domingo, 31 de marzo de 2024

Discoteca Paradise (poesía en acetato).

 

I

En 2014, es decir hace diez años, fui invitado a prologar una antología en ciernes, donde se incluían siete poetas de Michoacán con fecha de nacimiento correspondiente a la década 1980: Moisés Ramírez, Jorge Arturo Reyes, Leonarda Rivera, Armando Salgado, José Agustín Solórzano, Magdiel Torres y Daniel Wence.

La antología, titulada Discoteca Paradise (poesía en acetato), no llegaría a la imprenta, quedando como uno de tantos proyectos al final inconclusos, consustanciales a la vida cultural de cualquier ciudad. Lo cual no impidió en modo alguno que la totalidad de aquel elenco siguiera consolidando fecundas trayectorias no sólo en los territorios de la poesía, sino también en los de la narrativa y el ensayo. Hoy se trata de nombres significativos, de inobjetable y legítima pertinencia para nuestra actualidad literaria, sea que permanezcan en michoacanas tierras o hayan emigrado a otras entidades.

No me pareció ocioso recobrar tras una década y en perspectiva dicho prólogo.

 

II

Dice Cesar Pavese  que a los cuarenta años cada persona es responsable de su cara. ¿Significa que antes de la fecha fatal podemos desentendernos con jubilosa irresponsabilidad de nuestros rasgos, o que cuantos afanes empecinemos en perfilarnos identidad se hallarán condenados al fracaso? ¿Significa que, llegada la fecha fatal, quedarán proscritas las enmiendas, los añadidos y las divergencias, y de ahí hasta la postrera caída del telón nos veremos pétreamente condenados a perdurar iguales a nosotros mismos?

No lo creo. Como todas las fronteras humanas, la señalada por Pavese es una frontera móvil, aproximativa, abierta por partes iguales al matiz y a la excepción que la confirma. Y ello sin que vea menguados en lo más mínimo su implacable veracidad, su puntual cumplimiento, su cotidiana confirmación. A los cuarenta años, cada persona es responsable de su cara.

Porque trae en la maleta —acumulado— un patrimonio de experiencias y elecciones que en adelante condicionarán sin remedio tanto sus sostenidas fidelidades como sus imprevistas rupturas. Porque hasta a incertidumbres, hallazgos y zozobras, los filtra un colador de vida vivida impregnado de sabores familiares, dispuesto según hábitos de los que resultará ya difícil desprenderse por mucho que empecinemos voluntad en ello (la verdad es que para entonces la voluntad se empecina más bien en otras cosas).

José Agustín Solórzano

Se dirá —puesto que ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise ha alcanzado los cuarenta años, y todos ellos se encuentran más bien remotos aún de dicha demarcación— que esta entrada es ociosa y estoy hablando más de mí que de ellos. La órbita biográfica de los aquí antologados gira en torno a la treintena.

Me disculpo de antemano por la posible confusión. Nada más lejos de mi interés que  impostarme protagonista de una fiesta a la que he sido generosamente invitado en términos de presentador. Lo que sucede es que, pasados los cuarenta años, uno entiende que sólo puede ver y decir desde la cara de que es responsable, y consideré de mínima honradez poner bien abiertas mis cartas sobre la mesa como primer paso.

Pero también se trata de algo más. Dando por buena la sentencia de Pavese, ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es todavía responsable de su cara. Pero todos han entrado ya en el trecho de camino que trazará decisivamente los rasgos de la cara de que deberán responsabilizarse.

Moisés Ramírez

Ninguno de ellos es ya un poeta joven; y sin embargo todos lo son. Al menos por estos rumbos, hay que ser cuidadoso con eso de andar administrando etiquetas de juventud a diestra y siniestra. Lo habitual es estacionar al prójimo en la condición de eterno augurio, como recurso —quiero creer inconsciente— para disimular en el espejo y el currículum propios tanto el paso del tiempo como las incómodas sugerencias de caducidad .

Ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es un poeta joven, porque ninguno puede ser tomado como escritor primerizo. Sus respectivas travesías creadoras ya alcanzan a medirse en páginas y en años. Además, tras su franja generacional hay un par de promociones más noveles, integradas o en trance de integrar al quehacer literario michoacano con perspectivas de profesionalización.

Y, sin embargo, todos los poetas incluidos en Discoteca Paradise son jóvenes. A sus diversas, disímiles tesituras, así como a la variopinta amplitud de lo que miran, las ritma una curvatura ascendente, un sentido augural y propiciatorio (así en la meditación como en el responso, así en la invectiva como en la blasfemia), una inequívoca impronta de camino de ida. Y dicha impronta me parece necesaria de resaltar a la hora de proyectarla hacia el azar o la elección de vivir en Michoacán, de escribir desde Michoacán.

Leonarda Rivera

Es posible y plenamente lícito que la filiación michoacana no interese en demasía a alguno de estos poetas. No la propongo como indispensable ni como la más importante; menos aún como la única necesaria de situar. Sino apenas como una de tantas posibles, reivindicando en todo caso para ella opciones de pertinencia y validez.

Desde hace varios años, una automática pregunta se dibuja en los ojos de tus interlocutores cada vez que andas de viaje fuera del estado. A menudo ni siquiera hay intervalo de salto entre ojos y labios para dicha pregunta: ¿Cómo puedes vivir en Michoacán? ¿Cómo pueden vivir en Michoacán?

Por curioso que parezca, y aun cuando el michoacano promedio no haya sentido a lo largo de estos tres sexenios —y contando— la menor tentación de suscribir los apaciguadores y triunfalistas argumentos gubernamentales y empresariales (“aquí no pasa nada”, “las cosas no están tan mal”, “la situación es grave pero está bajo control”, “Michoacán ya cambió”), lo cierto es que tales interrogatorios suelen generar en uno cierta automática dosis de incomodidad e indignación.

Magdiel Torres

¿Cómo vivimos? Como todo el mundo. Vamos al trabajo, llevamos a los niños a la escuela, nos quejamos del tráfico, llenamos los cafés en los portales, vemos alimentar una floreciente vida nocturna que hace tres décadas (a lo menos en Morelia) hubiera resultado inconcebible, asistimos al cine y al futbol, rebuscamos saldos en las librerías de viejo. Y hacemos todo eso sin andar pensando cada dos segundos (pero también sin olvidar) que estamos parados en un azaroso campo minado, en una feria de horror donde la adversa ley de las probabilidades no hace sino ceñir su cepo alrededor de nosotros. Acaso el posible saldo de esperanza de estos años terribles deba contabilizarse íntegro en dichos términos: los michoacanos hemos reivindicado intransigentes y sin aspavientos nuestro derecho de habitabilidad, incluso en aquellos instantes y vórtices donde con mayor virulencia ha parecido proscrita la posibilidad de asumirnos habitantes.

Muchos de los versos que el lector recorrerá a continuación son testimonio fiel de esa batalla. Ninguno aborda de manera frontal —convirtiéndola en tema, moraleja o anécdota— la circunstancialidad histórica que ha acompañado los primeros lustros del siglo XXI en michoacanas tierras. Pero será imposible leerlos sin la conciencia de que se trata de versos, visiones y vidas construyéndose sentido, zozobra o sinsentido precisamente durante los primeros lustros del XXI michoacano.

Testimonio de que aquí se defendió el empeño de habitar. Y de que parte de ese empeño consistió en escribir poesía. Cuán significativa o cuán periférica resultará esa específica porción del empeño, sólo podrán decirlo los lectores y los años transcurridos. Pero aquí, en este paisaje que desde la distancia puede parecer a menudo llano decorado apocalíptico, donde acaso asalte la impresión de que no queda espacio más que para declararse cómplice ejecutor o indefensa víctima de la barbarie y la rapiña, hubo jóvenes que justo durante las horas más álgidas eligieron ser poetas, se hicieron adultos escribiendo y leyendo versos, le abrieron paso a la continuidad de una herencia que no importa demasiado si aman, respetan, desprecian o sencillamente ignoran (pues en cualquier caso es suya).

Armando Salgado

Arraigo o desarraigo son proporcionalmente fecundos y riesgosos. Celebro como conquistado hallazgo y augurio promisorio, tanto las reconocibles resonancias ante la tradición lírica michoacana de algunas de estas páginas, como la manifiesta impermeabilidad de otras. Y lo mismo puede decirse de la alusión o no a nuestro pedazo de tiempo y tierra compartido. 

Jorge Arturo Reyes se ocupa de la quejumbre antigua en las piedras de Tzintzuntzan, como para ensimismarse en la dolorida música del vasto linaje a que pertenecen. Armando Salgado formula que nunca arrinconará el nombre de sus difuntos ni el aroma del cempasúchil recién cortado, como una suerte de bendición en la puerta de la casa antes de salir a extraviarse y descubrirse en las múltiples patrias íntimas y públicas por las que se siente convocado. Daniel Wence y Moisés Ramírez ensayan entonaciones de metafísica amplitud con tentación de desmesura, encarado uno a la sacra solemnidad demonológica, y el otro como arrullado por las armonías de una naturaleza aún traducible y entonable en términos de cántico. Dice Charly García (en acetato) que no va en tren, sino en avión; Magdiel Torres y José Agustín Solórzano prefieren ir a pie, y desde el paso, el dialecto y la mirada cotidianos, construir la cautelosa sacralización o la pendenciera desacralización de El Día y  los días. Leonarda Rivera asedia a la ciudad como realidad global, como patria específica, como metáfora, alegoría y concepto, como impiadoso doble en el espejo. Nadie habla pues de Michoacán. Nadie deja de hablar pues de Michoacán.

Daniel Wence

Tal sucede con cualquier antología, la que tenemos delante es apenas un botón de muestra; lo mismo en relación al conjunto de la obra que los incluidos están madurando, que en términos de la promoción generacional a que pertenecen. Tal sucede con cualquier antología, estas páginas los han reunido como resultado de diversos azares, decisiones, encuentros, desencuentros, filias y fobias. Tal sucede con cualquier antología, su verdadero valor ha de medirse menos en razón de las envidias que consiga generar o de las estimas que consiga elevar, y más de cara a su efectiva utilidad pública (sin importar cuán absurdo pueda sonar aquí dicho término).

Tengo la impresión de que, en un escenario donde la febril necesidad de publicar y la no siempre sencilla posibilidad de hacerlo, tienden a menudo a perfilar en el gremio literario un aire de estridencia e insustancialidad, Discoteca Paradise lleva ya de suyo garantizada cierta elemental garantía de pertinencia, lo mismo para el instante actual que para los años por venir.

No es lícito ponerse a profetizar quiénes serán estos autores el día que les toque asumirse plenamente responsables de su cara. Pero estimo que en una década no nos sentiremos defraudados al venir a buscar, entre sus poemas, reveladores rasgos de nuestro propio rostro: acordes extraviados de una canción común ya cantada, y sin embargo siempre todavía por cantar.

Jorge Arturo Reyes

sábado, 27 de enero de 2024

Puntos suspensivos.

 

Durante significativa parte de mi infancia, el recorrido habitual y natural para enfilar desde casa hacia la colonia Guerrero donde moraba la abuela, consistía en recorrer con rumbo norte esa avenida que a la postre terminó siendo el Eje Central Lázaro Cárdenas, pero que en los más tempranos desvanes de mi memoria iniciaba llamándose Niño Perdido para convertirse luego en San Juan de Letrán.

Aquello de Niño Perdido estimulaba grandemente mi masoquista favor infantil por las angustias gratuitas. Sobre todo a la hora del regreso, cuando ya bajo las sombras de la noche remontábamos en trolebús la ruta de regreso a casa. Pegando la nariz a la ventanilla conjeturaba un niño solitario, condenado a deambular ida y vuelta ante los portales infranqueables, anegados los ojos de lágrimas, sin alma a la vista propicia a echarle un lazo, brindarle un consuelo, preguntarle dónde vivía.

Seguro hay alguna leyenda o algún episodio histórico relacionado con el nombre Niño Perdido, pero ni la conozco ni me interesa buscarla. Prefiero resguardarme en el limpio masoquismo que a los cinco, los siete o los nueve años me llevaba a mirar en esa avenida nocturna un desolado escenario como sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico. El peculiar sentimiento de desolación incubado al amparo del epíteto logró filtrarse incluso alguna vez al ámbito del sueño, con una pesadilla durante la cual el niño perdido resultaba ser yo mismo, arrojado a la brutal intemperie del asfalto, la noche, el concreto. Algo sin duda capaz de generarle un hueco en el estómago a cualquiera.

Sin embargo, por lo que hace a huecos en el estómago, durante aquel plazo de infancia la avenida que al cabo acabaría llamándose Eje Central dispuso para mí como estelar otra prenda distinta.

Abordado el correspondiente trolebús y ocupado el correspondiente asiento para encaminarnos rumbo a casa de la abuela, sin importar la disposición anímica del día, ni la especial ocupación en turno (mirar por la ventana, conversar, jugar, pelear con alguna de mis hermanas), llegaba siempre el punto donde venía a imponerse la conciencia de que estábamos a punto de atravesar el Viaducto. Nosotros nos habíamos acostumbrado a denominar aquel cruce como El Puente. Durante cosa de diez o quince segundos, el trolebús alteraba su estable desplazamiento horizontal para ascender y descender la parábola impuesta por el correspondiente paso a desnivel. Y no importaba cuánto te hubieras preparado, cuántas rutinas respiratorias hubieras improvisado, con cuánta anticipación hubieras cerrado los ojos para esta vez no sentir, cuánta voluntad afanaras en ocuparte de otra cosa. Inevitablemente, el descenso de la parábola te provocaba un súbito vacío de vértigo en el vientre.

¿Cuánto tiempo luchamos contra él mis hermanas y yo? No lo sé. Pero debió tratarse de varios años, durante los cuales aquel vacío se impuso invicto a todos nuestros afanes por conjurarlo o siquiera sobrellevarlo.

Sabiéndonos ya en las inmediaciones del cruce fatal, en prevención de que alguien por despiste no lo hubiera advertido, solíamos decirnos: “el puente, ahí viene el puente”. Anunciábamos a coro que esta vez no sucumbiríamos a su influjo, nos prometíamos en silencio afectar la misma ecuánime indiferencia de nuestros padres y el resto de los pasajeros, nos resignábamos con alborozado pánico compartido a lo que se venía: “el puente, ahí viene el puente”. Y el hueco en el estómago, la temida aun cuando indolora suspensión, sobrevenía con toda puntualidad, acicateada o incluso —pienso ahora— propiciada por cada tentativa de oposición que improvisáramos.

Creo que la variante más temida era la de que el vacío consiguiera sorprendernos más acá de toda prevención. Que por algún motivo aquel día fuéramos cavilando otras cosas, mirando en otras direcciones, enfrascándonos con especial intensidad en un juego o en un pleito. Y que lo que nos arrancara de la distracción fuera justo el temido golpe de vértigo en la panza, especialmente sádico al descubrirnos indefensos, o acaso más bien irritado al advertir la imperdonable falta de que hubiéramos sido capaces de olvidarnos de él.

Ignoro en qué momento de mi vida logré sobreponerme a la inevitabilidad de dicho hueco en la boca del estómago. Hasta cuándo conseguí que las súbitas bajadas y subidas de un paso a desnivel puesto en mi camino se incorporaran como detalle anecdótico sin ningún género de consecuencia extra, pudiendo llegar incluso a pasarme desapercibidas. En cualquier caso, el aprendizaje, la conquista o la pérdida —según queramos calificarla— debió verificarse lejos del cruce entre Eje Central y Viaducto. Primero nos mudamos a un departamento distinto, desde el cual había que abordar el metro y no el trolebús para trasladarnos hasta casa de la abuela. Después abandonamos la ciudad de mi infancia y nos instalamos en Morelia. Me parece recordar que alguna visita adulta a la capital me restituyó casualmente cierto día el viejo recorrido, arrancándome una sonrisa triste al advertir que el correspondiente sube y baja no provocaba ya efecto alguno en mí; pero seguro distorsiono y manipulo, como hace siempre sin remedio toda evocación al articularse testimonio.

La cuestión es que, llegado determinado punto en el tránsito de la vida, las pendientes provocadas por los pasos a desnivel dejaron de provocarme aquel golpe de suspensión en el estómago, dentro de cuya pausa a la vez brevísima e infinita el universo entero daba en pasmarse con una fisonomía muy parecida al susto, sin que por ello cupiera asimilarla íntegramente al susto. Como no soy aficionado a los juegos mecánicos, ni menos aún a los entretenimientos extremos que gustan llevar hasta su más exacerbado  límite este tipo de sobresaltos, aquella prenda de mi remota infancia sólo llego a recobrarla muy raramente. Quiero decir, en términos físicos. Los metafísicos son otro cantar.

No podría explicar por qué, pero dicho vértigo ha terminado por quedar asociado en mí con los puntos suspensivos: esos tres puntitos ocasionalmente alineados a ras de renglón. Al aparecer en un texto, este signo representa siempre el espacio de una pausa. No la pausa habitual, cotidiana, carne y espíritu de la respiración y el habla, que cristaliza en la coma, sino otra pausa distinta, acentuada por lo excepcional. Excepción que abarca en su caso no sólo cuanto no puede decirse o cuanto no quiere decirse, sino también ese peculiar énfasis a menudo exigido por cuanto justo está a punto de decirse.

Igual que todos los signos gramaticales, también ellos poseen su propio esoterismo. Y es que a través suyo el punto, inequívoca expresión de lo concluyente, no se reafirma al triplicarse, sino que se transmuta en su propio vilo. La muerte ensimismada hace brotar de su ensimismamiento—en forma de sugerencia, inconclusión, promesa o reserva— el hálito mismo de la vida. Tal el poder de estos puntos suspensivos. Tal el poder de estos puntos capaces de suspender.

No disociemos los dos significados básicos del verbo. Suspender es sí, por un lado, interrumpir temporalmente. Pero por otro también alzar, sostener en alto. Así pues, ¿qué es lo que este signo suspende? Es decir, ¿qué es lo que este signo interrumpe temporalmente? O mejor aún: ¿qué es lo que alza y sostiene en alto?

¿Qué alzaba y sostenía en alto aquella abismal pausa del paso a desnivel en el cruce de Eje Central Lázaro Cárdenas y Viaducto durante mis días de infancia? No lo sé. Sólo sé que hoy me basta evocarla aquí para sentir restituido en la boca del estómago un hueco bastante parecido, más demorado en eso de instalarse, más perdurable en eso de arraigarse. Un hueco de imposible. El rastro de un niño perdido que recorre ya para siempre una avenida llamada igual que él: Niño Perdido. Instalado en el asiento de un trolebús, a la espera de que voces queridas vuelvan a anunciarle con el más gozoso de los espantos: “el puente, ahí viene el puente”.


Imagen: Buster Keaton en Daydreams (Cline-Keaton, 1922)