domingo, 16 de febrero de 2020

Marinas.


Cada atisbo de frase que acude a tu cabeza cuando quieres ponerte a hablar del mar sabe a banalidad, a reiteración estúpida, a saturadísimo lugar común. Y sin embargo el mar, con esa indiferente capacidad de seducción que lo caracteriza, impone más allá de toda resistencia posible que uno se suelte a palabrear sin remedio, recurriendo a los más diversos acentos: desde la salmodia hasta la vociferación, desde la xilofónica cantinela infantil hasta el marmóreo arrebato épico.
Resulta llamativo que algo o Alguien tan recurrentemente asimilado al silencio (sea por física desmesura, metafísica impenetrabilidad o cósmico desborde) estimule de inmediato, incontenible, a la enternecedora y patosa perorata humana. Y no, no considero que sea menester presentar disculpas por el hecho de que entre los orfebres de dicha perorata se hallen un Lautréamont, un Perse o un Homero. Porque lejos estoy de empuñar la caracterización empleada con intenciones denigratorias o con pereza nihilista. Mediante el término “perorata” me permito en primerísimo lugar honrar nuestro más privilegiado margen de dignidad y de belleza, desde la complicidad jubilosa de quien se distingue apenas uno entre los miles de millones alguna vez apabullados por el mar. Si patosos peroramos es porque, comparadas con la elocuencia indescifrable y monumental de cualquier espectáculo marino, nuestras palabras no pueden sino antojarse balbuceos; incluso aunque se trate de las palabras más elocuentes y monumentales que la voz humana haya sido capaz de proferir (la cólera de Aquiles canta, diosa, / sobre el fondo del mar color de vino).
El renovado turista que asume haber comprendido ya el ritmo y el plazo de las olas para sortearlas sin vergonzosos revolcones  (siempre cerca de la playa, por más avezado nadador que se considere y por más intrusiones al mar abierto de que se jacte) acaba tarde o temprano zarandeado patas arriba, con la boca colmada de espuma. Del mismo modo, cada afán literario de homenaje, indagación o vilipendio, debe rendirse ante la evidencia de que nada ni nadie cuenta, interroga o maldice al mar con la hermosura sagrada que él por sí solo despliega hasta en el más humilde de sus embates. Ese embate, por ejemplo, que ahora mismo, mientras la claridad de la tarde da en extinguirse ya sin camino de vuelta ante mis ojos, alboroza allá abajo a los últimos bañistas del día. Sus voces llegan hasta mí tal si se tratara antes bien de gaviotas, albatros, o acaso inclusive difusos ecos provocados por el propio oleaje.
El mar nos mesura e iguala pues a todos dentro de la tribu humana, por vía de democrático apabullamiento. Buena parte de nosotros somos extranjeros de tierra adentro, que por época, condición y destino sólo aspiramos al contacto con su divina inmensidad durante mansas excepciones de recreo; visitantes ocasionales que, aun sublevándonos airados al calificativo de turistas, no podemos sino asumirnos circunscritos a éste durante nuestras breves escalas playeras. Abundan quienes suponen con imbécil petulancia que las tarjetas de crédito otorgan derecho de propiedad sobre los paisajes y sus artífices, sean estos naturales o humanos; pero si conservamos mínimo sentido de la decencia y del ridículo, resulta inevitable que experimentemos una sensación liliputiense cada vez que, frente al eterno alzarse y romperse de las olas, se nos vienen a la cabeza los capitanes de Conrad, los piratas de Salgari y de Stevenson, los marineros de Melville.
Sobrepongámonos no obstante a ese balde de agua fría bañando nuestro amor propio. Una serena meditación a propósito de aquellos heroicos, limítrofes y ejemplares destinos, basta para reparar en que los seres de tormenta, ensueño y altamar que los acometieron se hallan infinitamente más cerca de nosotros que del corazón del enigma marítimo; enigma a través suyo asediado de maneras tan prodigiosas e inolvidables, como a final de cuentas infructuosas. Al término de cada una de tales travesías, la cifra del misterio oceánico prevalece igual de intocada e insondable que al principio, sea que nuestros ojos madurados y (ellos sí) ya jamás iguales, abracen la imbatible distancia redescubierta con risueño júbilo, con serena aceptación o con horrorizado estupor.
Y por su parte el mar no consagra a la tripulación —pongamos por ejemplo del Pecquod en Moby Dick— aspavientos ni furias mayores a las que cada niño, incauto y temeroso ante su primera experiencia marina, siente abatirse sobre sí; los pies todavía firmemente apoyados en la arena, y el nivel del agua a una altura que si consiguiera erguirse no alcanzaría a mediarle el pecho. Pero el caso está justo en que de pronto ese niño no logra erguirse, por mucho que lo intente. Un estruendo de infinito le embota hasta la sordera los oídos, y una memoria de honduras cuyo insuficiente símil más a mano es el vientre materno le acompaña la súbita sospecha de que no podrá salir, la irracional urgencia de recobrar a bocanadas el extraviado hilo del aire.
El niño regresa trastabillando, sin que el cristalino reverberar de la ola ya rota que viene, ni la espumeante resaca que va, consiga elevarse más allá de sus tobillos. Los adultos ríen desde la más pasiva de las serenidades, y el resto de los niños, si no es que partícipes a pie juntillas de su mismo drama, le dedican burlonas puyas que por alguna extraña razón resultan indoloras.
Lo cierto es que a su manera, como en semilla, él trae ya entre los dedos y bajo la lengua la misma inquietud y la misma sabiduría del único sobreviviente del Pecquod; ese que, no bien abierta la primera página del libro, te sale abrupto al paso para solicitar “llámame Ismael”. Y tú no requieres explicación en ninguno de ambos casos para entender a quién tienes delante: a uno que viene de atisbar el reflejo del rostro de Dios… y que regresó para contártelo.

(para Milo, amor de mi sangre abierta)