¿Para qué evocar? ¿Para qué
fijar testimonio la evocación? ¿Para qué obcecarse en el relato de lo que no es
posible restituir ni siquiera aproximativamente a través de las palabras? ¿Para
qué empecinar tanto sostenido afán en traer de vuelta las prendas de lo vivido?
¿Para qué aceptar convertirnos en rehenes del espejismo de que hay una clave
oculta detrás del dibujo que dejaron nuestros pasos? ¿Para qué refrendar la
estúpida ilusión de que lo dejado tras de sí por nuestros pasos aspira siquiera
al calificativo de dibujo?
¿A quién le importa cuál fue tu
historia, cuáles tus sueños, cuáles las extraviadas temperaturas que le dieron
o le quitaron colores a tu cara? El recuento ya resultaría baladí si
correspondiera a alguno de esos nombres propios llamados a integrarse a lo que,
haciendo automático uso de la mayúscula, denominamos Historia. Nada restituye
el relato de los césares ni de sus escribanos. Nada salvaguarda la entintada
confidencia del nigromante que alcanzó a entrever a dios, a la muerte o al
diablo. Ningún interés reporta para nadie el catálogo de impresiones de alma
alguna que en el pretérito haya alcanzado el estatus de very important person. Menos todavía la pulviscular quincallería de
un alma más en el montón, sin nombre ni apellido.
¿Para qué repasar las páginas
de mi infancia y de mi adolescencia con ensoñaciones de fulgor sagrado y
portento compartible?
No me estoy convirtiendo en un
viejo obsesionado por sus anécdotas de mocedad. Ya era un viejo obsesionado por
sus anécdotas de mocedad desde que se me terminó la adolescencia. Y a lo mejor
durante algunos años aquella obsesión derivó algún efectismo favorable. No
propiamente un mérito literario, sino un mérito de ilusión óptica, provocado
por el anómalo contraste: “mira, escribe sus memorias de infancia como si fuera
un viejito, aunque todavía le falta mucho para ser viejito”. Algo así. Modesto
fenómeno de feria a la antigua. El joven-viejo. Pasen y lean las seniles
reincidencias de un tipo que no ha cumplido aún los cuarenta años.
Hoy que ser viejito descendió de
la repisa de las remotas hipótesis, para convertirse en la obvia evidencia de pasado mañana, el efecto ha desaparecido, la involuntaria gracia se ha extraviado. Ya
está aquí otra vez este tipo queriendo contarnos quién sabe cuáles tonterías que
le pasaron, o que creyó que le pasaron cuando tenía cuatro, nueve, once, trece,
quince años. Como si no fueran iguales que las que cuenta todo el mundo. Como
si no fueran iguales que las que le pasan a todo el mundo. Como si no hubiera venido contándolas
desde hace quién sabe ya cuánto tiempo. Ni siquiera son útiles para
ilustrar ejemplarmente a ninguna minoría agraviada. Que lo lea su abuela.
Que le crea su abuela.
Pero mi abuela ya está muerta.
Y durante sus últimos, largos tres años en la estancia para personas de la tercera edad donde a final de cuentas
falleció, yo nada le leí y más bien poca cosa le conté. Aguardaba con alborozo
sus historias. En principio porque el hecho de que mostrara disposición para
contarlas constituía por sí mismo síntoma de que se trataba de un buen día, de
una buena semana, de una preciosa parcela de territorio recuperado en el
espacio de la vida. Lo terrible era llegar a visitarla y que no mostrara
voluntad alguna de conversación, episodio recurrente sobre todo durante los
primeros meses, cuando parecía entregada por completo a la centrífuga inercia
de dejarse morir. Al cabo, y no sin
desgarradores saldos de por medio para ambos, con irreparables roturas
acumuladas para ambos, las cosas comenzaron a cambiar. Mi abuela Aurora y yo
nos apostábamos en alguno de los corredores de la estancia, encarados al
jardín, y conversábamos. Todavía hubo temporadas donde una mañana de silencio
por su parte se ofrecía como insinuación de que nos precipitábamos otra vez en
el tobogán del pozo sin regreso. Pero llegó un determinado momento donde pude
respirar con alivio; entender que, llevando a cuestas todas sus desolaciones,
todas sus decepciones, todos sus rencores, todos sus dolores, todos sus
achaques, todas sus heridas y todas sus incomprensiones, se había elegido otra
vez del lado del vivir. Y que los días de silencio y amargura se convertirían a
partir de ahí en una excepción inevitable, pero ya no constituirían una
angustiosa norma cotidiana.
No obstante, que mi abuela mostrara
disposición para conversar no garantizaba en automático que fuera a regalarme
alguna historia. Normalmente —hábito y estrategia heredado de los días donde yo
improvisaba de apuro todo género de malabares para sacarle plática—
comenzábamos por tomar nota de cuanto sucedía ante nuestros ojos. Sin importar
que el paisaje hubiera cambiado poco o nada desde nuestro recuento de dos o
tres días atrás. Pasábamos lista al sucesivo escuadrón de gorriones, jilgueros,
canarios o tordos bebiendo agua de la fuente; nos alborozábamos ante el excepcional
prodigio de un cardenal o un colibrí; tratábamos de recordar cuánto hacía que
no venían de visita los galanos zanates. Celebrábamos el variopinto período de
frondosidad de las diversas camelinas, lamentábamos el cíclico marchitar de
cada rosa tras sus horas de esplendor, nos asombrábamos ante la perenne
prodigalidad de los dos árboles de guayaba. Mirábamos las nubes en el cielo
para predecir el clima, para buscarles figuras, para imaginarnos vuelo.
Siendo niño, mi abuela Aurora me
contó que una de las primeras declaraciones de los astronautas del Apolo 11
tras regresar de la luna, había sido la confesión humilde de que no habían
conseguido llegar al cielo. Que metidos en su nave espacial, o plantados sobre
la superficie lunar, habían descubierto que el cielo quedaba todavía más
arriba. Qué pena que mi abuela no haya sido asesora de la NASA, y que Neil
Armstrong haya tenido que conformarse con que le dictaran aquel grandilocuente,
previsible eslogan, sobre los pasos del hombre y los saltos de la humanidad.
El episodio decisivo para
entender que mi abuela había elegido la vida tras coquetear con la muerte,
corresponde a un día en el cual no estábamos contemplando ni pájaros, ni
flores, ni nubes, sino mariposas. Supongo que era primavera, pues el jardín se
hallaba poblado por un variopinto muestrario de ejemplares, cuyos colores y
catadura nos aplicábamos a identificar y enlistar, debatiendo cuál nos parecía
más bonita. Hasta que en un momento dado, a nuestra derecha, divisamos parada
en la esquina de la pared del corredor una mariposa negra. Mi abuela espetó de
inmediato, con absoluta convicción: “a ti no te quiero ni ver”. Sentí ganas de
llorar. Mi abuela Aurora estaba de regreso, retornada de una cruenta y terrible
batalla cuyos saldos continuaríamos pagando juntos hasta el fin, pero ya en definitiva de
este lado. Luego de que murió, durante más de una semana, una
mariposa negra anduvo rondando pertinaz mi casa. Se apostaba ante una ventana,
se apostaba ante la otra, se metía a revolotear alrededor de mi mesa de trabajo,
se paraba en un librero. Y yo, que matamoscas en mano suelo convertirme en el
más furibundo cazador de grillos y palomitas de sanjuán, ahí anduve todos
aquellos días, valiéndome de una bolsa de plástico o de un paño de tela para devolver la mariposa
afuera sin lastimarla.
“Hoy viene a ser como la cuarta
vez que espero, desde que sé que no vendrás más nunca”. Creo que la canción de
Silvio Rodríguez que más me ha gustado siempre es Mariposas. “Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno”. Allá,
hacia mis diecisiete años, cuando la descubrí, me llenaba la boca con un
innominable sabor a eterno, a sagrado y a imposible. El sabor del tiempo y la
memoria. Todavía sigue haciéndolo. “Tu tiempo es ahora una mariposa, navecita
blanca, delgada, nerviosa”.
Que mi abuela Aurora procediera
a relatarme algunas historias, tras nuestro inventario de la flora y la fauna
del jardín en la estancia para ancianos donde al cabo falleció, era una opción
recurrente, pero no fatalmente obligatoria. A veces no tenía ganas de contar, o
el divagar de las palabras nos llevaba en direcciones distintas.
Cuando tocaba día de contar, me
callaba para volver a oír las mismas anécdotas e historias de antaño, cuando yo
me mentía eternamente niño y ella se mentía eternamente eterna. Ahora, sin
embargo, las escuchaba de manera por completo distinta. Porque Aurora se había
convertido en una anciana fragilísima. Porque se atrevía a contarme cosas que antes no
había considerado oportuno, necesario o interesante contarme. Porque le daba
por incorporar todo género de detalles y giros nuevos, algunos inventados y
algunos prodigiosamente recobrados por la nitidez y la pausa de la larga
distancia, sin que tuviera yo manera de deslindar a qué categoría correspondía
cada cual. Porque de pronto omitía, borraba, extraviaba de plano ciertos
pasajes que hasta entonces siempre habían estado ahí.
Cuanto ahora, ya sin ella, hago
por mi parte, no es sino aventurar mi propio patrimonio de relato y memoria. Según
me lo enseñara Aurora hasta la boca misma de la tumba. Ninguna petulante
pretensión de que cuanto he vivido resulte más digno de contarse respecto de
cuanto han vivido otros. Ninguna patarata fe de que en mis manos una
remembranza pueda alcanzar superior grado de revelación o de parábola, respecto
del que alcancen otras manos con su respectivo manojo de remembranzas. No más pues
que lo que mi abuela Aurora me enseñó, y me sigue enseñando todavía. Un juego de
nosotros. Una historia de amor íntima, entre dos, que en todo caso ha padecido
por mi parte cierto patoso abuso de impudicia. Un puñado de mariposas revoloteando
en el jardín o en torno de mi mesa. Qué
maneras más curiosas de recordar tiene uno. Hoy viene a ser como la cuarta vez
que espero.
La tonta idea de que semejantes prendas bien pueden en una de esas ser compartidas por alguien más, bien pueden hacer sentir acompañado a alguien más, bien pueden insinuar un esbozo de enternecida sonrisa —un fugaz gesto de memoria recobrada— en otra boca aparte de la mía.