domingo, 29 de marzo de 2020

El ayer y su neblina.



Seré en tu vida lo mejor / de la neblina del ayer / cuando me llegues a olvidar. Como es mejor el verso aquel / que no podemos recordar.
Vete de mí, de Homero y Virgilio Expósito.

Armar a retazos —a infieles oleadas, a pedacería llevada y traída por los accidentes del acaso— el testimonio de la memoria, el dudoso rastro presente de lo que se supone fue. A la antigüita, a lo caduco, del mismo modo en que se estilaba durante aquella prehistoria previa al dato instantáneo por vía virtual. Reconstruir el trazo de las calles, la fachada de las casas, el sentido del tránsito y el color de que estaban pintados los camiones, sin consentirnos el menor vistazo a la web. Perseguir aquel perfume que perdimos, aquel sabor ya extraviado sin remedio, manteniéndonos al margen de todo espejismo digital.
Porque de eso se trata solamente: de espejismos. Todos alimentamos algún grado de gratitud hacia las evocaciones y reencuentros, de otro modo improbables, que una fotografía o un video nos han permitido a través de algún blog o alguna red social. Pero seamos sinceros: más allá de la parafernalia tecnológica que hoy nos permite sentir más a mano la reconstrucción documental, auditiva y visual de lo que ya no somos, el pasado sigue quedando a la misma insalvable distancia a la que había quedado siempre; la nostalgia continúa detenida en el mismo inapelable regusto de imposible que acudió a la boca de la primera mujer y el primer hombre aquel día, cuando miraron su rostro reflejado en el agua y advirtieron que habían cambiado de modo irreparable, sin posible retorno.
Si me apuran un poco, tentado me siento incluso a aseverar que estamos más lejos de nuestros recuerdos (pero sobre todo de la física materialidad y el empañador aliento propios de los mejores recuerdos) respecto de las generaciones previas, para las cuales la palabra “memoria” nada tenía que ver con un hard disk o con un smartphone. Porque entonces el acceso a prendas específicas, capaces de detonarnos esta o aquella evocación, resultaba infinitamente más arduo en sus tentativas, más austero en su botín de reliquias restituidas, más exigente en el cuidado de los objetos, las personas y las señas recuperadas del naufragio que significa transcurrir, dejar atrás. Volver a tropezarte con aquella presencia a la que el olvido te había resignado a no ver nunca más, sentir de vuelta sobre los dedos el tacto de un objeto del que conservabas apenas pálidos contornos con algo de manchón impresionista, bajar del estante uno por uno los álbumes de fotografías e ir pasando las páginas con quién sabe qué religioso recato, recobrar del interior de un libro o de una polvorienta cartera ya en desuso el rostro que alguna vez tuvo el amor…
Reubicar el nombre de un establecimiento que ocupara otrora determinada esquina, demandaba obligatorias caminatas, charlas con el vecino o el casual conocido, fatigosos buceos en bibliotecas y archivos hemerográficos.
Y, sin que ello significara bajo ninguna circunstancia suplantarle, ahorrarle o conjurarle a la memoria cuanto tiene de azarosa, de imprevisible y súbita, de gratuita y artera, de tramposa y esquiva, siento que el esfuerzo invertido, la precariedad evidente de las prendas recobradas, la reiterada afirmación en primer plano de que a la inmensa mayoría de lo extraviado no podríamos volver a asomarnos jamás, daba mayor consistencia a nuestras evocaciones; pero sobre todo nos volvía mucho más responsables respecto de nuestros potenciales recursos de memoria y olvido.
Hoy comenzamos a dejarnos dominar por la equívoca impresión de que todo se puede recuperar. Y ello vuelve de suyo más raquíticos, reduciéndolos a la ley del mínimo esfuerzo, nuestros afanes por recuperarlo, nuestro entendimiento de cuán frágil resulta aún (y seguirá resultando siempre) lo efectivamente recuperable, así como el esmero para atesorar nuestro modesto patrimonio de perfumes recuperados.
Quien, con festiva serenidad, sonrisa entristecida, intrigado tanteo o franca obcecación, se demora en el escrutinio de algún deslavado ayer, lo hace no con aspiración de que le sean restituidas espectaculares porciones de tiempo-espacio o carísimos saldos de utilería, sino en pos de un perfume siempre sutilísimo, singular e irrepetible.
Y no que propugne yo por retomar, adaptadas a fines mucho más impalpables, aquellas viscerales, desesperadas y a final de cuentas estériles tentativas de algunos artesanos durante los albores de la Revolución Industrial, cuando se presentaban en las primeras incipientes factorías para hacer pedazos las máquinas, sintiendo que éstas anunciaban (tal en efecto, sin vuelta atrás lo hacían) el reemplazo de su mano de obra como elemento clave del mercado laboral. Quizás cuanto pretenda sea sólo reivindicarle a nuestras sofisticadas herramientas memorísticas de hoy la misma ardua dignidad de nuestras herramientas memorísticas de antaño, y recordar así que su valor último y esencial no lo obtiene la herramienta ni de su fugaz sabor a futuro ni de su inevitable resaca de caducidad, sino del plazo en tiempo presente que la erige digna mediación entre el ser humano y el mundo.
Y por eso, como una tentativa más a propósito de la cual prefiero no razonar demasiado, a la que opto por mejor respetarle el miope impulso —el regusto a ocurrencia indispensable, el absurdo mandato— me impongo la tarea de recordar sin otra apoyatura que la del propio recuerdo, respetándole todas las infidelidades, distorsiones, omisiones y añadidos en que sé incurrirá, sin que por mi parte vaya a ser capaz de distinguirlas de cuanto resulte evocación puntual o dato fidedigno. Y en el recuento, me juro procurarle la más respetuosa de las cautelas a cada mínimo atisbo capaz de sugerir en las venas la restitución de cierto reconocible pulso, de erizar medio palmo de piel con la temperatura justa de otros días, de disponer apenas durante breve segundos dentro y en torno mío las mismas coordenadas impalpables que antaño singularizaran determinado instante.
Hay por ejemplo un último tramo de mi infancia que jamás podré insinuar siquiera a través de las palabras, pero que vive en mí de manera indeleble, sosteniendo su fragancia intacta a partir de un peculiar entronque: por un lado, un disco de Willie Colón y Rubén Blades; por otro, algunos específicos ejemplares de cómic de superhéroes.
La serie mexicana de Los Vengadores, publicada a partir de los años setenta por Novedades Editores, transitaba aquellos episodios donde Henry Pym regresa al equipo ya no como Hombre Hormiga, sino convertido en Goliat, y entrando en casi automático conflicto con el —para mí— insuperable Ojo de Halcón. Yo volvía una y otra vez sobre las mismas páginas, mientras de las bocinas del estéreo solía brotar en plenipotenciario esplendor aquel clásico de la Fania All Stars (una suerte de Avengers de la Salsa), con Plástico, Ojos, Siembra y, sobre todo, Pedro Navaja.
Cierta serena claustrofobia viene a envolverme cada vez que reparo en lo imposible que me será hasta el fin de los tiempos transmitir la profunda y perfecta consonancia establecida entre el amarillo y azul del traje de Goliat, y el borracho que desafinado se iba cantando con los últimos acordes del lado A del disco: “la vida te da sorpresas”; o entre la pendenciera socarronería de Ojo de Halcón y “el tumbao que tienen los guapos al caminar”. Al conjuro de su divisa de batalla (“Vengadores, unidos”), los paladines estelares del Universo Marvel marchaban indistintamente hacia cualquier punto del planeta o el cosmos donde los ogros comunistas acecharan, y desde el tocadiscos clamaba Rubén Blades: “¡Nicaragua sin Somoza!”; y para que no existiera contradicción alguna de por medio, bastaba con no tener ningún conocimiento de ella.
En aquellos ejemplares de historieta, Goliat volvía al dream team envuelto por la tragedia. Tras una batalla en la que se había visto obligado a aumentar de tamaño, ya no podía volver a hacerse pequeño, ya no podía recobrar su estatura normal; y había pasado así a convertirse ni siquiera en un gigante, sino en un hombrón estorboso, patarato e irascible. Situación que hoy aquí me hace meditar que a todos se nos llega más temprano que tarde la hora de abandonar los levísimos júbilos del Hombre Hormiga para pasar a hallarnos enclaustrados en el vergonzante embarnecimiento de Goliat. Pero, a diferencia de Henry Pym, nosotros no disponemos de Stan Lee para que a la vuelta de la esquina nos levante el castigo mediante alguna inesperada triquiñuela (sólo para de inmediato someternos, claro está, a otro alevoso golpe de efecto argumental); nosotros, aun cuando sobrellevemos el asunto procurando mantener el tipo, quedamos obligados a vivir ya de fijo en el cuerpo y el alma de ese gigantón incapaz de volver a ser pequeño. Y es justo al pensar eso que me acude a los labios, espontáneo, quién sabe si como escéptico conjuro de última instancia o sólo como estribillo de fuga para mirar en otra dirección, aquello de: “María Lionza, hazme un milagrito y un ramo‘e flores te vo’a llevar”.
Esos inaugurales días de mi pubertad, representaban no sólo la incómoda conciencia de reclusión del héroe perdido en la celda de un cuerpo tan inmanejable y estorboso para el día a día, como insuficiente a todas luces para cualquier excepcional combate en escala monumental. Representaban también un intraducible sabor capaz de mixturar, en idénticas dosis, regustos de solar plenitud y regustos de sideral tristeza. Ojos prestos todo el rato a humedecerse, fuera por gratuito desasosiego o por gratuito júbilo.
Hoy —a tantos años de distancia ya, y para indignada ofuscación de alguno de mis amigos más esenciales y queridos— la salsa se halla menos próxima a la repisa de mis filias que de mis aversiones musicales. No obstante, podría aseverar que mi cabeza retiene intacta cada nota y cada sílaba de aquel Siembra de Blades y Colón, al que ahora estoy en condiciones de situar documentalmente como clásico y disco fundacional para la historia del género, sin que ello altere en lo más mínimo, ni a favor ni en contra, la íntima y ya perenne familiaridad entre nosotros. Puesto que dicha familiaridad no me queda circunscrita en exclusiva a título de privada prenda, sino que se trata de una seña colectiva, sostenida en contubernio con mis tres hermanas, Siembra suele constituir obligatoria escala en el repertorio musical base de nuestras reuniones; apenas poco más.
Por el contrario, hace ya más de una década que Los Vengadores pasaron a convertirse otra vez para mí en obligada referencia cotidiana. Gracias al entusiasta, obsesivo, machacón asedio de mi hijo; o gracias a la añeja fidelidad que en nostálgica y alevosa estafeta al nacer le pasé; o gracias al repunte comercial y mediático de una industria que al terminar el milenio pasado parecía en vísperas de extinción, pero a la vuelta del siglo devino otra vez omnipresente suvenir global. Supongo que hay que atribuírselo en equitativa proporción a los tres factores conjugados.
A veces vuelvo a mirar con mi hijo los capítulos de la hasta ahora todavía penúltima serie animada de Los Vengadores; para mí reciente, pero seguro ya vieja por ya no nueva para la inmensa mayoría de sus consumidores presentes y pretéritos. Un producto ya superado y —por lo tanto— caduco, dirán sus detractores; un clásico, dirán sus fans. Los héroes más poderosos del planeta, clama el correspondiente slogan introductorio. Y llega a suceder entonces que en la pantalla de la televisión aparece Kang, conquistador no de planetas ni de galaxias sino de tiempos. Dada su potestad, sus atributos y sus poderes, al desplazarse a través de múltiples líneas temporales: los ojos de Kang podrían volver a contemplar de modo directo cada instante fugaz que ya hubieran previamente contemplado, la piel de Kang podría volver a palpar efímeras tonalidades y texturas que ya había palpado, la boca de Kang podría volver a probar brevísimos sabores que creía perdidos. Sólo que los supervillanos en general, y los conquistadores cósmicos en particular, son poco dados a semejantes sutilezas minimalistas, consagrados como se hallan siempre a las tentaciones y espejismos de la historia con mayúsculas.
Nada de lo cual me impide a mí ver cómo Kang irrumpe ahora mismo en el departamento que habitaba a mis once años, dispuesto a la batalla porque una de sus crono-computadoras se confundió al detectar por ahí, en la portada de alguna revista olvidada sobre el sofá, el perfil de Goliat y Ojo de Halcón. Ni imaginar con sacrílega licencia (los villanos cósmicos tampoco bailan salsa) que, al compás de la música que emerge de la bocina del tocadiscos, olvida de súbito las pendencias y se marca tres pasos guapachosos (“con fe /siembra-siembra y tú va a ve”). Y luego, sin dejar un solo instante de bailar, abre la puerta del departamento, baja la escalera, atraviesa el patio, traspone la reja principal. Y se pierde por las eternas calles de la Colonia Narvarte. Las manos siempre en los bolsillos de su gabán, pa que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal irredento de la nostalgia.

domingo, 22 de marzo de 2020

Las regiones de la transparencia.



Ante lo transparente hay que mostrarse precavidos, pues resulta altamente propicio para equívocos (y en modo alguno inocentes) automatismos, prestos a remitir toda transparencia a los términos de una diafanidad, una pureza y una candidez tan inofensivas como banales.
Por poner sólo un ejemplo, entre nosotros el título de la más célebre novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, con las décadas ha dado en asumirse casi por acto reflejo como una suerte de chascarrillo, aderezado a partes iguales por la más confortable impotencia y la más anodina nostalgia; a través suyo estaría aludiéndose a una época en que la polución ambiental apenas amagaba en la Ciudad de México preliminares estragos, y su efecto hilarante entre lectores y comentaristas habría que adjudicárselo menos al novelista que a los años acumulados: convertida la capital mexicana en una de las urbes más contaminadas del planeta, recordar que alguna vez pudo llamársele “la región más transparente del aire” (entendida como “la región del aire más limpio”, “la región donde los volcanes alcanzaban a verse desde lejos”) deviene fácil ironía, obviedad satisfecha por su sola enunciación y su sencilla, elemental irrebatibilidad. La pregunta indispensable a plantear es qué tiene que ver eso con el sentido y planteamiento generales de la novela. ¿Es el título un accesorio independiente, que admite asumirse y dictaminarse al margen de lo que la obra como totalidad enuncie? ¿O hay que despachar íntegra a La región más transparente como evocación sosegadamente patriotera y resignadamente apocalíptica de un pasado idílico? ¿Cuanto Carlos Fuentes-Ixca Cienfuegos despliegan a través de su ambiciosa indagación narrativa, cabe y debe enmarcarse en la dominante tendencia de situarnos con disposición turística ante nuestra propia memoria?
¿No será más bien que la idea de transparencia que dicha novela propone y desarrolla hay que buscarla en muy diversas tesituras respecto de aquella que, por obvia, tiende a atribuírsele? La región más transparente no alude a un idealizado territorio de prístina respirabilidad. La región más transparente del aire es aquella donde el aire exhibe con idéntica nitidez los ámbitos luminosos y los ámbitos umbríos; si el balance final afecta una marcada propensión hacia estos últimos, obedece a que es la dolorosa cifra de su material omnipotencia (“ésta es la tierra que nos han dado” apostrofó a su turno Juan Rulfo) lo que página tras página va a debatirse.
Carlos Fuentes es el último exponente químicamente puro de la Novela de la Revolución, porque aun cuando lo hagan ya desde una realidad urbana materialmente consumada, sus dos travesías novelísticas fundamentales (La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz) siguen consagrándose a escrutar y esclarecer el mismo trance histórico que ocupara a Azuela, Luis Guzmán, Urquizo, Muñoz, Yáñez y Rulfo: la muerte del feudalismo porfirista, y el nacimiento de la burguesía mexicana al amparo del orden institucional posrevolucionario. Aunque Aura viniera enseguida a señalarle la indispensable tarea de afrontar la región más transparente del aire ya no como el lugar donde “nos tocó” vivir, sino como el lugar donde —en ejercicio de trágica libertad y amorosa lucidez— elegimos o acatamos vivir, el conjunto de su narrativa posterior fue rebasado por dicha tarea. Autorizado para narrar con implacable transparencia cómo había nacido aquel país, de qué fangos provenía, Fuentes no atinó jamás la misma perspectiva totalizadora a la hora de narrarlo como realidad plenamente consolidada, devoradora simultánea de todos los pretéritos extraviados y todos los aplazamientos de futuro. Capaz de escribir la novela de cómo se institucionalizaba la revolución, no fue en cambio capaz de contar la monolítica y laberíntica depuración de sus medios, el corrosivo deterioro de sus intuiciones y objetivos. La decisiva novela del priísmo (del corporativismo estatal y su compleja maquinaria de usurpaciones y sobreentendidos, de su entronización como dictadura perfecta) que acaso a ninguno como a él correspondía escribir, tuvo que remitírnosla de modo indirecto, desde el Perú, Mario Vargas Llosa con su Conversación en La Catedral. 
En la novela mexicana sólo la travesía de José Revueltas parece adelantar con alguna certidumbre dicha ruta; Los días terrenales y Los errores llevarán la transparencia a magnitudes raramente igualadas en nuestra narrativa. Ellas anticipan la despiadada elegía del cosmos que la muerte de Pedro Páramo y el nacimiento de Artemio Cruz habían inaugurado. Quizá no dejen de ver la ciudad como exilio, pero asumen ya a cabalidad ese exilio como patria. Y hay todavía otro rasgo esencial: para Revueltas, el universo urbano no se restringe a la Ciudad de México (mucho menos a uno de sus barrios o capas sociales específicas), sino refiere a la totalidad de la nación, incluidas significativamente aquellas porciones que parecieran conservar más intocadas y más puras la materias primordiales de la mitología rural.
En 1939, un año después de la Expropiación Petrolera y dos décadas antes de que Carlos Fuentes debutara como novelista con su magistral fresco polifónico, había aparecido la primera edición de Muerte sin fin de José Gorostiza. ¿Qué significa aquel estribillo final del poema, repetido hasta el abuso? “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo![1]”. Coloquial dimensionamiento de las magnitudes que el poeta acaba de asediar, la sentencia admite entenderse por una parte como equivalente casi literal de ese “vámonos a la chingada” con que el decir popular mexicano acostumbra zanjar la certificación de lo irremediable. Pero a la vez resulta necesario dirimir ese par de versos a la luz de la propia transmutación alquímica y el propio debate teológico que ha tenido lugar ante nuestros ojos, verso tras verso, palabra tras palabra. Podemos distinguirnos abismados por la minuciosa observación del modo en que todo lo existente da en diluirse y abrasarse para no perdurar; podemos reconocernos sedientos de metafísica y espiritual nostalgia por ver restituida la unidad originaria de la que por sí solo el hecho de existir nos arrebata. La pregunta continúa siendo en todo momento: “¿y ahora qué?”. ¿Adónde nos vamos con ese atroz entendimiento? ¿Adónde nos vamos con esa implacable sed?
La célebre invitación de Gorostiza, remate último del poema, es en términos más específicamente estructurales el “Baile” que cierra su canción final. La canción a su vez se articula sobre tres llamadas del  Diablo, tentándonos a la caída. No obstante, hay que precaverse para no tomar dicha caída según los términos convencionalmente blasfemos de la ortodoxia religiosa, para la cual toda fundamentación teológica queda reducida a mera añagaza discursiva con objeto de legitimar el alcance nada ultraterreno de sus potestades institucionales. Muerte sin fin sostiene su debate en términos metafísicos estrictos, desde zonas donde toda distinción entre voluntad, pensamiento y materia queda por principio abolida.
Sea que compartamos las conclusiones de un sector del linaje crítico a que ha dado lugar, en el sentido de que tras el último “ALELUYA” la unidad primordial se ha visto restaurada, y sobre las aguas indistintas la voz del poeta ha sido capaz de disponer otra vez a Dios en su potencia primera. Sea que, como postulan otros miembros de ese mismo linaje, concedamos que cuanto ha quedado esclarecido de últimas es más bien la imposibilidad radical de la restitución, es decir la disolución y derrota irreparable de Dios como consecuencia del impulso creador que se consintió acometer. Sea como sea, continúa en pie la cuestión de lo que ha de venir para nosotros, excepción y discontinuidad sostenida aún “en la imagen atónita del agua[2]”.
Luego de asomarnos a las primordiales magnitudes cósmicas y metafísicas donde el universo dirime su sentido de unidad, y donde participar en esa vida eterna exige la obligada renuncia y la absoluta disolución de nuestra fugaz singularidad. Luego de dimensionar que no puede haber, en términos espirituales propiamente dichos, gozo mayor que la restitución del alma individual a la divina corriente donde todo vuelve a ser Uno. Luego, en fin, de dirigir los ojos con enternecida mofa a la informe, incolora e insípida transparencia que somos (“Pobrecilla del agua, ay, / que no tiene nada”[3]), nos vemos devueltos desde tamaño entendimiento al espacio y al tiempo humanos. Y si Dios, a través de sus potestades y atributos, queda identificado con la totalidad eterna, el margen de la particularidad efímera —en su reverso radical o en el peldaño más bajo de su descendente escala— no puede corresponder sino al Diablo.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa…

Son las ganas de vivir. Pero no de vivir el inescrutable plazo cuyo perfil la divinidad ha consentido delinearnos, sino el minuto irrepetible del alma singular ante su prójimo. Porque las señas del instante material remiten de inmediato a la opción, o mejor dicho a la vocación, de disponernos frente y al lado del otro, para correr (sin fatal garantía de cumplimiento) el riesgo de tocarlo y ser tocados por él:

…ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.[4]

“Anda, putilla del rubor helado” requiere el poeta a la muerte. A la suya, a la nuestra: la infinitesimal, personal e intransferible de cada uno. Una muerte con fecha específica, para inscribirse, lamentarse y desmoronarse en una lápida; una muerte con nombre propio, para anotar en la frente de una calavera de azúcar antes de a mordiscos comerla.
¿Adónde hemos de dirigirnos con la humana sabiduría conquistada? Adonde nos tocó, aquí, en la región más transparente. Adonde el aire no condesciende disimulos ni para la luz, ni para la sombra, ni para las infinitas patrias de la penumbra intermedia. En el sitio donde la habitabilidad posible ha aprendido a inventarse desde la más impiadosa de las advertencias, desde el más clarividente de los dolores, desde los más flamígeros augurios de imposible.
La región más transparente de Carlos Fuentes bien puede tomarse como continuación narrativa del hermético poema de Gorostiza. Vámonos al diablo, sentencia el poeta, para que el novelista pase a desmenuzar a su turno la puntual y variopinta especie escondida en tal invitación:

Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad…[5]

Irse al diablo es irse a las calles atestadas o desiertas, al bordillo del camión, a la compartida plaza o al íntimo quicio de la puerta ante la cual todos pasan pero nadie se detiene. Irse al diablo exige la delimitación incesante del paisaje cotidiano, templado a partes iguales por las historias (en singular y con mayúscula) y la Historia (en plural y con minúscula). Es a él donde concurre y es de él de donde emana cada presencia individual, cada singularizada pasión.




[1] En Cantú, Arturo. En la red de cristal, Edición y estudio de Muerte sin fin de José Gorostiza. UAM. México, 1999. 
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] Ídem.
[5] Fuentes, Carlos. La región más transparente. FCE. México, 1993. Duodécima reimpresión a la cuarta edición aumentada, de 1972.

 Imagen: Fotografía de Héctor García.

domingo, 15 de marzo de 2020

Educaciones del estoico.


En su libro El regreso de los dioses, Fernando Pessoa a través del heterónimo Antonio Mora puntualiza que ninguna escuela específica del mundo grecolatino alcanza por sí sola a condensar, agotar o siquiera resumir los contenidos integrales del paganismo. De ahí su acerva crítica contra quienes antes de Alberto Caeiro (el fundamental entre todos los heterónimos pessoanos) pretendieron postularse paganos desde la adopción fragmentaria de este o aquel rasgo, esta o aquella parcial corriente de pensamiento correspondiente a las culturas helénica y romana; adopción condicionada además en estos casos por una perspectiva “cristista” que no llegaban en ningún momento a purgar, sino que les servía de plataforma. No obstante, ese reparto de deslindes, donde Mora despacha lo mismo a Wilde que a Whitman, lo mismo a Nietzche que a Swinburne, permite un abierto si bien mínimo guiño de simpatía hacia los estoicos:

Así, estos pobres críticos del cristianismo lo agreden con armas que son cristianas, por lo mismo que son ilusiones cristianas del paganismo. Toman al epicureísmo por paganismo entero. Otros, más nobles, creen que en el estoicismo está todo el paganismo.[1]

Las causas de ese favor las esclarece Mora en los siguientes términos:

La moral estoica es una moral de subordinación de las cualidades inferiores del espíritu a las superiores, pero superiores y humanas; el auge del cristismo está en el sacrificio y la dedicación a la humanidad espiritual, el auge del estoicismo en la disciplina de sí mismo y en la dedicación al destino propio y, si a la humanidad, a la humanidad concebida cívicamente. El estoicismo es la más alta moral pagana porque es la moral pagana reducida al principio abstracto que es la esencia de todas las éticas del paganismo. La Disciplina es la única diosa ética de los estoicos; y es la disciplina, como hemos dicho, la base real de las doctrinas éticas del paganismo.[2]

En su acepción vulgar, el estoicismo se concibe antes que nada como una actitud de resistencia imperturbable frente a la adversidad: soportar con entereza los vientos contrarios, desde el íntimo y sumiso entendimiento de que no está en nuestra mano revertirlos. Y por esa vía daría la impresión de limitarse al establecimiento vertical de determinadas normas de conducta dentro de los más superficiales dominios de la vida práctica, para acabar mimetizado con las exigencias de sacrificio y mortificación propias de la ortodoxia cristiana.
Indispensable resulta pues puntualizar que las consecuencias estrictamente pragmáticas atribuibles en el plano conductual al pensamiento estoico se fundamentaron siempre (a lo largo de un devenir de siglos que inicia en Atenas tras la muerte de Alejandro Magno, y culmina en la Roma imperial) sobre la amplia perspectiva espiritual y cósmica consustancial al conjunto de la cultura griega; el sentido de virtud para la vida concreta y cotidiana quedaba remitido a un entendimiento íntimo de la mutua correspondencia que anima, entrelaza y organiza todo lo existente, así como de la preeminencia de un sentido universal inmanente; la nociones de destino y de fatalidad no cancelan ni inhabilitan para los estoicos las prerrogativas y los alcances de la elección, la acción y la libertad humanas, sino justo al contrario: sitúan el margen y los cauces a partir de los cuales éstas se despliegan y potencian.
El principio estoico de vivir en apego a la naturaleza de las cosas, además de la rigurosa exigencia disciplinaria planteada por Antonio Mora, presupone pues un profundo e íntimo entendimiento del mundo, capaz de discernir y asimilar (lo mismo en el plano moral que en el lógico y el físico) cuál será la contextura de dicha naturaleza y la noción de virtud universal en armonía con la cual resulta indispensable aprender a vivir.
La apatía estoica no debe entenderse pues en los vulgares términos del dominio común, circunscrita a la pasividad y a la desgana, sino como un distanciamiento lúcido de los efectos provocados en el ser humano por la fuerza de las cosas, y un estricto dominio de las pasiones propias, que ni las inhabilita ni las proscribe, sino que es capaz de distinguir y acatar cuanto tienen de fatal e irremediable, para modelar así su camino a la virtud.
El Barón de Teive, heterónimo pessoano autor de Las educaciones del estoico, encargado de emblematizar determinados atributos de entereza e impavidez propios del pensamiento estoico, no es bajo ningún concepto inmune a las pasiones. En el breve repertorio de fragmentos que integran el libro, y que deja como único legado antes de suicidarse, confiesa haber sucumbido de modo inevitable y duradero tanto a la angustia por el sufrimiento ajeno, como al orgullo y la desidia. La tarea no consistió para él en una improbable tentativa por erradicarlas individualmente o por conjurar los conflictivos términos de su mutua conjugación (“el dolor ajeno provocó en mí otros dolores: el de verlo, el de ver que era irreparable, y el de saber que, sabiendo que es irreparable, empobrece incluso la inútil nobleza de querer repararlo”[3]), sino en entenderlas y subordinarlas a la inteligencia como componentes irrecusables de su ser y su hacer (o no hacer) en el mundo.
El conformismo pesimista de Teive acaso admita reivindicarse como cabalmente estoico, pero no agota las posibilidades, las variables y las alternativas de la corriente, ni menos aún del espíritu neopagano que el conjunto de la obra de Pessoa tendió siempre a reivindicar. Y es que hasta ese propio conformismo pesimista es capaz de adquirir matices singulares, en buena medida incompatibles, entre Teive, el Bernardo Soares de El libro del desasosiego y el Fernando Pessoa ortónimo, tratándose no obstante de un irrecusable denominador común para los tres.
Para su edición en lengua castellana del frugal e inconexo legado literario del Barón de Teive, el traductor Roser Vilagrassa optó por uno de los varios títulos provisorios que durante sus pesquisas y las de otros investigadores fueron hallados en el ingente cúmulo de inéditos pessoanos: La educación del estoico. Otros a los que hace referencia son: El único manuscrito del Barón de Teive, La profesión del improductor y Manuscrito hallado en un cajón, además de la fórmula a final de cuentas adoptada en este caso como subtítulo: “la imposibilidad de hacer arte superior”. Como suele ocurrir cuando se trata del multiforme poeta portugués, resulta imposible conjeturar con algún margen de certidumbre cuál habría sido a final de cuentas su elección.
Sin intenciones de polemizar en términos de pedante minucia terminológica, sino antes bien con afán de devolverle a ese sustancioso y brevísimo volumen del corpus de Fernando Pessoa una variedad de puntos de vista proporcional a la que siempre puso en juego su autor para mirar y razonar el mundo, cabría preguntarse si el calificativo de estoico será suficiente o siquiera el más apropiado a la hora de caracterizar el temperamento del Barón de Teive. Pues varios aspectos en la fisonomía personal y creadora de dicho heterónimo darían la impresión de ubicarse con equitativa fortuna en los territorios del epicureísmo, sobre todo tal lo formula y vivencia ese otro inmortal suicida de la historia de la Literatura que es el poeta latino Lucrecio.
De hecho cabría tal vez conjeturar a Teive como una de esas bromas culteranas, una de esas irónicas charadas metafísicas y estéticas a las que Pessoa era tan afecto. Pues si Lucrecio toma la ruta del suicidio tras haber rematado De rerum natura, su monumental obra maestra y una de las clásicas cimas de la poesía de todos los tiempos, Teive lo hace justo tras haber echado al fuego la totalidad de sus escritos, dejando apenas un cuaderno de apuntes sueltos como testimonio de su incapacidad (¿y la de su tiempo?) para el arte superior. Las paradojales consonancias resultan evidentes.
Dice el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño en el prólogo de la imprescindible versión directa del latín al castellano que realizó del poema de Lucrecio:

Y sobre el conjunto de la obra lograda, de sus tres gradas solemnes, se difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de la razón que todo lo explica, que todo lo justifica, que lo lava todo, que todo lo fundamenta, llamando a la paz de ánimo y a la deleitosa tranquilidad.
Es la doctrina de Epicuro, raíz de la universal sabiduría.[4]

Adecuándonos a La educación del estoico y al Barón de Teive, cabría parafrasear: “Y sobre el conjunto de la obra no lograda, de su precario peldaño suelto, se difunde, entre tenebrosas ráfagas pasionales, la lumbre de la razón que todo lo explica, que todo lo justifica, que lo marchita todo, que todo lo fundamenta, llamando a la desidia y a la deleitosa claustrofobia”.
Imposible y fuera de lugar resumir aquí con suficiente amplitud las características generales y las oposiciones distintivas entre estoicos y epicúreos. Baste para los fines de este apunte señalar que a los miembros de la escuela estoica, fundada por Zenón de Citio hacia el año 300 a.C., se les identificaba como “los del Pórtico”, pues habían elegido por sitio de reunión la entrada de la acrópolis (emblema central de la plaza pública); los epicúreos a su vez pasarán a la historia como “los del Jardín”, pues era en el jardín privado de Epicuro donde se reunían, prácticamente durante ese mismo período. Semejante distribución física, probablemente casual, revela no obstante significativa parte del carácter de ambas corrientes filosóficas. Al estoicismo, aún en las más abstrusas complejidades de su teoría, la preeminencia de la corporeidad material lo mantiene focalizado siempre con una manifiesta orientación ciudadana, a fin de resguardar el ejercicio de la virtud individual desde la medida cívica de lo que es; el epicureísmo y su énfasis en la primacía de las sensaciones representan en buena medida el retraimiento individualista de quien, desengañado de las miserias de la vida pública y del hacer político, sólo concibe efectivo resguardo para la virtud dentro de los márgenes del espacio personal. Mientras para el epicureísmo la imperturbabilidad y el desapego ante las pasiones quedan concebidos como la felicidad ulterior que el sabio alcanza como cima de sus trabajos, meditaciones y esfuerzos, para el estoicismo se trata antes bien del punto de partida desde el cual ha de remontar el camino ascendente a la virtud.
Partiendo de dichos puntos de referencia, no debería resultar del todo arbitrario tipificar al Barón de Teive como un estoico que desde el Pórtico mirara ensimismado en dirección al Jardín, o como un epicúreo que desde la intimidad del Jardín permaneciera con la mirada siempre bien atenta a cuanto sucede en el Pórtico. Un epicúreo con íntimo sentido de responsabilidad pública, a quien la imperturbabilidad conquistada no le otorga sosiego; un estoico tan refractariamente individualista como serena e irreversiblemente decepcionado.
La sensibilidad, predilección y respeto de Pessoa ante la paradoja suele expresarse de modo sumario en párrafos como el siguiente, redactado a propósito de la psicología del movimiento sensacionista:

El Universo no está de acuerdo consigo mismo, porque pasa. La vida no está de acuerdo consigo misma, porque muere. La paradoja es la fórmula típica de la naturaleza. Por eso toda verdad tiene una forma paradójica.[5]

Cada personaje, cada texto, a menudo incluso cada párrafo, semejaría articularse como inmediata refutación de lo que Pessoa no ha terminado todavía de expresar en el enunciado recién concluido:

Con todo, yo era pagano un par de párrafos más arriba, pero, al escribir éste, ya no lo soy. Al final de esta carta espero ser ya cualquier otra cosa. Traduzco a la práctica, tanto cuanto me es posible, la desintregración espiritual que proclamo. Si alguna vez soy coherente, es sólo una incoherencia salida de la incoherencia.[6]

Existe la costumbre de enfatizar esa tendencia a la desintegración, así como sus efectos (sin remedio contradictorios, irónicos, mestizos y paradojales), en tanto singularidad histórica debida a las condiciones del mundo del siglo XX,  o a cierta privilegiada, sorprendente capacidad profética de cara a los albores del tercer milenio que hoy transitamos. Se trata, por supuesto, de un énfasis no sólo válido, sino necesario; pero igual de necesario, y acaso más coherente —si cabe— con el espíritu general de la travesía pessoana, resultaría sustraernos al histérico narcisismo con que la sociedad contemporánea gusta decretarse excepcional sobre todo en razón de sus peores miserias, amanerándose en simultáneo ante el espejo como el más inescrupuloso verdugo y el más sufrido mártir de todos los tiempos.
Tanto la tendencia a la desintegración, como los artefactos irónicos derivados de la dialéctica nunca del todo armoniosa entre unidad de sentido y devenir multiforme, son igual de antiguos que la propia humanidad. Basta demorarnos en las incidencias de la vida de Lucrecio, que Rubén Bonifaz Nuño desmenuza en el prólogo de su versión de De rerum natura, para reforzar la impresión de que se trata no sólo de un ancestro ilustre del Barón de Teive, sino también de una suerte de psicotrópico tío oriental suyo ataviado con túnica; el tío presuntamente epicúreo de un sobrino presuntamente estoico. Lucrecio ingiere una pócima amatoria, escribe su magno poema en los intervalos de sosiego que los efectos de ésta le consienten, y se suicida al terminar la obra para abreviar los padecimientos de agonía que preceden a la suprema paz de la muerte. ¿Entraña esta rocambolesca sucesión de peripecias el resumen de una epopeya o de un drama satírico, la anécdota base para elaborar una pieza brechtiana o una farsa de teatro del absurdo?
Bajo ninguna circunstancia sería mi intención frivolizar la persona y la obra de Lucrecio, echando mano de las poco imaginativas y ya bastante gastadas fórmulas al uso desde hace cosa de veinte años, durante los días de esplendor del tristísimo carnaval posmodernista (“humanizar” a los grandes personajes y nombres de la historia por la directa vía de consentirnos cualquier género de vulgares vilipendios contra ellos). Cuanto pretendería es, por una parte, reclamarlo a él como aliado para evidenciar la resonancia universal, humana, intemporal de la escritura de Fernando Pessoa; una obra que al igual que la del poeta latino no admite petrificarse dentro de sus coordenadas circunstanciales inmediatas. Por otro lado, se trataría de aventurar a cuál género dramático cabe legítimamente remitir como totalidad el conjunto de la obra que el genio portugués propone; obra a la que él gustaba llamar “drama en gente”, insistiendo en que no se trataba en el fondo sino de una obra teatral algo sui generis.
En Seis propuestas para el próximo milenio, donde hombro a hombro con Ovidio sirve Lucrecio a Italo Calvino para desarrollar varias de sus ideas en torno al tema de la “Levedad”, dice de paso y como al descuido el escritor italiano:

…Lucrecio, que buscaba —o creía buscar— la impasibilidad epicúrea…[7]

En esta sencilla pincelada, Lucrecio queda pintado de cuerpo entero con un sutilísimo pero inequívoco dejo de comicidad. Y no precisa regresar después Calvino sobre sus pasos para esclarecer o desarrollar el guiño; como resulta habitual en cuantas páginas escribió, la concisión se erige privilegiado recurso para volver nítido cuanto aligera, insinuándonos en los labios una espontánea sonrisa. Sonrisa bastante parecida a la que da en aflorarnos no pocas veces al leer las cuitas de Fernando Pessoa, las de cualquiera de sus personajes heterónimos, e incluso las de sus mejores antologadores, editores y traductores, consagrados con ultraterrena pasión a la ímproba tarea de organizar lo a todas luces inorganizable. En la presentación de la antología Pessoa múltiple, realizada en 2016 por Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa para el Fondo de Cultura Económica, se advierte:

Si nuestros cálculos no están mal, los veinticinco poemas portugueses de Pessoa incluidos en esta antología solo representan un 1% del total. Conviene aclarar que ninguna otra antología ha ido mucho más lejos; que de un archivo de 30 000 documentos una antología (de prosa y poesía) solo puede incluir, con suerte, un 1%, o menos; que algunos poemas, de esos 2500, están inacabados, y merecen más estudio que selección…[8]

¡Y se trata apenas del Pessoa ortónimo!
¿Será para echarse a llorar? En lo personal opino que es más bien para soltarse a reír (tal vez, eso sí, hasta las lágrimas). Como cuando vemos en la pantalla al Gordo y al Flaco desarmando más allá de toda reparación posible la carcacha de manivela que de inicio estaban intentando echar a andar.
Pessoa, Teive, Lucrecio, tan tristes como Charlot cuando da vuelta en una esquina y desaparece, o como Laurel y Hardy cuando se presenta la policía para hacerles pagar los platos rotos, nos invitan y empujan a la misma sonrisa solidaria y de a pie. Tan cosmicómicos, como gustaba a Italo Calvino; fieles al mismo fuego de pobres que Rubén Bonifaz Nuño no dejó jamás de alimentar.
El drama en gente de Fernando Pessoa, sin menoscabo de los múltiples contenidos implacablemente desasosegados en que se posibilita, no es una tragedia clásica, ni (mucho menos) un melodrama posmoderno. Es la cíclica, jubilosa, doliente y necesaria actualización de la divina comedia.

Imagen: Laurel y Hardy en una escena de The Finishing Touch (1928).



[1] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses [edición y traducción de Ángel Crespo]. Acantilado. Barcelona, 2006.
[2] Ibídem.
[3] Pessoa, Fernando. La educación del estoico (traducción y edición de Roser Vilagrassa). Acantilado. Barcelona, 2005.
[4] [En] Lucrecio. De la naturaleza de las cosas (versión de Rubén Bonifaz Nuño). UNAM. México, 2013. 2ª edición.
[5] Pessoa, Fernando. El regreso de los dioses…
[6] Ídem.
[7] Calvino, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Madrid, 1989.
[8] Pessoa, Fernando. Pessoa múltiple (antología bilingüe). Edición, traducción y notas de Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa. Fondo de Cultura Económica. Bogotá, 2016.

domingo, 8 de marzo de 2020

Inutilidades indispensables.



Guardo en la memoria, con singular nitidez, cierto fragmento de charla entre mi madre y algún conocido de la casa durante mi adolescencia. El tema de la conversación o del aparte (pues esta charla debió sobrevenir sin duda como prenda particular de una reunión más amplia) era 1968. Mi madre, como a menudo solía hacerlo, había hablado de la importancia de aquel año emblemático en general, y del movimiento estudiantil mexicano en particular. Con ese gesto de niño remilgoso que la moda posmodernista volvería tendencia en el rostro de tantos durante los siguientes años, su interlocutor le preguntó qué cosas concretas les había dado el 68 a ella o a sus hijos; y como mi madre comenzara a hablar de ética y de épica, de actitud y perspectiva, de memoria y dignidad, el tipo la cortó tajante, aseverando que eso era pura retórica: que semejantes abstracciones ni se tocaban ni se comían, y que el 68 no le había dejado nada a nadie.
No recuerdo cómo continuó, ni mucho menos cómo concluyó aquella plática. Y jamás me quedó claro si el individuo aquel cimentaba su nihilismo en el desencanto virtuoso de quienes comienzan a cansarse de ir a las batallas populares siempre con la misma certificada garantía de derrota, o antes bien en el avieso pragmatismo de Artemio Cruz, para quien la justicia que hacen las revoluciones y las revueltas sólo puede medirse en directa proporción al grado de prosperidad privada con que benefician a sus más avispados suscriptores.
En septiembre de 1985 tenía yo catorce años, y no vivía ya en la Ciudad de México; el día que sobrevino el sismo aquel que signó a mí generación, hacía poco más de un año que me había trasladado con mi familia hasta Morelia.
Fue una sensación extraña. La ciudad que había sido mía durante la hasta entonces mayoritaria parte de mi vida, se cimbró con un cataclismo cuya herida primero y cuya llaga después alcanzaron la médula misma del país, y transparentaron para todos el nivel real del derrumbe nacional en curso. El orden del México de la Revolución se venía abajo sin apelación posible, por más que a sus moradores nos gustara seguir diciendo que vivíamos “en el país de no pasa nada”; y era como si la tierra nos estuviera brindando el dolorosísimo y trágico servicio público de ponernos delante el más impiadoso de los espejos, a fin de advertirnos sobre el riesgo de quedar sepultados todos entre las ruinas el día que sobreviniera el derrumbe definitivo.
Los decesos se contabilizaron por miles. De hecho, la más ominosa mancha (entre las muchas a que el gobierno de Miguel de la Madrid se hizo acreedor) tuvo que ver justo con su perversa opacidad a la hora de otorgarle a la ciudadanía cifras veraces al respecto; hubo un grotesco regateo tanto para tratar de minimizar las proporciones de la catástrofe, como para inhabilitar el indispensable deslinde de las responsabilidades humanas (gubernamentales y privadas) que habían posibilitado buena parte de su alcance. Nadie supo, nadie sabrá nunca cuánta gente murió a causa del terremoto de mediados de los ochenta. Y acaso parecerá estúpido así dicho, pero lo cierto es que aquella indeterminación, aquel no tener una idea siquiera aproximativa de cuántos habían sido nuestros muertos, otorgó al luto cierta sensación de infinito, de difusa, omnipresente y monumental ausencia.
Para mí entonces, como decía, esa anómala sensación estuvo aderezada por añadidas dosis de extrañeza. Porque los paisajes capitalinos que colmaban las primeras planas de todo el mundo, que yo había conocido y transitado, y varios de los cuales había aprendido a amar con ese mineral, indeleble e irrepetible arraigo que sólo la infancia y la primera pubertad permiten, estaban lejos. Yo no me encontraba allá, y en cierto sentido no volvería a encontrarme allá jamás. Ya no recuerdo si en medio del azoro la emoción dominante en mí sería de alivio (habíamos escapado del desastre), o de culpa y hasta envidia (era nuestra ciudad, eran nuestras calles, era nuestra incipiente memoria, era  nuestro recientísimo pretérito, y no estábamos ahí). En cambio, ubico con plena claridad que, durante los años inmediatos siguientes, la emoción dominante en mi caso fue sin disputa esta última. Mi adolescencia, sin ser yo del todo consciente de ello, se dejaba seducir de modo tan sutil como definitivo por la ciudad acogedoramente provinciana que habitaba, pero al mismo tiempo oteaba en la distancia la manera en que parte de mi generación iba metabolizando allá, en la patria madre, cuanto el sismo de las 7:19 había de alguna suerte sintetizado. Del movimiento del CEU a la constitución del Frente Democrático Nacional que derrotó al PRI y a Carlos Salinas en las elecciones de 1988, yo pasé la mayor parte de aquellos años convencido de que terminaría regresando a la Ciudad de México. Pensaba que mi lugar estaba allá, deseaba que mi lugar estuviera allá.
Pero el tiempo es infinitamente sabio en su silenciosa parsimonia cotidiana.
Casi no se escucharon en medio del jolgorio las voces de quienes, a pocos meses del sismo, y con la capital del país entre escombros todavía, manifestaron aquí y allá su decepción y su amargura, al ver que esa oleada de pasión, solidaridad y efervescencia que habían vislumbrado como masivo y ya imparable motor para un cambio inmediato, se volcaba carnavalesca e inofensiva hacia la degustación de las incidencias del Mundial de futbol de 1986. Para lo único que dio la insurgencia popular durante aquellas jornadas deportivas, fue para hacerle pasar al presidente un mal rato de papelón en cadena internacional, con la silbatina y el abucheo que el respetable le dedicó desde las repletas gradas del Estadio Azteca durante la ceremonia previa al partido inaugural. Los decepcionados farfullaban allá por lo bajo, sin que se les prestara mayor atención: “si ni siquiera un terremoto nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Mi personal ciclo de exaltada nostalgia defeña y apremiante expectativa de vuelta comenzó a cerrarse en definitiva aquella tarde de noviembre de 1987, cuando dio inicio en Morelia la primera campaña presidencial cardenista. Paseaba con mis hermanas por la Avenida Madero, y advertimos que a través de la calle, inesperadamente cerrada, fluía un río de personas en dirección al poniente. Me adelanté por mi cuenta, siguiendo dicho flujo, que iba haciéndose más apretado y denso a medida que te aproximabas al monumento a Lázaro Cárdenas. Abriéndome paso entre la multitud, llegué a pocos metros del sitio donde el hijo del General, flanqueado de colaboradores, estrechaba manos, sonreía y —extraviando la mirada en dirección a la creciente muchedumbre— acaso conjeturaba en difusa perspectiva futura las arduas veredas y los intrincados callejones sin salida por venir, aguardando la hora de encabezar la caminata que durante esa oportunidad lo llevaría hasta la plaza principal.
Quedaría fuera de toda proporción otorgarle algún género de estatus militante, por más marginal que éste fuera, a la simpatía con que durante algún tiempo seguí al cardenismo, así como a la puntual fidelidad de mi voto a lo largo de por lo menos una década. Pero atesoro varias perdurables estampas como referentes cardinales para la idea de resistencia, así como para el vislumbre de alternativas de construcción y rebeldía a lo largo de dicho período, entre la caída del sistema patrocinada por Manuel Bartlett y la triste noche del triunfo de oropel de Vicente Fox. Estampas vividas en su mayor parte dentro del primer cuadro de lo que para entonces había asumido ya para siempre como mi  ciudad, y habitualmente arrulladas por el mismo coro ensordecedor, a la postre devenido espectral susurro de ánimas en pena (“Cuauh-té-moc, Cuauh-té-moc”).
Esa simpatía ideológica y emotiva, así como esa sostenida fidelidad electoral, para mí y para muchos otros jamás inhabilitaron la capacidad crítica, ni la temprana advertencia de las múltiples limitaciones, riesgos, vicios y extravíos de que adolecía el movimiento. Dolencias que el paso de los lustros remató con el ávido asedio que los diversos despojos del cardenismo gustaron consagrar a la mesa del poder (a través de las mismas corruptas vías y los mismos envilecidos usos que antaño tanto denostaran), indiferentes a que dicha mesa continuara presidida por los directos responsables de sus numerosos y al parecer ya olvidados muertos.
Restaría tal vez mencionar el alzamiento zapatista de 1994, que en cierto sentido completó y cerró el ciclo formativo básico en materia de ubicación histórica y abastecimiento mítico para la franja de mi generación de la que me asumo parte. Sólo que, frente a lo que en su momento fue denominado como “la primera guerrilla posmoderna”, y en particular frente al Subcomandante Marcos, yo manifesté desde el principio una escrupulosa distancia y una crítica reserva; incluso aunque el contexto inmediato donde  me desenvolvía durante sus horas culminantes se volcara hacia ambos —al menos en un primer momento— con abierto fervor. Así que mis personales anécdotas por referir al respecto, aun cuando no escasas, resultan más bien ajenas a toda carga épica o iniciática. Nada de lo cual inhabilita que sea capaz de reconocer los aportes del EZLN para la indispensable lucha de los pueblos indígenas, así como para el pertinente redimensionamiento de diversas problemáticas del ser y el hacer nacionales en las últimas décadas.
Hace muchos años que procuro advertir y precaverme respecto a los espejismos, las confusiones, la banalización, la inhabilitación reflexiva y la incapacidad autocrítica que derivan de la exaltación sentimental frente a los asuntos públicos, las movilizaciones sociales y el entendimiento de la historia. ¿Por qué entonces demorarme justo ahora, con tamaña insustancialidad analítica, con tamañas licencias confesionales y emotivas, en este autobiográfico repertorio?
Porque va a llegarse más temprano que tarde para muchas personas jóvenes —tan distintas y sin embargo también tan semejantes a aquellas que fuimos—  los días del cansancio, del desencanto, del baje de adrenalina, de entender que el país y el mundo no se transforman, ni a menudo siquiera matizan en lo inmediato, de acuerdo a las expectativas ascendentes de ninguna épica; suele ocurrir incluso que ni quienes con mayores aspavientos aseveran que su épica les cambió, lleguen a moverse medio centímetro de donde se encontraban antes. Porque me parece oportuno recordar la extrema cautela que hay que tener ante nuestro (por lo demás absolutamente  legítimo) derecho al arrebato. Porque sigue siendo igual de nutrida y de volátil que en pretéritos días la franja eternamente atrapada en la ensoñación de los espectaculares golpes de efecto (que para mañana se someta Estados Unidos a los protocolos ecológicos, que para la semana que entra se rebajen a la mitad los sueldos de todos los políticos, que el neoliberalismo se derrumbe para dentro de un mes). Porque resulta tremendamente tenue la frontera que separa al entusiasmo  circunstancial de la desilusión terminal. Porque tendrán que prepararse para ver a muchas de las mismas personas que en los días de climática intensidad vieron vehementes, esperanzadas, convencidas de que la solidaridad no tenía vuelta atrás, ahora deprimidas, nihilistas, amargadas, repitiendo una vez más: “si ni siquiera esto nos hizo cambiar, ¿entonces qué?”.
Yo pienso que lo único que nos puede hacer cambiar es responsabilizarnos con nuestras trincheras de largo plazo. Y resulta magnífico cuando una histórica contingencia, trágica o no, te permite hallar tu trinchera perdurable. Y resulta magnífico también cuando (sin elegir trincheras vinculadas directamente con ella) esa contingencia te clarifica y sustenta el tipo de organizaciones que debes formar, el tipo de proyectos que quieres construir, el tipo de obras que te corresponde imaginar y erigir, el tipo de sueños que elegirás alimentar, el tipo de ciudadanía que estás llamada a formar y ser.
Un día, alguien vendrá a preguntarte con expresión de infinito tedio qué cosas concretas te dieron tu juventud, tu aprendizaje histórico, tu incipiente militancia,  tu toma de conciencia respecto de cosas a propósito de las cuales quizá nunca antes te habías preocupado. Como a nosotros suelen preguntarnos qué nos dieron 1985, 1988 y 1994. Si el país y el mundo no hacen sino agudizarse a cada momento como un opresivo despojo en carne viva, regido por las leyes del sálvese quien pueda y el pisa tú primero para que no te pisen, ¿qué nos dieron?
Nos dieron puntos de encuentro, alternativas de comunión, maltrecha y a menudo descompuesta brújula en mitad de todo tipo de caos, desbandadas y debacles. Nos brindaron márgenes dentro de los cuales encausar los términos de la afinidad y de la discrepancia, el desencuentro y el hallazgo, la contradicción y el acuerdo, la intuición compartida y el indispensable debate. No nos hicieron mejores que a otros; de hecho, frente a generaciones previas seguimos alimentando la misma sostenida sensación de insuficiencia y pequeñez, de deuda no saldada. No nos conjuraron las dudas, ni los miedos, ni la ignorancia, ni la pifia, ni el franco desatino. No nos evitaron el garrafal error, ni la impotencia cíclica, ni la familiaridad con la derrota, ni el dogmático autoritarismo, ni el sectarismo endémico, ni la pereza irresponsable, ni la narcisista autocomplacencia, ni la engañifa grandilocuente, ni la tentación de confeccionarnos coartadas a medida, ni las fatigadas deserciones, ni las traiciones vulgares, ni el vergonzoso chaqueteo, ni dolorosos remates de dignidad y de vergüenza al mejor postor.
Da risa ver a quienes pretenden esgrimir como medallas ese poquito de aire, a menudo viciado, que en determinados momentos nos resguardó apenas por un rato la merced de respirar. Porque el país y el mundo están ahí nada más delante, en toda su impiadosa transparencia, preguntándonos a cada momento —desde ese implacable silencio suyo— cuál será nuestro grado de responsabilidad, por omisión o por comisión, en el perfil de escombro y pesadilla que vamos heredándoles a los recién llegados.
Esos grandes momentos colectivos de los que fuimos parte en mayor o menor medida, al calor de los cuales se modeló nuestro sentido de orientación ante las circunstancias del país, ante la situación global y ante la Historia, ante nuestros semejantes y ante nosotros mismos, no nos absuelven de nada, no nos otorgan ninguna varita mágica para explicar o hacer las cosas, ni nos certifican mucho menos ningún automático salvoconducto en materia de virtud. Desde sus fulgurantes atisbos de luz y sus inexcusables costras de sombra, siguen ayudándonos cotidianamente a trazar la medida de nuestras renovadas responsabilidades, nuestros saldos a favor y en contra, nuestra buena y mala conciencia  acumulada. Y sin faltar un día, en infinidad de rostros y de voces que desde entonces andaban por ahí (la mayor parte sin que alcanzáramos a singularizarlos ni a otorgarles nombre), rostros y voces que bien podrían ser y de hecho son también los nuestros, vienen a recordarnos cada vez que hace falta que no avanzamos a solas en medio de la espesa penumbra o la franca negrura; aun cuando tan a menudo así nos lo parezca.

Imagen:  fragmento de la historieta La vida en el limbo de Manuel Ahumada.