sábado, 28 de enero de 2023

Desventuras de un guadalupano ilustrado.

 

Uno de los casos más peculiares del diálogo de sordos entre aparicionistas y antiaparicionistas guadalupanos, sigue girando hasta la fecha alrededor de José Ignacio Bartolache, personaje clave para la introducción del pensamiento ilustrado en la sociedad virreinal durante el reinado de Carlos III. Médico, químico, matemático, astrónomo, físico, divulgador y polemista, Bartolache debe su mayor gloria a la publicación, desde octubre de 1772 hasta febrero de 1773, de Mercurio volante, periódico que inaugura en nuestro país la prensa científica junto a las publicaciones de su colega y amigo Antonio de Alzate. Pero para caracterizar de cuerpo entero no sólo al personaje en particular, sino al conjunto de la Ilustración dieciochesca novohispana, resulta indispensable destacar el Opúsculo guadalupano que elabora durante su último lustro de vida, entre 1785 y 1790.

 Además de la recopilación bibliográfica y de la divagación retórica correspondientes, el ejercicio quiso proponerse como una indagación experimental en toda regla, plenamente apegada a los principios de validación metodológica propios de la ciencia europea de su tiempo. Acicateado por el examen del lienzo guadalupano que el pintor Miguel Cabrera y otros seis artistas habían tenido oportunidad de llevar a cabo en 1751, así como por el correspondiente impreso donde en 1756 habían quedado plasmadas sus observaciones, Bartolache se planteó repetir la experiencia. Pero esta vez asistido del más riguroso respaldo científico.

Por principio de cuentas procedió a hacer acopio y crítica de todos los textos hasta ese momento referidos a la milagrosa aparición de la Virgen de Guadalupe. Pasado el correspondiente prólogo, su obra arranca con un prolijo listado de autores guadalupanos, donde por orden cronológico va dando cuenta del título y el contenido de cada material, describiendo las correspondientes condiciones y características de impresión, así como compartiendo sus propias apreciaciones y juicios personales; dicho catálogo reúne hasta diecinueve títulos, publicados de 1648 a 1785. Luego procede a agrupar extractos literales de esas y otras obras, para que sirvan de soporte a las tesis que desarrollará tanto en el cuerpo del opúsculo propiamente dicho, como en una serie de notas críticas.

Pero sin duda el elemento medular en que Bartolache buscó soportar su trabajo corresponde a las actas notariales encargadas de rematarlo. A través de ellas, da cuenta de la indagación experimental que emprendiera entre diciembre de 1786 y enero de 1788, contando con la plena anuencia de las autoridades eclesiásticas, con la participación de peritos en cuestiones pictóricas convocados para emitir dictamen facultativo, y con la presencia de testigos.

Bartolache comenzó por inspeccionar individualmente la imagen de la Virgen de Guadalupe venerada en el Tepeyac, para un mes más tarde interpelar frente a la misma tela a los peritos, a partir de las observaciones previas realizadas. Parte central de su interés consistió en establecer si el presunto ayate de Juan Diego era, como muchos aseveraban, de maguey, o de izote (iczotl en náhuatl), según él proponía. Un año más tarde convocó de nueva cuenta a los peritos, a fin de  que emitieran dictamen sobre dos reproducciones ejecutadas respectivamente en cada uno de ambos materiales, cuyas telas mandó preparar con la mayor fidelidad posible según las características apreciadas en el original.

El cuerpo argumentativo del opúsculo arranca con cinco aseveraciones antiaparicionistas: la imagen guadalupana que se adora en el Tepeyac no puede ser fruto de un milagro porque en su momento nadie levantó ningún documento oficial certificando el prodigio; porque el obispo Zumárraga jamás hizo tampoco la menor alusión sobre el tema; porque hay testimonios históricos que atribuyen la  realización de la obra a manos humanas; porque las proporciones de la tela no corresponden a las de un ayate; y porque el lienzo luce deficiencias pictóricas inadmisibles en una producción artística de origen celestial.

No ya una lectura atenta de todos los apartados del libro, sino un superficial repaso general a través de sus páginas, permiten advertir a cualquiera que semejantes planteamientos no correspondieron nunca a lo que José Ignacio Bartolache pensaba, sino justo a aquello que pretendía refutar. Pese a su condición ilustrada y cientificista, Bartolache manifestó desde joven un devoto guadalupanismo, del que existen numerosas evidencias, y cuyo fervor no hizo sino incrementarse durante la parte final de su vida. Semejante connivencia de ideologías, que acaso alguien pueda hoy considerar improbable, chocante y contra natura, hacia aquellos años representaba antes bien la norma; no sólo en Nueva España, sino en la mayor parte del continente europeo, incluida la Francia de Voltaire. Las monarquías absolutistas, bajo cuya protección florecieron el racionalismo, el mecanicismo y el enciclopedismo, seguían siendo expresiones políticas legitimadas desde lo religioso, y expresión de sociedades todavía generalizadamente devotas.

Por supuesto, las inconciliables contradicciones entre el cientificismo racionalista y el pensamiento piadoso no constituían un problema menor, ni mucho menos una ficción. Estaban ya resignificando activamente los modos de ser, de actuar y de pensar a lo largo y a lo ancho del orbe. Bartolache es una ejemplar y elocuente muestra de dicho conflicto a escala mexicana. No estaba dispuesto a renunciar al progreso de la filosofía, la ciencia, la educación, la técnica y la organización pública; e invirtió los mayores ímpetus del poco más de medio siglo que duró su existencia en reivindicar y llevar a efecto dicho progreso. Pero tampoco estaba dispuesto a renunciar a la sólida tradición devota de dos siglos y medio de virreinato, que en él y los suyos hallaba a la vez continuidad, culminación y epílogo. Así que en sus últimos años, superadas las penurias económicas que le habían acompañado desde niño mediante un nombramiento como apartador general de la Casa de Moneda, dedicó su tiempo libre a tratar de probar que ambos patrimonios eran plenamente compatibles. Él iba a demostrar con estricto apego al método experimental y al pensamiento científico, la absoluta veracidad del milagro guadalupano.

¿Lo logró? En modo alguno. La lectura del Opúsculo lleva casi dos siglos y medio desorientando y decepcionando a numerosos admiradores de su legado científico: los variopintos materiales publicados en su Mercurio volante, su observación astronómica desde los tejados del Ayuntamiento en compañía de Alzate en 1769, su memorable ensayo histórico-medicinal a propósito del pulque, su informe técnico para la compra oficial de un horno de recocimiento de monedas en 1777, su proyecto para la elaboración de pastillas medicinales a base de fierro, sus sugerencias en materia de salud pública para atender la epidemia de viruela de 1779. Bartolache era el mismo hombre que en las aulas del Colegio de San Ildefonso, del Colegio Seminario y de la Universidad —fuese como estudiante o como catedrático— había fustigado a los peripatéticos por ampararse en la autoridad retórica de los representantes de la fe, en detrimento del escrutinio objetivo de los fenómenos; y teniendo que pagar más de una vez sus osadías con la exclusión y la expulsión. Sin embargo, ahora procedía él mismo a circunscribirse, con abierto y nada disimulado empeño apologético, en la autoridad de cuantos documentos y cuantas personas contribuyeran a reforzar a priori la veracidad del milagro guadalupano; ciñendo con dócil diligencia sus indagatorias experimentales dentro de ese cauce preestablecido.

Pero no obtuvo mejor fortuna Bartolache desde la perspectiva opuesta. Antes incluso de acometer materialmente los exámenes, peritajes y reproducciones de la imagen del Tepeyac que tenía planeados, la polémica y la oposición ya eran manifiestas a través de las páginas de la Gaceta de México, donde anunciara su proyecto el 27 de diciembre de 1785. Los reparos provenían de la ortodoxia religiosa más extrema, para la cual el tipo de experimentos planteados —por más devotos que resultaran sus fines de comprobación— incurrían ya de suyo en el desafuero de sugerir que eran necesarias comprobaciones; siendo que el milagro y la fe se bastaban por sí solos desde su propia evidencia, sin que fuera preciso apuntalarlos probando nada. Empeñarse por ese camino era alimentar perniciosas semillas de duda.

A la distancia, el proyecto de Bartolache no puede resultar más inocente y piadoso. Examinar concienzudamente el lienzo, a fin de replicar en términos humanos lo más aproximados que fuera posible las condiciones materiales de su hechura. Y que luego el previsible deterioro de las reproducciones resultantes demostrara por sí solo el milagro, contra la evidencia incontestable de un original conservado durante siglos en perfecto estado ante los ojos de millones de fieles. Sin embargo, el encono de la ortodoxia primero, y la lectura superficial después, lo han perpetuado en el desfavor de los aparicionistas y en el favor de los antiaparicionistas. Como puede comprobar cualquiera ahora mismo con una breve exploración por internet. Los primeros leen las iracundas glosas de los impugnadores de Bartolache, más no el Opúsculo que él escribió. Los segundos copian del Opúsculo aquellos postulados que se impuso refutar, y los citan como argumentos suyos. Y así, quien ante la muerte no tuvo quizá otro deseo que alcanzar memoria de fervoroso guadalupano, en los círculos de la polémica aparicionista acaba recordado, desde uno y otro extremo, justo como lo opuesto.

Pero tal vez el saldo final de la fábula guadalupana de José Ignacio Bartolache no haya resultado sino consecuencia inevitable de su afán por armonizar los contrarios principios en que se posibilitó la élite ilustrada de la cual formaba parte. Era hijo de Isaac Newton, pero nieto de fray Bernardino de Sahagún. Su individual conflicto entre los espíritus de la tradición religiosa ibérica y la emergente modernidad liberal, estaba de alguna suerte anticipando el que ensangrentaría significativo trecho del siglo XIX mexicano, desde la coronación de Agustín de Iturbide hasta el triunfo de la generación de la Reforma. Sin embargo, ese constituiría ya otro mundo, del todo inconcebible para los sueños de la razón dieciochesca; por mucho que, en más de un sentido, fuera a ser ella la productora de sus monstruos.

Imágenes: 
Ilustraciones de George Cruikshank para The travels and surprising adventures of Baron Munchausen (Londres, 1875).

sábado, 21 de enero de 2023

La alquimia de las preguntas eternas.

En el artista adolescente, la intransigencia directa y hasta medio inquisitorial constituye un atributo virtuoso cuando exige de sí mismo y de sus semejantes todo o nada: no negociar, no transigir, no condescender a la banalidad, morir en nombre del ideal, seguir hasta sus últimas consecuencias la quemante intuición de la Verdad y la Belleza. Con el transcurrir del tiempo y el avance de la edad, no es sólo que cada uno de los términos así enunciados exhiban su inmensa, conflictiva variedad de matices y de claroscuros. Es sobre todo que toca al artista focalizar dichas exigencias de forma mucho menos extrovertida, como algo a alentar, madurar y salvaguardar de cara a sí mismo; compartiéndolo en cualquier caso como una opción viable para los otros.

Son las sendas recorridas por los grandes magisterios y las grandes obras lo que otorga sentido a la existencia del arte. Y se antojaría de mínimo decoro para todo profesional dedicado a la actividad artística identificar que esas sendas están ahí. Pero nada obliga, nada puede obligar exteriormente a transitar por ellas. Hacerlo será siempre el fruto de una elección individual: acaso el supremo acto de autonomía a que puede aspirar el alma humana.

Y semejante elección de ninguna manera garantizará que lo que tú produzcas vaya, no digamos a aproximarse a la perfección y la grandeza de tus más caros modelos y guías, sino ni siquiera a resultar plenamente logrado en función de los modestos términos dentro de los cuales hayas trazado tus propias específicas coordenadas. Este es un camino que en términos de entrega te lo exige todo, y en términos de feliz hallazgo no te garantiza nada. La mayoría de las gentes no están dispuestas a algo así. ¿Y por qué habrían de estarlo?

En el fondo, las reglas de juego del acto creador son las mismas desde el primer instante. Sólo que se van matizando en profundidad, ahondándose y transparentándose de forma gradual. El joven que comienza a escribir, a pintar o a componer, se ampara de manera casi íntegra en su sinceridad. Piensa que por el hecho de trasladar lo más literalmente posible sus sentimientos, sus ideas, sus temores y sus dudas a un papel, a una tela o a unos acordes, lo que produzca deberá tener por fuerza una valía artística, y que los demás seres humanos estarán obligados a captarla. De ahí la recurrente necesidad que todo aprendiz de artista experimenta por explicar su obra, sea antes o después de someterla a la consideración del público. Al así proceder, lo que normalmente pretende es hacer patente la honestidad de sus intenciones y la veracidad de sus vivencias.

Parte esencial del aprendizaje del oficio consiste en descubrir que la obra no tiene por qué ser sincera en términos linealmente confesionales. Que hay otro tipo de sinceridad más esencial y sutil a la cual nos debemos. Ya no una sinceridad de circunstancias de cara al espectador para ganar su elogio, sino una sinceridad sostenida y callada entre la obra y nosotros.

Por absurdo que acaso suene así dicho, alguien que a través del trabajo artístico haya madurado para sí una búsqueda espiritual fecunda y real, puede no obstante haber generado sólo obras menores o francamente mediocres. Esto es, obras que por sí mismas no alcancen a compartir —a veces ni siquiera a insinuar— el eco de los hallazgos ni de la gesta a través de la cual se posibilitaron.

Dichas obras tendrán por supuesto un valor perdurable para su artífice y para su entorno. Del mismo modo que en el contexto de un hogar cobra valor perdurable la hoja de cuaderno donde la nieta, el hijo, la madre o el abuelo, sin ningún género de dotes ni afición por el dibujo, se aventuraron a intentar un retrato de todos los miembros de la familia, escribiendo debajo “los amo”. Es posible que ese dibujo perdure como un bien precioso dentro de la mitología del clan. Que se le enmarque y se le reproduzca. Que se vuelva un hábito relatar el modo en que todos se conmovieron al verlo, ponderando el poder de unión afectiva que reside en él. Hasta que le llegue el turno de ser sometido a la consideración de alguien por completo ajeno al clan, desconocedor de las incidencias de su manufactura y de las magnitudes del aprecio sentimental que se le tiene. Quedará entonces automáticamente despojado de cuantos atributos le otorgaban su valor. Será sólo un dibujo malhecho con una nota debajo. Y cabe por supuesto esperar la indignación de más de un miembro de la familia ante la insensibilidad del intruso, incapaz de lo que para él la obra parecerá decir a las claras por su propia evidencia. Todos los padres hemos experimentado dicha incomodidad, al notar la honesta indiferencia de un extraño ante las virtudes, gracias y bellezas de nuestros hijos. Rasgos que a nuestro juicio se presentan indisputablemente objetivos.

De ese mismo modo, podemos madurar a título personal profundas clarividencias, sólidas maduraciones, grandes entendimientos a propósito del mundo, la humanidad y la vida, desde la confección de producciones sin mérito artístico propiamente dicho. Y cuando digo “mérito artístico” no me refiero en exclusiva a competencia técnica para la realización material de obras, sino a todos los factores que el acto creador involucra. Factores capaces de convertir el fruto de una sensibilidad individual irrepetible en resonancia compartida y perdurable para una multitud de almas por completo ajenas a la vivencialidad directa que haya podido darle origen.

Mientras mayores sean los hallazgos personales que un proceso de realización creativa te haya proporcionado, mayor riesgo tendrás de sucumbir al espejismo de que la obra resultante tiene garantía automática de aproximar hacia los mismos territorios donde ella te llevó a cuantas personas la aprecien. Puede suceder justamente al revés. Mientras más efectivamente situado se halle un artista en los límites esenciales entre lo decible y lo indecible, menos garantía podrá reclamar respecto de la transparente correspondencia representativa entre búsqueda y obra.

Ello ya resultaría complicado si el puerto de llegada de la creación artística consistiera en pronunciar respuestas. Cuán más incierto resultará el camino, cuando lo que las grandes obras y los grandes magisterios han atinado siempre consiste antes bien en la articulación de ciertas preguntas fundamentales perennemente renovadas. ¿Cómo sé que lo que mi obra pregunta es en efecto lo que debía preguntar, lo que quería preguntar? Y ya concediéndole el beneficio de semejante duda, ¿cómo puedo garantizar que sus preguntas resultarán inteligibles para otros más allá de mí?

La verdad es que no tengo manera de saberlo. La verdad es que el extravío y el malogro constituyen un riesgo innegociable para cuantos elijan crear desde el móvil manantial de las preguntas eternas.

Obras y artistas hay que debieron aguardar prolongadísimo plazo de incomprensión y exilio, antes de transparentarse pregunta compartida y pertinente. Obras y artistas hay en todas las épocas, que eligen ceder  a la sin duda grata sensación de estarse erigiendo pregunta compartida y pertinente, en obediencia servil a las inercias de lo urgentemente actual, y signadas siempre por una implacable fecha de caducidad; obras y artistas hay que, sin importar los fulgurante esplendores cortesanos de que a su turno hayan podido gozar, en un plazo por demás breve van a sepultarse en el más definitivo y justo de los olvidos. Obras y artistas hay que, cediendo al imperativo de lo actual, se cristalizaron no obstante pregunta perdurable y compartida. Obras y artistas hay que permanecen de manera sostenida fuera del ojo del gran público, en literal materialización de las preguntas esenciales de lo invisible y de lo secreto.

Y no existe receta para ser Pessoa, para ser Rimbaud, para ser Rulfo, para ser Felisberto Hernández. Y la entusiasta vindicación de las obras maestras, sean multitudinariamente veneradas o marginalmente compartidas, nos hace olvidar con frecuencia la copiosa multitud de las travesías fallidas, los naufragios en altamar sin eco de  puerto, las  obras malogradas, el infinito padrón de creadores como fulgurante augurio de lo que a final de cuentas no fue.

A nadie puede exigírsele que se interne en zona tan incierta, ni menos aún que lo deje todo por ella. Bienvenido quien así elija sitio en tu misma tormenta, pero jamás te autorices reprochar a cuantas almas se excusen de hacerlo. Están en su legítimo derecho, y su elección bajo ninguna circunstancia les coloca por debajo —aunque tampoco  por encima — de ti.

Los valores fundamentales de todo alquimista son en primera instancia la humildad, la generosidad y la honestidad, sin que quepa sin embargo asimilar la humildad al servilismo, la generosidad al altruismo ni la honestidad a lo unidimensional. Si te toca consignar las patrias de la luz, has de hacerlo con la misma devota intransigencia que si te toca consignar las patrias de la patología y la sombra: asumiendo que la contradicción, la doble vuelta, el paso en falso y la reversibilidad de magnitudes resultan consustanciales, no sólo al proceso de descubrimiento de lo que sea que te toque decir, sino al hallazgo mismo.

Hay quien se ahoga en la luz, y quien nos redescubre los ojos justo en mitad de la más espesa sombra.


Imagen: Filósofo en meditación (1632), óleo de Rembrandt.