sábado, 29 de abril de 2023

Octavio Paz. Los signos de la luz. II de II.

 

He leído, ya no recuerdo en cuántos sitios, que su semblanza de Luis Cernuda en Cuadrivio representa una suerte de declaración de principios a propósito de su propia visión de la poesía y el oficio de poeta. Un lugar común que me parece fecundo, y al cual quiero consagrarle algunas líneas.

Es bonito eso de leerlo a usted comentando que Luis Cernuda al escribir sobre Paul Reverdy escribe principalmente de sí mismo; porque usted, escribiendo sobre Luis Cernuda, escribe principalmente de sí mismo; y yo, escribiendo sobre usted, escribo principalmente de mí mismo. Y en este juego de muñecas rusas —precisamente rusas, Octavio—, en este gato de pies de trapo con los ojos al revés, contándose y contándonos a todos una vez tras otra, me parece atisbar la figura del árbol, que tanto le hizo a usted ver y decir en sus poemas. Esa multiplicidad hacia arriba y hacia abajo, que es una por no ser una.

Pero no quiero dejarme llevar por la sugerencia metafórica. Íbamos a hablar de Cernuda; de usted hablando de Cernuda. A primer golpe de presentimiento, tengo la impresión de que Cernuda fue el poeta que a usted le hubiera gustado ser.

La poesía es siempre una pregunta. No define, no cierra, no categoriza. De un modo que a la vez acompaña, contradice y complementa a la meditación crítica y a la reflexión filosófica, el decir poético también está ahí para problematizar al mundo, para reformular su secreta complejidad al jugar a enunciarlo. Así que bajo ninguna circunstancia me permitiría decir que la poesía de usted niega la sombra o la contradicción. Pero considero que el tono que la poesía eligió para enunciar sus preguntas en usted es un inequívoco tono de transparencia, de claridad, de luz. Hasta la sombra es clara en usted, Octavio. Y suele asaltarme la sospecha de que eso en cierto sentido le pesaba.

Cernuda, como usted lúcidamente apunta, es un poeta con los  versos tocados por la contradicción, la imperfección, la cochambre, la duda; su pedazo de luz lo vive y lo alimenta desde esa mugre inmanejable, desde esa irrealización fatal entre realidad y deseo. Usted fue hasta el último día un poeta de certidumbres, Octavio. Y otra vez quisiera ser lo más claro posible en lo que estoy diciendo, para evitar equívocos y malas interpretaciones. Su obra también ilumina la contradicción; ni la evade, ni la domestica, ni la rebaja. Pero la voz poética de usted en todo momento se halla presidida por un acento afirmativo, celebratorio, primaveral, augural. A veces incluso daría la impresión de que se obliga a razonar para poner en entredicho tanta certidumbre.

Hay en Libertad bajo palabra unos ejercicios suyos en abierto homenaje a Carlos Pellicer; una suerte de continuación de la dilatada serie de sonetos que el maestro tabasqueño agrupó bajo el título genérico de “Horas de junio”, y que tienen en el volumen así llamado su desarrollo más completo y su cenit. Acaso ese temprano homenaje no sea sino una suerte de elocuente énfasis a propósito de cierta secreta y perdurable filiación entre ambos.

José Carlos Becerra, a quien usted le prologó El otoño recorre las islas en unos términos y con un enfoque sobre los que espero poder volver en otra ocasión, entrevistó alguna vez a Pellicer, a quien lo unían razones no sólo geográficas y literarias, sino de amistad y magisterio. El testimonio ha quedado recogido por José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid en ese mismo libro. Se trata de una entrevista que no tiene desperdicio; como nada lo tiene, según mi juicio, en la totalidad de la obra. No se trata sólo del diálogo entre dos poetas individuales, sino también entre dos generaciones, dos maneras de ser y de vivir tanto a la poesía y a la historia en general, como a la condición de ser mexicano en específico.

Si me lo permite usted, recordaré aquí las coordenadas generales de dicho diálogo, a fin de poder organizar mis ideas al respecto con mayor claridad. Becerra resulta caracterizable en más de un sentido como el James Dean de la lírica nacional. No sólo en razón de su muerte prematura en carretera, sino de su filiación generacional y de su angustiada madurez adolescente. Pero en esas páginas se reconoce y asume heredero y deudor de cuanto Pellicer representa y encarna. Y contempla arrobado cómo en las manos, las palabras y los labios del maestro, el universo entero adquiere o revela una consistencia y una cohesión no impostadas, una plenitud de sentido por encima de todo subterfugio. Dicha consistencia, dicha cohesión y dicha plenitud contrastan de manera radical con lo que los ojos de Becerra —y de su generación— miran, con lo que las palabras de Becerra nombran.

Aquel poema de José Carlos sobre las ruinas arqueológicas de La Venta quizá sea el que con mayor transparencia y amplitud logra narrar la paradójica zozobra: me encuentro ante efigies sagradas de las que provengo, y a las cuales me sé en la obligación de honrar, pero que al mismo tiempo se me han vuelto impenetrables, indescifrables, ajenas. ¿Qué debo hacer? ¿Venerarlas desde la incomprensión radical, circunscribiendo la sagrada ceremonia a mero convencionalismo hueco? ¿O derrumbarlas en manifiesto sacrilegio, sabiendo que ellas atesoraban la mayor parte, no digamos de las respuestas que busco, sino de las preguntas esenciales que intento penosamente organizar?

José Carlos optó por la segunda opción, mientras —como usted recordará con especial nitidez— la inercia histórica de la Revolución institucionalizada se adscribía sin disimulos ni pudores a la hueca convención, misma que exhibiría a plenitud todas sus aberrantes implicaciones el 2 de octubre de 1968.

Disculpe si me he demorado en demasía sobre este punto. Era necesario. Usted perteneció a una generación que todavía pudo sentir como propia y afirmativa la unidad del mundo que la Revolución inventó. Usted, aunque no viviera en presente la trágica epopeya, aún pudo abrevar directamente de sus significaciones. Cierto, representa la conciencia crítica de dicho tono afirmativo; ya no su celebración, conmemoración y exégesis propiamente épica, sino —me atrevería a decir— su meditación novelística. Y al hablar de Revolución, habría quizá que referirnos lo mismo a la específica que México transitó, que a la idea de la Revolución en tanto acto de regeneración constitutiva integral.

Dice Alfonso Reyes que a él desde niño lo perseguía el sol. Semejante declaratoria cabe aplicársela también a la escritura de usted, de principio a fin. La suya es una poesía solar; no con ese dejo de potencia celeste que adquiere, pongamos por caso, la de Rubén Bonifaz Nuño, pero sí con las infinitas potestades de la luz cuando es manto sobre el mundo. Poesía rayo, poesía transparencia, poesía resolana, poesía de nutricia restitución terrestre. Usted fue siempre, para bien y para mal, lo reitero,  un poeta de convicciones. Hasta cuando duda, duda con convicción; no digamos ya cuando ensaya. Es capaz de compartir con Pellicer la misma inequívoca dosis de confianza franciscana, en una proporción ya vedada para Becerra, pero al mismo tiempo diseccionándola reflexivamente.

Pellicer puede consentirse la inocencia sin que la voluntad de entendimiento aparezca como un ingrediente extra, como un añadido complementario; entiende siendo inocente: su forma de conciencia es la propia inocencia. A usted ya no le basta la pura experiencia de la inocencia como autosuficiente entendimiento de sí misma; continúa reclamando como propio el derecho a sus fulguraciones, pero al mismo tiempo se impone  o acata la tarea de someterlas a la más implacable y minuciosa revisión analítica. No me atrevería a decir que su amor es un amor más pensado que sentido; más bien se trata de que en su caso el amor sólo es susceptible de vivirse a plenitud como amor pensado. Por supuesto, el maestro Pellicer piensa siempre, hondamente; pero pertenece a una estirpe —la de Federico García Lorca— a la que para pensar le bastan los ojos.

Acá en Michoacán, se acordará usted, hubo un poeta al que persiguió siempre la sombra. Ramón Martínez Ocaranza lidió contra sus propios ojos y contra su propia voz, antes de asumir que la travesía de su decir estaba gobernada por la patología, la destrucción, la muerte: el asesinato ritual como condición indispensable para que en un futuro por ahora inconcebible pueda madurar otra vez la semilla de la palabra y la vida. Martínez Ocaranza, tal lo atestiguan numerosos versos de sus primeros años de escritura, persiguió con afán acentos afirmativos y celebratorios para la poesía, para el amor, para el pensamiento: tonos que invariablemente acababan por ensombrecérsele. Al final tuvo que reconocer y aceptar que era en esos tonos de sombra, en esa vocación de muerte, que la poesía había elegido pronunciarse a través suyo.

Yo estimo que con usted, Octavio, ocurre justo lo contrario. A usted le hubiera gustado ser capaz de madurar en el crisol de su palabra los signos del desasosiego, de la destrucción, de lo inconciliable, de lo patológico; tan presentes siempre en Cernuda, en López Velarde, en Pessoa, incluso en Darío. Pero tuvo que terminar aceptando, con humildad y entereza equitativas, que la poesía se había elegido en usted con los signos de la luz.

sábado, 22 de abril de 2023

Octavio Paz: los signos de la luz. I de II.

 

Estaba yo recordando el otro día, en ocasión del veinticinco aniversario de su muerte, la celebración de hace ya varios años por el centenario de su nacimiento, Octavio. Un centenario, unos veinticinco años, que se celebraron si me permite la licencia acaso descortés justo como usted imaginó, soñó y dispuso que sería, independientemente de cuanto sus declaraciones explícitas manifestaran al respecto. Entre las muchas recurrencias que ambas efemérides anduvieron paseando, estuvo aquella respuesta suya a Elena Poniatowska en el transcurso de alguna entrevista: cuando le preguntó cómo no le gustaría morir, respondió usted que convertido en estatua, en monumento, en institución.

No recuerdo, y no me interesa en este momento indagar —ya bastantes pies de página se le prodigan devotamente a diario— a qué fecha corresponde dicha declaratoria. En cualquier caso, déjeme manifestar con sinceridad que no le creo. Una cosa es lo que asevere ahí, en coherencia plena con uno de los tantos personajes que confeccionó de sí mismo, así como con la idea de poesía que apasionado e intransigente reivindicó hasta el final; y otra lo que significativa parte de las acciones de esos personajes se encargaron de gestionar.

Con todo respeto y desde este humilde rincón, permítame decirle que, según alcanzo a discernir, una de las cosas que más le interesaron en vida fue erigirse estatua perdurable, monumento capaz de trascender regiones, ideologías y giros de la vida pública: volverse institución. A ello consagró numerosos, sistemáticos, sostenidos y eficaces esfuerzos. Quizá uno de los atributos más deslumbrantes y aterradores que usted materializó, consista precisamente en haber sido capaz de madurar una obra esencial hasta sus últimas consecuencias espirituales y de conciencia crítica, sin por ello renunciar a la calculadora confección de su propia leyenda.

 A veces pienso que es sobre todo debido a ello que se le admira y se le vilipendia tanto.

La mayoría de los escritores o aspirantes a escritores sueñan con servir a dios y al diablo. Penetrar en las honduras del ser, transparentar la sombra, descifrar los arcanos del día, contemplar a los ojos la intuición de la luz; y al mismo tiempo hacerse de un prestigio, ser famosos, tener poder, recibir homenajes, incidir sobre terceros, decidir destinos. Usted, que fue un hombre tan sabio, un poeta tan total, y al mismo tiempo un cacique tan inobjetable —por más que haya numerosos comedidos tratando de disculparle, minimizarle o de plano declararle inexistentes sus necesarias zonas de penumbra— supo conjugar mejor que nadie en simultáneo la explosiva dicotomía entre ver y ser visto.

En principio, no se puede servir a dios y al diablo al mismo tiempo; o al menos no se puede servir a este dios y este diablo específicos a un tiempo. Porque el plazo no alcanza, porque estamos erigidos sobre polvo de tiempo, porque nos extinguimos sin cesar, y las demandas del mundo para con la mirada, así como las de la mirada para consigo misma, resultan demasiado exigentes, demasiado demandantes. La fama de los poetas pareciera obligada a tener algo de fortuita, casual, no perseguida o alcanzada como al descuido, para conservarse virtuosa. López Velarde, Pessoa o Cernuda, por ejemplo, a quienes usted con su tino y pertinencia habituales reunió en Cuadrivio, estaban demasiado ocupados procurando descifrar el mundo y descifrarse en el mundo, como para despilfarrar horas en proselitismos sociales con los cuales procurarse la posteridad. (Sí, Pessoa vivió, escribió y murió con la mirada situada todo el tiempo en  su obra como la imperecedera concreción del Supra-Camöes para la tradición literaria en lengua portuguesa; pero centrando su travesía en la ardua escritura del corpus que validaría o no dicha apuesta, sin andar regateando su innegociable reclamo en función de una apretada y demandante agenda de relaciones públicas).

No en balde con quien abre usted Cuadrivio, completando ese significativo cuarteto referencial para su propia obra, es con nuestro padre Darío, en quien escritura y fama se presentan antes bien como unidad inseparable. Goethe acometió varios de sus trabajos de madurez desde la plena conciencia de ser ya un clásico inmortal. De modo que sí se puede. Sí se puede, como corea la multitud al seleccionado nacional durante los Mundiales de futbol. Podemos ser a la vez Allan Poe y J. K. Rolling. Podemos escribir desde la clarividente y terminal soledad de un Malcolm Lowry, sin que ello nos impida ocuparnos de la vida social y el apremio autopromocional con la pragmática usura de cualquier estrella de televisión. No estamos dispuestos a esperar a ver si cuanto conseguimos intuir con nuestros versos, pensamientos e historias, merece convertirse en lugar de comunión para los otros, así sea tras nuestra muerte. No nos interesan las piedras filosofales maduradas con lentitud en el crisol, con riesgo de revelarse al final inútil coágulo. Queremos oro instantáneo.

Y usted, Octavio, es la prueba de que se puede. De nada sirve decirles que, para que semejante fenómeno cristalice, hace falta ser precisamente Octavio Paz… o Carlos Fuentes. De nada sirven los desenlaces tristes o en tono menor que el propio devenir de la literatura nacional nos coloca cotidianamente tan a la mano.

Seguro, desde donde esté, recordará con puntualidad la poesía de Salvador Novo. (Por cierto, resulta llamativa la escasez de meditaciones respecto a las consonancias, continuidades y abiertas similitudes entre Novo y usted, en tanto su antecedente directo como patriarca oficial de la cultura mexicana). Y la recordará, estoy seguro, independientemente de las lapidarias y sucintas sentencias que en su momento le mereciera, así como de las irreconciliables diferencias que en su momento los enfrentaron, con cierto condolido dejo de melancolía. Porque esa poesía constituye por encima de todo el testimonio de cuanto pudo haber sido y no fue. Algo similar a lo que sucede con el maestro Alfonso Reyes; ése sí muy documentado en clave paciana. Nadie tan capacitado para la obra maestra de la generación del Ateneo de la Juventud, dentro o fuera del grupo propiamente dicho, como Reyes; nadie tan capacitado para la obra maestra de la generación Contemporáneos como Novo. Pero las obras maestras de la generación ateneísta se llaman Suave Patria, Ulises Criollo, El águila y la serpiente o De fusilamientos; y no las escribió Alfonso Reyes. Mientras que las obras maestras de la generación Contemporáneos se llaman Muerte sin fin, Nostalgia de la Muerte, Canto a un dios mineral, Sindbad el varado; y no las escribió Salvador Novo.

Las relaciones de Reyes con la noción de obra maestra como requisito para acceder al estatus de clásico, han sido analizadas con perspicacia y generosidad por Hugo Hiriart en su ensayo El arte de perdurar; nada de distracciones provocadas por un exceso de proselitismo social, sino las peculiaridades de su propia búsqueda y de su propia escritura.

Novo, por el contrario, poseía uno de esos temperamentos capaces de sacrificar una amistad en aras de una frase brillante y del efímero aplauso que ésta puede generar; y, seducido tanto por esa brillantez como por el ejercicio de poder que semejante talento puso en sus manos, sacrificó la escritura. No hay obra de teatro de Salvador Novo que se aproxime a El Gesticulador de Rodolfo Usigli, ni poema de Salvador Novo que se aproxime a los Nocturnos de Xavier Villaurrutia, aun cuando todos —comenzando por él mismo— lo supieran dotado de sobra para empresas de semejante magnitud. Usted y Carlos Fuentes son epígonos del avance en la evolución de dicha especie. Se arrojaron al usufructo del poder, y  a la entronización de su fama, con la misma pasión, el mismo talento y el mismo empeño que Novo, pero en el camino fueron capaces de dejarnos Libertad bajo palabra, La muerte de Artemio Cruz, El mono gramático, Aura, Salamandra, Los días enmascarados.

En tal sentido, no cabe duda para mí de que ambos son monstruosos. Pero no quisiera que esta aseveración se prestara a malas interpretaciones. No apelo aquí a la idea de monstruosidad con ningún ánimo paródico o peyorativo, sino justo al contrario. Apelo a la monstruosidad en su sentido rimbaudiano, con el mismo pasmo reverente del cronista que atisba a Napoleón en la distancia, y exclama: “¡el monstruo!”.

Tal habrá usted advertido, soy un devoto de los lugares comunes; en su doble, indomeñable y contradictoria acepción como sitios previsibles, excesivamente visitados, y a la vez como privilegiado reducto para el insólito hallazgo compartido. Aprendí de usted —si bien no sólo de usted— la convicción de que sólo lo cotidiano es prodigioso, de que el sabor de la gracia sabe atesorarlo mejor que nadie el pan de cada día, el árbol que miramos hoy sí y mañana también.

Donde suponemos proscrito el milagro por sentirnos en terreno conocido, nos acecha con mayor intensidad y alevosía su latigazo, su eléctrica descarga, su puntual entreabrir de umbrales.

sábado, 8 de abril de 2023

Dos príncipes tarascos en Tlatelolco.

6 de enero de 1536. En solemne ceremonia, que ha incluido procesión hasta Tlatelolco luego de una misa oficiada en la iglesia de San Francisco (a pocos metros de donde hoy se ubican la famosa Casa de los Azulejos y la Torre Latinoamericana), se inaugura ante una muchedumbre el Colegio de la Santa Cruz, tan presente para el imaginario nacional contemporáneo gracias a multitud de imágenes de la Plaza de las Tres Culturas, difundidas sobre todo en relación con los hechos del 2 de octubre de 1968. Los perfiles coloniales que alcanzamos a distinguir hoy en las fotografías, poco tienen que ver con lo que tocara contemplar a la multitud aquel lejano día de la tercera década del siglo XVI. El Colegio era entonces un modesto edificio de piedra, destinado a albergar tanto a los sesenta o setenta hijos de la nobleza indígena que residirían ahí en calidad de internos durante el tiempo que duraran sus estudios, como a sus profesores. A la distancia, sin menoscabo de su singularidad y de los inestimables frutos que a su amparo fueron madurados, cabe identificar al Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco como punto de enlace, inflexión y tránsito entre la capilla de San José de los Naturales, y la Real Universidad de México. 

San José de los Naturales fue una escuela de artes y oficios habilitada como anexo del Convento de San Francisco por fray Pedro de Gante en 1527, para catequizar, instruir y brindar medios de supervivencia, autonomía y protección a la población india de la naciente Ciudad de México. Junto con su directo antecedente, el Colegio de Texcoco, puede considerarse el primer centro de enseñanza técnica de nuestra historia. Que la procesión a que hemos aludido iniciara justo en ese sitio su peregrinar rumbo a Tlatelolco, tras oficiarse los correspondientes servicios religiosos en la iglesia del convento, no es obra de la casualidad. Ambos espacios cimentarían el proyecto educativo de los franciscanos, mismos que al contar con la temprana predilección de Hernán Cortés habían podido ocupar una posición ventajosa respecto de agustinos y dominicos en la Nueva España.

Aun cuando no consiguiera apegarse de manera sostenida a dicho perfil, el Colegio de la Santa Cruz fue concebido como un centro de enseñanza superior para incorporar a las élites indígenas a diversas responsabilidades eclesiásticas, educativas y de gobierno. Si San José de los Naturales se orientaba a proporcionarle fundamentos catequísticos, enseñanza básica y capacitación para el trabajo a una población autóctona de perfil mucho más abierto, el colegio tlatelolca, retomando hasta cierto punto el espíritu del Calmécac en la desaparecida Tenochtitlan, iba a otorgarle a la descendencia de las antiguas castas dirigentes las herramientas necesarias para que de su seno emergieran los funcionarios que la Nueva España iba a necesitar. La debatida cuestión de si sus objetivos incluyeron o no en algún momento la formación de sacerdotes cristianos, resulta hasta cierto punto irrelevante. El hecho es que de él emergieron humanistas, gobernantes y educadores de documentada relevancia tanto en el plano seglar como en el religioso.

La fundación de la Real Universidad de México entre 1551 y 1553, materializa y al mismo tiempo frustra dicho proyecto. Lo materializa, porque durante los siguientes dos siglos se convertirá en la principal abastecedora de cuadros medios para la burocracia estatal y eclesiástica del virreinato, y por sus aulas desfilarán los nombres más granados del saber, la cultura y las letras novohispanos. Lo frustra, porque los descendientes de las aristocracias prehispánicas que se incorporen a ella no lo harán ya como parte de su estamento racial y cultural de origen, sino a título particular, obedeciendo al específico posicionamiento conseguido por determinada familia o determinado individuo dentro de la nueva sociedad.

La inexorable reconfiguración del orden social irá diluyendo muchas delimitaciones que habían sido indispensables durante los primeros años posteriores a la caída de los antiguos señoríos. A lo que hay que sumar la oposición de numerosos sectores e individuos, llenos de recelo por la posibilidad de una población indígena cohesionada y altamente instruida, por el poder que semejante proyecto acumularía en manos del clero regular, por el protagonismo franciscano en detrimento de otras órdenes, por la afectación de los intereses de los encomenderos, etc. Ya jurídica y operativamente incorporados los restos de sus élites de procedencia, estos españoles novohispanos de sangre indígena dejarán de formarse al cabo en calidad de indígenas, para pasar a formarse en calidad de españoles y de novohispanos a secas. Y a detentar en todo caso  los privilegios propios de una nueva élite: la élite ilustrada del México virreinal;  al lado de criollos y mestizos con un estatus igual o equivalente al suyo. Ser natural del Nuevo Mundo comenzaría a adquirir una significación muy distinta, por demás ampliada, respecto de los tiempos de los Reyes Católicos y Carlos V. En tal sentido, más adelantado que el colegio franciscano de Tlatelolco resultaría el Colegio de Estudios Mayores, fundado en Tiripetío por los agustinos en 1541, y al cual podían concurrir indistintamente estudiantes indígenas, criollos y mestizos.

La ceremonia de inauguración del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco la encabezó Antonio de Mendoza, quien tomara posesión del cargo como primer virrey menos de dos meses atrás. También ocuparon un lugar destacado en la ceremonia el obispo fray Juan de Zumárraga y el presidente de la Segunda Real Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal, ambos decisivos promotores del proyecto. Lo que no puede aseverarse a ciencia cierta, aun cuando por deducción pueda resultar probable —y por conjetura literaria deseable— es la presencia de los príncipes tarascos Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari, quienes respectivamente frisarían a la sazón los catorce y los seis años.

Sabemos que en 1532 el gobernador indígena de Michoacán, Pedro Cuinierangari, había llevado consigo a ambos hermanos, al trasladarse a la capital novohispana para solicitar el auxilio de los nuevos titulares de la Real Audiencia contra los abusos cometidos por Nuño de Guzmán y sus colaboradores. Lo que no sabemos a ciencia cierta es para qué los llevó consigo. ¿Buscaba protegerlos de los peligros inherentes a la inestable situación michoacana? ¿Buscaba protegerse a sí mismo durante el tiempo que duraran las gestiones, precaviendo la posibilidad de que los niños fueran utilizados como prenda y pretexto de una rebelión dinástica en contra de su autoridad? ¿Buscaba ofrecerlos como rehenes y quitárselos de encima, a fin de que fuera su propia descendencia y no la del difunto cazonci Tzintzicha Tangaxoan la que prevaleciera a la cabeza de los tarascos? ¿Una combinación de todos estos motivos?

Ignoramos también si Francisco y Antonio permanecieron ya desde aquellas fechas en la Ciudad de México, o si retornaron más adelante, tras incorporarse a la comitiva  del oidor Vasco de Quiroga, enviada en 1533 por la Real Audiencia para poner orden en Michoacán. Hay constancia de que estuvieron incorporados en calidad de pajes a la corte del virrey Antonio de Mendoza, de que ahí se les educó y vistió a la usanza española, y de que fue integrado a ella que Antonio Huitzimengari recibió los primeros fundamentos de su rica formación humanística, completada luego en Pátzcuaro y Tiripetío. Pero Antonio de Mendoza no arribó a México sino hasta octubre de 1535, mientras que para 1538 los príncipes ya habían regresado en definitiva a Michoacán, para incorporarse a las disputas por el poder político y eclesiástico que desatara el ahora obispo Quiroga, al trasladar la capital de Tzintzuntzan a Pátzcuaro. Si los dos hermanos permanecieron en México desde 1532, ¿dónde y cómo vivieron hasta el arribo del virrey? Si volvieron a Michoacán, ¿en qué momento y bajo qué circunstancias se decidió su incorporación a la corte virreinal?

Puede ser que las pesquisas de los historiadores en los archivos documentales arrojen luz algún día sobre estas cuestiones. Puede ser que prevalezcan para siempre en el misterio. Concedámonos nosotros por ahora la licencia narrativa de imaginar que los jóvenes príncipes tarascos quedaron tempranamente incorporados al entorno del virrey Antonio de Mendoza, comenzando a delinear desde entonces su prototípico perfil como españoles de sangre indígena: es decir, usufructuarios cabales de la herencia de su pueblo de origen, a la vez que diligentes súbditos al servicio de las necesidades del orden virreinal. Dada la significación del evento y la nutrida concurrencia que se dio cita en él, resulta natural asumir que, de estar morando en la Ciudad de México, aquel 6 de enero de 1536 se hallarían presentes sin duda durante la solemne ceremonia de inauguración del Colegio de la Santa Cruz.

Demasiado arriesgado resulta en cambio proponer que después de aquel día, a lo largo de los dos años que habrían permanecido aún en la capital del virreinato,  mantuvieran algún contacto posterior con el Colegio.  Por supuesto, la notable condición letrada que más adelante ostentará Antonio Huitzimengari encaja a la perfección con el tipo de conocimientos impartidos por los sabios franciscanos de Tlatelolco; pero justo es él quien más difícilmente podría haber cursado estudios en el Colegio, dada su corta edad. Las herramientas que aquella estancia hayan podido aportar a su sólida educación y a su pasión por el saber, debió adquirirlas antes bien en el entorno privado de la corte del virrey, quien le prodigaría perdurable aprecio y era también amante de las letras.

Quinceañero o casi, Francisco Tariácuri sí que podría haber sido incorporado por edad y condición al bloque de estudiantes con que la Santa Cruz arrancó sus actividades. Franciscano el colegio, franciscanos los frailes a cargo de la evangelización y la instrucción básica en su Tzintzuntzan natal, tienta a la fabulación novelística conjeturar que hubiera sido enviado exprofeso para enrolarse como alumno en Tlatelolco, reservándole durante aquel par de años el papel de paje cortesano al pequeño Antonio. Pero conformémonos con fabular en un nivel más modesto. Imaginando que Francisco, incorporado al séquito del virrey, este seis de enero ha aguardado a las puertas del incipiente centro educativo la llegada de la procesión venida desde el convento de San Francisco. Ahora, en medio de la variopinta multitud, mientras se desarrollan los protocolos civiles y eclesiásticos, repasa los rostros de los frailes que harán las veces de docentes, deteniendo su atención —sin saber bien a bien por qué— sobre todo en dos: el primero, recién alcanzado o por casi alcanzar el medio siglo de vida, se llama Andrés de Olmos; el segundo, treintañero, se llama Bernardino de Sahagún. Sólo el Arte de la lengua mexicana, que Olmos completará en 1547, y la Historia general de las cosas de la Nueva España, cuya definitiva versión bilingüe en náhuatl y castellano rematarán Sahagún y su equipo de trabajo hacia 1577, hubieran bastado para garantizarles memoria y gratitud eternas.

Sigamos a Francisco Tariácuri un rato más tarde, durante el banquete ofrecido por el obispo Zumárraga en las propias instalaciones del Colegio. Comen las autoridades, comen los invitados, comen los frailes, comen los estudiantes. ¿Con qué ojos contempla Francisco a aquellos jóvenes que nosotros dictaminaríamos hoy como sus enteros pares, pero que para él representan todavía en más de un sentido lo otro, los otros? Porque aquí sentados hay descendientes de las aristocracias de Tenochtitlan, Texcoco, Chalco, Cuauhtitlán, Huejotxinco, el propio Tlatelolco, acaso Tlaxcala. Unificados, pese a sus múltiples diferencias, por la cultura nahua y la lengua náhuatl.

Apenas una década después, en 1545, Francisco Tariácuri estará muerto, tras una gestión como gobernador de Michoacán que sólo redondea un par de años. Su hermano Antonio Huitzimengari gobernará en cambio más de tres lustros. El prematuro fallecimiento de Francisco lo sitúa en el cargo de gobernador con sólo dieciséis años de edad, y trastoca por completo su destino de joven aristócrata consagrado enteramente al estudio. En lo sucesivo, su inclinación por los libros, la música y las humanidades, habrá de cultivarla como complemento de sus responsabilidades de gobernante. Autoridad no de una parcialidad ni de una ciudad, sino de una provincia, Huitzimengari debe sortear las tensiones y disputas entre el obispo Vasco de Quiroga, el virrey Antonio de Mendoza, el clero regular y los encomenderos; toma parte activa en la colonización y habilitación productiva de la zona minera de Zacatecas; se incorpora en persona a las campañas de pacificación militar de la llamada guerra chichimeca.

Adquiriendo en los colegios de Tiripetío y Pátzcuaro el mismo tipo de educación, la misma elevada identidad humanística y la misma competencia política que otros recibieron en Tlatelolco, desde temprano vio multiplicarse alrededor de él múltiples testimonios sobre sus muchos talentos. Por poner un solo ejemplo, Bartolomé Frías de Albornoz y fray Alonso de la Veracruz lo ponderaban como el mejor conocedor del griego en toda la Nueva España. De ahí que suela sugerirse a manera de  hipótesis su colaboración en el Arte de la lengua de Michoacán, el Tesoro espiritual de la lengua de Michoacán o el polémico Diálogo sobre doctrina cristiana en lengua de Michoacán. Obras todas legadas por el franciscano francés Maturino Gilberti: su maestro, su amigo, primer perito europeo de la lengua michoacana, activo partícipe en las tensiones regionales del momento. Pero no habiendo ninguna certeza probatoria en semejante dirección, tales sugerencias acaban adquiriendo antes bien el aire de un deseo que se sabe incumplido. Cruzado apenas el umbral de la treintena, el hijo menor de Tzintzicha Tangaxoan fallecería en 1562. 

Cabe preguntarnos si, mientras debía cumplir las obligaciones políticas, legales y militares de su cargo y condición, Antonio Huitzmengari, amante de la lectura, el pensamiento y el saber, no habrá experimentado más de una vez la tentación de renunciar a todo. Para escribir sin prisa la crónica de sus hallazgos, sus pérdidas y sus estupores. Siquiera como íntimo derecho de afirmación, siquiera como fugaz merced de plenitud.




















Imágenes:
1. La Plaza de las Tres Culturas en la década de 1960.
2. Francisco Tariácuri y Antonio Huitzimengari en la Crónica de Michoacán de Pablo Beaumont (1792).
3. Antonio Huitzimengari en la cátedra de fray Alonso de la Veracruz. Óleo anónimo del siglo XVII (detalle).