Leí que están remodelando el Cine Teresa, y no hubiera hecho falta abundar en detalles para advertir que el verbo “remodelar” constituía en este, lo mismo que en tantos otros ejemplos, un perverso eufemismo para no confesar simple y llanamente que estaban haciéndolo pedazos. Y con él a una de esas privilegiadas entidades espacio-temporales capaces de sostener habitables las ciudades, los países y las gentes.
Pensaba abordar el tema desde la perspectiva del valor del patrimonio cultural más allá de réditos comerciales y turísticos. O desde las sui generis formas en que la vitalidad ciudadana sigue salvaguardando a contracorriente la dignidad del espacio público. Pero últimamente me parece advertir, al menos del lado de la literatura, que los mejores recursos para ayudarnos a sobrellevar lúcidamente la tragedia pasan por el relato desinteresado de lo que nos es más íntimo. Así procedo.
Hacia el final de la infancia, por un puñado de meses, el Cine Teresa llegó a convertírseme en obsesión. Iba a estrenarse una película inspirada en las aventuras del Capitán América. He olvidado si lo supe a través de mi padrino o de algún recuadro marginal en las páginas centrales del Esto. Lo cierto es que, cualquiera que haya sido la fuente, no llegó nunca a precisar fechas, de modo que el recuerdo hace desfilar ante mis ojos dilatadas semanas de ansiedad y zozobra, en medio de las cuales el único asidero de esperanza lo ofrecía un pequeño poster promocional pegado en la cartelera del Teresa. Podría haberme quedado la eternidad entera contemplando, a través de la cortina bajada, los parcos augurios del cartel, la difusa promesa de los héroes por venir.
Por más que apremio y fatigo la evocación, me resulta imposible esclarecer el contexto situacional de tan nítida estampa. Desde la apertura del Eje Central Lázaro Cárdenas a punta de piqueta, las idas y venidas entre mi casa y la casa de mi abuela me habían convertido el Cine Teresa en referencia paisajística habitual. Puedo recobrar con claridad, como parte de ese mismo recorrido, otros dos de aquellos fósiles. El Cine Maya como Nao de la China, con un no sé qué de paquidérmica insinuación orientalista, ubicado frente a una feria de ensueño (perverso equilibrio de tentaciones eternamente equidistantes del presupuesto familiar). El Cine Coloso como buque fantasma, encerrado sobre sí mismo desde siempre y para siempre bajo la quieta advertencia de su pequeña marquesina (HOY-NO HAY FUNCIÓN-HOY).
Los miraba a través de la ventanilla del trolebús, deslavada parodia de los tranvías de Gutiérrez Nájera y Buñuel. Pero no había motivo para que mis padres, mis hermanas y yo desfiláramos a pie frente al Teresa. ¿Bajo qué circunstancias sobrevino el inequívoco episodio que aquí cito (episodio que el exorcismo sin duda exagera y distorsiona, mas no inventa)? No lo sé.
Aquella película sobre el Capitán América la vi en una sala ajena a toda profecía y toda leyenda. Al Cine Teresa sólo llegué a ingresar muchos años después. Se me figuró una suerte de plaza pueblerina. De esas en torno a cuyo kiosco las muchachas y muchachos giran sin descanso, a la busca de plan para la tarde o la vida. Sólo que acá no había muchachas ni kiosco; su lugar lo ocupaba un ajetreo entre festivo y febril de hombres de todas las edades desfilando por los pasillos de la galería inferior, sin otra agenda ni programa que la noche por venir. Ninguno miraba a la pantalla. A la galería superior no llegué ni a asomarme; no hacía falta. Estuve ahí menos de diez minutos y me fui. Nada de condenas o censuras; mero respeto por las ceremonias ajenas. Después de todo, el Cine Teresa, con su glamour y su art decó, había sido desde el principio una dama. Incorrecta, irresistible y excesiva; como todas las damas capaces de llenar con suficiencia la amplitud de esa palabra.