domingo, 3 de julio de 2022

Neoclásico y Romanticismo: apuntes.

 

Todo es mezcla. Todo es matiz. Todo es frontera imprecisable, límite que se difumina. Y sin embargo al mismo tiempo, para ubicar y transitar esa pluralidad impetrificable, precisamos distinguir, delimitar, clarificar. No de otro modo admite una cartografía ser elaborada, sino mediante el establecimiento de fronteras y límites donde ni la tierra ni el mar han puesto límite alguno. Y no de otro modo admite la navegación el ejercicio de su arte, sino a través de la orientación de una cartografía, por rudimentaria y mínima que esta sea, aunque sin duda buscando en ella la mayor precisión posible. Soñarnos navegantes sin brújula, timón ni portulano, podrá exaltar sentimentalmente nuestra fantasía, pero poco tiene que ver con la real posibilidad de navegar.

Tal vez el secreto resida en no olvidar que el más exacto de los mapas jamás sustituirá el espacio material del mar y de la tierra. Que cualquier cartografía es una estrategia de aproximaciones obligada al rigor de lo categórico, pero siempre al servicio de materias donde lo categórico gusta disolverse en toda suerte de ambigüedades.

¿Dónde comienza un estilo artístico? ¿Dónde termina? ¿Cómo es que nos consentimos agrupar en especies y linajes comunes, obras que al aproximar en detalle la mirada advertimos inconciliablemente diversas, contradictorias, encontradas? ¿Cómo nos atrevemos a decretar distancias ahí donde no dejan de subrayarse, a través de los siglos y las geografías,  inequívocas líneas de continuidad?

¿Neoclásico? ¿Romanticismo?

En el teatro inglés, Ben Jonson inaugura según unos autores el Neoclásico desde  principios del siglo XVII. En la pintura francesa, según otros, el Neoclásico cristaliza ya con el siglo XIX encima, entre lo que se ha dado en denominar protorromanticismo y el Romanticismo propiamente dicho. Desdiciendo las cronologías canónicas, Goethe (nada menos que Goethe) decide ser primero romántico y después neoclásico. Desde cierta perspectiva, el Neoclasicismo se admite como la perpetuación aristocrática de los modelos clásicos; desde otra, como el arranque de la revolución burguesa contra la autoridad aristocrática y sus modelos artísticos referenciales. ¿Son más neoclásicas las actualizaciones de los mitos griegos acometidas por Racine que las innovaciones burguesas de los dramas de Diderot? ¿Aspiró el Neoclásico a retraerse en pos de los marcos normativos de la antigua Grecia, la antigua Roma y el Renacimiento? ¿O por el contrario, pretendió otorgarle la misma autoridad de esos marcos normativos a los aportes de un arte totalmente nuevo, de una época totalmente nueva?

¿Todas esas opciones a la vez? ¿Ninguna de esas opciones en absoluto? ¿Algunas obras y personalidades corresponden a ciertos rasgos hasta cierto punto? ¿Algunas otras todo lo contrario?

Escojo a propósito el Neoclásico para la enunciación de dicha zozobra, porque solemos suponer que es justo en él donde cada cosa está más clara, precisa, delimitada. ¿No se trataba después de todo de obedecer a la guía de la razón, establecer reglas inapelables universalmente válidas? Otra vez, sí y no. Otra vez, depende de quién, depende de dónde, depende de cuándo; y, sobre todo, depende de por qué y de para qué. No es lo mismo Defoe que Moratín. No es lo mismo Feijoo que Lafontaine.

Si esto ocurre con el que se supone cuadrado, aburrido y predecible Neoclásico, cuánto no sucederá con el Romanticismo, al que de inmediato nos apresuramos a reputar de espontáneo, indómito, tempestuoso. Máxime si aceptamos, como sostuviera en su momento Octavio Paz, que la revolución romántica se mantiene aún en curso, y que nosotros hemos de reconocernos apenas como los más recientes partícipes de su travesía. Pero ya que a las meditaciones de Paz aludimos, aprovechemos para recordar que él entendía a la Ilustración del siglo XVIII y al Romanticismo del siglo XIX como un binomio inseparable, como la génesis fundamental de lo que gustaba llamar Modernidad, y yo prefiero llamar sociedad burguesa.

Si toda cartografía exige una elevada dosis de arbitrariedad en su intención de ser útil al navegante, acaso no reste al cartógrafo otra merced que sincerar del modo más honesto, hasta donde él mismo sea capaz de distinguirlo, el margen de sus respectivas arbitrariedades.

Yo, por mi parte, me inclino por caracterizar el tránsito del Neoclásico al Romanticismo como un período de franca confrontación entre nobleza y burguesía, por entronizarse como cima del orden social. Dicha confrontación es tan antigua como la civilización cristiana, y aun en las grandes culturas antiguas resulta posible rastrear, con matices diversos, el mismo cíclico perfil de conflicto. Esto es, un linaje señorial originario que se extiende y ramifica hasta generar en su seno virulentas acechanzas por el poder; exigiendo, lo mismo de quien ocupa el trono que de quienes aspiran a él, un respaldo material y político por parte de clases advenedizas que así van poco a poco conquistando privilegios y capacidad de influencia en el rumbo del reino, la ciudad, el señorío, el imperio.

Al iniciarse el Neoclásico, la burguesía tiene significativos espacios de poder conquistado, que ya no perderá. En múltiples casos, cabe quizá aseverar que ya es suyo el poder económico, aun cuando los poderes político, ideológico, social y cultural aparezcan sólidamente aferrados todavía a su milenaria raíz aristocrática. Al culminar el Romanticismo, las noblezas europeas habrán cedido también el control de esos poderes, no obstante que en diversos países vayan a mostrarse capaces de conservar parte de sus funciones y sus privilegios, mismos que en numerosos ejemplos mantienen hasta hoy. Pero no nos engañemos. Basta contrastar el alcance de esa influencia y esos privilegios con el alcance y la influencia de los privilegios de esa misma nobleza durante los siglos precedentes, para que la magnitud de la pérdida se nos revele en toda su (para ella) catastrófica dimensión.

Sin embargo, nos equivocaríamos si cediéramos a esa tendencia escolar refleja, acostumbrada a dictaminar un Neoclásico eminentemente aristocrático en simétrica oposición frente a un Romanticismo eminentemente burgués. Aun cuando las horas doradas del Neoclásico sobrevengan dentro del esplendor cortesano de las monarquías absolutas, significativa parte de su contextura y sus valores se hallan por completo asociados a lo que identificamos como burgués de manera más típica: el racionalismo, el sentido pragmático, la administración usurera de recursos, etc. Asimismo, las más sublimes horas de la tempestad romántica suelen antojarse a menudo un aferramiento entre desesperado y nostálgico a múltiples nociones y jerarquías nobiliarias en declive; limitémonos a mencionar su sentido de aristocratismo espiritual y su intransigente reivindicación de lo irracionalmente sagrado.

El devenir de esta dilatada y compleja transición histórica no será pues lineal ni unívoco. Tendremos aristócratas liberales y burgueses monárquicos. Tendremos las más diversas modalidades de alianza entre individuos, grupos y corporaciones de la nobleza, la monarquía y la burguesía, con la participación del resto de las clases sociales como inestable fiel de la balanza, dada su sostenida proporción mayoritaria y su acumulado inventario de postergamientos y agravios. Limitémonos a apuntar aquí un único botón de muestra al respecto: representando el decisivo punto de quiebre para el advenimiento del siglo de las revoluciones liberales, la guerra de independencia de Estados Unidos es en principio, y hasta su consumación, antes que nada un conflicto para que entre sí diriman sus afanes de protagonismo imperial las coronas de Inglaterra, Francia y España.

Cuando enfocamos el Neoclásico desde los ojos de Corneille, nada nos parece menos neoclásico que Voltaire. Cuando enfocamos el Romanticismo desde los ojos de Gérard de Nerval, nada nos parece más neoclásico que Voltaire. La Revolución Francesa y el imperio napoleónico, principalísimas prendas de la convulsión romántica, hallarán inmortalizada para la memoria futura su más significativa evocación visual dentro de parámetros estrictamente neoclásicos, a través de la primera etapa creativa del pintor Jacques-Louis David.

Cuán puntual no resultará esta compleja reversibilidad, este ir y venir de vasos comunicantes, cuando desplazamos la mirada hacia nuestro propio país. La herencia neoclásica consolidada durante el Siglo de las Luces, no sólo constituye el postrer legado educativo y cultural novohispano: durante todo el siglo XIX, con matices y ramificaciones que consiguen prolongarse hasta entrado ya el siglo XX, servirá de fundamento y columna vertebral para significativa parte de las travesías artísticas y literarias del flamante estado-nación mexicano. No podía ser de otra manera. Enfrascadas en dirimir el horizonte de un nuevo modelo de país, en medio de un sostenido clima de inestabilidad política y social, con recurrentes períodos de franca guerra civil y ante la permanente acechanza de la voracidad imperial extranjera, los protagonistas de todos los bandos debieron echar mano del último referente formativo sólido, institucionalmente validado. Son ya a estas alturas asunto debatido y aceptado, tanto los inequívocos alientos románticos presentes en el epítome de nuestro Neoclasicismo, Manuel Martínez de Navarrete, como las hondas filiaciones neoclásicas de románticos tan recalcitrantes como Fernández de Lizardi o el Nigromante. Manuel Acuña, prenda emblemática de aquello que los especialistas han dado en denominar segundo romanticismo mexicano, incubó en su breve y malograda travesía poética  un manifiesto espíritu positivista, que en Europa mal hubiera casado con el ideal romántico; forzando un poco las tornas cabría decir que, con su escritura y su suicidio, Acuña le otorga banderazo de salida lírico a la porfiriana casta de los Científicos.

Otra disposición habitual en este tipo de asuntos tiene que ver con la inmoderada exaltación o el inmoderado menosprecio de lo que nos es más inmediatamente propio. De un lado, los cáusticos descalificadores, según los cuales la Ilustración y el Romanticismo de tradición hispánica carecen de toda relevancia y valor, como no sea para especialistas académicos de lo insignificante. Del otro, las exaltaciones panegíricas que, con todo género de superlativos, proceden a dar por sentada la equivalencia de alcances entre Samaniego, Swift, Schiller y Sterne, entre Espronceda, Keats, Pushkin y Leopardi.

Acá, sin renunciar a la fatal propensión partidista de cada quien, se hace indispensable como siempre apelar a la mesura crítica y autocrítica. Situando las puntuales valías y falencias de cada caso, los románticos y neoclásicos de España, América Latina y México, fueron nuestros directos partícipes, nuestro efectivo margen de interlocución con las profundas transformaciones que estaban aconteciendo en el orbe. El trabajo que realizaron no cesa de agigantar a la distancia su mérito de conjunto. Para mal, pero sobre todo para bien, no seríamos quienes somos sin sus curiosidades, sus osadías, sus estrategias, sus preguntas, sus amagos de respuesta.

Carece de sentido preguntarse en qué peldaño del escalafón quedan situados José Antonio Bartolache respecto de Montesquieu o Isabel Prieto Landázuri respecto de Victor Hugo. Más provechoso resultaría aceptar y discernir nuestro deber de eterna gratitud hacia ellos y sus pares. No sólo por haber sabido convertirse en lúcida ventana y generosa puerta de acceso, sino por haber adelantado los cimientos de una habitación propia; una habitación que, a final de cuentas, sigue siendo todavía la nuestra.


Imágenes:

1. La muerte de Abel (México, 1851). Santiago Rebull.

2.  La radeau de la Méduse (Francia, 1819). Théodore Géricault. 

3. Le serment de jeu de paume (Francia, 1791). Jacques-Louis David. 

5. El descubrimiento del pulque (México, 1869). José María Obregón.