miércoles, 7 de noviembre de 2018

Desde debajo del silencio

No. No nos tocará ser los profetas que clamen la buena nueva revelada, cualquiera que esta sea, en medio de la plaza a voz en cuello, delante de multitudes ávidas. No nos tocará fungir, tal lo soñaba Shelley, como legisladores del mundo, ocupando ningún privilegiado escaño en la Cámara Baja de la Alta Fantasía. No gozaremos siquiera los privilegios de la estirpe Baudelaire, escandalizando con nuestro aspecto a la vía pública. Seremos invisibles. Aunque no siempre. A veces nos verán, y vendrán con enloquecida furia por nosotros, para silenciar nuestro silencio, para devolver al omnipotente olvido en cuanto les sea posible el frugal pedacito de memoria que hasta ahí hayamos sido capaces de guardar, abrigar y mantener vivo bajo nuestros cuidados.

Disculpen ustedes si sueno resignado. No lo estoy. Desesperado tampoco. Sólo trato de preservarle, con la mayor lucidez posible, genuino espacio de resguardo a la llama de mi rebeldía. Entiendo perfectamente la tentación que experimentamos de sumarnos al coro de las vociferaciones. Tentación que en los días venideros no hará sino acrecentarse. Tanta vociferación de sinsentidos en torno nuestro, tiende a hacernos experimentar cada vez más a menudo la impresión de que sólo vociferando con la  misma intensidad podremos hacernos oír, podremos abrirle aunque sea mínimo margen a la porción de aquello que alcanzamos a intuir como verdad. Y suele suceder que, dejándonos llevar por ese ímpetu, esa desesperación y esa urgencia, cuanto consigamos sea engrosar serviles el mismo estruendo que nos indigna y aterra, olvidando que la verdad, la dignidad y la virtud, cuando en efecto continúan siéndolo y permiten atisbos para la legítima habitabilidad, jamás vociferan.

Propongo pues como medida práctica, y como precautoria prenda de civismo, desconfiar de toda vociferación, sin importar que los específicos contenidos de la vociferación en turno resulten de nuestra personal simpatía.

No será fácil. El espontáneo impulso ahí donde todo el mundo grita, consiste en soltarte gritando tú también. Afanarte por elevar la voz dos decibeles encima del prójimo , suponiendo que es así como se hará escuchar lo que tienes que decir, lo que te urge denunciar, lo que te apremia reivindicar sin margen para prórrogas. Pero, puesto que ahí donde cualquiera grita nadie se muestra de suyo dispuesto a oír; puesto que cada cual se asume en idéntico derecho de reivindicación y de denuncia de acuerdo a sus respectivas convicciones, filias, fobias e intereses; puesto que la única unánime coincidencia dentro de semejante territorio consiste en superponer a como dé lugar tu voz a la ajena, la alternativa de hacer valer (hacer sonar) determinado punto de vista queda circunscrita a la mayor o menor capacidad de imponerlo mediante la violencia. Más eficiente dicha violencia cuanto más capaz e inescrupulosa se muestre para administrar, con alevoso cálculo, la reinante atmósfera de riña.

El más propicio caldo de cultivo para el fascismo, sí. Pero no nos llamemos a engaños. No nos rasguemos las vestiduras gritando a los cuatro vientos nuestro cándido azoro por la atroz evidencia de tenerlo otra vez delante con perfecta salud. En realidad no se fue jamás. Y tampoco es que se haya tomado demasiados cuidados con el disimulo. La única razón por la cual pudimos dejar de ver semejante caldo de cultivo, es porque preferimos dejar de verlo. Acabamos creyéndonos, con cada vez más insustancial seguridad conforme los lustros transcurrían, que aquello había sido consecuencia de la aparición simultánea de un puñado de individualidades oprobiosas e irrepetibles. La barbarie, la sinrazón, la devastación y el genocidio ejercidos a una escala sin precedentes, por obra exclusiva pues de personajes tan perfectamente ubicables como bien muertos y sepultados, sin boleto de vuelta sobre el escenario de la Historia.

El talante a veces sobrehumano y a veces infrahumano con que nos habituamos por norma casi unánime a recordar, escarnecer, exhibir y ridiculizar aquellos nombres propios de primer plano, consiguió desdibujarnos hasta qué punto ellos y sus monstruosas multitudes de prosélitos habían sido no menos y no más que seres humanos, por tanto inquietantemente semejantes en su configuración a nosotros mismos. Y nos volvió imprecisas en extremo, tal si se tratara de extraterrestres cada vez más improbables, a las millones de personas enfervorizadas por aquellos incendiarios discursos, aquellos extraviados remedos de teorización (metafísica, antropológica y biológica) apoyados en la nada, aquella brutalidad pendenciera identificada como virtuosa sinceridad, como meritorio dejar de andarse por las ramas.

Omitimos de plano, como prenda del más elemental sentido común, la obvia evidencia de que los muchachos falangistas que rodean a Miguel de Unamuno a su salida de la Universidad de Salamanca en la fotografía de aquel 12 de octubre de 1936 (cuando el militar franquista Millán Astray lo increpó durante su intervención como rector al son de “¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!”), admiten plenas semejanzas fisonómicas con buena parte de nuestros vecinos de todos los días. Perdimos de vista que todas esas gentes, parecidas a hormigas en el blanco y negro de los documentales, fuera con el brazo en alto, fuera aplaudiendo entusiastas un discurso del führer, fuera aplaudiendo festivas al paso de un desfile encabezado por el salvatore della Patria, no se habían quedado ahí para pasto de nuestra lástima, nuestro rencor, nuestras burlas, nuestro automático encogimiento de hombros ante “lo que ya pasó”, sino como sostenida, imperecedera demanda para nuestra capacidad de comprensión: exigiéndonos ejercer, responsables, el por supuesto nada grato ejercicio de ponernos en su lugar y tratar de descifrar por qué habían hecho lo que habían hecho, por qué habían pensado lo que habían pensado, por qué habían sentido lo que habían sentido. Hoy podemos seguir experimentando sin duda accesos de lástima, rencor, risa o estética indiferencia al asistir al sostenido crescendo de vociferaciones pendencieras en torno nuestro; pero seamos sinceros, la verdad es que nos provoca sobre todo miedo. El mismo miedo que provocaba hace cuatro siglos ser prendido por el Tribunal del Santo Oficio en nombre del Bien, la Justicia y la Verdad; o vivir en la década de 1970 en casi cualquier capital sudamericana, y escuchar que alguien llamaba a tu puerta a deshoras. El mismo miedo que redescubres cada vez que vuelves a leer El diario de Ana Frank.

No. No es hora de ponernos a ver de nueva cuenta Casablanca, por mucho que la amemos. No es tiempo de sentirnos confortados por la dulce ilusión de que siempre podremos cantarle a los alemanes “La Marsellesa” en las narices, sin importar que luego nos clausuren el bar. Es tiempo de otro tipo de recordatorios, otro tipo de memorias, otro tipo de incómodas dignidades. Tiempo de volver a ver Mephisto de István Szabó, Vergüenza de Ingmar Bergman, y reír hasta las más secas lágrimas de amargura con las recreaciones de la Italia fascista en manos de Federico Fellini. Tiempo de desempolvar a Wilhelm Reich y Albert Camus aunque no sean estrellas de la hermenéutica post-deconstructivista (o tal vez justo por ello). Tiempo de recordar que la poesía de García Lorca es inmortal, pero que a Federico lo mataron; y no como suele lamentar la historiografía literaria, “aunque no le hacía daño a nadie”, sino precisamente porque no le hacía daño a nadie.

Tiempos de volver a ver El ángel exterminador de Luis Buñuel, y recordar todo el tiempo las versiones que señalan como motivo de inspiración para la cinta el óleo de Géricault Le Radeau de la Méduse; cuadro donde a su vez se evoca la tragedia de un centenar y medio de náufragos franceses, a la deriva en una balsa durante semanas, procurando preservar en principio mínimas normas de cordialidad y de decencia, y al final aniquilándose y devorándose unos a otros; y prestar atención ante todo, como útil admonición y preventiva alerta, a ese momento de la cinta donde Blanca (Patricia de Morelos), increpa desolada: “todos, hasta los mejores empiezan a perder la cabeza”.

Tiempos de volver a El rinoceronte de Ionesco y a la poesía de Paul Celan.

Y tiempo también de volver a leer Los errores de José Revueltas, aun cuando en principio parezca que estamos aquí hablando de otra cosa. El silencio que como comunista, como escritor y como ser humano impugna Revueltas en su novela, es el de todos aquellos que supieron, consintieron, disimularon y callaron que La Causa hubiese devenido, en múltiples y fundamentales aspectos, reflejo literal de su otrora némesis fascista:

…cuando los comunistas callan —callamos— ante la injusticia propia, ante los crímenes sacerdotales de los que han hecho del partido una Iglesia y una Inquisición, cuando guardamos silencio precisamente en este tiempo que es el que menos lo merece entre cualesquiera otros tiempos de la historia, no es nadie sobre la superficie de la tierra, sino el hombre, quien junto a nosotros también ha enmudecido.


Más allá de las banderas, un sedimento común y más bien monocorde va enseñoreándose del paisaje: la crispación como expresión automática del entendimiento, el linchamiento como único visible recurso para llevar a efecto cualquier modalidad (por reducida y simbólica que sea) de justicia colectiva. La gresca y el griterío asimilados al más ensordecedor de los silencios.

No. No es hora de vociferar ni de gritar. Es hora de aprender a hablar desde debajo del silencio. Es hora de aprender a alimentar en secreto, como hicieron entonces nuestros maestros, la amenazada llama de la memoria. Un día —no importa que sea hasta que ya casi no quede piedra sobre piedra— las gentes van a cansarse de tanta vociferación y tanto grito, van a quedarse calladas, sin saber qué decir, pero al mismo tiempo necesitadas de palabras: sus propias palabras olvidadas, sus propias memorias extraviadas, su propio derecho a rescatar la voz como prenda de diálogo donde encontrar al otro, donde encontrarse en el otro. Y van a necesitarnos; no propiamente a nosotros, sino a aquel fragmento de canto que cada uno de nosotros haya sido capaz de conservar.

No. No nos toca ser espectaculares prometeos con nombre propio, trayendo el fuego desde el cielo. Nos toca ser los anónimos vagabundos del final de Farenheit 451 de Ray Bradbury, sobreviviendo más allá de la ciudad y resguardando en nuestro pecho el rastro de algún libro, propio o ajeno, capaz de articular mañana, allá muy lejos, cuando pase la noche, algo parecido a Canta oh musa, En el principio era el Verbo, Muchas noches he estado acostándome temprano, Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, ¿Entontraré a la Maga?, Había una vez…


Imagen: Escena de la película Una giornata particolare (1968) de Ettore Scola.