domingo, 29 de septiembre de 2024

Verano del 86.

Y cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba ahí.

Volví  a la Ciudad de México para las vacaciones de verano del año 1986. Pero la casa de mi abuela ya no existía. Al menos no de la forma en que yo la había conocido ni bajo la fisonomía que a partir de ahí me tocaría asediar desde las devociones, las insuficiencias, las avideces, las imprecisiones y las distorsiones propias de cualquier memoria. La vieja vecindad de la calle de Mosqueta, casi esquina con Reforma, no se había venido abajo con el temblor del 19 de septiembre. Pero había sufrido irreparables daños, obligando a que la piqueta gubernamental consumara el trabajo iniciado por las ondulaciones y trepidaciones del subsuelo profundo.

Ignoro si para la fecha en que mi mamá, mi papá, mis hermanas y yo recalamos en la ciudad, el inmueble ya habría sido demolido o si le tocó aguardar todavía algún tiempo en la agenda. En cualquier caso, me hubiera sido imposible ir a consagrar un minuto de silencio a su vera. La zona donde se había alzado, y donde ahora se llevaban a cabo los trabajos para su derrumbe y reedificación, tenía bloqueado el acceso, como no fuera para máquinas y trabajadores. Un escenario que se repetía aquí y allá por numerosos espacios del centro histórico y sus aledaños. La ciudad de mi infancia se me mostraba como constelada de parches, con el brazo en cabestrillo, la pierna enyesada y la cabeza envuelta de apuro en vendajes que apenas le mal disimulaban las heridas.

Pero mentiría si dijera que aquello provocó en mí algún género de consternación inmediata. El perdurable dolor por la pérdida de las estancias de cal, adobe, duela, vigones y apolillados postigos, en medio de los cuales mi abuela había acrisolado nuestra niñez, sería obra de los años: cuando la construcción sustituta alzada por la autoridad materializara ante mis cinco sentidos el hueco incontestable de todo lo que se había perdido para siempre.

Sin embargo, aquel verano de 1986 yo me las arreglé para aferrarme con jubilosa fruición a lo mucho que, no obstante el devastador cataclismo padecido, había logrado sobrevivir. Poco interés despertaban en mí los campamentos de damnificados instalados por aquí y por allá, en cualquier explanada, glorieta, parque o jardín público. Y más bien me consagré a contemplar los sórdidos micropaisajes de novela negra que antaño me habían enmarcado numerosas caminatas de la mano de mi madre, mi padrino o mi abuela, como si fuese la primera vez que los mirara; de hecho, mirándolos verdaderamente quizá por vez primera en la vida. Sí. Durante aquella semana yo caminé Eje Central y las inmediaciones del mercado de la Lagunilla tras los ahumados cristales de unos anteojos negros. No me refiero a un par de literales anteojos con armazón de metal o de fibra de carbono, sino a unos anteojos hechos de novela negra. Me alborocé contemplando edificios, calles, personajes y rincones con unos anteojos hechos de novela negra.

A los quince años no se es especialista en nada. Correspondientes al género yo había leído El complot mongol de Rafael Bernal, Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, El halcón maltés de Dashiell Hammett, poco más. Mi devoción por El halcón maltés la había terminado de cimentar la pantalla chica, mas no a partir de una reposición del clásico de John Houston estelarizado por Humprey Bogart y Mary Astor, como cabría presuponer, sino a través de una teleserie nacional de cinco capítulos, donde a Sam Spade lo interpretaba Héctor Bonilla y a Briggite O’Shaugnessy creo recordar que Hilda Aguirre. Sin embargo, no cabría otorgarle ninguna prioridad jerárquica a la novela de Hammett respecto de las obras vernáculas encargadas de apadrinar mi bautismo negro.

El clásico hammettiano, con San Francisco como escenario, con sus umbrales abiertos al mundo medieval mediante el origen templario del halcón, con el exotismo incorporado a la intriga mediante aquellos preliminares que el autor ubica en el lejano oriente, había aportado su dosis de novedad y distancia, sumándola a la inolvidable galería de personajes y a la impecable factura de la trama. Pero Bernal y Usigli, además de los específicos méritos literarios que quepa reconocerles a sus respectivas obras, habían aportado algo distinto: una convicción casi física de proximidad e inmediatez. Ello, lejos de rebajar el universo de cochambrosos misterios al que apenas comenzaba yo a asomarme, para situarlo al nivel de mi cotidiano andar a pie, había obrado el prodigio inverso: es decir, había elevado mi cotidiano andar a pie, sus personajes y escenarios, a un nivel nuevo, desconocido, fascinante. Leer historias negras que hubieran podido ocurrir en territorios mucho más próximos a mí, territorios que de hecho yo había materialmente transitado, me llevó casi en automático a conjeturar estampas negras de manufactura propia en los rincones predilectos de mi diario transcurrir. Miraba en torno mío, hallando por doquier un lirismo inédito, relacionando al mismo tiempo ese lirismo con estancias y pasajes de mi pasado en general, pero sobre todo con los rumbos que mi abuela me enseñara tempranamente a recorrer y amar.

Puedo evocar con nitidez la sensación que me produjo aquel episodio casi inicial de Ensayo de un crimen, durante el cual Roberto de la Cruz pasea por la Alameda Central, comenzando a perfilar la idea de convertirse en un gran criminal. Entre la infancia y los albores de la adolescencia, yo había caminado muchas veces por esos mismos sitios, había corrido por sus senderos, me había tumbado en sus prados; como cualquier niño, me había encaramado con voluntad de juego en los mármoles del Monumento a Juárez y había ido a retratarme con Santa Claus o los Reyes Magos durante la temporada decembrina. Recuperar todo aquello a través de la lectura, convertido en escenario de una aventura policial, me lo devolvía enriquecido.

Por aquellos días de mediados de la década 1980, aparecía mensualmente en los puestos de periódicos una revista dirigida al público juvenil. Encuentro de la juventud, del CREA. A pesar de ser publicada por el gobierno, mucho distaba de tener un tono servilmente oficialista. El equipo editorial se las había ingeniado para despachar sus ineludibles obligaciones institucionales dentro de una sección bien delimitada, consagrando el resto de las páginas con entera libertad a lo que realmente daba sustancia a la publicación: crónicas y reportajes sobre temas de actualidad, entrevistas, reseñas de discos de rock, cuentos de ciencia ficción, cómics, estampas históricas, recomendaciones literarias, etc. El número atrasado que llevaba yo bajo el brazo aquel verano del ochentaiséis, había consagrado su tema central a la novela negra. Traía un texto de Raymond Chandler sobre cómo se escribe una novela policiaca, un divertido relato de Woody Allen en tono de parodia filosófico-detectivesca, y no recuerdo ya cuáles otros materiales más. Me parece evocar, eso sí, que el texto de Chandler estaba ilustrado con carteles de películas de Humprey Bogart y viñetas de Alack Sinner, acaso el mejor cómic que se haya producido dentro de esta vasta demarcación genérica, obra de los argentinos Muñoz y Sampayo.

Pertrechado con semejante arsenal negro, pasé aquellos días de vacaciones indeciso entre contemplarme bajo fisonomía de detective o bajo fisonomía de escritor de historias de detectives. En cualquier caso, dicha indecisión no suponía conflicto alguno, sino que antes bien multiplicaba por dos mi sostenido alborozo, permitiéndome lo mismo conjeturar multitud de bocetos argumentales, que contemplar en las vidrieras con inéditos ojos el reflejo de mis quince años recién cumplidos.

Mi abuela no había ido a incorporarse a ningún albergue de damnificados con el resto de los inquilinos de la vecindad. El hombre con quien desde hacía décadas sostenía una sui generis relación de pareja en calidad de segundo frente, había preferido arrendarle un minúsculo departamento en un edificio ubicado muy cerca del Mercado de la Lagunilla.

No conocí el interior de aquel departamento. Hubiera sido imposible acomodarnos todos en él dadas sus reducidas dimensiones, y mi abuela le atribuía al portero una arbitrariedad iracunda. De modo que durante aquellos días nos limitamos a aguardar abajo para trasladarnos a desayunar con ella en algún otro lado. Tales esperas en las inmediaciones del inmueble, imantadas por la voluntad de novela negra que daba en presidir mis sensaciones, mis pensamientos, mis ensoñaciones y mi disposición sentimental, fijarían de manera indeleble varios fotogramas, a través de los cuales yo conjeturaba detectives de gabardina entre huacales y cargadores, desveladas femmes fatales en el portal de los despachaderos de menudo, contrabandistas maquinando audaces operaciones desde los traseros de un cochambroso expendio de leche embotellada.

Ninguna de las historias que, incipientes, haya podido tejer entonces, ha perdurado en mi recuerdo. De las vacaciones del verano de 1986, aparte de aquella atmósfera de novela enseñoreándose del paisaje de la ciudad en ruinas, las postales más perdurables en mi memoria corresponden a posteriores días, cuando visitando a la hermana menor de mi mamá en un polvoriento municipio del estado de Puebla, asistí desde la sala de su casa al modo en que Maradona se coronaba campeón del mundo sobre la cancha del Estadio Azteca. Días durante los cuales la negritud policial se tomó una tregua… o pareció tomársela para mis ojos todavía neófitos. Ya más adelante podría dimensionar la épica populachera y mafiosa que permitió entronizar al Diego como santo patrono de la ciudad de Nápoles, o el subtexto de las campales batallas entre hooligans ingleses y barras bravas argentinas por Paseo de la Reforma el día de la mano de dios y el gol del siglo. 

Ya más adelante entraría en contacto con otras variables de la picaresca policial a la mexicana a través de Las muertas de Jorge Ibargüengoitia, y descubriría el vasto horizonte rural del género a través de las insondables sordideces de Jim Thompson (1280 almas, La sangre de los King, El asesino dentro de mí). Otorgándole cuerpo, dimensión y hondura a la sabia sentencia del decir popular: pueblo chico, infierno grande.