martes, 15 de mayo de 2012
MAESTROS
Mi primer maestro se llamó Ricardo.
Podría demorarme aclarando que jamás se trató de un maestro en el sentido estricto del término, pero la verdad es que al hacerlo no añadiría gran cosa. En buena medida, todo verdadero maestro acaba adquiriendo tal condición por no serlo en sentido estricto, por hurtársele de modo sutil a las previsibles circunscripciones con que nuestro burocratizado espíritu ha terminado por lastrar y definir el término.
A lo que me refiero es más bien a que Ricardo, mi primer maestro, no me dio clases nunca; esto es, nunca se colocó delante de mí con voluntad expresa de transmitirme ninguna enseñanza. O casi nunca. Recuerdo ahora uno de los escasos episodios norma que de cuando en cuando acontecían entre nosotros nada más que para confirmar la excepción, y que si permaneció aguardando paciente en el olvido todos estos años, acaso no fuera sino en prevención del momento en que su sutil elocuencia vendría a ser necesaria para ajustar cierta aflojada, esencial tuerca, entre memoria, sentido y vida.
El episodio es el siguiente: Ricardo y yo caminamos por el Centro Histórico de la Ciudad de México. Entramos y salimos de diversas tiendas expendedoras de material eléctrico; recorremos casi puerta a puerta la calle Victoria, a un par de cuadras de la oficina de mi padre; atravesamos Eje Central entre la multitud, nos demoramos en los saldos revisteros de una librería, comemos hamburguesas y malteadas; terminamos comprando lo que buscaba en una enorme tlapalería a espaldas de Palacio Nacional. Más tarde, todavía hinchados los pies por la caminata, todavía revueltos los ojos por tanto haber mirado, Ricardo desembala y arma su flamante multímetro sobre el tocador de mi abuela, y trata de enseñarme cómo funciona.
Jamás aprendí a utilizar un multímetro. Pero cada vez que una visita me lo permite, procuro salir a Eje Central desde Victoria, Ayuntamiento o Artículo 123; soy capaz de alargar hasta el anochecer un mediodía en las mesas de saldos de las librerías de viejo; cuando como una hamburguesa me gusta mirar hacia la calle a través del ventanal (si está lloviendo, mejor). Y llevo varios años aguardando, con pueril alborozo, igual que regalo del seis de enero, esa tarde en que al lado de mi hijo, sin tener ya que llevarlo de la mano, volveré a recorrer los bulliciosos laberintos que a espaldas de Palacio Nacional se ensimisman.
Tal vez alguien pueda considerar que aprendizajes de este tipo son, si no inútiles, cuando menos sí accesorios, secundarios, complementarios. Eso de la poesía está bonito, pero la vida es la vida, y debemos ser realistas. A la larga valoras más aquello que no te gusta pero es por tu bien.
Lo lamento. Desde semejante perspectiva, no dispongo de mejores estampas para legitimar a Ricardo como mi primer maestro. De hecho, si apelé a ésta en particular fue justo porque ilustra una de las contadas ocasiones en que Ricardo puso voluntad manifiesta para adiestrarme en algo de provecho. Dudo que agrupando la disímil multitud de conocimientos prácticos que junto a él pude adquirir con el paso del tiempo, pudiera granjearle puntos a favor en tal sentido. La sensación de inútil gratuidad no haría sino multiplicarse. Ricardo, que no era mi padre, que era apenas el hermano de mi madre y mi padrino de bautismo, me enseñó a qué hora hay que levantarse para darle de comer a las vacas, a escuchar a Joan Manuel Serrat, a ubicar por constelaciones las estrellas en el cielo, a mantener ovejas dentro del rebaño cuando están pastando, a no llorar en un velorio donde todos piensan que es tu obligación llorar, a dormir con la radio encendida, a jugar turista, a entender un albur, a guardar un secreto que podría ser doloroso para la gente que amas.
Y me enseñó todo eso sin enseñármelo, con la misma disposición de estos otros episodios sueltos que se me vienen ahora a la cabeza. Tengo cuatro años, ceno sentado al final de una mesa que se me antoja infinita en la cocina de la casa de mi abuela, y Ricardo aparece con un ejemplar de El llanero solitario para mí. Tengo seis años, y cada vez que miro en la televisión el comercial de cierta marca de cerveza, se me llenan los ojos de lágrimas, recordando que hace unas cuantas semanas vi en pantalla grande ese mismo comercial, antes del inicio de la primera versión fílmica de El Hombre Araña que Ricardo me llevó a ver. Tengo ocho años, mis padres no están en casa y Ricardo me pasa por debajo de la puerta varios ejemplares de Supermán que acaba de comprarme a tres o cuatro cuadras, en un expendio de revistas usadas. Tengo once años, mis padres me han dado veinte pesos para que esta vez sea yo quien invite, pero Ricardo se adelanta para pagar primero en la taquilla donde exhiben El capitán América.
A los doce años, mi padre me enseñó por qué las historietas de superhéroes pueden ser perjudiciales para la salud mental. Cosa que le agradezco. Pero yo para entonces ya sabía, sin saber, que los superhéroes de historieta no fungían para mí como adoctrinadores ideológicos a futuro, sino como sobrecargado énfasis poético para la medida heroica de lo real.
Los maestros esenciales tienen menos de curas que de Batman.
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