio para que siguiera más allá y tomara su mano; yo negué con la cabeza. Por absurdo que parezca, tenía pánico de que, en medio de la penumbra, mi abuela alcanzara a percatarse del desliz a través de la estrecha ranura que mediaba entre nuestros respectivos respaldos, para al punto erguirse por encima de mi cabeza y reconvenirme con flamígeras indignaciones de arcángel justiciero, en nombre de la moral, dios, la honra, el apellido.
Debimos consumir largo trecho en semejante trance, perpetrándole puntual parodia a En un bosque de la China, otro de los exitosos covers de Cepillín, cuyos versos no cesaban de reiterarse con machacón vértigo dentro de mi cabeza: “y ella a que sí y yo a que no, y ella a que sí y yo a que no”. Hasta que al cabo de ande usted a saber cuánto tiempo, Carmina consiguió por fin que nos encontráramos tomados de la mano.
Ignoro también la duración que habrá podido tener la nueva circunstancia, y si en algún momento la confianza conquistada admitió suplementarias modalidades, tales como que Carmina recargara su cabeza en mí, o que entrelazáramos su brazo derecho y mi brazo izquierdo a fin de que nuestros dedos pudieran estrecharse con mayor comodidad. Queda descartada por completo la opción de que le pasara ese brazo por encima de los hombros, que en un momento dado la estrechara contra mi esmirriado pecho infantil, y más aún esas fantasías de osadía erótica clandestina que hacen las delicias de los insomnios púberes.
A semejante edad, por enamoradizos que seamos, la mayoría de los varones solemos experimentar a ráfagas cierta incontenible dosis de vergüenza, cierta insoportable convicción de ridículo cuando nos encontramos remitidos a sentimentales cuitas, a cualquier hipotética situación que insinúe romances y noviazgos. (Algunos incluso continúan perpetuando tan peculiares síntomas muchos años después, y hasta durante el resto de sus vidas). En algún momento, cerrados los ojos, mi mano en la de Carmina, comencé a experimentar la incontenible impresión de que todo aquello era francamente bochornoso, patético, humillante. ¿Qué hacía yo tomado de la mano de una niña, que para colmo tenía los cabellos tan, tan cortos? Pensé que me había equivocado, me había confundido, me había precipitado: no era en absoluto bonita, sino francamente fea, y boba, estridente, melosa, insoportable. Me pasó por la cabeza la idea de que si, por obra de algún perverso prodigio, llegaban justo entonces a encenderse las luces, los adultos dormidos a mi alrededor no despertarían para desgarrarse  las vestiduras, acusándome de pecador y de mal nieto, sino que se soltarían riendo a carcajadas, lo mismo que si fuera yo el más cómico de los payasos. Ni mandado a hacer que hubiera cantado un rato antes una canción de Cepillín, y que ahora mismo no pudiera sacarme de la cabeza otra de ellas. Payasito de la tele.
Mi mayor urgencia se volvió encontrar el modo de soltar de inmediato la mano de Carmina, girarme, darle la espalda; apretar bien los párpados con la esperanza de que, al volver a encarar más tarde su asiento, se hubiera desvanecido en el aire. De nueva cuenta fue ella quien me resolvió la encrucijada. Soltó mi mano, y se arrodilló en su asiento para disponer su boca muy cerca de mi oído. Y para hablarme. Sergio… Sergio… Sergio… Yo aproveché para apretar férreamente en puño mi mano liberada, y mantenerme con los ojos  bien cerrados. Carmina continuaba hablándome. Sergio… Sergio… Mi amor… ¿Estás dormido…?
Juro que jamás, hasta ahora que acabo de escribirlo, había reparado en el hecho de que se trató de la primera mujer ajena a mi familia que me llamó “amor” o algo semejante. Supongo que un desasosegado pudor, analogable al de Carlos en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, me mantuvo en tinieblas el detalle durante la dilatada eternidad abierta entre aquella extraviada noche de verano, y esta noche de otoño en que me encuentro poblando de letras la página.
Cuando descubrió infructuosos sus esfuerzos por hacerme reaccionar, Carmina hizo el intento de volver a asir mi mano. Yo, resoplando lo mismo que si me encontrara sumido en el más profundo de los sueños, me giré hacia la derecha y le di la espalda. Duré todavía un rato despierto, tratando de discernir a partir de lo que alcanzaba a escuchar qué estaba haciendo ella, y amargándome de hiel la garganta con el sostenido deseo de que desapareciera. Al final, la hiel y el arrullo del motor del autobús consiguieron que en efecto me quedara dormido.
Cuando desperté, el enojo, la rabia, la exasperación y el sentimiento de ridículo se habían extinguido por completo. Me enderecé en el asiento, rogando porque mi insensato deseo de que Carmina se desvaneciera en el aire no hubiera llegado a consumarse, y suspiré aliviado. Carmina dormía arrebujada en posición fetal, vuelta la cabeza hacia mí. Se había echado encima su suéter, a manera de cobertor, pero a esas alturas se le había deslizado hacia abajo y resultaba evidente que tenía frío en los brazos. La arropé, le besé la frente. Mi cabeza ya no repetía En un bosque de la China, sino el tono exacto de voz con que había pronunciado mi nombre, y la manera en que me había llamado. Me sentía enamorado y feliz. Entendí que despertarla habría constituido una grosería añadida a la que hacía rato había estado en trance de hacer naufragar lo nuestro, y acomodé mi cara muy cerca de la suya,  contemplándola, dispuesto a aguardar cuanto fuese necesario para que ella abriera los ojos, y sucediera entonces qué se yo: sucediera lo que tuviera que suceder. Nos besaríamos, idearíamos juntos la manera de darle continuidad a nuestro encuentro. En esa certidumbre, esa promesa, esa contemplación y esa alegría, el sueño volvió a vencerme.
Cuando volví a despertar, Carmina se había esfumado. Su asiento estaba vacío, no quedaba en él ni el suéter. Entre la alucinada modorra y la desbordante zozobra, no me descubría capaz para ninguna iniciativa coherente, sino apenas para auto-recriminaciones y lamentos. Me maldecía una y otra vez. Baboso, baboso, baboso (el insulto supremo de mi infancia). No debí tardar tanto en tomarla de la mano, no debí hacerme el dormido cuando me llamó mi amor, no debí respetar su sueño, no debí volver a dormirme. No debí, no debí, no debí. Resultaba obvio que se había trasladado al asiento de sus papás, ¿pero con qué argumento podía alcanzarla, presentarme ante ellos, conseguir que volviera, superar siquiera por el pasillo la barrera de mi abuela quién sabe si despierta?
No dispuse de excesivo margen para el desasosiego y la conjetura delirante. Las luces interiores del autobús se encendieron, los pasajeros comenzaron a agitarse, mi abuela me indicó que no me moviera de mi lugar, pues ella y mi bisabuela preferían aguardar a que todos los demás hubiesen desalojado el vehículo, a fin de poder bajar con plena precaución y plena calma. Comencé a mirar el modo en que el resto de mis anónimos compañeros de viaje pasaban junto a mí por el pasillo, en pos de la bajada, aguardando el fugacísimo parpadeo durante el cual aparecería Carmina. El instante no resulto tan atropelladamente fugaz como yo lo había conjeturado, pues sus papás ralentizaron apenas el paso para agradecerle a mi abuela todas sus atenciones, pero así y todo se trató en efecto de sólo un parpadeo: un parpadeo durante el cual Carmina, tomada de la mano de su madre, me miró sonriendo con dulzura, y en un susurro cargado de mutuos entendimientos me dijo adiós.
Mis papás habían ido a recibirme a la central camionera. Estaban muy felices de verme, querían que les relatara al pormenor mis impresiones del viaje. Ya en casa me ofrecieron algo de cenar. Mis hermanas dormían. Supongo que la traza de resaca que se asume natural en quienes acaban de volver de viaje, me sirvió de excusa sin palabras. Porque la verdad es que me sentía a distancias siderales de ellos, del escenario de mi cotidianidad reconquistada, de los propios días pasados en Acapulco: de mi abuela, de mi bisabuela y de mis primos. Sólo tenía cabeza y corazón para entender que nunca más volvería a ver a Carmina; y sólo tenía ganas de meterme en mi cama, no con objeto de mal dormir, sino con objeto de bien llorar.
Llorar aquel completísimo adelanto de los claroscuros, las épicas, las comedias, las tragedias y las farsas consustanciales a la convivencia conyugal, que a los seis o siete años la vida había decidido regalarme. En forma de paréntesis.

Imagen: Buster Keaton en  "Three Ages" (1924), 
dirigida por él mismo y por Edward F. Cline



domingo, 5 de julio de 2020

"El Valle del miedo" de Arthur Conan Doyle.


Considero que de las cuatro novelas largas protagonizadas por Sherlock Holmes y el Doctor Watson, la mejor de todas es El sabueso de los Baskerville (1902). Sin embargo, mi indisputable favorita ha sido siempre El valle del miedo (1915).
Dentro del universo holmesiano, aun cuando exista cierto consenso en aceptar que lo mejor de lo mejor se halla en los relatos breves, cada una de dichas novelas resulta entrañable y cardinal por mérito propio. Estudio en escarlata  (1887) sirve nada menos que como carta de presentación general para esta insustituible pareja de la literatura universal y de la ensoñación aventurera. El signo de los cuatro (1890) atesoró para mí en la adolescencia antes que nada un doloroso descubrimiento iniciático, análogo al que en la infancia me planteara la muerte de El Principito: el de las insanas propensiones cocainómanas de Sherlock, problematizando al héroe en claroscuro más allá de todo virtuosismo lineal. Si El sabueso de los Baskerville me parece la novela más redonda del cuarteto es en razón de su estructura, de su desarrollo narrativo, de sus golpes de efecto, y de su sabia dosificación de una intriga que oscila desde el principio hasta el fin entre lo detectivesco y el horror gótico.
Mi favor por El valle del miedo —también traducida a menudo al castellano como El valle del terror— obedece a dos razones fundamentales. Uno, que es la única novela del ciclo donde el padre de los detectives enfrenta un caso donde está involucrada de manera directa su némesis maligna: el inigualable Profesor Moriarty. Dos, que tratándose de una obra sin duda correspondiente a aquello que los clasificadores han dado en denominar “novela enigma” o “novela problema”, privilegiadora del reto deductivo entre escritor y lector según lo estableció la escuela inglesa, también admite leerse a plenitud como lo que ahora llamamos novela negra. El genio de Arthur Conan Doyle le llevó a anticipar intuitivamente la escuela dura norteamericana, una década antes de que ésta hiciera su aparición propiamente dicha de la mano de Dashiell Hammett y compañía.
Si el escritor inglés se las arregló durante su debut con Estudio en escarlata para incluir una historia de cowboys con todas las de la ley, El valle del miedo le permite trazar a manera de esbozo significativa parte de las señas de identidad que en 1929 convertirían a Cosecha roja en cima inaugural de la narrativa hard-boiled: tal como lo pinta Conan Doyle, el valle minero de Vermissa, con su creciente polución urbana, sus violentas pugnas entre patronos y obreros sindicalizados, sus logias mafiosas y su justiciero solitario tratando de imponer orden a contracorriente, constituyen un puntual anticipo de la célebre Poisonville hammettiana.
Nada hay más difícil narrativamente hablando que construir personajes que se sostengan por sí mismos. Borges dice en algún lado que él a Cervantes no le cree muchísimas cosas, ni a nivel expresivo, ni a nivel estructural, ni a nivel erudito, ni a nivel ideológico. Pero que cree todo el tiempo en Don Quijote y Sancho; y que eso representa tanto un motivo de eterna gratitud hacia su creador, como prenda suficiente para dimensionar su inmortal grandeza.
De las novelas detectivescas de Arthur Conan Doyle se ha puesto en tela de juicio, desde hace mucho tiempo, casi todo; dentro y fuera de la literatura policiaca. Pero Watson, Holmes y su entrañable amistad permanecen incólumes. Tan vigentes y tan vivos como el primer día. Renovando generación tras generación nuestra gratitud, nuestro entusiasmo y nuestra eterna lealtad.